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Albert Recio Andreu

En rumbo incierto

I. Un resultado electoral agridulce

Un resultado electoral tan ajustado como el del 23 de julio está abierto a múltiples lecturas. La izquierda lo acogió con entusiasmo porque se conjuró el peligro de un triunfo definitivo del tándem PP-Vox. Veníamos del desastroso resultado de municipales y autonómicas y, en ese sentido, al final hubo remontada (aunque el escaño perdido por el PSOE en el voto exterior ha vuelto a complicar la situación). A este cambio de dinámica contribuyeron tanto la movilización de la izquierda (a través de la actuación de algunas figuras del PSOE y la unión de Sumar, que pudo realizar una campaña sin excesivo ruido discordante) como los destacados fallos de Feijóo, que pusieron en evidencias sus carencias y sus mentiras. Se ha salvado la primera embestida, se ha evitado la debacle de la izquierda, que hubiera resultado mortal para Sumar, y existe una ventana de oportunidad para que se mantenga un gobierno “progresista”. Pero hay, de entrada, dos situaciones complicadas: la primera, que un posible gobierno de izquierdas depende crucialmente de los votos de Junts per Catalunya y ERC. La segunda, que el dúo PP-Vox acumule tal cantidad de poder institucional en el Senado, en Comunidades Autónomas y grandes ayuntamientos. A lo que se debe añadir su poder de facto en instituciones clave (especialmente el poder judicial, el ejército y la policía) y en los medios de comunicación.

Con variaciones coyunturales, el resultado electoral refleja una constante histórica que se repite en el tiempo, y que básicamente muestra que hay dos bloques alternativos: el de la derecha españolista, con una visión uniformista del país, nacionalista castellana (o madrileña), reaccionaria en lo social, y el alternativo de la izquierda y los nacionalismos periféricos. Este último es, sin duda, un bloque menos cohesionado. Una parte de los nacionalismos vasco y catalán es claramente de derechas (incluso de extrema derecha, como se ha constatado en Ripoll), y sólo difiere de la derecha española en aspectos identitarios y lingüísticos. Y el nacionalismo de izquierdas siempre está tentado a promover procesos secesionistas. Los nacionalismos periféricos son aliados inestables de la izquierda, pero la repetición temporal de pactos entre ellos expresa un hecho obvio: la imposibilidad por parte de la derecha de articular de forma persistente una configuración de la política estatal en un país donde las diferencias nacionales son patentes. (Puede que sea una casualidad, pero me parece representativo: en las celebraciones de las dos victorias que dieron el mundial de futbol a la selección española, la única bandera rojigualda que apareció la llevaba la infanta; en cambio, diversas jugadoras se “vistieron” con banderas de Galicia, Baleares, Comunidad Valenciana, Canarias…). No es que no haya habido acuerdos entre la derecha española y los nacionalismos, pero el único momento en que estos parecieron consolidarse —el primer Gobierno Aznar— fueron más fruto de una necesidad coyuntural del PP que de una estrategia meditada. En cuanto Aznar obtuvo la mayoría absoluta, la convivencia saltó por los aires. Una parte de la crisis que derivó en el procés se decantó por la agresiva política anticatalana del PP (incluido el bochornoso affaire del recorte del Estatut por el Tribunal Constitucional). Y esta estrategia diseñada por FAES conduce al actual bloque PP-Vox hacia un imposible, más allá de lo puntual, acuerdo con el nacionalismo periférico. La izquierda, donde prolifera la cultura del federalismo, del internacionalismo, está mejor orientada para ofrecer un proyecto estatal respetuoso con la enorme complejidad. Hay que advertir, además, que tanto Catalunya como Euskadi tienen estructuras sociales diferentes a otras regiones, en los que la izquierda tiene mayor densidad social y ello también condiciona en muchos casos a la derecha local. Si no se produce un cambio radical en las políticas de la derecha españolista, las posibilidades de consolidación de un espacio izquierda-nacionalismo periférico son bastante plausibles.

Que exista la posibilidad de un pacto entre los partidos de izquierdas y los nacionalistas periféricos no quiere decir que vaya a ser ni fácil ni estable. Especialmente con las dos fuerzas catalanas (ERC y Junts) empeñadas en una inacabable lucha partidista, y en una incapacidad de liquidar la retórica del procés (no puede pasarse por alto que, en las votaciones del 23 de julio, 300.000 votantes habituales del independentismo se abstuvieron en protesta por la falta de eficacia de estos partidos). Mientras que el independentismo vasco parece aceptar más la lógica del juego político, y sabe negociar en serio sus condiciones, el independentismo catalán ha mantenido una actitud errática y un discurso maximalista que más de una vez han podido provocar un descalabro. Ocurrió con la votación de la reforma laboral. Bildu y PNV votaron en contra porque, en este caso, la propuesta se enfrentaba a los planteamientos de sus sindicatos de referencia (LAB y ELA). Pero ERC también lo hizo, a pesar de mantener una relación privilegiada con UGT, que era uno de los firmantes de la reforma (el miedo a Junts y a la CUP pesó más que su relación estratégica con UGT). Ahora, frente a una legislatura donde no habrá margen de votos en ninguna ocasión, las veleidades, exigencias y ocurrencias de ERC y Junts constituyen un innegable factor de inestabilidad.

En el otro lado de la balanza está la derecha. Sabe que no ha ganado, pero cuenta con un impresionante (comparado con la legislatura anterior) poder institucional. Lo va a utilizar con toda la impunidad que nos tiene acostumbrados. Para bloquear todo lo que sea posible, para generar una situación que obligue a convocar nuevas elecciones en las que espera ganar. Los mismos pactos que la izquierda deberá negociar con independentistas vascos y catalanes van a ser utilizados como argumento tremendista para activar a sus bases. Y la posibilidad de que tengamos una coyuntura económica menos favorable, incluido el renacimiento de las demandas de austeridad por parte de la Unión Europea, puede abrir otra vía por la que penetre la derecha. Esto sin contar lo que, presumiblemente, es la otra gran orientación estratégica del PP, la de absorber (o debilitar) a Vox tras la liquidación de Ciudadanos. Dadas las características del sistema electoral, una recuperación del espacio ultra puede dar lugar a un vuelco en representación parlamentaria sin que necesariamente se produzca un cambio en el apoyo electoral a los distintos bloques. Da la sensación de que hace tiempo que la derecha, presuntamente democrática, ha llegado a la conclusión de que necesita incorporar a la extrema derecha, porque sus temas esenciales (la inmigración, el antiecologismo, el nacionalismo de bandera, etc.) tienen un enorme impacto electoral. Para la derecha española, heredera del franquismo, que nunca ha realizado una verdadera transición democrática, este proceso es ideológicamente sencillo y, simplemente, ahora tendrá más tiempo para tratar de digerir este proceso de absorción.

Por todo ello, aunque finalmente las negociaciones fructifiquen, y se pueda alcanzar un nuevo Gobierno de coalición, estamos abocados a vivir una situación de extrema precariedad institucional, que sin duda va a afectar el día a día de la política. Y va a ser muy difícil perpetuar una línea de reformas como la que ha tenido lugar en la pasada legislatura.

II. Los dilemas de Sumar

Sumar ha salvado su primer envite. Ha conseguido constituirse como grupo y ha obtenido unos resultados aceptables (sobre todo si se comparan con los de las municipales y autonómicas, en que rozó la debacle, y mucho menos si se compara con los resultados de 2019). Ha estado lejos de provocar la eclosión que alguna vez se imaginó, y simplemente ha conseguido mantener una presencia esencial. Pero conviene tener en cuenta la complejidad del proceso y las cuestiones que debe enfrentar.

Es obvio que el primer escollo lo plantea Podemos. Su dirección ha encajado mal el hecho de dejar de ser el centro de gravedad de la izquierda. Como se trata de un partido que se construyó basándose en la figura carismática de Pablo Iglesias —y por un proceso de aluvión alimentado por la coyuntura—, Podemos ha vivido una experiencia convulsa, en parte fruto de su propio proceso de creación y consolidación: exceso de personalismo en sus líderes, maniobras de diversas fracciones para tomar el control, un éxito repentino deslumbrante, una base con poca cultura política, un modelo organizativo poco deliberativo… No parece que sus líderes hayan asumido los límites de su proyecto, más bien parecen añorar “los buenos tiempos”. Han soportado mal la pérdida de protagonismo, y parecen dispuestos a provocar una ruptura a la primera de cambio, con la aspiración de volver a un ciclo de éxito.

Uno diría que a muchos de los políticos de izquierdas les falta tener en cuenta las matemáticas y reflexionar sobre la experiencia histórica. En el juego electoral, las reglas son implacables y las divisiones salen caras. La experiencia histórica desde la transición es rica en ejemplos de procesos de ruptura provocados bajo el supuesto de que la ruptura permitirá aflorar el buen proyecto y castigará a los rivales. Desde la crisis del PCE en los ochenta, esta ha sido la tónica de todas las rupturas, y sus promotores nunca han tenido éxito en su empeño. Basta ir a lo más reciente: Adelante Andalucía ha desaparecido de la escena institucional, EUiA (su fracción controlada por Comunistes de Catalunya) rompió con los Comunes y ha acabado diluida en ERC (eso sí, alguno de sus líderes tiene un cargo institucional). No es seguro que toda esta experiencia vaya a ser tenida en cuenta, y podemos asistir a la enésima ruptura de un proyecto de espacio unitario. Tampoco es de recibo el argumento de que el problema es la tibieza de Sumar y la necesidad de optar por una propuesta más radical. Lo institucional es lo que es, tiene límites innegables, especialmente rígidos en esta fase de globalización neoliberal a la europea. Los avances son lentos y, a cambio, hay que tragarse bastantes sapos. Pero la respuesta a estas limitaciones no se resuelve en la esfera de la política institucional, debe forzarse desde fuera, generando movimientos sociales con capacidad de incidencia, produciendo cultura política que ayude a romper la hegemonía de las ideas conservadoras, del neoliberalismo y de la depredación ecológica. Creo que estamos abocados a trabajar en ambos espacios, el institucional y el de los movimientos. Y que lo mejor que debemos hacer los que constatamos los límites de la política institucional es trabajar para desarrollar una sociedad civil alternativa que fuerce, presione y transforme. Y generar canales de colaboración, debate y entendimiento entre la fracción política y la fracción social. Por eso me parecen poco creíbles los críticos que confunden el radicalismo con la tenencia de puestos de mando en las organizaciones de izquierda.

Podemos no es seguramente el único problema organizativo de Sumar. Costará tiempo, esfuerzo y buena voluntad conjugar un espacio de confluencia tan plural. Aunque la necesidad lo exige, el éxito depende de la capacidad de líderes y cuadros intermedios de tejer una buena red de políticos locales, activistas y dinámicas que lo conviertan en un proyecto útil y atractivo. Otros problemas son de naturaleza política, de contenidos, de incidencia. Al menos en dos espacios. En el de la política gubernamental, los buenos resultados de los últimos años se han apoyado en una coyuntura que, pese a la COVID, ha sido relativamente favorable al tipo de reformismo desarrollado. No está claro que ello vaya a seguir así: la inflación ha vuelto a dar alas a los monetaristas radicales siempre amigos de la austeridad. En un contexto económico y político más duro, con avances de las derechas en Europa, las reformas progresistas van a enfrentarse a resistencias muy potentes. Y si, hasta ahora, las propuestas de Unidos Podemos en el Gobierno ya han supuesto esfuerzos para imponerse, ahora va a ser aún más dificultoso (también por la estrechez del marco de apoyo parlamentario). Y puede generar una mayor sensación de que su presencia institucional es decorativa.

La otra cuestión es la dificultad de resolver en un solo proyecto la crisis social y la ecológica, el alma poskeynesiana y el alma ecologista. La que podríamos llamar la sindical obrerista y la ecologista. Los problemas acucian en la esfera social —desigualdades, vivienda, servicios públicos, etc.— y en la ecológica. Cada vez es más obvio que se trata de problemas interrelacionados, y que la depredación está ligada con las desigualdades, y que los impactos crecientes de la crisis ecológica afectan al funcionamiento de la economía convencional. Pero seguimos careciendo de propuestas fuertes sobre el cambio social necesario para hacerles frente. La crisis ambiental exige transformaciones profundas que afectan a la forma como hemos pensado hasta ahora la economía, el trabajo y el progreso social. Y una suma de programas sectoriales sólo constituyen un punto de partida. Además, la forma en que se plantean las cuestiones, cómo se viven, impactan de forma desigual en los distintos segmentos sociales que conforman la base social de Sumar: la clase obrera manual de la industria y los servicios, y la clase obrera educada de los servicios públicos, las actividades culturales y tecnológicas. Resolver esta cuestión no es simple ni fácil. Pero no planteárselo es la mejor forma para que en poco tiempo volvamos a tener fuerzas disruptivas. Por eso, la tarea que se plantea a Sumar es enorme: organizativa, territorial, cultural, política, económica. Cuanto antes se elabore una agenda de trabajo que reconozca la naturaleza de estos problemas, más fácil será darles respuestas. Aunque sean parciales, aunque parcheen la situación. Nada se resuelve de golpe. Pero se avanza si se sabe en qué dirección se va.

El 23 de julio se abrió una pequeña ventana de oportunidad. Muy estrecha. De cómo se actúe en los próximos meses dependerá que se convierta en un camino transitable.

30 /

8 /

2023

Señores políticos:

impedir una guerra

sale más barato

que pagarla.

Gloria Fuertes
Poema «Economía»

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