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Revista chilena de literatura

versión On-line ISSN 0718-2295

Rev. chil. lit.  no.105 Santiago mayo 2022

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-22952022000100511 

Artículos

Esclavitud infantil y muñecas vivientes en el Perú del siglo XIX

Enslaved children and living dolls in nineteenth-century Peru

Ana Peluffo1 

1Universidad de California, Davis, California, Estados Unidos

Resumen:

En este artículo abordo la problemática de la esclavitud infantil en el Perú del siglo XIX desde una perspectiva interseccional que combina vectores de género, raza y clase. En particular, me focalizo en la genealogía de los niños robados, esclavizados, y regalados, también llamados cholitos, a los que no se les permitía acceder a la idea sentimental de infancia que se impuso en el siglo XIX. A partir de una lectura de textos de Abelardo Gamarra, Lastenia Larriva de Llona y Juana Manuela Gorriti, entre otros, me detengo en los usos de la compasión para humanizar estas infancias antinormativas y en las relaciones interraciales entre niños en la intimidad perversa de los hogares de las clases acomodadas.

Palabras clave: infancias; cholitos; raza; afectos; género; compasión; sentimentalismo; Lastenia Larriva de Llona; Abelardo Gamarra; Juana Manuela Gorriti

Abstract:

In this essay I study marginal childhoods from an intersectional lens that combines categories of gender, race and class in nineteenth-century Latin America. In particular, I focus on “cholitos,” indigenous children who were abducted, trafficked, and offered as gifts by white Peruvian elites, and subsequently used as slaves. Stemming from close reading of texts by Abelardo Gamarra, Lastenia Larriva de Llona and Juana Manuela Gorriti, among others, I trace the racialization of affect associated with sentimental hegemonic childhood while also analyzing the interracial affective bonds between indian and white children in the perverse intimacy of the upper-class home.

Keywords: childhood; slavery; race; affect; gender; Lastenia Larriva de Llona; Abelardo Gamarra; Juana Manuela Gorriti

A lo largo del siglo XIX se puede establecer una relación de continuidad ideológica entre las categorías de infancia y raza. Los escritos fundacionales de la cultura latinoamericana comparten una mirada infantilizadora de la diferencia racial en la que ni los indios ni los niños (y aquí podríamos agregar también las mujeres) tienen agencia, soberanía o acceso a la racionalidad. La idea de que los indios eran como niños –primitivos, sentimentales e inocentes– buscaba contradecir otra, igualmente nociva, que era la del indio como una figura amenazante y monstruosa que unificaba desde el miedo a la comunidad nacional. El deseo de borrar la peligrosidad de la otredad racial desde un paternalismo o maternalismo sentimental afianzado en la infantilización del indio facilitaba la explotación de los grupos marginales y se apoyaba en la idea de que, así como los niños eran subjetividades a medias que debían ser completadas o moldeadas por un sujeto adulto, los indios eran no-subjetividades cuyas vidas o cuerpos solo importaban como mano de obra barata, carne de cañón o botín de guerra. En este artículo quiero reflexionar sobre el aspecto menos visible de la ecuación infancia-raza: los niños o niñas indígenas sin infancia, también llamados cholitos, que aparecen con insistencia en la literatura peruana del siglo XIX. Me refiero a los niños robados, traficados y, sobre todo, regalados, a los que no se les permite acceder al modelo globalizado y hegemónico de niñez que las élites limeñas buscaron peruanizar para ingresar en la modernidad.

Lejos de pensar en la infancia como una categoría homogénea y unificada me interesa establecer un recorte dentro de ella para detenerme en lo que Wilma King llama “la infancia robada” (XI-XX) de los niños esclavos del siglo XIX. A partir de una lectura del cuento “El rey Herodes” de la escritora peruana Lastenia Larriva de Llona (1848-1924), y de textos anteriores de Juana Manuela Gorriti (1818-1892), Clorinda Matto de Turner (1852-1909), Sebastián Lorente (1813-1884) y Abelardo Gamarra (1850-1924), entre otros, trazaré una genealogía cultural de la figura del cholito/cholita para ver de qué manera la oligarquía limeña normalizó la esclavitud infantil en la época de la modernización nacional. Entre las preguntas que busco plantearme figuran la siguientes: ¿por qué se racializa la categoría cultural de la infancia en el siglo XIX?, ¿es la infancia una edad cronológica o cultural?, ¿qué lugar ocupan los niños indígenas en los imaginarios empáticos? y, por último, ¿qué pasa cuando estudiamos la infancia desde una óptica interseccional que incluye no solo la edad como factor de subalternización sino también la raza, la clase y el género? 1

El paradigma de la infancia angelical que se impuso en América Latina con el avance de la modernidad dependió de la conversión del niño en un sujeto inocente y puro, pero también irracional que se correspondía con la idea del buen salvaje de Rousseau. A esa niña o niño se adherían las emociones que el sujeto civilizado, adulto y racional, buscaba expulsar de su subjetividad (la cólera en su versión menor de rabieta o berrinche, los celos, el miedo). El uso de la palabra adherir para hablar de las emociones normativas y antinormativas remite a la terminología de Sara Ahmed y a su idea de que las emociones circulan en la esfera pública y se pegan con particular ahínco a la superficie de ciertos cuerpos (49). La tensión entre el afecto y la retórica del control desde la que se buscó regular la infancia en el siglo XIX estuvo en el corazón del discurso victoriano sobre la niñez y de la literatura pedagógica que se propuso civilizarla. Mientras que el objetivo principal de la modernidad fue ritualizar lo que Kyla Schuller llama la biopolítica de los sentimientos en un proceso que feminizó ciertas emociones y masculinizó otras, una zona no menos importante de este corpus tuvo como objetivo inculcar en los niños una pedagogía jerarquizada de los afectos.

En la construcción de la infancia sentimental como una categoría separada del mundo adulto, una distinción que según Philippe Ariès no existía antes de la modernidad, se excluía a los niños impuros, racialmente otros, marginales y/o contaminados por el mundo de la calle o el trabajo 2 . Dentro de este paradigma, los niños indígenas esclavizados o cholitos constituyen una zona oscura del paisaje cultural decimonónico porque estaban sumidos en un perpetuo estado de excepción al ser arrancados de su entorno por la fuerza, separados de su lengua (el quechua) y de sus padres para ingresar al mundo urbano de la servidumbre y el trabajo. Según José Ragas, en un articulo titulado “Cholitos, militares y activistas: La campaña de rescate de niños (1867-1868)”, el tráfico de niños indígenas no fue algo nuevo en el siglo XIX, sino que se remontó a los primeros años de la sociedad colonial. Esa práctica ilegal se agudizó, sin embargo, en el Perú de mediados del siglo XIX, en pleno auge del guano y el salitre, para beneficiar a una clase alta urbana en expansión y para suplir la abolición definitiva de la esclavitud por el gobierno de Castilla en 1854. La economía de la servidumbre doméstica a la que estaban destinados estos niños funcionó, según Ragas, como un sistema precapitalista de explotación formado por densas redes económicas y afectivas que de alguna manera sirvieron para absorber el excedente de mano de obra provocado por la inexistencia de una verdadera industrialización (514) 3 .

Pensar el racismo y la infancia juntas es una tendencia que adquirió protagonismo en la comunidad académica norteamericana a mediados del siglo XX cuando los investigadores Kenneth y Mamie Clark realizaron desde el campo de la psicología un conocido estudio para demostrar que los niños interiorizan desde una temprana edad modelos de belleza anclados en jerarquías raciales dominadas por el ideal de la blancura. En este conocido experimento llamado Clark, originalmente publicado en 1939, y del que existen variaciones en diversos países latinoamericanos, los investigadores entrevistan a niños y niñas afro-americanos sobre sus preferencias estéticas a la hora de elegir una muñeca. ( Imagen 1 )

Cuando una voz en off les pregunta a los protagonistas del experimento cuál es la muñeca más linda, o cuál es la muñeca más buena, los niños señalan en su gran mayoría a la muñeca de tez más clara, pese a que las dos muñecas (una blanca y una negra) son exactamente iguales. En Racial Innocence: Performing American Childhood from Slavery to Civil Rights (America and the Long Nineteenth-century), Robin Bernstein comenta este estudio y sugiere que los niños afroamericanos responden performáticamente a una serie de expectativas culturales en las que han sido socializados y alfabetizados (199). Según Bernstein, en la época de Black Lives Matter [las vidas negras importan], los niños siguen aprendiendo a pensar en términos racializados una serie de binomios encadenados que hemos heredado de la época colonial (belleza-fealdad, maldad-bondad, ley-delito). Más recientemente, Marta Lamas estudió la cultura de las muñecas en México, reflexionando sobre cómo la cultura material de los juguetes permite la circulación de ideologías sexistas, racistas y clasistas. En una conferencia que dio en Casa de las Américas, la antropóloga comenta, en lo que parece una versión mexicana del estudio Clark, que al tener que elegir entre una Barbie rubia, una muñeca de trapo mazahua y/o una muñeca zapatista, las niñas mexicanas optan indefectiblemente por la primera. Lo que Lamas dice sobre la Barbie en México, se puede expandir como ideal aspiracional a otras niñas latinoamericanas para las que las barbies actúan no solo como íconos de un modelo sexualizado de subjetividad, sino también como un ideal estético de pureza racial.

En un cuento para niños titulado “El Rey Herodes: Cuento navideño” Lastenia Larriva de Llona ficcionaliza desde una perspectiva interracial la relación entre una niña blanca de la clase dirigente y un niño robado o cholito 4 . En el cuento, Lolita es una niña rubia de ojos azules que se encapricha con la idea de que los padres le regalen para su cumpleaños un niño indígena de servicio. La autora habla de los cholitos como mercancías vivientes, niños a los que las clases altas trataban como esclavos y que ni siquiera merecían el apelativo de niños. Salvaje, mimada y consentida, Lolita, es una niña de cinco años a la que Larriva de Llona construye como un diamante en bruto que debe ser limado y bruñido para brillar en sociedad. Huraña por fuera, pero buena por dentro, caprichosa pero tierna, Lolita es un modelo con el que cualquier niña lectora de la clase dirigente podía identificarse.

El cuento de Larriva de Llona arranca con un tableau navideño en el que se presenta a Lolita en el día de su cumpleaños que es también nochebuena. En el centro de la escena se coloca a la niña blanca rodeada de juguetes costosos que sus parientes y amigos le han regalado, con el objetivo de congraciarse con su padre que es ministro de guerra. Entre un grupo amorfo de cajas a medio abrir, dispersas por el suelo, el ojo de la autora se detiene, como el zoom de una cámara, en una colección de muñecas de porcelana lujosamente ataviadas y enviadas desde Paris que “venían dentro de su mundo, ad-hoc, con ajuar completo de ropa y de casa, y que sabían dormir, hablar, mover el abanico y el lente con graciosa coquetería y dar una vuelta sin necesidad de ajenos pies, por el salón” (40). Pese a la abundancia material de regalos, Lolita está triste porque hay algo en su mundo que le falta. La pregunta brutal “¿Hasta que hora no me traerán mi cholito? “(44) irrumpe en la escena iniciando un diálogo con la madre, que continúa de la siguiente forma.

—No me acuesto hasta que venga el cholito, repitió Lolita, con esa terquedad de los niños demasiado mimados y consentidos. —Pero dime, Lolita, hija mía, ¿para qué quieres un serranito feo, como ha de ser el que te envíe tu padrino? ¿No tienes ahí tantas señoritas y niñas preciosas y elegantes? le preguntó Dolores señalándole las muñecas. —Esas no saben jugar, replicó Lolita. Yo quiero el cholito porque es de carne y está vivo: un serranito así como el que tiene mi prima Rosita que hace todo lo que ella quiere. Ya no me gustan esas muñecas, continuó golpeando impaciente los pies del sillón con los diminutos suyos, mientras lanzaba una mirada de soberano desprecio a las arrogantes y tiesas parisienses cuyos ojos inmóviles de cristal… parecían mirar a Lolita con extraña fijeza como si se asombraran del mal gusto que revelaban sus palabras. (45)

El sujeto narrativo antropomorfiza las muñecas de Lolita que son moralmente superiores a ella y que se sorprenden de la insensibilidad de su dueña. Esas muñecas blancas que representan un modelo de femineidad al que debe aspirar Lolita (masivamente producidas, graciosas, elegantes y coquetas) han dejado de ser objeto de interés para la niña que quiere una muñeca viva a la que la pueda obligar a hacer las cosas que los juguetes no pueden hacer. Tal y como lo señala Diana Aristizábal García en un libro titulado Juguetes e infancia en el siglo XIX (2016) las élites latinoamericanas frecuentemente fotografiaban a sus niños en compañía de juguetes caros, novedosos y/o recién comprados para visibilizar su poderío económico y para ostentar un estatus de clase que consolidaba su poder económico y social en la época de la modernización (42). En algunos casos, las muñecas de porcelana eran de gran tamaño y aparecían vestidas con ropa exactamente igual a la de sus dueñas (imagen 2). ( Imagen 2 )

En el cuento “El rey Herodes”, el deseo racista de la niña de que le regalen una muñeca viviente, o cholito, está en un principio motivado por una de las emociones que la autora quiere erradicar de la subjetividad infantil. Me refiero a la envidia, en la que la alegría de la prima por poseer un cholito genera tristeza y malestar en Lolita. El hecho de que Lolita quisiera tener un cholito para ser como su prima nos demuestra que robar, traficar y regalar niños indígenas era una práctica generalizada en el siglo XIX. Ya Sebastián Lorente en una crónica de viaje titulada Pensamientos sobre el Perú publicada como folletín en 1855 decía que en el siglo XIX tener un cholito, al que el definía como un niño indio “esclavizado casi al salir de la cuna” (29), era un símbolo de estatus para las mujeres limeñas que los ordenaban por encargo a traficantes de niños en la zona andina. Añade en su crónica que “cuando salís para la sierra […] no dejan de pediros un cholito y una cholita, y a veces os encargan tantos, que juzgaríais se encuentran en los campos por parvadas” (29). Lorente procede a enumerar diferentes maneras de obtener estos niños, convertidos en mercancías o cosas, que iban desde que la madre accediera a venderlos, obligada por la miseria de su situación a que fueran “cazados” por la fuerza, él dice, como si se tratara de vicuñas o llamas, o incluso, lo que era más común que “fueran sustraídos a la ternura maternal por alguno que quisiera especular con la carne de sus hermanos, o hacer algún regalo” (29). La frase “especular con la carne de sus hermanos” nos permite pensar esta práctica naturalizada por el racismo sistémico del siglo XIX en términos del delito que hoy llamaríamos tráfico de personas o trata infantil, definido por la convención de las Naciones Unidas como “la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de personas […] con fines de explotación” (2). Desde una perspectiva necropolítica, el cuerpo del cholito era para Lorente altamente desechable y menos valioso que el del esclavo africano porque como no tenía precio “si enfermaba se le dejaba morir” (30). Nadie era castigado, señala el cronista, por cometer este crimen sancionado por la costumbre, en parte porque en el siglo XIX se pensaba que el cholito, al ser robado de su entorno de barbarie, podía tener acceso a una mejor vida mediante su entrada al mundo de la civilización. En algunos pasajes de su etnografía, Lorente pone en duda el justificativo moral del rapto cuando afirma que, aún los cholitos más afortunados, es decir los que eran tratados benévolamente por sus amos, carecían de derechos legales, humanos y afectivos: “A lo más que puede aspirar [el cholito] es a ser bien mirado por las niñas de la casa, y a ocupar en el corazón de ellas un lugar entre el mono y el perrito de faldas” (30). El autor incurre aquí en dos estrategias de deshumanización que me interesa destacar: una es la animalización de los cholitos cuando los compara con mascotas (llamas, monos o perritos) y otra es su desindividualización, es decir, su conversión en eslabones de una cadena indiferenciada de niños esclavos que son reemplazables, unos por otros, porque su subjetividad se define por lo que Albert Memmi llama “la marca plural del grupo” (39).

El cuento de Lastenia Larriva colabora desde la ficción con los manuales de urbanidad y etiqueta que se publicaron a lo largo del siglo a ambos lados del Atlántico con el objetivo de domesticar, blanquear y civilizar la niñez 5 . Aunque este corpus pedagógico estuvo dominado en un principio por una idea mayormente andrógina de la infancia, hacia mediados del siglo XIX empezaron a aparecer manuales específicamente destinados a las niñas, escritos en forma de carta, verso o historieta. Según Manuel Antonio Carreño, autor del Manual de urbanidad y buenas maneras (1854), la urbanidad era una forma extrema de autocontrol de los impulsos inciviles motivado por el afán de “promover el bien […] aún con sacrificio nuestro” (7). Obsesionados por el orden, los manuales proponían una política de la obediencia para los niños y jóvenes, con encabezamientos que iban desde lo más alto (Dios) hasta lo más bajo (criados), pasando por el punto intermedio de padres, maestros y familiares. De particular interés para reflexionar sobre la relación entre infancia, raza y clase es la sección de los manuales en la que se discutía la relación de los niños con los criados y otros grupos subalternos dentro del espacio doméstico. Casi todos los manuales de la época recomendaban que los niños trataran a la servidumbre con un delicado equilibrio entre distancia (respeto) y cercanía (afecto caritativo). Esta recomendación se hacía por un lado para que los niños no se contagiaran de los modales rústicos del subalterno y, por otro, para que los criados no se salieran del lugar que las élites les asignaban en la coreografía hogareña 6 .

En “El rey Herodes” la madre le dicta a la hija una plegaria destinada a fomentar en el sujeto infantil una serie de carencias feminizadas que sirven para reforzar la dicotomía entre los géneros. La niña le pide a Dios que no le dé belleza, que no le dé talento, que no le dé riquezas, que no le dé poder, en parte porque solo en ese estado de total despojo, es decir “pobre, desvalida, fea y torpe” podrá acceder a “la dicha eterna que vale más que esta corta existencia” (49). El proceso de construir una identidad femenina en miniatura se articula, en el cuento, no solo con la domesticación de ciertas emociones peligrosas (la ira, la envidia, el odio), sino también con el disciplinamiento del lado salvaje o caprichoso de la niña blanca. Además de regalos y muñecas hay en la casa un elaborado pesebre que coloca en el centro a un niño Jesús sobre una cuna de pajas de oro al que los reyes magos y otros personajes de la historia bíblica le traen regalos. Mientras la madre de Lolita le cuenta a su hija la historia de cómo el rey Herodes mandó a matar en Belén a todos los niños menores de dos años para evitar que Jesús se transformara en Rey, la mirada de Lolita se detiene en un sector del nacimiento que representa de manera animada un cuadro de Guido Reni titulado “La matanza de los inocentes” ( imagen 3 ).

La representación ecfrástica de este cuadro establece, de manera oblicua, un paralelismo político y transhistórico entre la matanza de niños en Belén y el rapto de cholitos en el siglo XIX. Para demostrar la capacidad de Lolita de conmoverse por el sufrimiento ajeno, Llona dice que al escuchar la historia del rey Herodes la niña “dirigió sus miradas a los conmovedores grupos [del cuadro] que formaban aquella madre que huye desesperada para salvar al tierno fruto de su entrañas de la espantosa carnicería y del bárbaro soldado que la detiene por los cabellos, y a aquella otra que, cubriendo a su hijo con el manto, echa a correr presa de indescriptible pavor” (“El rey Herodes” 45).

Dentro de la genealogía cultural de la figura del cholito, la novela Si haces mal no esperes bien (1861) de Juana Manuela Gorriti ocupa un lugar privilegiado. En el primer capítulo titulado “El rapto”, una cholita está juntando flores para su madre en el paisaje bucólico de la sierra, mientras los soldados las espían para detectar un momento de distracción de la madre que les permita robar a la niña. El texto de Gorriti narra, de manera extremadamente gráfica, la crueldad del momento del rapto que tanto el cuento de Llona como la crónica de Lorente omiten:

El soldado se dirigió hacia ella [la cholita] al galope y llegando a su lado, inclinóse sobre el estribo y la arrebató entre sus brazos. Mas al momento de enderezarse sobre la silla para colocar a la niña en el arzón, sintió dos manos de acero, que aferrándose a su garganta lo derribaron en tierra. La india había corrido en auxilio de su hija y teniendo la cabeza del soldado bajo su rodilla buscaba con ojos feroces una piedra para acabar de matarlo. Arrancó en fin un grueso guijarro mas en el momento que lo alzaba sobre el soldado, sintióse asida por los cabellos. El oficial que había ordenado el rapto arrastrándola sin piedad, la arrojó al fondo de un barranco. (156)

Gorriti usa aquí la tercera persona para narrar el secuestro de la niña desde una perspectiva ajena a la de su personaje. Más tarde en la novela, el sujeto de la enunciación vuelve a contar la escena desde la óptica narrativa de esa madre indígena que no puede acceder a la ideología de la maternidad republicana por su identidad racial y que trata de evitar a toda costa que le roben a su hija. La madre de la cholita cuenta que mientras cuidaba a su rebaño escondía a su hija y que “temblaba de miedo” cuando cualquier viajero se acercaba a acariciarla porque “ahora que somos pobres, ahora que nada pueden ya quitarnos nos roban nuestros hijos para hacerlos esclavos en sus ciudades” (179).

La novela de Gorriti peruaniza el tópico del secuestro de las cautivas blancas, ubicuo en la iconografía rioplatense de la generación literaria del 37, una generación con la que Gorriti, que se define a sí misma como argentina de nacimiento y peruana de corazón, tiene una conexión biográfica y cultural. ( Imagen 4 )

En las pinturas de Johann Moritz Rugendas y Ángel della Valle, que Laura Malosetti Costa pone a dialogar con obras fundacionales de la literatura argentina como La Cautiva (1837) y El gaucho Martín Fierro (1872-1879), los indios aparecen a caballo y armados de lanzas, arrastrando por la pampa los cuerpos desfallecientes de inocentes mujeres blancas a las que habían arrebatado por la fuerza del mundo de la civilización. En la novela de Gorriti, los enemigos no son los indios que se adueñan de los cuerpos de las cautivas blancas sino los militares peruanos que violan a mujeres racialmente otras y secuestran a sus hijas 7 . Al igual que la cautiva de Echeverría, la india de Gorriti es un personaje andrógino y casi masculinizado que ataca físicamente a su enemigo para defender a su hija al mismo tiempo que trata de ahorcarlo y matarlo. En este choque de fuerzas altamente desigual, la cholita se convierte en la pieza más valiosa de un botín de guerra en el que se desdibuja la frontera entre mercancías y personas. Al final del día, los soldados enumeran una larga lista de objetos rapiñados entre los que figuran catorce mulas, tres sombrereras, dieciocho baúles y una cholita (159). En el proceso de cosificación de la cholita, la niña va cambiando de manos hasta ser ilegalmente adoptada por un viajero francés que se la lleva a París. A medida que avanza la novela la violencia racial se ejerce no solo sobre el cuerpo manipulable de la cholita que inicia a partir de este momento un doloroso y forzado camino hacia la modernidad europea, sino también sobre una madre indígena que queda excluida de la racionalidad civilizatoria. Transformada en “la pastora loca de Huairos”, la india de Gorriti deambula por la sierra en busca de su hija robada hasta reencontrarse, doce años más tarde, con esa cholita ya adulta, afrancesada y civilizada, que al volver al Perú acaba suicidándose en el mismo lugar donde fue separada por la fuerza de la madre muchos años atrás.

En “El Rey Herodes”, el deseo de la niña blanca de que le regalen un cholito genera un desorden afectivo en el espacio doméstico ya que en vez de obedecer y reconocer la autoridad de los padres, Lolita busca imponer su voluntad. A medida que avanza el cuento, el miedo paterno reemplaza a la ternura maternal como herramienta pedagógica civilizatoria en un proceso que coincide con la somatización del pudor como mecanismo sexualizado de autocontrol. Lo que provoca vergüenza en el yo infantil no es el deseo perverso y cruel de poseer un cholito, sino la terquedad de Lolita a la hora de enfatizar la urgencia de su reclamo. Una tecnología disciplinaria que el sujeto narrativo usa para domesticar el lado salvaje de la niña es colocarla en el centro de un panóptico regido por la figura de un Jesús todopoderoso que observa desde arriba las acciones de los niños sin ser mirado por ellos.

—¿Qué dirá, al verla así enfurruñada, y al escuchar el tono áspero de su voz el Niño Jesús, ese niño Jesús, que era todo dulzura y que jamás dio a su madre el más leve motivo de queja? […] Al escuchar, pues, la merecida reprimenda de los labios de su padre, de esos labios tan prontos siempre para acariciarla, se arrepintió de su terquedad y de las desabridas respuestas que había dado a las afectuosas frases de su madre; y sintiendo que su cólera se deshacía en lágrimas, corrió hacia Dolores y abrazándola apretadamente, escondió su rostro, que la vergüenza coloreaba, en el regazo maternal. (“El rey Herodes” 46-47, énfasis original)

El proceso de autovigilancia que Norbert Elias estudia en los manuales de conducta europeos depende en “El rey Herodes” de la estetización de dos emociones feminizadas (la vergüenza y el miedo) que empequeñecen a la niña frente a la figura magnificada del padre. El cuento muestra asimismo la manera en que Lolita interioriza el racismo de una oligarquía limeña que se adjudica el derecho de apropiarse de los niños ajenos. Ni el padre ni la madre de Lolita ponen en tela de juicio el deseo de la hija de poseer un cholito: la objeción radica solamente en la falta de paciencia para lograr su objetivo. Cuando la niña vuelve a preguntar “¿Hasta qué hora no me traerán mi cholito? ¿Por qué no me lo habrá mandado todavía mi padrino?”, la madre le contesta “—No le habrá sido posible, vida mía […]te lo enviará mañana, no tengas cuidado. Ahora ve a acostarte” (44).

En la lucha pedagógica que el cuento de Llona ficcionaliza, el cuerpo de Lolita se convierte en un campo de batalla entre emociones bárbaras y civilizadas. Las emociones inciviles o negativas que desbaratan la relación jerárquica entre padres e hijos no son fáciles de vencer y la niña sigue insistiendo en que le traigan su cholito. Finalmente, es con la llegada del cholito-regalo, envuelto en ropas europeas que “de seguro se ponía por primera vez en la vida” que se completa el proceso de domesticación de ambos niños (50). ( Imagen 5 ).

El encuentro interracial entre subjetividades infantiles miniaturiza las jerarquías de poder entre amos y esclavos tal y como se daban en el mundo adulto del gamonalismo andino. El sufrimiento del niño quechua al que le ponen el nombre de Tomasito y que lleva sus ropas andinas en un “quipe” o atadito contrasta en un principio con la mirada extasiada de Lolita que al toparse con su regalo humano “dio simultáneamente un brinco, una palmada y un grito […] y luego quedó absorta con las manos juntas, y casi sin respirar” (51). Es por eso que la madre de Lolita le dice al cholito que se acerque y que no le tenga miedo a esa niña que a partir de ahora será “SU niñita”, es decir su patrona. Una vez en el salón de las muñecas Lolita empieza a visualizar en voz alta el lugar que le asignará al niño en su colección de juguetes. Dice:

Tengo más de veinte muñecas … ¡Qué veinte! ¡Más de mil! Y una cocinita para hacer comida de verdad. ¿No te gusta a ti jugar a las comiditas? Con las muñecas me fastidia hacer bodas, porque no comen …. A ti te voy a dar cosas muy ricas: confites, caramelos, pasteles, chocolates, pasas… uff!… tantas, tantísimas, tantísimas cosas! ¡Pero habla, pues, Tomasito! ¿Por qué no quieres hablar? (53)

En este tableau doméstico la niña blanca convierte al cholito en el muñeco-estrella de su colección, un artefacto de carne y hueso que hará lo que ella diga y lo que las muñecas no pueden hacer, en este caso, comer las comidas de mentira que ella prepara. Aunque en un principio el niño esboza una sonrisa, seducido por la idea del juego como nivelador de las diferencias sociales y raciales, queda claro para el lector que la relación entre Lolita y Tomasito será jerárquica y que el cholito será un juguete vivo, destinado a satisfacer la voluntad de su ama.

La conversión del cholito en juguete queda reforzada en el cuerpo del texto mediante referencias a la mudez e inmovilidad de ese niño de “color atezado” que era, según Llona, “un bonito tipo de su raza” (52). Traumatizado por la violencia de la situación, el cholito se niega en un principio a contestar las preguntas que le hacen en quechua y castellano. El sujeto narrativo añade al respecto que a “no ser por la intensidad y viveza de su mirada habría podido tomárselo por una pequeña estatua de bronce” (53). Finalmente, cuando el tío dice haber comprado el cholito en la sierra, a una de esas madres indígenas que los venden por unas pocas monedas “como lo hacen frecuentemente esas mujeres, en quienes la abyección e ignorancia ahogan hasta el instinto maternal” [54], el cholito exclama entre llantos que eso es mentira porque ha sido violentamente robado (54). Las lágrimas del cholito le hablan a la niña blanca que toma en ese momento conciencia de la magnitud del crimen que los miembros de su clase social cometen a diario. El ascenso moral de Lolita coincide en el cuento con la capacidad de compenetrarse con el sufrimiento del niño serrano y con tomar una decisión que parece cuestionar, desde la pedagogía de la compasión, el racismo de los padres (“—¡Mamá! grito Lolita, con una voz en la que había vibraciones hasta entonces desconocidas […] ¡Mamá, mi padrino es un Rey Herodes! ¡Yo no quiero ya a Tomasito! ¡Que se lo devuelvan a su mamá!”, 56). Lo que el tío de Lolita ve como un favor que se le hace al niño que todo el día llora por su sierra –“pero que ya se irá civilizando” (52)–, es para la niña una oportunidad didáctica de automejoramiento moral. El espectáculo del sufrimiento del niño serrano y su inminente aculturación desemboca en un gesto noble por parte de Lolita que se arrepiente de su capricho y propone devolver el niño a la sierra. Si en un principio es la indignación o la rabia lo que motiva su cambio de actitud, esa modalidad afectiva va a ser aplacada y contenida por el discurso de la caridad.

Lauren Berlant, en sus lecturas del corpus sentimental norteamericano, cuestiona los imaginarios empáticos derivados de la compasión cuando afirma que las alianzas de dolor no llegan nunca a corregir la inhumanidad del sujeto marginal. Por otra parte, habla de la compasión como “una tecnología afectiva de presencia” (4) que se sostiene sobre una relación asimétrica entre espectadores del sufrimiento y víctimas. En “El Rey Herodes” el espectáculo del sufrimiento del cholito eleva moralmente a Lolita cuando propone devolver al niño a la sierra en un gesto que parece ir en contra de los intereses de su familia y de su clase social. En el desenlace del cuento, la madre de Lolita cancela el gesto empático de la hija cuando decide traer a toda la familia del cholito a la ciudad de Lima para que puedan beneficiarse en conjunto de los avances de la civilización. La madre de Lolita es, en este sentido, el espejo adulto en el que el ideal de la niña tierna y caritativa se mira. Es una madre afectuosa con los necesitados que “habituada desde que nació a ver cómo se recluta a los infelices indiecitos de ambos sexos para dedicarlos a la servidumbre […] no había creído hacer nada reprochable al encargar a su amigo y compadre, el Coronel Monforte que le trajese un cholito de regalo para su hija Lolita” (55). En Lolita y su madre, la compasión ayuda más al sujeto caritativo que al niño robado convertido en objeto de compasión. Las lágrimas del cholito conmueven a sus esclavizadores pero no consiguen revertir la tragedia de su situación.

Los cuentos de Llona forman parte de un archivo o denso entramado de textos que denuncian la deshumanización de las infancias racializadas. En “Los hijos de los indios” (1870), el escritor cuzqueño Abelardo Gamarra da una visión antagónica y no fetichizada de la relación interracial entre niños que se puede leer como el lado oscuro de la visión sentimental de Llona. En una crónica que se construye como un exposé del racismo republicano, Gamarra cuestiona el objetivo civilizatorio con el que las élites justificaban el tráfico de cholitos al mismo tiempo que denuncia la falta de misericordia de las mujeres criollas para con ellos. Por lo general, dice Gamarra, las mujeres blancas a las que les “regalaban” los cholitos no eran bondadosas como Lolita y su madre, sino que los trataban con una “dureza inquebrantable” que frecuentemente incluía maltratos físicos como “palo, látigo, coscorrones” (Rasgos de pluma 102-103). Gamarra menciona asimismo el mal genio de las patronas y “la ira de las niñas mujeres de la familia decente que desfogan en las costillas de los cholitos o de las chinitas, de los cholos o de las chinas del servicio, cuyos cuerpos acardenalados más de una vez podrían servir para un reconocimiento de juicio criminal” (103-104). En la lectura de Gamarra, el ángel del hogar no es sentimental y magnánimo como la madre de Lolita, sino iracundo y violento. Es un personaje cómplice con el racismo republicano que recurre a la explotación de los niños de la sierra para reforzar la ideología de la supremacía blanca en la que se apoyaba el poderío económico de su clase.

En un estudio pionero sobre la naturalización del robo de los cholitos, Alberto Flores Galindo examina los anuncios clasificados que se publicaron en el diario El comercio (1839-1859) y afirma que el hecho de que no hubiera avisos durante esos años para solicitar el empleo de cholitos, como sí lo había para reclutar servidumbre adulta, prueba que estos se obtenían ilegalmente, fuera de la mirada de la ley. Por otro lado, la gran cantidad de anuncios que se publican para encontrar cholitos robados o fugados de las casas limeñas durante esta época lo lleva a concluir que para muchos de esos niños esclavizados escaparse de las casas de la oligarquía limeña era la única opción viable que tenían en casos de maltratos físicos, castigos o flagrantes abusos 8 . Lo que Gamarra hace en su crónica es denunciar el tráfico de niños, algo que también hace Clorinda Matto de Turner en Aves sin nido (1889) cuando narra la historia de Rosalía Yupanqui, una cholita de 4 años a la que el cobrador del pueblo andino de Killac roba en pago por las deudas de lana de sus padres. El sujeto literario dramatiza el terror de los padres de la niña a punto de ser vendida como esclava por las autoridades de Killac porque “[a]quí las venden a los majeños y se las llevan a Arequipa!” (38). Al igual que en Si haces mal no esperes bien de Gorriti, la cholita de Matto será adoptada por una familia criolla a la muerte de sus padres pero desaparecerá sospechosamente de la trama luego de sufrir heridas en un accidente de tren que transporta a la familia desde Cusco a Lima.

En “El rey Herodes” la función cultural del cholito es educar sentimentalmente a los niños de la clase dirigente, confirmando en el proceso el estatus humano de la niña blanca. La visión sentimental de la infancia normativa tiene un componente económico ya que la aculturación del cholito y su conversión en objeto de piedad facilita la explotación económica de todo su grupo social. Así como las ilustraciones de “El rey Herodes”, diluyen las diferencias fenotípicas entre el cholito y Lolita, el cuento de Larriva de Llona jerarquiza a nivel semántico las diferencias entre ellos. Las pretensiones de igualdad afectiva entre niños se cancelan cuando la autora contrapone los “cabellos brillantes, sedosos y claros como los del maíz tierno” (52) de Lolita con los “ojos y cabellos negros como el ala del cuervo” (52) del cholito. Pese a la afirmación de que el afecto puede cruzar barreras de raza y clase dentro de la esfera infantil, Llona nunca cuestiona la asociación de la negritud con la fealdad y la belleza con la blancura. En este sentido, la visión humanitaria de la diferencia racial queda subvertida por su asociación con el lado devaluado de un binomio racializado tal y como lo sugerirá mas tarde el estudio Clark 9 . Esa visión devaluada de la infancia andina se refuerza por la asignación de roles dentro de la relación infantil: mientras para la niña blanca Tomasito es un juguete, un muñeco de carne y hueso al que puede demandar hacer las cosas que las muñecas no pueden (comer, caminar y hablar), para Tomasito, la niña es una deidad o niño Jesús (de hecho en un momento la compara con la figura estrella del pesebre) a la que tiene que amar e idealizar. En un momento del cuento, la autora afirma que Tomasito miró a Lolita con admiración porque “la tomó por la divinidad de ese santuario” (52).

En los imaginarios empáticos del siglo XIX la compasión sentimental no consigue rescatar a los cholitos de su estatus cosificado de mercancía. El diminutivo “cholito” cancela la peligrosidad de una diferencia racial que es más soportable en la infancia que en la adultez. En este sentido, así como la economía feudal gamonalista depende de la conversión del niño en esclavo, el sentimentalismo usa al niño serrano como herramienta viviente para la educación de sus amos. Si las muñecas entrenaban a las niñas en las prácticas de una maternidad futura, los cholitos les enseñaban a las niñas de las élites a ser futuras amas o patronas. Lo que cristaliza en el cuento de Larriva de Llona es finalmente un proceso de domesticación doble (del cholito y de la niña) en el que se solapan y refuerzan de manera interseccional una serie de jerarquías de raza y clase. El sistema de usos de la trama emotiva remite por un lado al cuerpo violentado del cholito, al que las clases altas silencian y arrebatan a su familia como si se tratara de un objeto o cosa, y, por otro, a una niña blanca que pese a que se indigna inicialmente con sus padres por la forma en que maltratan y explotan al cholito, recurre finalmente a la compasión para domesticar sus emociones peligrosas y convertirse, aunque solo sea temporariamente, en un ángel de ternura y caridad.

Imagen 1 Fotografía del estudio Clark, 1947 

Imagen 2 “Catalina Brescia”, Elías del Águila, 1903 

Imagen 3 Guido Reni, “La matanza de los inocentes”, 1611 

Imagen 4 Ángel della Valle, “La vuelta del malón”, 1892 

Imagen 5 Ilustración de “El rey Herodes” 

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1El término interseccionalidad fue acuñado por Kimberlé Crenshaw a fines de los años ochenta pero ya con anterioridad había sido utilizado por Audrey Lorde y bell hooks. Aunque el término circula actualmente entre los feminismos decoloniales o negros no ha sido utilizado para pensar la manera en que las categorías de género, raza y clase se solapan en la infancia generando desigualdad en múltiples niveles.

2En Guardians and Angels, David S. Grylls cuestiona la idea de Ariés de que la infancia fue descubierta o inventada en la modernidad por encontrarla demasiado tajante y categórica. Problematiza también la visión nostálgica que tiene el historiador de una época premoderna en la que los niños era más felices por no haber sido descubiertos.

3Para una historización del concepto de la infancia en el Perú véase el trabajo de Mariemma Mannarelli en el que se refiere a la cultura de la hacienda como un régimen patriarcal que combina benevolencia y despotismo (144-145).

4En la introducción a la recopilación de sus cuentos para niños publicados en Obras Completas II (1919), Lastenia Larriva le agradece a su hija María Eugenia por haber recopilado, editado y reunido cuentos que había escrito a lo largo del siglo XIX y que recién en su vejez procede a recopilar y editar (39). Algunos de los cuentos de Larriva de Llona circularon con anterioridad en revistas y publicaciones sueltas.

5Para un estudio sobre la emocionología de los manuales, es decir los estándares afectivos que proponían como parte de su pedagogía civilizatoria, véase el capítulo 5 “Manuales de urbanidad y pedagogía del afecto” de mi libro En clave emocional: Cultura y Afecto en América Latina.

6Véase sobre esta cuestión la sección titulada “Deberes de superior a inferior” en el Resumen de urbanidad para las niñas (1888) de Pilar de San Juan. Allí, la autora sigue a Carreño en su recomendación de que las niñas deberían tratar a los criados con compasión y benevolencia pero no mezclarse demasiado con ellos, en parte para que el criado no se saliera de su lugar asignado, es decir, para que no aprendiera a “tratar a sus señoritas sin el debido respeto siendo de temer que continúen del mismo modo cuando sean mayores” (69).

7La figura sufriente de la cautiva por la que debían apiadarse los lectores de Echeverría y Hernández se transforma en la novela de Gorriti en un personaje desexualizado: una niña de cinco años a la que la madre ya no tiene la posibilidad de cuidar y proteger. El texto de Gorriti interviene transnacionalmente en dos debates que son por un lado la relación entre indios y cautivas en el imaginario rioplatense y, por otro, el robo de cholitos en la zona andina.

8Fueron justamente los avisos clasificados para encontrar cholitos, según Ragas, los que actuaron como motor ideológico-afectivo de una serie de campañas filantrópicas a favor de los indios entre las que el autor destaca la campaña de la Sociedad Amiga de los Indios en los años 1867-1868.

9Aunque Lolita es un año menor que Tomasito las diferencias de clase y raza trastocan esta jerarquía a nivel corporal. Dice Llona que la niña blanca caminaba de manera más erguida y hablaba con más aplomo que el cholito.

Recibido: 07 de Septiembre de 2020; Aprobado: 21 de Mayo de 2021

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