POR ANDRÉS BARBA

La Rochefocauld avisaba de que nunca somos ni tan felices ni tan desdichados como nos hacen creer nuestros recuerdos, pero en mi memoria la Academia de España pesa mucho la alegría. Pesa como el sol. Yo creo que fui feliz en Roma. Creo que fui feliz porque cuando me concedieron la beca no tenía donde caerme muerto, porque deseaba furiosamente escribir y no podía creer que me regalaran un año a mesa puesta, porque Madrid era un asco y Roma es Roma, porque sí. La felicidad es, al fin y al cabo, una cuestión de temperamento. Un compromiso también. Y no siempre es fácil estar a la altura de la felicidad cuando sucede. Tal vez por eso, pocos meses después, descubrí que en la Academia de España solo había dos modos del ser: la dicha total o la desdicha absoluta. Quien encontraba su lugar -bien o mal- en la ciudad, entre los becarios, quien tenía la sabiduría de crear sus propias costumbres y aprendía suficiente italiano como para dejar de parecer un turista, era inquietantemente dichoso: levantarse era comprobar el milagro renovado de vivir en aquel palacio del Gianicolo, con Roma a los pies. Quien no encontraba su lugar se atrincheraba en su estudio como un animal herido, apenas salía a la ciudad y cumplía con los compromisos más básicos de la beca mientras contaba mentalmente los días para marcharse. Y ambas sensaciones eran resbaladizas, fructíferas y letales por igual. Con no poca frecuencia la felicidad se convertía a una especie de peligrosa revisitación de la adolescencia: bruscos cambios de ánimo, tórridas historias de amor que mutaban en odios, peleas de gallitos, una euforia por la belleza de la ciudad que a ratos coincidía con la ansiedad de estar perdiéndose algo permanentemente, de no haber viajado a tal o cual lugar o no haber visto tal o cual museo. Pero no todo era tan sencillo, porque también quien se atrincheraba en su estudio a veces cruzaba periodos misteriosamente fértiles, extraños estados de la conciencia, y salía tras varios días sin ver la luz, como un Moisés desgreñado, con los ojos brillantes de la iluminación y el mejor poema de su vida garabateado en un cuaderno.

La misma morfología de los becarios era tan diversa que generaba mundos paralelos: los historiadores vivían en la órbita del funcionariado, tan absortos en sus investigaciones que eran como esos padres de familia que regresan a casa al anochecer y a quienes bastan los titulares de la obra: murió la tía Margarita, se casó el primo Antonio. Para quienes trabajábamos en la academia, sin embargo, la pulsión de lo doméstico estaba a medio camino entre el psicodrama de colegio mayor y el Gran Hermano para artistas. Seguíamos de cerca las relaciones, los pactos, los romances y las amenazas con la pasión de quien asiste a una tragedia griega en la que los personajes adquieren una dolorosa conciencia del destino que les ha impuesto los dioses desde antes de la creación del mundo. Nunca he vivido ni antes ni después en un lugar en que trabajo y delirio se solapen de una manera tan convencida, sin que uno niegue nunca la posibilidad del otro. Un espacio en el que se crucen todas las edades del hombre en una sola jornada y alguien pueda ser adulto a la mañana, niño al atardecer y adolescente durante la noche. Donde se pueda ser sabio y estúpido casi simultáneamente.

Del año en la Academia recuerdo momentos de una felicidad estática: mañanas enteras tirado en la cama, leyendo a Pavese y a Moravia y a Montale y a Ginzburg. El brillo de la luz en el jardín, desde el estudio. La sombra de un magnolio que quería tumbar cierto director terrateniente. Recuerdo bajar a cenar al Trastevere, casi a diario. Las fiestas del resto de las academias. Las comatosas resacas de grapa. La primavera en Campo dei Fiori. La tumba de Keats. El Caravaggio de San Luigi dei Francesi. La via apia. Los templos de Largo di Torre Argentina. El mercado de Porta Portese. El recuerdo -o el invento de un recuerdo- de estar solo, completamente solo en el Panteon. Una novia japonesa que se llamaba Yumiko a la que escondí una semana en mi estudio. La maravilla de entrar una y otra vez en Sant´Ivo alla Sapienza de Borromini. Los mosaicos de Santa Maria in Trastevere. Los paseos con Alberto Pina, Tomás Muñoz, Raquel Rivera, Celia Díez.

He vivido en demasiados países y he armado de cero demasiadas casas como para no ser muy consciente del milagro que es que dos personas se hagan amigas en la edad adulta. La academia de España es una especie de portal inusitado, la última ocasión de la vida en que la amistad puede brotar de una manera genuina y despreocupada, con la certeza y rotundidad con la que solo se crean las amistades en la infancia. O mejor, con la que uno cree que algo perfectamente aleatorio, como coincidir durante unos meses en el mismo lugar, es señal de que se ha trazado para siempre un vínculo con ciertas personas.

Y luego Roma. Roma. Esa gran masa amorfa y fascinante. La ciudad más parecida a una persona que pueda imaginarse: prodigiosa, detestable, sucia, luminosa, única, chapucera, inabarcable, el paraíso del carterista y del flaneur, la Roma de Pasolini, la de Scola, la de Ginzburg, la de Marco Aurelio, la de Pontormo, la de Augusto, la de Goethe, la de Miguel Ángel, la de Shelley… Durante años la he sentido en la memoria como una sucesión de capas superpuestas, como si no pudiera pasar de una a otra sin atravesar de numerosas capas inesperadas. No hay gestos banales en Roma. Uno siempre repite sin saber el gesto de otro. No hay sentimientos casuales, uno siempre está asediado por fantasmas. Sí, no me lo invento, fui feliz en Roma. Repetí la felicidad de otro. O me inventé la de alguien que pasea ahora por el Trastevere.

Vista academia terraza Fotografía de Giorgio Benni