Cristina Araujo
Mira a esa chica
Tusquets
329 páginas
POR CRISTINA SANZ RUIZ

Tras una noche de fiesta popular, una chica —esa chica— camina con varios chavales que acaba de conocer. Bromean. Se ríen. Están alegres y borrachos. De pronto, un portal, un hueco minúsculo. No hace falta seguir: todos conocemos esta historia que no es sólo un argumento, sino un dramático suceso real. En Mira a esa chica, ganadora del Premio Tusquets de novela 2022, Cristina Araújo (Madrid, 1980) construye un relato de ficción a partir del esquema argumental del caso de La Manada. Sus páginas trazan suficientes paralelismos con el mediático proceso judicial como para que el lector pueda identificar enseguida el modelo. Sin embargo, las similitudes del texto con el asalto de los Sanfermines de 2016 van más allá de los elementos del crimen ya anclados a nivel simbólico en nuestro imaginario (el ambiente de fiesta, el portal, las grabaciones, el móvil roto, el banco) y se incardinan en el debate que el juicio suscitó a nivel público, político y jurídico: la cuestión clave del consentimiento, la complejidad emocional que asoló a la víctima e incluso el sentimiento de perplejidad de los agresores ante la denuncia, esos tipos «imbéciles, simples y primarios», según dijo su propio abogado, cuyo único pecado fue, oh pobres inocentes, no saber interpretar como «no» la ausencia de palabras de una chica acorralada.

A partir de ahí, Mira a esa chica coloca el episodio de la violación como epicentro de una historia que se expande temporalmente hacia atrás y hacia delante. Ese núcleo es un hito que dividirá a Miriam Dougan, la protagonista, en dos personajes distintos: la joven acomplejada por su gordura que se desvivía por llamar la atención y la joven anulada que solo querrá pasar desapercibida. Un díptico de dos muchachas separadas por una mínima y a la vez contundente bisagra: la traumática agresión. Los capítulos que ponen el foco sobre la Miriam de antes sirven para dotar al personaje de su dimensión psicológica necesaria a la vez que incorporan otros motivos (el bullying y la gordofobia, sobre todo) que alejan la obra de nuestro conocimiento sobre el caso de La Manada. El historial de Miriam, los desprecios que ha sufrido desde niña, los complejos provocados por su físico y su desesperado anhelo por ser deseada explicarán —aunque no haría falta— su conducta aquella noche, su actitud desinhibida e incluso provocativa con chicos mayores que ella. También explicarán —aunque tampoco haga falta— su sentimiento de culpa («estaba lubricada») y las vacilaciones de su testimonio. Por otro lado, dichas analepsis permiten insertar la anécdota en un retrato más amplio, entre costumbrista y cruento, de la adolescencia. Para completar el fresco, los capítulos que giran en torno a la segunda Miriam, la joven violada, relatan cómo continúa la vida de esa chica —ya casi sin nombre ni identidad, despersonalizada en el demostrativo— mientras se desarrolla el proceso judicial y el resto de la sociedad discute su caso como si la vida le fuera en ello.

Estas dos Miriams se van dando el relevo en una narración de capítulos cortos a través de saltos cronológicos rápidos con una técnica bien medida que, a pesar de su viveza, no genera mareo ni confusión. Allegro ma non troppo, que podríamos decir. En el texto se incorporan, además, diversas pinceladas de narración extradiegética (algunas declaraciones del juicio, un fragmento del informe forense o las conversaciones del grupo de WhatsApp de los violadores, por mencionar algunas) que se añaden a manera de collage sobre un lienzo en que se alternan, siempre en tiempo presente —el tiempo detenido en que vive Miriam—, las voces en segunda y tercera persona. El uso de la segunda persona narrativa presente se convierte en uno de los mayores aciertos de la novela: muestra verbalmente la escisión del personaje, esa chica que ya nunca será la que era, que se cuestiona, se analiza y se reprocha, que se culpa y se perdona, que habla de sí misma con la única interlocutora posible: esa chica, ella. A estos procedimientos Araújo suma un reiterado recurso a la elipsis, el empleo de diálogos sin comillas y la tendencia hacia las frases entrecortadas («Pero si tú ni siquiera sabes si. Y además, cómo llamarías a.»). Todo ello, creemos, forma parte del empeño consciente por generar un lenguaje propio que refleje el coloquialismo y los rasgos comunicativos de la generación Z. La escritora madrileña consigue encontrar así un estilo eficaz cuyo aspecto sencillo se asienta, en realidad, sobre un andamiaje bien edificado.

Pero no todo son aciertos. Si bien no albergamos dudas de que nos hallamos ante una obra ambiciosa con un resultado más que notable, algunos pasajes, en especial de la segunda mitad, quedan desgajados y no logran integrarse bien en el conjunto del libro. Tampoco terminan de convencer la mayoría de personajes secundarios. Frente al fino trabajo que la autora realiza al moldear a Miriam, el resto de figuras secundarias quedan desdibujadas, como concluidas en apenas tres brochazos: Vix, la amiga fiel; Jordan, el guaperas buena persona; Paola, mujer ideal, hermosa y empática. La construcción un tanto esquemática de dichos personajes se ve, además, lastrada por un arbitrario bautismo con nombres extranjerizantes (los ya mencionados y otros como Tallie, Monique o Lukas, acompañados de apellidos como el mismo Dougan, pero también Tibbets, McGrath, Kaplan, Lachance o Kazatchkine) que no se explica dentro del universo de un relato que, a pesar de evitar las coordenadas geográficas, evoca referencias que necesariamente sitúan la trama en España (¿en qué otro lugar del mundo podría un personaje aludir a la casposa serie La casa de los líos?). Suponemos que esta torre de Babel en que parece desarrollarse la historia obedece a algún designio específico de la autora (¿o responderá, sin más, a un guiño personal e inaccesible?), pero, frustrados e incapaces de adivinar cuál puede haber sido, sólo hemos conseguido que el asunto nos distraiga esperando encontrar, en cualquier línea, una clave hermenéutica que finalmente no llega.

Dejemos de lado, no obstante, estas pequeñas objeciones que atañen, a fin de cuentas, a cuestiones más bien accesorias. Al hablar de cualquier asunto relacionado con La Manada, no podemos evitar el sentimiento de que deslizamos los pies sobre un cable de funambulista —cada paso al borde del vacío— y preguntarnos, como Silvio, qué palabras usar «sin que se haga sentimental, fuera de la vanguardia, o evidente panfleto». Todo lo dicho sobre el brutal asalto sexual que sufrió una adolescente —podría haber sido yo, nos repetimos— en aquel julio suena —ha de sonar— indefectiblemente frívolo al lado del hecho en sí. Porque cómo hablar de lo innombrable. Y no es que la violación sea una novedad en literatura. Si, por ejemplo, probásemos a quitar las violaciones de las Metamorfosis de Ovidio, este colosal texto quedaría casi reducido a la extensión de un microrrelato. Hera, Deméter, Alcmena, Leda, Europa, Dánae o Calisto. Y otras tantas. Tamar. Lucrecia. Laurencia. Isabel Crespo. Doña Ana de Ulloa. Tristana. Lolita. Eréndira. Tampoco resulta exactamente novedoso hoy contarlo desde la perspectiva de la víctima. Lisbeth Salander. Offred. Precious. Incluso existe ya un primer acercamiento literario al material de La Manada: en 2019 Jordi Casanovas montó Jauría, una sobrecogedora pieza de teatro documento cuyo texto se construía a partir de la reproducción verbatim del proceso judicial. Ahora, Mira a esa chica se suma a esta necesaria tradición de las letras universales que habla de la violencia sobre las mujeres y engrosa la lista de relatos que lo hacen conscientes de que importa tanto el qué como el cómo. Buena acróbata de las palabras, Araújo atraviesa con éxito la cuerda floja.

Publicada apenas dos meses después de la aprobación de la ley del solo sí es sí, se trata de una novela que, en términos de mercadotecnia, ha sabido aterrizar muy a tiempo. De las obras que nacen con el don de la oportunidad suele recelar una y, prejuiciosa como es, sospechar de sus méritos literarios. Sería injusto hacerlo en este caso: más allá del tema que aborda, Mira a esa chica tiene las virtudes necesarias para ganarse con derecho propio el valioso tiempo del lector que la tome en sus manos. La ficción plasma con acierto ese cosmos aparte en que consiste ser adolescente, la difícil tarea de hacerse hueco, crearse una identidad o sentirse deseado (y, aún más, comprendido). La vívida recreación de ese paraje púber junto a una prosa que se abre paso con indudable voluntad de estilo conforman aval de sobra para este libro. Cristina Araújo se estrena en la narrativa, en fin, con una voz que se anuncia contundente. Y esto es quizás lo que más nos gusta. Porque lo bueno de las primeras veces buenas es que, quieran o no, llegan siempre preñadas de futuros deseables. Mira a esa chica nos trae de regalo esa promesa.