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Estudios filológicos

versión impresa ISSN 0071-1713

Estud. filol.  no.70 Valdivia  2022

http://dx.doi.org/10.4067/S0071-17132022000200213 

Lingüística

Los mitos en tiempos de la conquista española

Myths at the time of the Spanish conquest

Claudio Wagnera 

a Universidad Austral de Chile. cwagner39@gmail.com Chile

RESUMEN:

Se intenta poner en evidencia que, independientemente de su cultura, el ser humano se obsesiona con ciertos fenómenos que escapan a la normalidad y de los que se entera por diversas vías, incitándolo a desentrañar ese misterio, especialmente cuando dicho fenómeno aparece asociado a un beneficio personal. La persistencia en el tiempo lo convierte en leyenda, y cuando se pierde el vínculo con el hecho inicial, real o imaginario, que la provocó, esta termina transformándose en mito, que suele contaminarse con otros relatos semejantes, como se verá al examinar los mitos más notorios que, conjuntamente con la promesa de la riqueza, sirvieron de alicientes para la exploración del nuevo continente.

Palabras clave: leyenda; mito; fiebre del oro; El Dorado

ABSTRACT:

It is intended to show that, regardless of their culture, human beings become obsessed with certain phenomena that are beyond normality and which they find out about in various ways, which prompts them to unravel that mystery, especially when said phenomenon appears associated with a personal benefit. Its persistence over time turns it into a legend, and when the link with the initial fact, real or imaginary, that caused it is lost, it ends up becoming a myth, which is usually contaminated with other similar stories, as will be seen when examining the myths the most notorious that, together with the promise of riches, served as incentives for the exploration of the new continent.

Keywords: legend; myth; gold rush; El Dorado

1. INTRODUCCIÓN

El español de los siglos XV y XVI se encuentra supeditado por la naturaleza, que muchas veces lo amenaza, por lo que siente que su única defensa está en lo sobrenatural. Como cristiano, todo gira dentro de la órbita de lo místico, lo providencial, lo milagroso, que se hermanan con la fantasía, el prodigio, la imaginación, incluso lo absurdo, como parte de su visión del mundo. Los más instruidos no escapaban de esta visión del mundo, como lo demuestran los textos escritos de la época que pretendían dar cuenta de las exploraciones realizadas en los nuevos territorios, las crónicas, también llamados relatos, historias, relaciones, ya que en ellos la imaginación de la época solía sobreponerse a la realidad, como ocurre al mismo Cristóbal Colón, que en su Diario de a bordo narra que pensaba encontrarse al final del viaje con las ciudades de los puentes de mármol de los relato de Marco Polo. La línea entre lo mítico y lo real va a ser siempre difusa en un continente donde terminaría por reinar una suerte de realismo mágico.

En estas condiciones, la promesa, para el conquistador, de obtener al regreso un mejor bienestar económico y social gracias a la exuberante riqueza que esperaban encontrar en las nuevas tierras, parece haber sido superior a la incertidumbre de dejar tierra firme y aventurarse en un mundo inexplorado, poblado de criaturas desconocidas y monstruos, según la imaginación popular de esos tiempos. Una vez que el Almirante, a comienzos de 1493, comunicara a la reina Isabel la existencia de oro en las Indias, y comenzaran a llegar a España en 1503 los primeros barcos efectivamente cargados con oro y perlas de las Antillas, se inflama la imaginación de la gente, que ya empieza a hablar de playas sembradas de huevos de oro y de perlas en el fondo de los golfos. Y de esta forma, el “paraíso terrenal” de que hablaba Colón al rey se apareció a los ojos de los primeros conquistadores tan prodigioso, fantástico y desmedido, que la imaginación, ya desbordada, superaba a la realidad con narraciones fabulosas.

2. LA FUENTE DE LA ETERNA JUVENTUD

Este hecho extraordinario incitó costosas y largas exploraciones en las décadas siguientes, y todo el siglo XVI, el siglo de los descubrimientos, en busca de esas riquezas que parecían estar al alcance de la mano, y que sin mucho esfuerzo los conquistadores comenzaron a asociar con los mitos europeos que ya conocían, aumentando así su estímulo. Es así como ya en 1513 se tienen noticias del mito de la fuente de la eterna juventud, que se asocia con Juan Ponce de León, porque este habría decidido ir en su busca luego de enterarse, por boca de nativos del lugar, de su existencia al norte de Puerto Rico. Siendo ya exgobernador de dicha isla, pudo montar una expedición que no lo llevó precisamente a descubrir la fuente en cuestión, pero sí unas tierras desconocidas a las que denominó Florida, porque su avistamiento fue hecho el día de Pascua de Resurrección, llamado también Pascua florida en España, por asociarse con la llegada de la primavera.

No se conoce escrito suyo que dé cuenta de su primera intención, pero Fray Francisco López de Gómara (cap. XLV) alude brevemente a este hecho: “Quitó el almirante del gobierno del Boriquén [Puerto Rico] a Juan Ponce de León, y viéndose [este] sin cargo y rico, armó dos carabelas y fue a buscar la isla Boyuca, donde decían los indios estar la fuente que tornaba mozos a los viejos. Anduvo perdido y hambriento seis meses por entre muchas islas, sin hallar rastro de tal fuente”.

Se trataría de una legendaria fuente o manantial símbolo de la inmortalidad y la longevidad, que supuestamente cura y devuelve la juventud a quien la beba o se bañe en ella. Hay versiones escritas que aparecen en la mitología clásica y medieval de muchas culturas, inclusa la árabe, por lo que no cabe duda de que se trata de un mito latente entre los conquistadores del siglo XVI que se desarrolló en las nuevas tierras. Una primera versión narrada por Heródoto, se refiere a una fuente subterránea en algún lugar de Etiopía donde los habitantes son muy longevos, asociando así las dos condiciones de estas aguas curativas. Otras narraciones que incrementaron el mito son los escritos sobre Alejandro Magno -especialmente en la versión árabe-, en los que se menciona una fuente dotada con la capacidad de prolongar la vida, que se hicieron muy populares en España. Estos relatos fueron asumidos por los conquistadores que viajaron al Nuevo Mundo, en donde historias similares del poder curativo de ciertas aguas fueron extendidos por las tribus nativas del Caribe, obsesionando no solo a soldados y aventureros, sino también a dignatarios de la administración colonial.

Actualmente, en las afueras de la ciudad de San Agustín, Florida, existe toda una instalación con fines turísticos de una fuente (de la que se puede beber) que pretende ser la del mito, con la figura de Ponce de León junto a ella y una gran inscripción que da cuenta de las supuestas propiedades del agua en cuestión.

3. CÍVOLA Y QUIVIRA

En el proceso de conquista y posterior colonización del Nuevo Mundo, también acompañó a los españoles el mito de Cíbola y Quivira. Dice así un relato:

Fray Marcos e otro fraile franciscano entraron por Culiacán el año de 38 [1538]. Fray Marcos solamente (…) siguió con guías y lenguas [intérpretes] el camino del sol (…) y anduvo en muchos días trescientas leguas de tierra, hasta llegar a Síbola. Volvió diciendo maravillas de siete ciudades de Síbola, y que no tenía cabo aquella tierra, y que cuanto más al poniente se extendía, tanto más poblada y rica de oro, turquesas y ganado de lana era. (López de Gómara, capts. CCXII y CCXIII).

El mito sobre estas ciudades colmadas de riquezas, que durante la época medieval se encontrarían en algún lugar al norte de Nueva España (México) y al suroeste del actual Estados Unidos, se habría originado a raíz de la conquista de la ciudad de Mérida, España, por los moros en 1150, cuyo rechazo habría provocado la huida de la península de siete obispos que habrían preferido establecerse en una tierra ubicada al oeste de la península, cruzando el océano, de la que tenían noticia por ser abundante en riquezas, joyas, esmeraldas, perlas y, sobre todo, oro y piedras preciosas. Allí habrían fundado las ciudades de Cíbola y Quivira, y con esas riquezas elaborado sus utensilios caseros y decorado sus viviendas, plazas y calles. Había versiones que sostenían que cada uno de los obispos habría fundado su propia ciudad, por lo cual también se hablaba de las Siete ciudades de Cíbola y Quivira, y otras que negaban la existencia de las mencionadas ciudades, ya que se trataría de relatos amañados de los lugareños para dividir a las fuerzas invasoras y alejarlas de los centros poblados de los nativos, pero aún si así fuera, la tentación de las riquezas era demasiado grande para ignorarla.

Con todos estos antecedentes no es raro que se hayan realizado un sinnúmero de expediciones en su busca, costosas en hombres, armas y vituallas, siendo las más conocidas las de Pánfilo de Narváez (1828), Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1528-1536), Hernando de Soto (1538-1542), Fray Marcos de Niza y Estebanico (1539), Francisco Vázquez de Coronado (1540-1542), Juan de Oñate (1608), todas ellas sin resultados positivos.

4. LA ISLA CALIFORNIA

Años antes, en 1523, el capitán Gonzalo de Sandoval, enviado por Hernán Cortés a explorar las tierras noroccidentales del Nuevo Mundo, regresó con la noticia de que habían encontrado un buen puerto en la costa y la información de que existía una isla poblada solo de mujeres, y además con mucho oro y perlas, relato que evocaba de inmediato el mito del Viejo Mundo, conocido por Cortés y muchos de sus hombres, que se refería a otra gran isla habitada solo por mujeres amazonas, y asimismo rica en codiciados tesoros, que llamaban California, el mismo nombre que aparece en el célebre libro de caballería Las Sergas (proezas) de Esplandián, escrito en griego por el maestro Elisabad, pero conocido gracias a Garci Rodríguez de Montalvo, a comienzos del siglo XVI en toda Europa, con la interesante salvedad de que en el relato se identifica a las mujeres con las amazonas, lideradas por su reina Calafia, en circunstancias de que en el nuevo continente estas también parecen existir en otro lugar alejado, en las riberas de un larguísimo y caudaloso río, el Marañón, que luego pasará a llevar su nombre:

10. Calafia, reina de California Sabed que a la diestra mano de las Indias ovo una isla llamada California, mucho llegada a la parte del Paraíso Terrenal, la cual fue poblada de mugeres negras, sin que algún varón entre ellas oviesse, que casi como las amazonas era su estilo de bivir. Éstas eran de valientes cuerpos y esforzados y ardientes corazones y de grandes fuercas; la ínsula en sí, la más fuerte de riscos y bravas peñas que en el mundo se fallava; las sus armas eran todas de oro, y también las guarniciones de las bestias fieras, en que, después de las aver amansado, cavalgavan; que en toda la isla no havía otro metal alguno. Moravan en cuevas muy bien labradas; tenían navios muchos, en que salían a otras partes a hazer sus cabalgadas… (Rodríguez de Montalvo, cap. CLVII, 27).

Cuando, por orden de Hernán Cortés, la expedición de Juan Rodríguez Cabrillo, tuvo la oportunidad de explorar y cartografiar la costa occidental norte de Nueva España, no pudieron reconocer si se encontraban frente a una larga península o una gran isla. De este modo, California, como tierra de imprecisas fronteras. continuaría siendo un enigma abierto a fantasías en la cartografía universal hasta el último tercio del siglo XVIII. En 1539, Cortés, ya en sus manos el imperio azteca, comisionó a Francisco de Ulloa para la exploración de esas tierras. Este, al mando de una flotilla de barcos, subió por el actual golfo de California hasta alcanzar la boca de un río que llamó Ancón de San Andrés, hoy río Colorado, para regresar por el litoral occidental del golfo rodeando la actual península de Baja California, que remontó por el Pacífico hasta Punta Eugenia, último paradero conocido antes de perderse todo contacto con él y con su tripulación.

Aunque hubo otros navegantes que, siguiendo el rumbo de Ulloa, se aventuraron por la costa del Pacífico, hay que esperar a 1602 para contar con un avance significativo por medio de Sebastián Vizcaíno. Este navegante exploró la costa del Pacífico partiendo desde el puerto de Acapulco hasta llegar más allá del cabo Mendocino, cartografiando con bastante precisión el litoral del actual estado de California, con lo que contribuyó en gran medida a fijar la toponimia costera hispana, pero aun así el litoral abierto al Pacífico de la Baja California todavía seguía siendo desconocido en toda su extensión.

Desde su descubrimiento en el siglo XVI, California aparece, sin respaldo alguno, representada en los mapas como lo que es, una península, pero en el siglo XVII es convertida en una isla, y así aparece registrada en casi todos los planos del siglo siguiente, hasta que finalmente entre los jesuitas surge Eusebio Francisco Kino quien, con sus mapas admirables de moderna cartografía, después de más de diez expediciones de exploración puso en evidencia el carácter peninsular de la llamada Antigua California.

Menos de cuarenta años después del descubrimiento, en medio de incontenibles afanes de expansión, y en parte, tal vez a causa de ello, comenzó la convergencia de antiguos mitos en el nuevo continente, mitos que se encuentran y entrelazan, ya que su transmisión a lo largo del tiempo y de culturas diferentes siempre estará sujeta a interferencias en el proceso mismo. Ese mundo imaginario explicaría la convergencia parcial entre los mitos de California y las Amazonas y el de Cíbola y Quivira con El Dorado, como se verá.

5. LAS AMAZONAS

En 1536, Gaspar de Carvajal, misionero religioso dominico y cronista, se embarcó para Tierra Firme con ocho hermanos de claustro con destino al Perú. Fue capellán primero de Gonzalo Pizarro en Quito, quien pretendía encontrar en la Amazonía el País de la Canela y la mítica ciudad de Eldorado, y luego, en 1541, del capitán Francisco de Orellana cuando este -sin poder cumplir lo convenido con Pizarro de seguir el curso del Napo, río abajo, encontrar alimentos y regresar lo antes posible con sus compañeros, porque las condiciones del río y de la selva se lo impedían-, debió navegar río abajo los más de cuatro mil kilómetros de longitud del mayor río del planeta afrontando toda clase de adversidades: un río con una enorme red de afluentes, clima extremo, presencia de animales venenosos, más de una tribu belicosa, enfermedades, falta de alimentos por varios días seguidos, avance lento y agotador, etc.

En el camino los exploradores tuvieron la oportunidad de enterarse, y además de ser partícipes, de un hecho extraordinario: la existencia de unas mujeres guerreras, que los españoles asociarían de inmediato con las amazonas, nombre que finalmente adquiriría el río conocido como Marañón.

El relato de Carvajal sobre este último hecho es uno de los más ricos existentes, porque además de referirse ampliamente a estas mujeres excepcionales, describiéndolas no solo físicamente sino con sus costumbres, lo hace por testimonio directo y a través de un testigo de vista indio. En esta expedición, nuestro religioso había asumido la función de cronista además de la de evangelizador. Dice nuestro relator en una etapa de su narración: “Aquí nos dieron noticia de las amazonas y de la riqueza que abajo hay, y el que la dio fue un indio llamado Aparía, viejo que decía haber estado en aquella tierra...”. Y más adelante:

ellos [los indios que los enfrentaban] se defendían de tal manera (…) porque ellos son sujetos y tributarios de las Amazonas, y sabida nuestra venida, les van a pedir socorro y vinieron hasta diez o doce, que estas vimos nosotros, que andaban peleando delante de todos los indios como capitanas, y peleaban ellas tan animosamente que los indios no osaban volver las espaldas, y al que las volvía delante de nosotros le mataban a palos, y esta era la causa por donde los indios se defendían tanto. Estas mujeres son muy blancas y altas, y tienen muy largo el cabello y entrenzado y revuelto a la cabeza, y son muy membrudas y andan desnudas en cueros tapadas sus vergüenzas, con sus arcos y flechas en las manos, haciendo tanta guerra como diez indios; (...) En este asiento el Capitán tomó al indio que se había tomado arriba, porque ya le entendía por un vocabulario que había fecho, y le preguntó (…) si estas mujeres eran casadas: el indio dijo que no. El Capitán preguntó si estas mujeres eran muchas: el indio dijo que sí, y que él sabía por nombre setenta pueblos… El Capitán le preguntó si estas mujeres parían: el indio dijo que sí. El Capitán le dijo que cómo no siendo casadas, ni residía hombre en ellas, se empreñaban: él dijo que estas indias participan con indios en tiempos y cuando les viene aquella gana juntan mucha copia de gente de guerra y van a dar guerra a muy gran señor que reside y tiene su tierra junto a la destas mujeres, y por fuerza los traen a sus tierras y tienen consigo aquel tiempo que se les antoja, y después que se hallan preñadas los tornan a enviar a su tierra sin les hacer otro mal; y después cuando viene el tiempo en que han de parir, que si paren hijo le matan y le envían a sus padres, y si hija, la crían con muy gran solemnidad y la imponen en las cosas de la guerra (…) Dijo que hay muy grandísima riqueza de oro y plata, y que todas las señoras principales y de manera no es otro su servicio sino oro y plata…(Carvajal, 91 y 100-105).

Las Amazonas eran, en la mitología griega, un pueblo constituido y gobernado solo por mujeres guerreras descendientes de Ares, dios de la guerra, y de la ninfa Harmonía, que la tradición ubicaba en Asia Menor. Para evitar la extinción de la raza, las amazonas visitaban una vez al año a los gargarios, una tribu vecina. Los varones que resultaban de estas visitas eran, según las versiones, castrados para utilizarlos como sirvientes, o sacrificados y enviados de vuelta a la tribu, Las amazonas griegas conservaban a las niñas, quienes eran criadas por sus madres en las labores del campo, la caza y el arte de la guerra, esto último lo más apreciado, al punto que, según la leyenda, a todas las niñas les amputaban un seno para facilitarles el uso del arco y el manejo de la lanza. De esta costumbre habría nacido la etimología popular griega para explicarse el nombre amazonas “mujeres que viven sin un pecho”, aunque la palabra en realidad no es griega, sino de origen desconocido.

Introducido al Nuevo Mundo por los conquistadores, el mito no solo es situado en el río Amazonas, sino también de manera difusa en lugares aledaños: la cuenca del río Orinoco de la provincia de Los Llanos, en el Nuevo reino de Granada (actual Colombia) y en las Antillas, probablemente por quienes no estaban convencidos de la historia que divulgaban los miembros de la expedición de Orellana.

6. EL DORADO

Pero de todos los relatos prodigiosos, el mayor de todos, que incitará las empresas más absurdas y heroicas, probablemente por estar asociado directamente con las riquezas, específicamente con el oro, es el del “hombre dorado” de Cundinamarca, en el altiplano bogotano, el mito más conocido de la conquista|.

Según relata en 1638 un cronista criollo del Reino de Granada, de la siguiente ceremonia se tomó el nombre de El Dorado, “que tantas vidas ha costado y haciendas”:

Era costumbre entre los naturales que el que había de ser sucesor y heredero del señorío o cacicazgo (…) había de ayunar seis años en una cueva que tenían dedicada y señalada para esto (…) y, cumplido este ayuno y ceremonias, le metían en posesión de cacicazgo y señorío, y la primera jornada que había de hacer era ir a la gran laguna de Guatavita a ofrecer y sacrificar al demonio que tenían por su dios y señor. La ceremonia que en esto había era que en aquella laguna se hiciese una gran balsa de juncos, aderezábanla y adornábanla todo lo más vistoso que podían, (…) y estaba a este trance toda la laguna en redondo (…) toda coronada de infinidad de indios e indias… A este tiempo desnudaban al heredero en carnes vivas y lo untaban con una tierra pegajosa y espolvoreaban con oro en polvo y molido, de tal manera que iba cubierto todo de este metal. Metíanlo en la balsa, en la cual iba parado, y a los pies le ponían un gran montón de oro y esmeraldas para que ofreciese a su dios (…) En partiendo la balsa de tierra, comenzaban los instrumentos (…) y con esto una gran vocería que atronaban montes y valles, y duraba hasta que la balsa llegaba al medio de la laguna, de donde, con una bandera, se hacía señal para el silencio. Hacía el indio dorado su ofrecimiento echando todo el oro, que llevaba a los pies, en el medio de la laguna (…) lo cual acabado abatían la bandera (…) y partiendo la balsa a tierra comenzaba la grita (…) con muy largos corros de bailes y danzas a su modo; con la cual ceremonia recibían al nuevo electo y quedaba reconocido por señor y príncipe (Rodríguez Freyle, 23-26).1

Con los años, el mito de El hombre dorado se transformó en El Dorado o Eldorado, el reino o la ciudad de oro, en la creencia de que la laguna estaría llena de oro con las ofrendas, razón por la que su búsqueda se transformó en una obsesión sin descanso de muchos aventureros2, hecho en nada extraño para una época apasionada por las exploraciones e inmersa en la fantasía de los libros de viajes y de caballería, que mezclaban la fantasía con la realidad avivando la imaginación de los lectores. La búsqueda de esta ciudad de oro constituyó sin duda una atracción irresistible para una generación de europeos que arribaron a ese mundo desconocido confiando plenamente en la promesa de poblados tallados en oro y cubiertos de esmeraldas. Si muchos estaban dispuestos a ir en busca ya no de Catay (China) o Cipango (Japón), sino del continente perdido de la Atlántida3, la isla-continente que según Platón se hundió en el océano después de que sus habitantes intentaran conquistar el Mediterráneo; o la Fuente de la Eterna Juventud, que persiguió hasta su muerte Ponce de León en La Florida; o la Isla California, enclave mitológico con abundantes esmeraldas, oro y piedras preciosas, habitada solo por mujeres guerreras amazonas; o las Ciudades de Cíbola y Quivira, ciudades legendarias llenas de riquezas; o las también legendarias Amazonas, mujeres guerreras que se autogobernaban, todos mitos conocidos y aún vigentes en la Europa de finales del siglo XV, y que ya se situaban en el Nuevo Mundo, ¿por qué no ir tras El Dorado?

El hecho es que se multiplicaron las expediciones en búsqueda del indio dorado (Historia y leyenda de El Dorado) y sus riquezas, encabezadas por aventureros como Sebastián de Belalcázar, el primero, Jiménez de Quesada, Nicolás Federmann, Francisco de Orellana, Diego de Ordaz, Lope de Aguirre, Ambrosius Alfinger, Alonso de Herrera, los hermanos Pizarro, Diego de Rojas, Antonio de Berrío, entre tantos otros, además de las organizadas por las propias autoridades, gobernadores o virreyes. En un momento dado, en 1539, los tres primeros exploradores nombrados confluyeron en la meseta bogotana partiendo desde tres puntos diferentes en busca de la codiciada riqueza que, por supuesto, no encontraron, y por el contrario ocasionó entre ellos una “disputa legal por los derechos sobre aquellas tierras”, que en España se alargaría por un par de años.

Los mitos llegados al Nuevo Mundo sufrieron la natural adaptación a la nueva cultura que se estaba formando, la hispanoamericana, circunscribiéndose en general a la zona específica en la que se acogieron. Pero ocurre que uno de estos mitos, el de Cíbola y Quivira, el reino o reinos de oro, que se ubicaría al norte de Nueva España (actual sudoeste de Estados Unidos), terminará fusionándose con un mito generado en el Nuevo Mundo, el mito de El Dorado, el reino o ciudad de oro, ya mencionado, que encendió la imaginación de los conquistadores a tal punto que ya no se circunscribió solo al Reino de Nueva Granada, sino que terminó desplazándose por todo el nuevo territorio de ocupación.

El fracaso de la primera expedición en busca de El Dorado no hizo sino incentivar la exploración de la zona, difundiendo el mito al punto que, con preocupación de los españoles, comenzó a interesar a portugueses, ingleses y alemanes. La popularización de la historia de El Dorado hizo que ya no se hablase de un hombre, como hemos dicho, el indio dorado de la laguna muisca, sino de toda una ciudad levantada con el preciado metal, y su búsqueda se extendió primeramente a los valles vecinos, al Amazonas, al Orinoco, enclavada en el espacio inexplorado entre ambos grandes ríos, donde dicen que se encontraría el legendario lago Parime, en la Guayana, en una de cuyas orillas se levantaría la ciudad de muros de oro que los indígenas de la zona llamaban Manoa; como los resultados de las exploraciones no eran positivos, la busca debía hacerse en lugares más alejados, porque la ciudad de oro podía estar sumergida entre la maleza de la selva amazónica brasileña, venezolana, o peruana, perdida en las montañas de los Andes, o en el inexplorado sur.

La mítica Manoa fue la obsesión de Sir Walter Raleigh, caballero de la corte y soldado inglés, que conoció el Nuevo Mundo a través de las fantásticas relaciones de los cronistas, especialmente las de López de Gómara. Cuenta la tradición oral indígena de los Andes sudamericanos que esta ciudad sería la más grande del Nuevo Mundo, rica en oro por la conexión de su riqueza y de sus habitantes con los incas del Perú, la base minera del poderío español, junto con México. Argumento favorable a esta hipótesis es que el Orinoco que llega a las Guayanas nace en las montañas de Quito, que formaba parte del imperio incaico. Allí, a Manoa, llamada por muchos la capital de El Dorado, habrían ido a refugiarse, con todos sus tesoros, los descendientes de los incas, a salvo de la codicia española.

Los Andes peruanos, precisamente su flanco oriental, fue también escenario propicio para acoger el mito de “una ciudad inmensa, cubierta por la densidad de la vegetación amazónica”. Este mito se arraiga en el momento del colapso del imperio incaico, cuando Pizarro apresa al emperador Atahualpa en Cajamarca y lo mantiene prisionero. El pago por su rescate de llenar una habitación con oro y otras dos con plata hasta la altura de un brazo alzado, finalmente le parece insuficiente a Pizarro, por lo que Atahualpa promete entregarle al invasor español, a cambio de su libertad, todas las riquezas del Gran Paititi , nombre dado por los nativos a una ciudad, también llamada Paititi o Paitití, situada en algún lugar de la selva amazónica al sureste del Perú, norte de Bolivia y suroeste de Brasil, que estaría llena del oro y otras riquezas (Paititi, la ciudad de oro).

El posterior saqueo del Cusco produjo un botín similar al obtenido en Cajamarca, noticia que en el Viejo Mundo llevó a concluir que la fama sobre las enormes riquezas de las civilizaciones de América era una realidad palpable y no una mera leyenda propalada por los primeros expedicionarios que regresaron a la metrópoli con muestras de esa riqueza. En América, el efecto fue que, tras la caída del Cusco, se organizaron numerosas expediciones de arqueólogos, aventureros y buscadores de tesoros hacia las tierras bajas situadas al oriente de los Andes, que era el territorio de los musus o mojos y otras tribus, en busca de las riquezas del Paitit del Perú, con resultados por supuesto negativos.

Pero esto no desalentaría a los expedicionarios, porque la mentalidad del europeo le hacía pensar en la pervivencia del mito en otros lugares del Nuevo Mundo, sin importar lo lejos que estuvieran de la laguna Guatavita, su punto de partida. La consecuencia es que el mito se fue transformando, adoptando variantes, no solo por las diferentes denominaciones que recibía en función de las latitudes, como hemos visto, sino también por los orígenes legendarios que adoptaba de las civilizaciones correspondientes a esos diferentes lugares (Larreal, esp., 5-13).

De hecho, a principios del siglo XVI surgió la creencia en una ciudad perdida en los territorios australes del continente, que poseería fantásticas riquezas y estaría poblada por quienes la habrían fundado: descendientes de españoles y de los indígenas que los acompañaban. La primera referencia sobre ella data de 1528, durante la expedición de Sebastián Caboto al Río de la Plata, en busca de la legendaria Sierra de la Plata, que resultaría ser el llamado Cerro Rico de Potosí, que se transformaría en la mayor mina de plata de la región. En esa oportunidad, el capitán Francisco César con varios hombres fue autorizado para explorar el territorio hacia el oeste; se presume que habrían llegado hasta Los Andes o a las sierras de Córdoba. De la partida inicial, distribuida en tres columnas, habrían regresado después de dos meses y medio al fuerte Sancti Spiritus -ubicado en la confluencia de los ríos Paraná y Carcarañá-, solo César y siete soldados -se supone los integrantes de su columna- “dijeron haber visto grandes riquezas de oro y plata y piedras preciosas”, lo único que consta en documentos, aunque el historiador Ricardo Latcham, ya en el siglo XX, obtiene más información que le lleva a concluir que la columna de César habría llegado a Córdoba, al valle de Calamuchita, donde existían tribus que estaban influenciadas por la cultura incaica (Latcham, 199-200). Esta es una observación interesante que pone de nuevo a los incas y sus riquezas como protagonistas, tras la conquista española del Perú, porque ya se comenzó a hablar, con mayor base, de una ciudad con riquezas que era llamada Ciudad de los Césares (aludiendo a sus habitantes, y a quien encabezara la primera expedición en su búsqueda), y que habría sido fundada por los refugiados incas con las riquezas que llevaban consigo. Ahora, de su ubicación exacta nadie estaba enterado.

Esta misma situación hizo que muy pronto comenzaran a gestarse otras historias algo diferentes en torno a esta mítica ciudad del fin del mundo: que habría sido fundada por los fugitivos incas (mitimaes) de la expedición de Diego de Almagro a Chile; o por el grupo de españoles acompañados de los indígenas que les servían, que lograron salvarse de la sublevación mapuche de 1599 que destruyó siete ciudades del sur de Chile, especialmente Osorno, Villarrica y Valdivia; o que habría sido fundada por los sobrevivientes náufragos de la expedición del obispo de Plasencia, en 1540, a la que se sumarían los sobrevivientes de los naufragios españoles ocurridos en el estrecho de Magallanes entre 1535 y 1584. De todas formas, nadie sabía, a ciencia cierta, dónde estaría situada esta ciudad.

Con el paso de los años, todas estas historias diferentes llegaron a fundirse en una sola: se trataría de una ciudad riquísima cuyos habitantes, llamados Césares, estarían constituidos por descendientes de españoles y de los indígenas que los acompañaban, todos quienes la habrían fundado en un lugar, hasta hoy desconocido (Ciudad de los Césares. Wikipedia).

El hecho es que durante dos siglos y medio, diversas expediciones fueron en su busca a distintos lugares, y aunque no la encontraron, enriquecieron ciertamente el contenido del mito, y forzaron las búsquedas más al sur, ya que podría estar ubicada, se decía, en un paso de la Cordillera Nevada de los Andes australes, que se situaría entre los 40 y 50 grados de latitud sur, ya en la Patagonia entre Argentina y Chile, paso que daría acceso a una remota península de un cierto lago cordillerano, o a un valle de no fácil acceso. En esta legendaria comarca estaría situada esta ciudad, capital de una urbe riquísima, con cúpulas doradas y habitada por pobladores llamados césares, europeos cristianos y mestizos.

7. CONCLUSIONES

En síntesis, a todos los sostenían la ilusión y la tozudez. En la imaginación de estos y de todos los aventureros que corrieron en pos de esta quimera, el reino de oro adquirió distintos nombres según las latitudes, los años y/o el origen legendario que asumía. La ciudad en estas latitudes empezó a recibir diversos nombres: Ciudad encantada, Ciudad errante, Trapananda o Trapalanda (nombre antiguo de la Patagonia occidental), Ciudad perdida de la Patagonia, entre los más corrientes, a los que habría que agregar los ya conocidos de otras latitudes: El Dorado, Paititi, Manoa, Cíbola y Quivira.

Pero nadie sabía a ciencia cierta dónde se encontraba: ¿en la selva amazónica, entre Perú, Bolivia y Brasil; en el valle de Calamuchita, en Córdoba; al este de los lagos sureños de Chile, hacia la cordillera; más allá de ella, ya en Argentina; en la Patagonia, al suroeste del Río de la Plata, entre Argentina y Chile? Siempre estaba más lejos, tras la siguiente montaña, más allá de tal río, en alguna parte más al sur. Sin importar los peligros y trampas, ni muchas veces el fatal destino de sus predecesores, la búsqueda de este reino de oro fue una empresa que obsesionó a muchos visionarios, persistiendo hasta nuestros días, tal como sucede entre nosotros con los mitos del Santo Grial, los Caballeros Templarios, el Arca perdida, los OVNI, los seres extraterrestres, el Triángulo de las Bermudas, el Área 51 y otros.

Todavía a fines del siglo XVIII, cuando ya no había territorio “libre” que conquistar, se organizaron, entre otras expediciones, las provenientes del enclave colonial de la plaza de Valdivia -rodeada durante tres siglos de territorio indígena muy poco explorado-, como la del teniente coronel Juan Antonio Garretón en 1759 (que tuvo problemas desde el principio y no llegó a realizarse), o la del capitán Ignacio Pinuer y Ubidia en 1777, este último, militar por tradición familiar, capitán de infantería, lengua, (intérprete oficial de lenguas indígenas) y comisario de naciones (enlace entre los autoridades de la Corona y los capitanes de amigos “mediadores entre los indígenas y las autoridades españolas”), por lo que recibió el nombramiento por adelantado de “Primer Descubridor de los Césares”. Este nombramiento le fue otorgado por el Gobernador general de Chile, Agustín de Jáuregui, gracias a un relato que aquel le hiciera llegar a dicha autoridad con el sugestivo título de “Relación de las noticias adquiridas sobre una ciudad grande de españoles que hay entre los indios del sur de Valdivia” (Santiesteban 2021). Por supuesto que no lograron dar con la Ciudad Encantada, pero sí contribuyeron al descubrimiento y exploración de los lagos que hoy conocemos como Puyehue, Rupanco y Llanquihue, en el sur de Chile, además del volcán Osorno.

Bastaban solo dos condiciones para que los descubridores y conquistadores se desplazaran por territorios desconocidos y riesgosos: que la misión encomendada por su superior tuviera como incentivo adicional la obtención de riquezas que pudieran llevarlos a la fuente de las mismas, un lugar donde existiera oro y otras riquezas en abundancia. De acuerdo con esto, a los nombres citados arriba habría que agregar la isla California y el poblado de las Amazonas, que también se distinguían, según los relatos, por la posesión de oro y piedras preciosas.

La persistencia de esta fiebre del oro, que no otra cosa ha sido la búsqueda incesante de Eldorado, pudo deberse, muy probablemente, no solo al hecho de que, en la imaginación popular, la recompensa por su hallazgo transformaría radicalmente la vida del feliz triunfador, sino también al interés de los propios aborígenes por acrecentar la leyenda como una estrategia para alejar de sus tierras a esos invasores blancos en cuyos rostros veían, no sin asombro, la codicia desmesurada, rayana en la obsesión, por aquel metal brillante que ellos, por el contrario, apreciaban solamente por su belleza y ductilidad, y utilizaban normalmente como metal sagrado -en figuras diversas y objetos ceremoniales que ofrecían a los dioses- y como metal decorativo -en vestidos, ornamentos y edificios-.

Lo significativo es que modernamente no faltan expediciones realizadas y que se siguen realizando, no se sabe bien si con el propósito científico de encontrar evidencias arqueológicas, o de buscar míticas riquezas, o ambas cosas. Entre ellas, se cuentan la del inglés Percy H. Fawcet, en la región del Matto Grosso, Brasil, en 1925; la de Hans Erte, en 1954-5, en Bolivia; la expedición franco-americana que desapareció en 1970; la del antropólogo noruego Lars Halksjold en Madre de Dios, Perú, en 1997; la de Gregory Deyermenjan, en las regiones de Cusco y Madre de Dios, Perú, entre 1984 y 2000; la de Juan José Revenga, también en Madre de Dios, en 2006, además de otras realizadas en 2008, 2009 y 2011.

Hay que reconocer, sin embargo, que muchas expediciones han permitido descubrir ruinas arqueológicas, petroglifos, antiguos asentamientos incaicos y la existencia de tribus diversas, con sus costumbres y tradiciones -sobre todo en Perú- hasta hace poco prácticamente desconocidos.

Lo más interesante en la búsqueda de Eldorado -que ya se ha convertido en el nombre genérico para designar un lugar cualquiera con una gran riqueza- en unas tierras desconocidas, es que iba a precipitar no solo uno, sino una serie de descubrimientos y exploraciones de gran parte de Sudamérica, especialmente de su parte septentrional -incluida una enorme red de ríos, entre ellos el Orinoco y, sobre todo, el Amazonas-, y su consecuente colonización por la Corona española.

Este mito, bajo cualquier denominación, fue en realidad el gran motor de la conquista de nuevas tierras.

OBRAS CITADAS

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1El libro de Rodríguez Freyle es una obra atípica: por un lado, tiene un subtítulo -Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada [Colombia] que sugiere estar ante una crónica o historia, pero un título -El Carnero- confuso, para el que no he encontrado explicación; y por otro, presenta una heterogeneidad de contenido al combinar relatos históricos con otros de ficción, digresiones moralizantes, comentarios didácticos y relatos parcialmente autobiográficos, sin sujetarse a ningún género conocido, hecho en nada extraño a comienzos del siglo XVII, en que los géneros literarios aun no estaban diferenciados. Con todo, es considerada una importante obra colonial y su relato sobre los orígenes de El Dorado, el más convincente.

2No faltaron quienes, con la debida autorización del rey, como es el caso del comerciante bogotano Antonio de Sepúlveda, en 1580, abrieron una brecha en un borde de la laguna con el propósito de drenarla y recuperar así el oro arrojado en ella, pero no obtuvieron buen final. Y ya en el siglo XX, otros colombianos intentaron hacer un drenaje más profundo con poderosas bombas, pero igualmente sin resultados, porque las máquinas empleadas quedaron atrapadas a consecuencia de un derrumbe.

3La isla-continente que, según Platón, se hundió en el océano después de que sus habitantes intentaran conquistar el Mediterráneo.

Recibido: 08 de Mayo de 2022; Aprobado: 22 de Noviembre de 2022

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