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Transiciones de poder y guerra entre grandes potencias

https://global-strategy.org/transiciones-de-poder-y-guerra-entre-grandes-potencias/ Transiciones de poder y guerra entre grandes potencias 2023-01-25 17:30:00 Javier Jordán Blog post Estudios Globales Global Strategy Reports Lecturas didácticas sobre estudios estratégicos Realismo Teoría estratégica

Global Strategy Report, 4/2023

Resumen: Este documento pasa revista a diferentes explicaciones acordes con el realismo estructural sobre la relación entre guerra entre grandes potencias y transiciones de poder.

Para citar como referencia: Jordán, Javier (2023), “Transiciones de poder y guerra entre grandes potencias”, Global Strategy Report, 4/2023.


La guerra entre grandes potencias es uno de los fenómenos más relevantes de la política internacional. Lo es no por su frecuencia estadística –no se han producido nuevos episodios a escala global desde 1945– sino por la enorme destrucción que lleva aparejada y por los cambios que provoca en la estructura del sistema internacional. Muestra de ello es el cuidado que han puesto los principales responsables políticos rusos, estadounidenses y europeos para que la guerra de Ucrania no escale a un conflicto directo entre Rusia y la OTAN.

En este documento voy a sintetizar diferentes explicaciones académicas sobre el origen de la guerra entre grandes potencias que son acordes con la teoría realista estructural. Esto me obliga a recordar algunas ideas básicas sobre el realismo estructural, pues de lo contrario no se entenderá la razón por la que se dejan fuera variables como las ideologías extremistas, los nacionalismos, la personalidad de ciertos líderes y otros factores esenciales a la hora de comprender el inicio de una guerra en determinado caso histórico, que sí contempla por ejemplo el realismo neoclásico.

Como ya vimos en un documento anterior, Kenneth Waltz (1959: 80-81) distinguió tres niveles de análisis a la hora de explicar el fenómeno de la guerra; niveles que denominó imágenes de la política internacional:

  • La primera imagen es el nivel de análisis del individuo. Dentro de ella serían relevantes factores como las características personales de los dirigentes, su tolerancia al riesgo, que cuenten o no con una gran visión sobre la política exterior de su país, que sean capaces de configurar la estrategia, etc. Daniel L. Byman y Kenneth M. Pollack (2001) abordaron hace años dicha cuestión en este artículo de referencia.
  • La segunda imagen se refiere al nivel del Estado; es decir, su sistema político, los actores que intervienen en los procesos de toma de decisiones relacionados con la acción exterior, la influencia de los factores culturales e ideológicos, etc. Otro trabajo clásico centrado en este nivel es el de Jack Snyder (1991), Myths of Empire: Domestic Politics and International Ambition, donde analiza el rol de determinadas coaliciones de actores de la política interna y ciertos relatos tanto en la Alemania de Guillermo II como en la Alemania nazi previas a la Primera y Segunda Guerra Mundial, y en el Japón del periodo de entreguerras.
  • La tercera imagen es el nivel de análisis del sistema internacional. Presta atención a su estructura, a cómo se distribuye el poder relativo entre los diferentes Estados. Este es el nivel del realismo estructural. Y aunque la exclusión de las variables de los dos niveles previos no le permite el estudio de casos específicos (la política exterior de un Estado en un momento histórico concreto, donde sería necesario tener en cuenta las tres imágenes a la vez), tiene la ventaja de contar con un mayor nivel de generalización. Los fenómenos asociados a la estructura son en principio transversales en términos de espacio y tiempo, de modo que sirven para explicar las dinámicas de poder en ese nivel tanto en la Grecia clásica como en la Europa del siglo XX.

Hecho este recordatorio, pasamos al tema del documento: cómo explica el realismo estructural el origen de la guerra entre grandes potencias. De entrada, la estructura del sistema afecta de acuerdo con tres parámetros:

  • el tipo de polaridad (que el sistema sea unipolar, bipolar o multipolar)
  • la distribución de poder (equilibrada o desequilibrada)
  • la transición de poder (un cambio significativo en la distribución de poder relativo)

Sin embargo, la literatura realista sólo muestra cierto grado de acuerdo con el tercero. Veamos por qué.

El realismo estructural no ofrece conclusiones definitivas sobre el tipo de polaridad y la probabilidad de guerra entre grandes potencias. Kenneth Waltz (1988: 621-623) sostiene que la estructura bipolar es la menos conflictiva debido al menor número de diadas de conflicto, menor probabilidad de errores de cálculo, consenso fácil sobre quién es el rival y –como consecuencia– mayor tendencia al equilibrio de poder. Son argumentos convincentes de manera especulativa, pero la Historia Contemporánea no permite contrastarlos con rotundidad. Es verdad que la rivalidad bipolar durante la Guerra Fría no desembocó en un enfrentamiento directo entre Estados Unidos y la Unión Soviética, pero la Europa multipolar post-napoleónica también experimentó cuatro décadas largas de paz entre grandes potencias desde 1815 hasta 1853, y de nuevo entre 1870 y 1914. Además, la ausencia de guerra entre Washington y Moscú se explica también –y en no pequeña medida– por la amenaza de destrucción mutua con armas nucleares. El propio Waltz (1988: 626-627) reconocía que esas armas reducen drásticamente la probabilidad de guerra directa entre grandes potencias.

Tampoco hay consenso dentro del realismo estructural sobre cómo influyen la simetría o asimetría de poder en la probabilidad de guerra entre grandes potencias. Según John Mearsheimer (2003: 339-341), el sistema es estable cuando existe equilibrio de poder, por lo que el problema no es tanto la multipolaridad per se como la multipolaridad asimétrica. Es decir, la probabilidad de guerra aumenta cuando una potencia concentra más cuota de poder relativo que el resto, pues se sentirá tentada a hacerse con la hegemonía a través de una política agresiva que provocará, a su vez, la reacción de las demás potencias del sistema.

Mearsheimer pone como ejemplo la multipolaridad europea a la que antes he aludido. Según este autor, el largo periodo de paz en las décadas posteriores a las guerras napoleónicas se explica por la ausencia de un candidato a ‘hegemón’ en el Continente y por el buen funcionamiento del equilibrio de poder dentro de esa multipolaridad simétrica. Mearsheimer coincide con el realismo clásico al considerar que el equilibrio de poder actúa como un mecanismo pacificador de la política internacional. Sin embargo, los proponentes de la estabilidad hegemónica (entre los que se encuentran Organski y Gilpin, que enseguida comentaré) consideran que los sistemas multipolares con una potencia dominante son más estables porque la seguridad derivada de esa ventaja hace innecesario la potencia más poderosa vaya a la guerra contra el resto.

Siguiendo con los parámetros antes mencionados, donde sí existe cierto acuerdo dentro de la literatura realista es a la hora de atribuir mayor probabilidad de guerra a la transición de poder, entendiendo como tal el proceso por el que una potencia emergente sustituye a la potencia predominante, dando lugar a un nuevo orden internacional.

Adaptado de David Lai (2011) The United Stated and China in Power Transition, Carlisle: US Army War College, p. 7.

Teniendo en cuenta que el primer tercio del siglo XXI está coincidiendo con un cambio histórico en lo que distribución de poder se refiere, es interesante repasar algunas teorías realistas estructurales que han abordado esta cuestión. Comencemos por el clásico entre los clásicos.

Tucídides y la transición de poder Esparta – Atenas

La relación entre transición de poder y guerra se remonta al origen de la tradición realista, cuando en el siglo V a.C. Tucídides identificó el motivo profundo de la disputa entre Atenas y Esparta: “Pienso que la causa más verdadera, aunque la que menos se manifiesta en las declaraciones, fue el hecho de que los atenienses al hacerse poderosos e inspirar miedo a los lacedemonios les obligaron a luchar.” (Tucídides, 1990: 168-169). Con esta apreciación Tucídides daba a entender que detrás de aquellos acontecimientos se escondía una constante histórica. Algo que tendía a repetirse una y otra vez: que los cambios en la distribución de poder entre los Estados actúan como fuerza motriz de la política internacional y desempeñan un papel determinante en el origen de la guerra entre potencias.

Aunque Tucídides no desarrolló en detalle su argumentación, los principios teóricos subyacentes son relativamente fáciles de inferir (Gilpin, 1988: 594-599). Para Tucídides la conducta humana se ve afectada por tres pasiones: egoísmo, orgullo y –sobre todo– miedo. Las tres impulsan a acumular riqueza y poder, lo que a su vez lleva a chocar con otros individuos animados por motivos semejantes. A diferencia del idealismo de Platón que confiaba en cambiar radicalmente la naturaleza humana mediante la educación, Tucídides no cree que los seres humanos sean capaces de dejar de lado esos impulsos por completo. Este es el planteamiento de partida. Como vemos, se corresponde con la primera y segunda imágenes de Kenneth Waltz (individuo y comunidad política). En lo relativo a la tercera imagen, Tucídides considera que la estructura del sistema puede ser:

  • Estable: los cambios dentro del sistema no afectan a los intereses de la potencia o potencias dominantes
  • Inestable: los cambios de carácter económico, demográfico, tecnológico, etc. –impulsados por el afán de poder y riqueza– alteran el equilibrio de poder y socavan el dominio de las principales potencias en favor de potencias emergentes

Un sistema inestable no se encuentra necesariamente abocado a la guerra, pero la facilita como consecuencia de las dinámicas asociadas a ese interés, reputación y miedo. Por ejemplo, por crisis asociadas a acontecimientos fortuitos que catalicen esos tres impulsos, o por conductas que el resto de actores consideren agresivas. Por esa razón, Tucídides explica que el aumento de poder de Atenas no llevó de manera automática a una respuesta militar de Esparta: “En estos años los atenienses consolidaron su Imperio y ellos mismos alcanzaron un alto grado de poder. Los lacedemonios, aun dándose cuenta, no intentaron impedirlo más que con medidas de corto alcance, y, bien porque antes ya no eran demasiado diligentes para entrar en guerra, si no eran forzados a ello, bien porque entonces estaban metidos en guerras intestinas, se inhibieron la mayor parte del tiempo hasta que el crecimiento del poder de los atenienses se hizo evidente y empezaron a poner mano en sus aliados. Entonces estimaron que la situación ya no era tolerable y decidieron que era preciso intervenir con toda energía y destruir, si podían, el poder de Atenas, emprendiendo esta guerra” (Tucídides, 1990: 320-321).

Tucídides ofrece así una visión dialéctica que resultaría extrapolable a otros casos históricos:

  • Tesis: potencia dominante: Esparta, que había configurado un sistema favorable a sus intereses en términos políticos, económicos y militares.
  • Antítesis: potencia emergente que desafía la estructura de poder: Atenas, cuya expansión y deseo de transformar el sistema conduce al choque con la potencia hegemónica.
  • Síntesis: una nueva estructura internacional resultado de la guerra.

En la teoría de Tucídides no se determina quién inicia las hostilidades: la potencia dominante o la emergente. Una cuestión que dejan abierta la mayoría de autores que vamos a comentar.

Teoría de la transición de poder de A. F. Kenneth Organski

Kenneth Organski es el referente de la llamada ‘teoría del poder hegemónico’ y analiza las transiciones de poder y su relación con las grandes guerras de la historia reciente en su libro World Politics. Con el fin de identificar los Estados susceptibles de alterar la paz mundial Organski (1968: 363-371) utiliza dos categorías (poder relativo y satisfacción con el sistema) que permiten cuatro combinaciones:

  • Poderoso y satisfecho
  • Poderoso e insatisfecho
  • No poderoso y satisfecho
  • No poderoso e insatisfecho

Organski aclara que la paz no es sinónimo de justicia, por lo que la categorización no entraña juicio moral alguno. A partir de esa clasificación, el sistema internacional podría representarse de la siguiente manera:

Fuente: Bueno de Mesquita, Bruce (2014). Principles of International Politics, London: SAGE Publications. Adaptado de Organski (1968: 365)

Por razones fáciles de entender, la potencia o potencias dominantes no tienen interés en ceder el poder que ejercen sobre el sistema, pues dicho poder constituye la fuente última de sus privilegios. Sólo estarán dispuestas a compartir una parte de las ventajas de las que disfrutan (Organski, 1968: 366). Sin embargo, el poder relativo es un atributo dinámico. Los cambios continuos dentro de un Estado tienen a menudo consecuencias significativas sobre su cuota de poder en la esfera internacional. Así ocurre, por ejemplo, con las transformaciones demográficas y, sobre todo, con los cambios en la estructura productiva de un país cuando este pasa de una economía agrícola a otra industrial (y a día de hoy podríamos añadir los cambios relacionados con la ‘cuarta revolución industrial’). Como resultado de ese carácter fluctuante del poder relativo, la aparición de una nueva potencia somete a estrés la estructura jerárquica ya que la potencia emergente se ve constreñida por un sistema ya establecido, que no satisface sus propias expectativas de poder.

La estructura incluye también potencias menores e insatisfechas. Son comparativamente más numerosas y, por lo general, aceptan un nivel menor de influencia y de ganancias dentro del sistema. Pero esa actitud hacia el statu quo no significa necesariamente que sean actores pacíficos ya que pueden verse envueltos o provocar conflictos dentro de su área regional. Además, algunos de los Estados insatisfechos y con menos poder pueden unirse a la potencia emergente si ésta desafía la estructura de poder dominante dando lugar –si tienen éxito– a un cambio en el orden internacional. De lo contrario, el sistema tiende a permanecer estable como consecuencia de la superioridad en poder relativo de las potencias grandes y medias satisfechas con el sistema, tal como refleja el siguiente gráfico.

El sistema permanece estable por la ventaja en poder relativo de los Estados satisfechos. Mientras esta estructura permanezca estable se mantiene la paz entre grandes potencias, aunque ello no impida las guerras internas o regionales. Adaptado de Organski, 1968: 370

Lo habitual es que la potencia predominante obstaculice el ascenso de un rival sistémico con medios no violentos: poniendo trabas a su desarrollo económico, socavando su política de alianzas, interfiriendo su política interna, etc. (estrategias que en algunos casos pueden ser propias del conflicto en la zona gris). También existe la posibilidad teórica de ayudarle a progresar económicamente, con la esperanza de que cuando el otro país sea suficientemente poderoso se muestre agradecido. Sin embargo, Organski (1968: 349), como buen realista, advierte que lo más prudente es evitar el traspaso de poder. Por amistosa que sea la relación, la potencia emergente terminará haciendo valer su propio interés si cuenta con poder para ello. Por otro lado, si la potencia en alza no consigue desbancar a la primera potencia del sistema –incluso con una guerra de por medio– será cuestión de tiempo que acabe aceptando la estructura de poder y una posición secundaria dentro de ella. Así habría ocurrido con Alemania tras dos guerras mundiales (Organski, 1968: 367).

Organski (1968: 361) también advierte sobre el peligro de guerra asociado a las transiciones de poder. Las grandes guerras de la historia reciente han enfrentado a las principales potencias del momento contra potencias emergentes (y sus respectivos aliados). Organski (1968: 370-375) identifica tres factores que aumentan el riesgo de guerra:

  • Poder potencial de la potencia emergente (el que puede llegar a alcanzar en base a su economía, demografía, etc.). Si es notoriamente menor, la potencia emergente se sentirá inclinada a realizar ajustes pacíficos para evitar un conflicto desfavorable Lo mismo ocurrirá, pero por parte de la potencia dominante, si el poder potencial de la potencia emergente es muy superior. Por el contrario, la probabilidad de guerra será mayor si el poder potencial de ambas es aproximadamente similar, ya que tanto una como otra tendrán incentivos para disminuir el poder del rival a través de la guerra.
  • Ritmo de aumento de poder. Cuanto más rápido, más difícil de aceptar por la potencia dominante y mayor probabilidad de que la potencia emergente cometa un error de cálculo sobreestimando sus capacidades.
  • Belicosidad o no de la narrativa durante el proceso de transición y deseo de crear un nuevo sistema internacional. Habrá mayor riesgo de guerra si la potencia en auge tiene un discurso revisionista. No ocurrió así, por ejemplo, en la transición de poder de Estados Unidos sobre Reino Unido (finales del siglo XIX y primeras décadas del siglo XX). La ausencia de actitud beligerante facilitó un proceso de reemplazo pacífico.

Un último aspecto resañable de la teoría de Organski es su actitud hacia el equilibrio de poder. Al contrario de lo sostenido por el realismo clásico, que entiende el equilibrio de poder como un mecanismo generador de paz, Organski (1968: 363-364) considera que la paz correlaciona con estructuras de poder dominadas por una gran potencia y sus aliados. Las estructuras hegemónicas favorecen la paz, mientras que las situaciones donde el poder se iguala coincide con periodos de guerras, guerras que se producen porque una gran potencia hasta ese momento secundaria desafía a la potencia predominante y a sus aliados.

Transición de poder y guerra hegemónica según Robert Gilpin

El interés de Robert Gilpin por las transiciones de poder se deriva del lugar central que ocupan en las ‘guerras hegemónicas’, un término que como él mismo reconoce toma prestado de Raymond Aron (Gilpin, 1981: 197). Una guerra hegemónica es una confrontación directa entre la potencia dominante de un sistema y quienes desafían su estatus. Es una guerra que acaba involucrando al resto de grandes potencias y a Estados menos poderosos, lo que aumenta su escala, alcance y duración. La cuestión de fondo es la legitimidad del propio sistema y por ello –y por la magnitud del conflicto– tiene serias consecuencias políticas, económicas e ideológicas. Ejemplos de guerras hegemónicas fueron, según Gilpin (1981: 200), el enfrentamiento entre Esparta y Atenas, Roma y Cartago, la Guerra de los Treinta Años, las guerras de la Francia de Luis XIV, las guerras napoleónicas, así como la Primera y Segunda Guerras Mundiales.

De acuerdo con Gilpin (1981: 186-187), un sistema internacional se ‘desequilibra’ cuando se produce un desajuste entre la estructura de gobierno y la distribución de poder relativo. A la potencia dominante le resulta cada vez más difícil asumir los costes derivados de su estatus por la discrepancia entre compromisos y poder disponible. Sin embargo, a ojos de la potencia emergente, los costes de cambiar el sistema tienden a ser menores en comparación con las ganancias potenciales de hacerlo.  Conforme aumenta su cuota de poder relativo, la potencia en alza intentará cambiar las reglas del sistemas y la distribución de esferas de influencia. A su vez, la potencia dominante responderá tratando de restablecer el equilibrio. Por equilibrio Gilpin entiende algo similar a la estabilidad de Organski ya que es un ‘equilibrio desequilibrado’ a favor de la –hasta ese momento– potencia dominante.

Ante el desafío que plantea la potencia emergente, la potencia dominante tiene dos opciones. La primera consiste en incrementar su poder absoluto (y con ello el relativo) mediante un mayor esfuerzo fiscal o mejorando la efectividad de su sistema de producción. La segunda pasa por reducir costes. Esto puede hacerse de tres maneras (Gilpin, 1981: 189-197:

  • Acabar con el desafío neutralizando a la potencia emergente (incluyendo la guerra preventiva)
  • Reajustar el perímetro defensivo para que sea sostenible (lo que paradójicamente puede llevar a una ampliación de las fronteras con nuevos costes añadidos)
  • Reducir los compromisos internacionales.

Según Gilpin, esas opciones estratégicas no son necesariamente excluyentes. Ahora bien, a lo largo de la historia el principal medio para resolver ese desequilibrio ha sido la guerra, y en particular, lo que él denomina guerra hegemónica, que se convierte así en el test definitivo sobre la realidad de los cambios de poder dentro de ese sistema (Gilpin, 1981: 197-198).

De este modo, la interpretación que hace Gilpin de las causas de las guerras hegemónicas constituye en el fondo una reactualización de la teoría dialéctica subyacente en Tucídides. Para Gilpin (1981: 198), todo sistema internacional es consecuencia de los reajustes territoriales, económicos y diplomáticos derivados de guerras hegemónicas. El resultado de la guerra determinará a partir de entonces quién establece las reglas del juego y a qué intereses beneficiará la estructura del sistema. Según Gilpin (1981: 210), después de cada guerra hegemónica comienza un nuevo ciclo de crecimiento, expansión y declive de la potencia dominante hasta que es sucedida por otra nueva potencia.

Además de la transición de poder, Gilpin (1981: 200-202) identifica tres precondiciones de las guerra hegemónicas:

  • Un incremento de la competencia entre potencias por el ‘estrechamiento’ del espacio político y económico. Es decir, aumento de las fricciones como consecuencia de escasez real o percibida de recursos y oportunidades de crecimiento.
  • Percepción de estar ante un momento de cambio histórico. Esta precondición (más psicológica que material) incita a la guerra preventiva por parte de la potencia dominante con el fin de minimizar costes (atacando mientras se goza de ventaja).
  • El curso de los acontecimientos tiende a escapar del control humano: aunque inicialmente las decisiones políticas pueden ser acordes con la lógica racional, las emociones y el azar dirigen la realidad hacia derroteros inesperados.

Pero a pesar de lo expuesto, Robert Gilpin considera que las guerras hegemónicas no son inevitables. En función de la política interna y la jerarquía de intereses, tanto la potencia dominante como la emergente pueden realizar ajustes para evitar el conflicto directo. A la potencia dominante no le interesa poner en peligro un sistema internacional beneficioso lanzándose a una guerra preventiva de resultado incierto. A su vez, la potencia emergente sabe que debe mostrarse asertiva para incentivar esos cambios, pero sin caer en políticas agresivas que generen reacciones contraproducentes. Le interesa ser percibida como promotora de cambios en el sistema pero no de cambio de sistema. Todo ello facilita una transición de poder pacífica (Gilpin, 1981: 208).

Diferenciales de poder dinámicos y guerra entre grandes potencias

A principios de este siglo, Dale Copeland propuso una nueva teoría para explicar las ‘major wars’, entendiendo como tales conflictos de alta intensidad que enfrentan a las principales potencias del sistema, y donde algunas de ellas se juegan su propia existencia (Copeland, 2000: 27). Según Copeland, el inicio de esas guerras está asociado a las transiciones de poder.

A diferencia de las teorías precedentes que no hacen explícito quién comienza la guerra –si es la potencia en declive o la emergente–, Copeland (2002: 15-16) señala como iniciador más probable a la primera. Ante la aparición de un rival sistémico, la potencia dominante puede plantearse las siguientes opciones estratégicas, de menor a mayor severidad:

  • Mostrarse conciliadora y ceder la primacía
  • No hacer nada
  • Disuadir y contener
  • Provocar una crisis para reafirmar su posición
  • Iniciar una guerra preventiva para neutralizar a la potencia en ascenso

Copeland respalda su argumento con una muestra histórica de diez periodos diferentes donde la potencia dominante fue la responsable de las trece guerras o grandes crisis acaecidas. Según Copeland, esta pauta tiene sentido, pues no sería lógico que la potencia en alza inicie la guerra cuando todavía no goza de poder suficiente, y cuando sabe además que el tiempo juega a su favor.

La teoría de Copeland (2000: 5-6) distingue tres tipos de poder relativo:

  • Militar: capacidad para combatir y ganar.
  • Económico: resultado de la actividad económica y medible a través del producto interior bruto.
  • Potencial: toda clase de recursos físicos y humanos que -por la razón que sea- no se han traducido todavía en poder económico pero que potencialmente pueden llegar a hacerlo.

Copeland identifica como variable explicativa del proceso que conduce la guerra el ‘diferencial dinámico’ (dynamic differential), entendido como: “la interacción simultánea de los diferenciales de poder militar relativo entre las grandes potencias y la tendencia esperada de esos diferenciales, distinguiendo entre los efectos de los cambios de poder en función de que el sistema sea bipolar o multipolar” (Copeland, 2000: 15). A su juicio, la transición de poder no constituye un factor sistémico suficiente para explicar el inicio de las grandes guerras porque estas son un fenómeno poco habitual en las relaciones internacionales. La clave se encuentra en el diferencial de poder. Un Estado en declive con escaso poder relativo no se verá tentado a iniciar una guerra porque, parafraseando a Bismark, sería ‘suicidarse por miedo a la muerte’. Es la potencia dominante y con poder relativo suficiente todavía, quien puede decantarse por acciones de línea dura con la esperanza de revertir la tendencia negativa en la distribución de poder.

Para Copeland, una simple alteración del poder militar relativo como consecuencia, por ejemplo, de un cambio en la configuración de las alianzas o de una ventaja momentánea en la carrera de armamentos no es sí misma relevante. Pero sí lo sería si el declive en poder militar es resultado de una tendencia consolidada y a la baja en el poder económico y en el potencial. En tal caso, ante lo que parece un declive inevitable a largo plazo, la potencia dominante tendrá la tentación de endurecer su estrategia con la esperanza de revertir la tendencia, y es esa opción la que puede acabar desembocando en la guerra.

La siguiente figura muestra la lógica causal de la propuesta de Dale Copeland.

Posibilidades de elección en política exterior y probabilidad de guerra entre potencias. Fuente: Dale, 2000: 39

Por tanto, las expectativas de futuro pesimistas, como consecuencia de la erosión de la base de poder potencial y económico, juegan un rol fundamental en los cálculos de la potencia dominante. Cuanto mayor sea la probabilidad estimada de declive –en ausencia de medidas severas–, mayor probabilidad también de que se opte por una estrategia de línea dura, aumentando el riesgo de conflicto por miedo a encontrarse en una situación de debilidad cuando tengan que hacer frente a la potencia en auge. Básicamente, la lógica es: “mejor ahora, antes de que sea tarde”; lo que recuerda a la percepción de estar ante un ‘momento de cambio histórico’ apuntada por Robert Gilpin y es congruente con la importancia que Stephen Van Evera (1999: 73-104) concede a las ventanas de oportunidad y ventanas de vulnerabilidad al analizar en otro trabajo clásico las causas de las guerras.

Sin embargo, el camino a la guerra no siempre es directo. Lo más frecuente es que el enfrentamiento vaya precedido de un periodo de crisis, que puede servir de excusa para la guerra preventiva, pero que también puede desembocar en ella como consecuencia de acontecimientos fortuitos o por una escalada inadvertida (Copeland, 2000: 42-46).

Copeland (2000: 22) aclara que esta dinámica, que busca preservar la seguridad de la potencia en declive puede darse aunque el resto de potencias –incluida la potencia en ascenso– sólo busquen su propia seguridad. Quien ve reducida su cuota de poder relativo, tenderá a desconfiar de las intenciones del resto como consecuencia del contexto anárquico (ausencia de una autoridad que garantice el cumplimiento del derecho internacional) y por la posibilidad real de que la potencia en auge disimule sus intenciones hasta que alcance una posición de poder más confortable. En esto coincide con lo que John Mearsheimer (2003) denomina la tragedia de la política de las grandes potencias.

Por último, además del declive, de la diferencia de poder entre la potencia dominante y la emergente, de lo profunda que sea la tendencia descendente, y de las expectativas de revertir la situación con medidas severas, Copeland (2000: 4-5) introduce como clave explicativa adicional de las grandes guerras el tipo de polaridad del sistema:

  • Si el sistema es bipolar, la potencia en declive puede iniciar la guerra, aunque no cuente con una ventaja abrumadora en poder militar relativo.
  • En cambio, si el sistema es multipolar, deberá contar con un margen amplio de poder militar antes de arriesgarse a una coalición de contrapeso por parte del resto de potencias, o a que otras potencias que se han mantenido al margen aprovechen del desgaste de la potencia predominante como resultado de la guerra.
  • Al mismo tiempo, es poco probable que una potencia en auge se encuentre con una coalición que le haga la guerra de manera preventiva por los problemas asociados a la acción colectiva (“tú primero”) que minan la cohesión de las alianzas. Los costes derivados del enfrentamiento directo y el temor a verse abandonado por el resto de países dificultan la actuación preventiva de la coalición rival (Copeland, 2000: 24).

De este modo, según Dale, las condiciones en los sistemas multipolares son menos permisivas para el estallido de grandes guerras si se comparan con las condiciones de las estructuras bipolares, a diferencia de lo sostenido por Kenneth Waltz. Lógicamente, cuando Dale habla de bipolaridad no se refiere exclusivamente al sistema mundial, sino que incluye también los sistemas regionales, tal como se deduce de los casos históricos a los que alude en su libro: Atenas vs Esparta, Cartago vs Roma y Francia vs Imperio de Carlos V.

Graham Allison y la ‘trampa de Tucídides’

En 2017 Graham Allison publicó Destined for War: Can America and China Escape Thucydides’s Trap? El libro recibió una amplia cobertura mediática y se convirtió en uno de los trabajos académicos más comentados de los últimos años, recibiendo menciones expresas de figuras destacadas de la política norteamericana. Posiblemente, esa sea su aportación más relevante: haber renovado la atención sobre el riesgo de guerra durante las transiciones de poder. Sin embargo, desde el punto de vista teórico, el libro aporta escasas novedades, por no decir prácticamente ninguna.

Graham Allison (2017: 1-2) define la ‘trampa de Tucídides’ como: “the natural, inevitable discombobulation that occurs when a rising power threatens to displace a ruling power. This can happen in any sphere. But its implications are most dangerous in international affairs. For just as the original instance of Thucydides’s Trap resulted in a war that brought ancient Greece to its knees, this phenomenon has haunted diplomacy in the millennia since. Today it has set the world’s two biggest powers on a path to a cataclysm nobody wants, but which they may prove unable to avoid.” Allison da así por válida lo que a primera vista sería la premisa básica de Tucídides. El conflicto tiene su origen en la convergencia de lo que él denomina ‘síndrome de la potencia emergente’ y ‘síndrome de la potencia dominante’. La primera se siente cada vez más segura de sí misma, es crecientemente asertiva y reclama el respeto que considera debido; mientras que la segunda (la potencia en declive) se siente insegura y teme por su futuro.

Como prueba de la inestabilidad y riesgo de guerra que entrañan tales dinámicas, Allison presenta dieciséis transiciones de poder acaecidas en los últimos siglos, de las cuales doce coincidieron con conflicto armado entre potencias.

El libro de Graham Allison se dedica en gran medida a interpretar las relaciones sino-estadounidenses desde la óptica de la supuesta ‘Trampa de Tucídides’ pero no contiene un aparato teórico propiamente dicho. La principal aportación teórica del libro se encuentra en lo que Graham Allison llama ‘pistas’ (clues), extraídas de los cuatro casos donde la transición de poder no terminó en guerra. No son particularmente originales y seguramente las denomina de esa manera para rebajar el nivel de ambición teórico y predictivo. En total suman doce, aunque las referentes a las armas nucleares se podrían agrupar en una o dos:

  1. Una autoridad superior puede ayudar a resolver la rivalidad (aludiendo al rol de que desempeñó el Papa Alejandro VI entre Portugal y la Monarquía Hispánica, y que en la actualidad podría ejercer Naciones Unidas)
  2. Formar parte de un entramado de relaciones e instituciones políticas, económicas y de seguridad atenúa la presión sistémica conducente al conflicto
  3. Los líderes han de saber hacer de la necesidad virtud y acomodarse a la consolidación de una nueva gran potencia sin poner en peligro los intereses vitales propios
  4. Las ventanas de oportunidad que favorecen una intervención preventiva aparecen por sorpresa y se cierran sin previo aviso.
  5. La cercanía cultural puede contribuir a evitar el conflicto
  6. No hay nada nuevo bajo el sol, salvo las armas nucleares (en alusión a sus consecuencias en las relaciones entre grandes potencias)
  7. La destrucción mutua asegurada priva de sentido la guerra abierta entre grandes potencias
  8. La guerra abierta entre potencias ha dejado de ser una opción política justificable
  9. A pesar de ello, los líderes de las superpotencias nucleares deben estar preparados a asumir el riesgo de ir a una guerra que no pueden ganar
  10.  La interdependencia económica eleva los costes de la guerra y reduce su probabilidad
  11.  Las alianzas son una ayuda a la hora de ejercer una maniobra de contrapeso pero aumentan el riesgo de verse arrastrado al conflicto
  12.  La efectividad en política y economía interna es relevante para la competición internacional

Por tanto, el principal mérito del libro consiste en ofrecer un marco de interpretación de las relaciones de Estados Unidos y China que ha trascendido los círculos académicos, lo que en sí mismo ya es un logro destacable. En términos teóricos su aportación es escasa y esto quizás haya contribuido a su éxito entre el público no especializado. En cualquier caso, conviene evitar una intepretación simplificada del libro que lleve a pensar que la guerra entre China y Estados Unidos es algo altamente probable o, peor aún, inevitable.

Conclusión

La lectura que hace el realismo estructural sobre la relación entre transiciones de poder y guerra entre grandes potencias coincide en lo fundamental: el proceso por el cual una potencia emergente desplaza a la potencia dominante aumenta el riesgo de guerra. Pero más allá de esta conclusión general, la explicación de los casos históricos concretos requiere de variables pertenecientes a la primera y segunda imagen de Waltz. También a la hora determinar quién es el responsable directo del conflicto. A pesar de que Dale Copeland señala a la potencia dominante como iniciador más probable, los entresijos de la historia no siempre permiten llegar a una atribución nítida de responsabilidades. El realismo estructural ofrece otras claves adicionales que han ido saliendo a lo largo de estas páginas pero, como se ha visto, es parco en detalles. A cambio ofrece cierto grado de generalización aplicable a lo largo del tiempo y la geografía.

A pesar de que las armas nucleares han reducido drásticamente la probabilidad de un enfrenamiento total y directo entre grandes potencias, la cuestión de las transiciones de poder continúa siendo relevante por sus efectos sobre otro tipo de conflictividad en las relaciones entre unas y otras. Me refiero a los conflictos en la zona gris y al empleo de estrategias híbridas. Desde esta óptica, los cambios que se están operando actualmente en la distribución de poder mundial ejercen una presión sistémica favorable a la intensificación de dicho tipo de conflicto, tal como apreciamos por ejemplo en las diadas Estados Unidos vs China, China vs India, y Estados Unidos – Unión Europea vs Rusia. La transición desde el llamado ‘momento unipolar’ (Krauthammer, 1990/1991) a la multipolaridad (Mead, 2014), o según algunos a un nuevo sistema bipolar (Kupchan, 2022), genera un contexto propicio para la rivalidad por debajo del umbral de la guerra.

Referencias:

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Krauthammer, Charles (1990/1991), “The Unipolar Moment”, Foreign Affairs, Vol. 70, No. 1, pp. 23-33.

Kupchan, Cliff (2022), “Bipolarity is Back: Why It Matters”, The Washington Quarterly, Vol. 44, pp. 123-139.

Mead, Walter Russell (2014), “The Return of Geopolitics: The Revenge of the Revisionist Powers”, Foreign Affairs, Vol. 93, No. 3, 69-79.

Mearsheimer, John J. (2003), The Tragedy of Great Power Politics, New York, NY: Norton.

Organski, A. F. K. (1968), World Politics, New York: Alfred A. Knopf, Inc.

Snyder, Jack (1991), Myths of Empire: Domestic Politics and International Ambition, Ithaca: Cornell University Press.

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Editado por: Global Strategy. Lugar de edición: Granada (España). ISSN 2695-8937

Javier Jordán

Catedrático de Ciencia Política en la Universidad de Granada y director de Global Strategy

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