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Revista de estudios histórico-jurídicos

versión impresa ISSN 0716-5455

Rev. estud. hist.-juríd.  no.43 Valparaíso ago. 2021

http://dx.doi.org/10.4067/S0716-54552021000100383 

Estudios - Historia del Derecho Europeo

Las causas contra los “malos españoles” en la legislación gaditana

The causes against “the bad spanish people” in the Cadiz legislation

1Universidad de Córdoba, España

Resumen

Las expresiones “malos españoles”, infidentes, juramentados o egoístas fueron empleadas con frecuencia durante el periodo gaditano para aludir a aquellos individuos que, de forma más o menos activa, colaboraron con los franceses durante la Guerra de la Independencia. Como ya sucedió antes de 1808, estas causas se adjudicaron a la jurisdicción castrense hasta que, mediante decreto del Consejo de Regencia de España e Indias de 19 de junio de 1810, se decidió encomendarlas a la jurisdicción ordinaria, pensando que con ello se zanjarían los abusos que frecuentemente se habían producido. Pero la jurisdicción militar no estaba dispuesta a verse despojada de esta tradicional competencia, por lo que los conflictos entre una y otra fueron frecuentes a partir de entonces. Eso y la falta de una regulación específica agravaron la maltrecha situación de los reos, que vieron con resignación desde las cárceles como se dilataba enormemente la resolución de las causas seguidas contra ellos y de cuyas quejas se hicieron eco los diputados en diversas sesiones de Cortes.

Palabras clave: Infidencia; Cortes de Cádiz; jurisdicción ordinaria; jurisdicción militar

Abstract

The expressions “bad Spaniards”, infidents, sworn or selfish were frequently used during the Cadiz period to refer to those individuals who, more or less actively, collaborated with the French during the War of Independence. As it happened before 1808, these causes were adjudicated to the military jurisdiction until, by decree of the Council of Regency of Spain and the Indies of June 19, 1810, it was decided to entrust them to the ordinary jurisdiction, thinking that with it the abuses that had occurred frequently. But the military jurisdiction was not willing to be stripped of this traditional competence, so conflicts between one and the other were frequent from then on. That and the lack of a specific regulation aggravated the battered situation of the inmates, who saw with resignation from the prisons how the resolution of the cases brought against them was greatly delayed and whose complaints were echoed by the deputies in various sessions of Courts.

Key Words: Infidence; Cadiz courts; ordinary jurisdiction; military jurisdiction

A comienzos de la Guerra de la Independencia, el conocimiento de los delitos de infidencia1 estaba encomendado a tribunales castrenses, con inhibición de los juzgados ordinarios2. Así, en los diferentes territorios, fueron surgiendo los llamados tribunales de seguridad pública, donde se sustanciaban las causas de infidencia, traición a la patria y demás que estuviesen señalados en las reales órdenes expedidas sobre este punto3.

En el caso concreto de Cádiz, su instauración fue resultado de la consulta elevada el 8 de marzo de 1810 por parte de la Junta de Gobierno de dicha ciudad al Consejo de Regencia. En la misma expuso la necesidad de formar un tribunal militar permanente para juzgar los delitos de infidencia. El Consejo accedió a la petición y, por tanto, se formó un consejo militar, encabezado por un oficial general, que estaría asesorado por un ministro del Supremo Consejo de España e Indias. Además, la Regencia ordenó que, en la medida que ya existía un reglamento aplicado hasta entonces en el Ejército del Centro sobre estas causas, fuese examinado a la mayor brevedad posible respecto a la actuación, penas y demás que establecía en los delitos de infidencia o sospechas de ella. Por ello, se solicitó dictamen al Consejo Supremo sobre los puntos que comprendía el reglamento, indicando los que, en su opinión, faltasen y conviniera aumentar para asegurar la mayor eficacia en la materia, al tiempo que se recomendaba el breve despacho de las causas que pudieran promover en esta clase de delitos y la severidad de las penas que se impusieran para contenerlos. La real orden pasó al fiscal Antonio Cano Manuel y este, en vista de ella y los documentos que la acompañaban, expuso que el reglamento que se había remitido al Consejo contenía dos puntos fundamentales: uno relativo a la organización del tribunal de guerra permanente y delitos de que había de conocer y otro expresivo a las penas. El fiscal mostró su conformidad con el establecimiento del tribunal militar, dadas las circunstancias de guerra, pero advirtió que varios artículos del reglamento presentado a examen adolecían de importantes defectos.

Tras el informe del fiscal, se examinó el expediente por el Consejo pleno, que halló también que el citado reglamento ofrecía muchos reparos y recordó que ya en la ordenanza general de ejército se regulaba todo lo conveniente acerca de los consejos de guerra, forma de los procesos, delitos y sus penas, por lo que no era necesario que se aplicara en Cádiz el reglamento vigente para el Ejército del Centro. Es más, se mostró partidario de que no se innovara sobre cuestiones que estaban perfectamente abordadas en diversas leyes y ordenanzas. También advirtió que, en el supuesto de que se estimara oportuno crear en Cádiz un consejo ordinario militar permanente, debería ser con la participación del auditor general del mismo ejército, en lugar de tener por asesor a un ministro togado del supremo consejo, como lo anunciaba la real orden. Contradiciendo a la Regencia, manifestó su preferencia por adjudicar estas causas a un tribunal de vigilancia4, similar al que en su día se creó en la Corte, para el conocimiento de asuntos tan complejos, y que más adelante continuó en Sevilla, presidido por un alcalde de corte y que, finalmente, con el traslado del Gobierno a la Isla de León fue restablecido con algunos ministros de la Sala de alcaldes y de las audiencias, al frente del cual estuvo el conde del Pinar, miembro del Supremo Consejo y Cámara de España e Indias.

Conforme a todo lo expuesto, el Consejo dictaminó el 4 de junio de 1810 que en la plaza de Cádiz no parecía necesario ni oportuno el establecimiento de un consejo ordinario militar permanente; que aun habiéndolo, debería contar con un auditor del ejército y no con un ministro del Supremo Consejo en calidad de asesor; que debería entender únicamente de delitos militares, juzgar por la ordenanza general del ejército y no por el nuevo reglamento remitido a examen y que los delitos de infidencia debían continuar privativamente a cargo del tribunal de vigilancia y protección, que se restablecería en la forma con que fue erigido en Madrid, por real despacho de 31 de octubre de 18085.

I. La compleja adjudicación a la jurisdicción ordinaria

El punto de inflexión sobre la competencia relativa a esta materia se produjo el 19 de junio de 1810 cuando se ordenó, mediante decreto del Consejo de Regencia de España e Indias, la extinción de los juzgados de policía y seguridad pública establecidos en la corte y otros lugares6, al tiempo que se encomendó a las salas del crimen de las audiencias y demás jueces ordinarios el conocimiento de las causas de infidencia, recomendándoles su breve sustanciación, para lo cual debían estrechar los términos y excusar dilaciones que pudieran retardar la pronta ejecución de las sentencias. Asimismo, se indicó que los jueces habían de conocer de estas causas con preferencia a cualesquiera otros negocios y, en las que fuese preciso formar a eclesiásticos seculares o regulares, proceder con la solemnidad prevenida en las leyes. En lo atinente a las causas que se hubiesen formado hasta entonces y estuvieran finalizadas o pendientes, las entregarían a los tribunales territoriales respectivos para que se custodiaran las primeras en sus archivos y para que se continuaran las segundas en el estado que tuviesen7.

Seguramente, la razón de ese cambio en la competencia sobre estas causas debe encontrarse, siguiendo el parecer de Joaquín Francisco Pacheco, perfecto conocedor de la administración de justicia de la época, en el abuso que se vino cometiendo por parte de la jurisdicción militar8.

No obstante, el traslado competencial a la jurisdicción ordinaria estuvo plagado de dificultades. Así, al menos, se desprende del hecho de que la Real Audiencia de Sevilla dirigiera el 27 de ese mismo mes al Consejo Supremo ciertas dudas sobre la ejecución y alcance que debía otorgarse al mencionado real decreto de 19 de junio de 1810.

La primera cuestión tuvo que ver cuando en el decreto se decía que “habiendo resuelto S. M. extinguir las juntas de policía y seguridad públicas establecidas en la Corte y en las demás ciudades y pueblos de las provincias, mandando que vuelva el conocimiento de las causas de infidencia a las salas del crimen de las Audiencias respectivas y demás juzgados ordinarios y que se sustancien con arreglo a Derecho […]”. De estas palabras infería la Audiencia que, indudablemente, estos delitos quedaban desde entonces clasificados en ordinarios y que debían seguirse, por ende, en su averiguación y conocimiento todas aquellas reglas u orden de sustanciación que en cualquier otro de esta misma especie. Reconoció lo complejo que era en esos momentos de guerra que de este género de delitos pudiera conocerse inmediatamente por las salas del crimen de las audiencias. De forma que el decreto podría aplicarse para que entendieran las salas del crimen en primera instancia donde permanecieran organizadas y, donde no, que conocieran los juzgados ordinarios con las apelaciones a dichas salas. En el supuesto concreto de la Audiencia de Sevilla, como no estaba constituida en esos momentos, a diferencia de fechas anteriores cuando se halló dividida en cuarteles, que tenían asignados a ellos los respectivos alcaldes y también en barrios, se planteaba si, atendida la organización actual, que solamente tenía en la plaza de Cádiz el carácter de un tribunal superior de apelaciones de la provincia en uno y otro ramo, sin distinción de ministros que entendieran únicamente en lo criminal, podría conocer en primera instancia de los referidos delitos de infidencia o debería hacerlo solamente en su caso como tribunal superior, dejando expedito al juez ordinario del crimen el conocimiento de la primera instancia.

En otro orden, la Audiencia también expresó que el decreto parecía proponer como medios para que estas causas fuesen activadas en su sustanciación y ejecución que los jueces que debían conocerlas las prefirieran a otros negocios. El tribunal advirtió que la tramitación prioritaria de las causas de infidencia no bastaba para conseguir su rápida conclusión y que había que arbitrar otras medidas para conseguir tanto que el inocente no padeciese injustamente como que el culpable recibiera su pronto castigo. Todo ello no se podía lograr si no se contaba con un reglamento donde se especificase cómo debían sustanciarse, sin que hubiera arbitrio de los jueces, ya que, de no ser así, estas causas sufrirían las mayores dilaciones.

Otra incertidumbre que se generó entre los ministros de la Audiencia tenía relación con la necesidad o no de que se consultaran las sentencias que dictaran con la real persona, ya que ello también podía afectar a la reclamada pronta resolución.

Finalmente, expuso que era necesario aumentar el número de subalternos, pero no sabía si podía contar con los empleados que antes sirvieron en el extinto tribunal de seguridad, lo que resultaría de gran utilidad, en atención al conocimiento práctico que acumularon, lo que redundaría en evitar demoras en las mismas causas.

De estos interrogantes se dio traslado al fiscal del Consejo, quien el 14 de agosto de 1810 dictaminó que el conocimiento de las causas de infidencia, otorgado a las justicias y tribunales ordinarios, afectaba a todo lo relativo a la aprehensión de los delincuentes, el embargo y ocupación de sus bienes y papeles y a la instrucción completa del sumario hasta recibir las confesiones. A partir de entonces, debían remitir los reos con sus causas originales a las salas para que en ellas se siguiesen, sustanciasen y determinasen definitivamente con arreglo a derecho. Eso debía entenderse sin perjuicio de que los jueces ordinarios cumplieran con dar a la sala el parte preventivo correspondiente, como estaba mandado que se hiciese en otras causas de gravedad.

Con respecto a la segunda duda, dijo el fiscal que no pudiendo establecerse, por la diversa naturaleza y la mayor o menor complicación de las causas, una regla fija general que, abreviando los términos legales ordinarios, indicara aquel en el que debían sustanciar y decidir las de infidencia, fuese la propia audiencia, usando de su arbitrio, la que redujese o ampliase los términos en los casos indispensables, procurando incentivar la actividad de los jueces ordinarios de su territorio cuando observasen lentitud en la remisión de las sumarias. Por último, mostró su apoyo a que la audiencia pudiera solicitar la ayuda de los subalternos del extinguido tribunal de seguridad, que considerase necesarios para la mejor y más pronta expedición de los negocios.

Acorde con todo lo anterior, el 6 de diciembre de 1810 el Consejo en pleno dictaminó que las salas del crimen pudieran conocer de estas causas no solo por apelación de las sentencias y autos pronunciados en ellas por los jueces de su territorio, sino también de las que formasen los alcaldes del crimen en sus respectivos cuarteles o en los pueblos del rastro de las salas, ya que, concluidos los sumarios, se debían pasar a ellas. Por consiguiente, los ministros que formaban en la plaza de Cádiz la Audiencia de Sevilla, aunque conocían indistintamente de negocios civiles y criminales, parecía que, en principio, no teniendo asignados cuarteles en ellas ni habiendo ejercido antes jurisdicción criminal en primera instancia en dicha ciudad, habían de limitarse a conocer solo por apelación, queja, consulta o retención conforme a derecho, pero considerando que la Isla de León y Cádiz eran, probablemente, los lugares donde más se podían cometer este tipo de delitos y que era importantísimo que hubiera bastantes sujetos encargados de velar sobre este ramo, creyó el Consejo de absoluta necesidad y utilidad pública que cada uno de los ministros de la Audiencia de Sevilla pudiera conocer en primera instancia, con los jueces letrados, de las causas de infidencia.

De la misma forma, mostró su convencimiento de que, para la más pronta y recta administración de justicia, los expresados jueces ordinarios y la audiencia conocieran de estos delitos contra todo género de reos sin distinción de clases, aunque fuesen militares, eclesiásticos regulares o seculares. Recordó que esta jurisdicción se declaró a los tribunales de policía, vigilancia y seguridad pública establecidos en Madrid y Sevilla, que la ejercieron sin contradicción alguna. Y agregó que “sería monstruoso que en estos delitos que son de estado y lesa majestad no fuese la real jurisdicción ordinaria la que velase sobre este objeto que le incumbe más propiamente que a las demás que se han establecido y creado”. Respecto a la falta de una ley que estableciera por regla general el modo de proceder en causas atroces contra eclesiásticos, regulares y seculares, para disipar las dudas que frecuentemente ocurrían sobre varios particulares, estimó que debían regir las formalidades y reglas parciales dadas en diversas reales órdenes que ya se habían comunicado a la Audiencia de Sevilla con motivo de la causa criminal formada en su sala del crimen por la muerte de dos hermanos apellidados Reina. Como también estimó que era absolutamente necesario que la referida audiencia pusiera en noticia de la Regencia las penas capitales que acordase, no solo en causas de infidencia, sino también en cualesquiera otras, suspendiendo su notificación a los reos y ejecución hasta que se devolviera la consulta que a este fin debería hacer siempre que el Consejo Supremo de Regencia residiera en Cádiz, de la misma forma que lo practicó la Sala de Corte con el rey, estando en Madrid o los sitios reales. Por último, subrayó que era lógico que los subalternos del extinguido tribunal de policía y seguridad pública debían estar a las órdenes de los ministros de la audiencia, con los sueldos y consignaciones que en su día tenían, puesto que sus personas estaban cualificadas para este género de servicio, sobre todo porque la audiencia no contaba con los dependientes necesarios para la práctica de las diligencias de los nuevos asuntos que se le había cometido.

En resumen, el parecer del Consejo era que los ministros de la Audiencia de Sevilla, mientras residieran en Cádiz, habían de conocer de las causas de infidencia con el alcalde mayor de la Isla de León y el juez criminal de Cádiz y con los respectivos gobernadores políticos de estas dos localidades contra toda clase de personas, sin que en ellas valiera fuero alguno por privilegiado que fuese y sin necesidad de que los jueces eclesiásticos tuvieran otra intervención en la sustanciación de los procesos contra los reos de su fuero que la de presenciar las declaraciones y confesiones de ellos, abreviando los términos y cortando toda dilación, que no fuese absolutamente necesaria para la precisa defensa y audiencia. También debían informar a la Regencia de las sentencias capitales que acordase en todo género de causas, suspendiendo su notificación y ejecución hasta que se devolviese la consulta y que quedasen a sus órdenes los dependientes del extinguido tribunal de policía creado en la Isla de León, con el mismo sueldo y emolumentos que disfrutaban entonces y que los gobernadores políticos, militares y jueces ordinarios prestasen a los ministros de la Audiencia todos los auxilios que les pidieran, haciendo requerir a los comisarios de barrio y dependientes de sus juzgados que lo estuviesen siempre que fueran reclamados9.

Pero como antes dijimos, el traslado competencial a favor de la jurisdicción ordinaria en detrimento de la militar no debió resultar nada sencillo. A modo de ejemplo, podemos señalar que Francisco Ramón de la Peña, fiscal de la Real Audiencia de Mallorca, pidió el 1 de agosto de 1810 que cesase la comisión ejecutiva creada en la isla mallorquina por la Junta Superior de Observación y Defensa de dicho lugar para entender en exclusiva de los casos de infidencia. La comisión estuvo compuesta por el capitán general, un oidor de la real audiencia, un abogado y tres caballeros no letrados. Conocía de todos los negocios y causas que antes se hallaban atribuidos al tribunal extraordinario de seguridad pública y policía criminal, procediendo contra todas las personas sospechosas, sin excepción de eclesiásticos, regulares y seculares, indiciados de haber intervenido en la revolución de la isla de Menorca y en la conmoción de algunos particulares sublevados contra los franceses. Agregó el fiscal que esta comisión, abusando de sus facultades, había obrado con una arbitrariedad y despotismo que hacían sospechosos sus procedimientos, pues sentenció a muerte, procesó a eclesiásticos sin la intervención ni solemnidad que prescribían las leyes, sin audiencia fiscal y sin oír a los reos en sus defensas, ni darles tiempo para hacerlas. Todo ello comunicaba al Consejo para que este diera la providencia oportuna, a fin de que cesara esta comisión ejecutiva y ordenara la devolución de todas las multas que había impuesto, con remisión de todos los asuntos, causas y procesos concluidos y pendientes para darles su curso y destino oportuno.

En atención a lo expuesto por el fiscal, el Consejo comenzó reconociendo el acierto del decreto de 19 de junio de 1810 para que se extinguiesen las juntas de policía y seguridad públicas establecidas en la Corte y en las demás ciudades y pueblos, mandando que se otorgase el conocimiento de las causas de infidencia a las salas del crimen de las audiencias respectivas y demás juzgados ordinarios a quienes debían pasarse todas las fenecidas y pendientes en dicha junta y, por la misma razón, no podía tampoco dejar de adherirse a la solicitud del fiscal de la Real Audiencia de Mallorca, sobre todo cuando la comisión ejecutiva de ese territorio había sido creada unilateralmente por la disposición de la Junta provincial de observación y defensa de la isla, sin que el Consejo pudiera comprender cuál había sido el motivo para no cumplir el citado real decreto y continuar en el ejercicio de la jurisdicción con inclusión de los actos de infidencia contra la expresada resolución soberana10.

Otro problema con el que se toparon los jueces ordinarios fue el hecho de que muchas personas rehusaban declarar en causas de infidencia a no preceder autorización de sus jefes o superiores, con grave perjuicio para la administración de justicia. Por todo ello, el Consejo de Regencia dio instrucciones al Ministerio de la Guerra para que ninguna persona, por privilegiada que fuese, se excusase de declarar en este tipo de causas, siempre que fuera citada por los jueces que entendían de ellas y sin que tuviera que preceder oficio de aviso alguno a sus superiores ni ser preciso su consentimiento11.

Pero lo cierto es que de poco debió servir todo lo anterior y el decreto de 19 de junio siguió incumpliéndose durante el siguiente año, ya que, de no ser así, no se comprende que las Cortes generales y extraordinarias decretaran el 11 de febrero de 1811 que “La Audiencia de Sevilla y demás de la monarquía española ejercerán libremente las funciones de su jurisdicción en todos los negocios y causas que les competen según las leyes y el privativo que les corresponde de infidencia con exclusión de todo fuero privilegiado”. Lo que se volvió a repetir a los tres días en una orden.

Las dudas sobre esta cuestión siguieron sin disiparse en los meses sucesivos. Baste a este respecto indicar que en la sesión del 6 de junio de 1811 se leyó el dictamen de la Comisión de Justicia, en vista de la causa criminal formada en el tribunal militar de Badajoz contra Blas Valverde, capitán del regimiento número 1 de voluntarios de Sevilla, aprehendido en la villa de Olivares cuando comandaba las armas por orden del gobierno francés. La comisión opinó que, según lo resuelto, correspondía a la audiencia territorial el conocimiento de esta causa, por lo que debía ponerse a disposición de la Audiencia de Sevilla a la persona de Blas Valverde para que se sustanciase y determinase con arreglo a derecho. Las Cortes aprobaron dicho dictamen, aunque el diputado Aznárez reprodujo las palabras que en otra sesión había pronunciado Samper sobre que las causas de infidencia de los militares en campaña fuesen juzgadas por la jurisdicción militar “por ser muy perjudicial a la disciplina el que entendiese de ellas un tribunal civil”12.

De otro lado, en la sesión del 12 de julio de 1811 se leyó una proposición del diputado Sierra, en nombre de quienes lo eran por Asturias, para que se solicitara al Consejo de Regencia que expidiera al Principado las órdenes más determinantes a fin de que inmediatamente se formase por el comandante general de aquel territorio una comisión que juzgase militarmente a los reos de infidencia que se hubiesen arrestado y se debían detener más adelante en dicha provincia. En su defecto, se pidió que se autorizase al tribunal superior de ella para que, acortando los términos y fórmulas hasta entonces seguidos en el foro, juzgase breve y sumariamente las causas de esta especie. Apoyó esta proposición Argüelles, quien se mostró partidario de hacerla extensiva a toda España. Zorraquín, por su parte, subrayó la urgencia de esta medida, por lo que el presidente informó que se discutiría al día siguiente13. En efecto, así se hizo, quedando aprobado que se dijese al Consejo de Regencia que ordenara a la Audiencia de Asturias y demás de la península que procedieran en las causas de infidencia “con la mayor brevedad posible, castigando a los reos sin dilación alguna ni necesidad de consultar las sentencias de muerte, en uso de las facultades que les competían por las leyes”14.

Particular interés tiene para el tema que nos ocupa la sesión de Cortes del 11 de agosto de ese año, donde se leyó una representación de la Audiencia de Sevilla, apoyada por el Consejo de Regencia, sobre que se aumentase el número de sus ministros en proporción a la multitud de negocios que estaban bajo su inspección. También se dio lectura a una consulta del Consejo sobre una instancia de la referida Audiencia, la cual, en vista de los inconvenientes y dificultades que por las circunstancias de guerra había en la sustanciación de las causas de infidencia de reos que se le remitían de varias partes, en virtud de lo establecido en un decreto de 18 de febrero de 1811, pedía que se declarase que los jueces ordinarios naturales de los reos no estuviesen inhibidos del conocimiento de estas causas y que las audiencias lo tuviesen, como en otros delitos comunes, como tribunal de apelación. Por último, rogaba que, una vez hecha la declaración indicada, se expidiesen las oportunas circulares a los diversos consejos permanentes, comisiones militares y justicias ordinarias a fin de que los reos fuesen entregados a estas por quienes incoaron las causas, que irían a la audiencia en grado de apelación o consulta15.

Tal representación fue remitida a la Comisión de Justicia, que el día 20 de agosto de 1811 presentó su correspondiente informe. Respecto a la espinosa cuestión de que los jueces ordinarios no estuviesen inhibidos del conocimiento de las causas de infidencia, fue del dictamen de que debía accederse a ello, al objeto de evitar el inconveniente de tenerse que desplazar muchos reos sin sumario alguno, como expresaba la Audiencia de Sevilla. Hemos de señalar que el Congreso aprobó el dictamen de la comisión en relación a este punto16. Conforme a ello, tan solo cinco días más tarde, el 25 de agosto, se expidió por las Cortes un decreto en el que, deseando remover los obstáculos que impedían la pronta administración de justicia, resolvieron que en las causas de infidencia, cuyo conocimiento tocaba a las audiencias territoriales con exclusión de todo fuero privilegiado, los aprehensores de los reos fuesen jueces ordinarios o militares, quienes completarían el sumario a la mayor brevedad y, una vez verificado, lo remitirían con el reo a las audiencias territoriales17.

Una curiosa propuesta se abordó en la sesión del 31 de agosto de 1811 cuando el representante del Ministerio de Gracia y Justicia leyó una memoria sobre el establecimiento de comisiones de justicia especiales en lo respectivo a infidencia en territorios que fueran desocupando los franceses, recomendando la escrupulosidad con que debían hacerse las sumarias por los comisionados y la distinción que tenía que producirse entre los empleados civiles y militares que hubiesen colaborado con el gobierno intruso. La propuesta no fue aprobada, después de su correspondiente estudio18.

Sí se aprobó, en cambio, un decreto el 6 de octubre de 1811 por el que se sujetaba a la jurisdicción militar el conocimiento del delito de infidencia cometido por espías o de otra forma cuando se atacaba directamente los medios de defensa e inutilizaba los esfuerzos de las armas en los ejércitos y plazas sitiadas, en la forma prescrita en la ordenanza general del Ejército. Esto, como vemos, supuso una clara excepción a las normas previamente promulgadas, que adjudicaban a las audiencias territoriales, con exclusión de todo fuero privilegiado, el conocimiento de los delitos de infidencia y, más particularmente, al decreto promulgado poco antes, el 25 agosto19, lo que indudablemente debió acrecentar la incertidumbre que se cernía sobre la determinación de quienes eran los competentes para conocer de esta clase de delitos.

Como complemento de esto que estamos tratando en este apartado, nos encontramos con el dictamen de 13 de febrero de 1812 del Consejo y Tribunal Supremo de España e Indias acerca de dos representaciones de la Real Audiencia de Cataluña sobre delitos de infidencia, remitidas los días 17 y 24 de octubre de 1811. Concretamente, elevó dicha audiencia que el general en jefe de ese ejército había formado una comisión compuesta por cuatro militares, uno de ellos en calidad de fiscal, y de un letrado, que ejercía como asesor para entender en los crímenes de infidencia, pese a contar con la oposición del tribunal, que se apoyaba en lo dispuesto en las diversas leyes y órdenes vigentes sobre la materia. Dicha comisión se instaló en la villa de Berga y, entre otros, procesó a Isidoro Pérez de Camino, que admitió del enemigo el empleo de gobernador de Cervera, según resultaba de la copia de la sentencia que se incluía en la representación. Exponía la audiencia que no tenía la menor noticia de los delitos de que se acusó a ese reo y, por consiguiente, no estaba en condiciones de sostener si la sentencia pronunciada por la comisión era o no arreglada a derecho, aunque admitió que se trataba de un individuo que por sus hechos “era acreedor a mil muertes si hubiese podido sufrirlas”, pero que eso no se pudo comprobar en un mero juicio verbal. Todo esto se encontraba expresamente prohibido por la legislación, que fue incumplida por la comisión militar, ya que continuaba entendiendo contra varios reos de todas las jurisdicciones bajo el pretexto de que se trataba de sujetos infidentes o egoístas. Finalizó su escrito la audiencia sosteniendo que con ello había cumplido con su deber de informar al Consejo, oponiéndose formalmente a la instalación de la comisión militar.

El Consejo, conforme estaba dispuesto en varias reales resoluciones, informó que no se podía atender a la solicitud de la audiencia catalana porque, aunque era verdad que le estaba adjudicado el conocimiento de las causas de infidencia y comprometida su responsabilidad por las reales órdenes citadas en su representación, también lo era que estaban exceptuadas de esta regla general aquellos casos en que el delito de infidencia se perpetraba por espías o atacaba y ofendía directamente los medios de defensa e inutilizaba los esfuerzos de las armas en los ejércitos y plazas, pues, en ese supuesto particular, correspondía el conocimiento a la jurisdicción militar, según preveía la ordenanza del Ejército, cuya fuerza y vigor quedaron restablecidos por el decreto de las Cortes extraordinarias y generales de 6 de octubre de 1811, pese a lo indicado en el referido de 25 de agosto, cuyo contenido aún no había sido conocido por la Audiencia de Cataluña al hacer estas representaciones20.

También es oportuno mencionar que, por orden de las Cortes de 9 de agosto de 1812, se estableció, con motivo de la denuncia que se hizo a la Regencia de un delito de infidencia y de las razones que había expuesto la Audiencia de Sevilla sobre la imposibilidad que había en dicho tribunal para conocer de él en primera instancia, según lo prevenido en la Constitución, que, debiendo ponerse en ejecución las disposiciones constitucionales desde el momento que se pudiera después de su publicación y habiendo en Cádiz juez de letras, que lo era para este caso el juez de lo criminal, pertenecía a él, y no a la audiencia territorial, el conocimiento en primera instancia del crimen de infidencia de que se trataba21.

La incertidumbre para determinar la competencia en ciertos casos provocó la esperpéntica situación de que un mismo reo fuera procesado doblemente por la jurisdicción militar y la ordinaria. Así se denunció en la sesión del 12 de agosto de 1812, respecto al coronel Felipe de la Corte, sargento mayor de brigada del cuerpo de ingenieros, quien expuso que había sido procesado y juzgado por la jurisdicción militar en el delito de infidencia que se le imputó; que la Audiencia de Sevilla había vuelto a juzgarle en virtud del decreto de las Cortes de 18 de febrero del año anterior, pese a haberse publicado el 6 de octubre del mismo año que, como hemos adelantado, restituía a la jurisdicción militar el conocimiento de la infidencia por espías o de otra forma que atacase y ofendiese directamente los medios de defensa o inutilizase los esfuerzos de las armas en los ejércitos y plazas sitiadas. Informada la propia audiencia de que no era de esta especie la infidencia que se le imputaba y que, por tanto, con respecto al procesado quedaba vigente el decreto de 18 de febrero, continuó dicho tribunal ordinario hasta pronunciar sentencia definitiva, declarada después en autoridad de cosa juzgada. En este estado, la Regencia avocó para sí la causa y declaró que correspondía a la jurisdicción militar. Por ello, la mandó al Consejo de Guerra para que la examinase de nuevo. El reo denunció que en su procedimiento se habían quebrantado los artículos 24322 y 262 de la Constitución23, por lo cual suplicaba a las Cortes que se sirviesen mandar que la causa se devolviese inmediatamente a la escribanía de la Audiencia de Sevilla. La Comisión de Justicia hizo presente que, para emitir su dictamen sobre los artículos de la Constitución que se suponían quebrantados, como sobre la solicitud del suplicante, necesitaba que la misma Regencia informase, como igualmente sobre otra representación del mismo procesado, con dos testimonios que acompañaba, uno que acreditaba lo referido acerca de su causa y otro la orden por la cual se le mandó poner en Consejo de Guerra. Acordaron las Cortes que informase la Regencia, según indicaba la comisión24.

Asimismo, se denunciaron infracciones a la Constitución en la sesión de 28 de noviembre de 1812 cuando se leyó el dictamen de la Comisión de Constitución donde se indicaba que José Cuesta, alcalde mayor de Brihuega, informó que la junta de Guadalajara autorizó indebidamente al licenciado Pedro Fernández de la Barrera para que avocase todas las causas de infidencia del territorio, que debía sustanciar “con arreglo a derecho”. Esto, en opinión del denunciante, infringía el artículo 247 de la Constitución25. La comisión opinó que debía pasar este expediente a la Regencia del reino para que se acumulase a la causa que debía formarse de responsabilidad por quebrantamiento de la Constitución26.

Infracciones de la Constitución a las que se sumó la falta de celo de algunos jueces ordinarios en la persecución y castigo de esta clase de delitos. Así, por ejemplo, podemos señalar que en la sesión de Cortes de 27 de mayo de 1813 el diputado García Leaniz presentó una exposición donde se quejaba de la forma de proceder del juez de primera instancia de Soria por haber puesto en libertad a un elevado número de infidentes. Conforme a ello, propuso que se crease un tribunal superior provisional en tal ciudad o que una de las salas de que se había de componer la Audiencia de Valladolid se fijase en ella con encargo de que cuidase de la pronta y recta administración de justicia, especialmente en los asuntos de infidencia, exigiendo en su caso la responsabilidad al mencionado juez y demás a quienes correspondiere. Esta proposición se mandó pasar a la Comisión de Arreglo de Tribunales para realizar su correspondiente estudio27.

De forma similar, en la sesión de 16 de julio, el diputado Serrano, después de quejarse de la impunidad con que quedaban los crímenes de los infidentes y de la poca exactitud con que algunos ayuntamientos constitucionales habían desempeñado la confianza en ellos depositada por las Cortes, propuso que se decretase que para cada partido, donde correspondía haber juez de primera instancia, se nombrase un fiscal, que, bajo las responsabilidades prevenidas en el decreto de 24 de mayo de este año y con arreglo a las leyes establecidas o que se establecieran, tuviese la obligación de promover y activar las causas de infidencia de su partido; que se fijasen trámites para el seguimiento de esta clase de causas, a fin de que con brevedad se impusiera la debida pena al delincuente y se declarase la indemnización del inculpado; que los mismos fiscales intervinieran en toda clase de purificaciones y demás diligencias relativas a las rehabilitaciones de los empleados, contradiciéndolas en caso de que encontrasen suficiente mérito para ello y que, con arreglo a lo prevenido en el artículo 308 de la Constitución28, se decretase la suspensión de las formalidades prescritas para el arresto de los que hubiesen desempeñado empleos o destinos por nombramiento del Gobierno intruso, a efectos de que estos no pudieran reclamarlos en caso de que por la jurisdicción competente se estimara haber motivo para proceder contra ellos por el crimen de infidencia. Admitida a discusión, se pasó también la propuesta a la Comisión de Arreglo de los Tribunales29.

Finalmente, conviene señalar que en la sesión de 11 de agosto de 1813 presentó García Leaniz una representación de Marcos de Idígoras y Francisco Vidaurreta, procuradores constitucionales de la ciudad de Logroño, que se quejaban de la impunidad con que permanecían en aquella ciudad, con grave riesgo de alborotos y conmociones populares, varios infidentes, que con su presencia excitaban la indignación de los “buenos españoles”. Extendían su protesta contra el juez de primera instancia Ramón Llorente por negarse a proceder contra aquellos sin previa acusación. Al igual que las anteriores, esta exposición también se pasó a la Comisión de Arreglo de los Tribunales30.

II. El reglamento sobre esta materia que nunca se promulgó

Amén de que la jurisdicción militar no estaba dispuesta a verse despojada de esta competencia que tradicionalmente había tenido o de la falta de celo por parte de muchos jueces, otro problema fue la carencia de una normativa específica que debía aplicarse en la tramitación y resolución de este tipo de causas. Así se puso de manifiesto el 9 de octubre de 1810 cuando se informó por parte de la Comisión Legislativa que el Consejo de Castilla había de presentar lo antes posible a las Cortes, a instancias del de Regencia, “un reglamento e instrucción para sustanciar y fallar los delitos de infidencia31, en que por las circunstancias y falta de leyes se enredan constantemente los jueces y tribunales”32.

La reacción a esta petición fue inmediata. A los tres días, el 12 de octubre, las Cortes generales y extraordinarias aprobaron el informe presentado por la comisión nombrada para proponer los medios de terminar prontamente las causas criminales, hacer justicia y castigar a los culpables. El citado informe contenía básicamente tres puntos. El primero, sobre visitas de cárceles. El segundo, donde se advertía la necesidad de que el Consejo Supremo de España e Indias formase y presentase un reglamento para la sustanciación y fallo de las causas sobre delitos de infidencia y, el tercero, para que se propusiese las observaciones convenientes sobre los abusos que se hubiesen introducido en los códigos legislativos o mejoras que fuesen susceptibles en las leyes civiles y criminales, al objeto de que las Cortes hiciesen a su tiempo las enmiendas convenientes. Siendo estos tres puntos diversos entre sí, se formó expediente sobre cada uno de ellos y se pasaron al fiscal Antonio Cano Manuel para que mostrase su parecer33.

Lo cierto es que se inició un nuevo año y el reglamento seguía sin ver la luz. En este sentido, el día 15 de enero, con motivo de la petición del decano del Consejo Real sobre los antecedentes que remitió a las Cortes relacionados con las mandas forzosas destinadas al socorro de las viudas, Argüelles aprovechó para solicitar al Congreso que Canaleja recordara en su proposición que ya se había encargado al Consejo que presentara un reglamento para juzgar y sentenciar las causas de infidencia y que hasta ahora nada se había hecho. Sin embargo, esta propuesta fue desechada después de someterla a votación34, aunque sí fructificó al mes siguiente cuando el día 9 de febrero de 1811 se pasó, por fin, a la Comisión de Justicia la propuesta de reglamento remitido por el Consejo Real para juzgar las causas de infidencia35.

En la sesión de Cortes del 26 de mayo de 1811, el diputado Dueñas recordó el compromiso del Congreso de tomar resolución sobre el asunto relativo al reintegro de los empleados que venían de zona ocupada hasta que se tratase el punto de infidencia y que de ello se había encargado la Comisión de Justicia, que ya lo tenía despachado y que no se había aún presentado porque estimaba que antes debía presentarse el reglamento del poder judicial, en el que se asegurara la libertad del ciudadano y la formación de un tribunal de policía para afirmar la seguridad del gobierno. Solo después de la promulgación de estos dos sería el momento oportuno de abordar los negocios que tuvieran relación con las faltas de infidencia porque “si se abre la puerta antes que hubiese guardas, resulta que entre muchos buenos se introduce los malos y esto produciría la desconfianza de la Nación”, de lo que resultaría otros muchos males. También era necesario que acompañase al establecimiento de esta policía un reglamento en los términos que se tuviesen por convenientes. Tras el debate, se acordó posponer una decisión hasta que la Comisión de Justicia presentase su dictamen sobre el reglamento para los casos de infidencia36.

Eso no se produjo hasta la sesión de Cortes de 18 de julio de 181137. La Comisión consideró este asunto bajo tres aspectos: 1º) formación y trámites que habían de seguir estas causas hasta su terminación; 2º) ley que designase estos delitos, sus términos y las penas que debían aplicarse a quienes lo cometiesen y 3º) cómo convenía proceder contra los empleados, en qué casos podían inspirar desconfianza al gobierno, etc. El diputado Capmany echó de menos en la enumeración de los delitos de infidencia el que cometían algunos escritores públicos con sus producciones, pues estos, en su opinión, servían al rey intruso y por lo mismo no merecían disculpa los predicadores, que abundaban en las provincias ocupadas. Por su parte, Villanueva dijo que “debía tratarse de traidores a todos lo que hiciesen armas de la religión contra nuestra causa”. Argüelles quería que se leyese el parecer del Consejo Real acerca del reglamento para proceder en las causas de infidencia, pero, tanto la lectura de este como la de otros documentos, se acordó que se verificara al día siguiente38. En efecto, el 19 de julio, se leyó el voto particular del consejero Justo María Ibarnavarro, relativo a los delitos de infidencia, modo de clasificarlos y orden con que se debía proceder contra los sospechosos. Manifestó que los empleados que habían jurado voluntariamente al gobierno intruso, admitido empleos y contribuido al logro de sus planes merecían el más severo castigo, “pues hacían más daño al pueblo que los mismos franceses”. Sentó, además, que en esta materia debían observarse las leyes, salvo en cuanto a imponer la nota de infamia a los hijos y descendientes de los incursos en infidencia. A continuación, pidió Terrero que se leyese un papel en los términos “que la Regencia separe de sus empleos a los funcionarios públicos que hayan jurado y servido al rey intruso, en los cuales se comprenden los militares, ministros del Despacho, oficiales de Secretaría, administradores de Correos, etc., que se hallen en este caso”39.

En la sesión del día 20 de julio, al proponer el presidente de la Cámara que se iba a discutir el reglamento de policía, se suscitaron varias contestaciones, pidiendo algunos diputados que se concluyese primero la discusión del reglamento provisional para el poder judicial; otros que se discutiera el de las causas de infidencia; y un tercer grupo que se debatiera antes de nada el reglamento de policía, como ya estaba señalado para ese día. Se acordó que se imprimiera el reglamento sobre causas de infidencia para que los diputados conocieran mejor su contenido y que se discutiera preferentemente el de policía40.

La siguiente mención sobre el tema que abordamos se produjo el 4 de marzo de 1812 cuando se abordó la discusión del proyecto de decreto presentado por la Comisión de Justicia sobre juramentados. El diputado Luján recordó que dicha comisión, de la que formó parte, dio un informe el 28 de mayo de 1811, que se leyó en la sesión pública de 18 de julio del propio año, donde expuso que no convenía proceder por entonces en nuevas declaraciones sobre una materia tan delicada. Indicó, asimismo, que el 12 de octubre de 1810 mandaron las Cortes que el Consejo Real presentase el reglamento que le pareciera más propio para sustanciar y fallar los delitos de infidencia. Para proceder sobre este encargo, tuvo presente el Consejo Real, entre otras normas, el reglamento aprobado por la Junta Central para el tribunal extraordinario y temporal de vigilancia y protección. En vista de él y de otros expedientes que se pasaron al fiscal Antonio Cano Manuel, expuso este que la atención del Congreso debía extenderse a facilitar la observancia de las leyes establecidas sobre el delito de traición y dirigir la opinión pública sobre el crimen de infidencia. Opinaba que se restableciera el tribunal de vigilancia y se dejase a la prudencia de los jueces el modo de sustanciar las causas de infidencia y que no debían tenerse por infidentes a quienes por una fuerza invencible se hubiesen visto obligados a hacer atenciones al rey intruso, formarle guardias de honor, prestarle juramento o dar raciones a sus ejércitos.

El Consejo Real, en su consulta de 31 de enero de 1811, propuso por regla para la formación y calificación en las causas de infidencia que se tuviera presente lo dispuesto en la ley 1ª, título II, Partida 7ª, citada por el fiscal, y que todas las otras acciones que no fueran absolutamente semejantes a las comprendidas en la ley no debían ser objeto para la formación de estas causas. El Consejo, conforme al parecer del fiscal, anunció que no debían inquietarse a quienes hubieran conservado sus empleos en territorios ocupados, pero que se conociera su proceder por un expediente instructivo, averiguando la conducta de quienes hubiesen pretendido empleos en el gobierno intruso, aunque se les tratase con indulgencia. Concluyó defendiendo que se derogase todo fuero en los delitos de infidencia, dejando únicamente sujetos a la jurisdicción militar a quienes correspondiera con arreglo a la ordenanza del Ejército. El ministro Justo María Ibarnavarro formó voto particular, manifestando que el Consejo solo debía tratar del reglamento que se le encargó, sin descender a clasificar los delitos. Manifestó que todos los que habían jurado obedecer al intruso y su Constitución habían contribuido a que el rey legítimo perdiera la honra de su dignidad. Prosiguió señalando que no se podía establecer una regla particular para cada delito y que solamente la prudencia del juez podía aplicar la ley y no había necesidad de una nueva ni enmendar la existente, ya que sus penas eran justas, exceptuando la infamia a hijos y descendientes, que debía suprimirse. Estuvo conforme con el reglamento propuesto por el Consejo en cuanto a la sustanciación de las causas, aunque no en relación al modo de proceder contra los empleados y la pena que señalaba. Expuso que los empleados que prestaron obediencia y reconocimiento al rey intruso y su gobierno debían ser formalmente procesados y solo sería excepción legítima la fuerza o violencia, que debían probar. Distinguió entre los empleados y particulares y subrayó que aquellos merecían ser privados del empleo y declarados por inhábiles, aunque hubiesen faltado por debilidad a la entereza que debían tener. Por su parte, el diputado Burrull indicó que las proposiciones que se contenían en el informe de la comisión eran ciertas y evidentes, fundadas en un principio de derecho natural: los actos ejecutados por la fuerza carecen de valor y efecto. A pesar de que la comisión lo propuso, no encontró motivo para establecer una nueva ley o decreto por el que se declarase la nulidad de los juramentos exigidos por el enemigo y que se prestaron por la fuerza, por ser una inmediata consecuencia del referido principio de derecho y también por considerar superfluo hacer alguna declaración sobre ello, pues los casos que concurrían no eran extraordinarios. Mientras, Gómez Fernández señaló que, tras examinar el informe de la Comisión de Justicia, se observaba estar reducidos unos apartados a clasificar los juramentos prestados por algunos españoles al gobierno intruso y el mérito o demérito que pudiera prestarles para que se conceptuasen inclusos o exentos del delito de infidencia y otros a que se derogasen las resoluciones y decretos que habían recaído sobre esta materia, con especial mención a la del 28 de octubre del año anterior, porque se determinó que “no pueden ser regentes ni secretarios del Despacho quienes hubiesen jurado al rey intruso”41.

La discusión sobre el dictamen de la Comisión de Justicia acerca de los que habían prestado juramento al rey intruso continuó al día siguiente. Calatrava mostró su conformidad con la opinión de quienes no veían necesaria una nueva clasificación de los delitos de infidencia porque bastaba con lo dispuesto en las leyes. Coincidió con Anér acerca de que suspendiese hasta después de publicada la Constitución la deliberación sobre el proyecto de decreto que presentó la Comisión de Justicia. Pero no estaba de acuerdo con la última parte de lo propuesto por el referido Anér en relación a la revocación de la resolución de 28 de octubre, porque más que ello había que declarar correctamente su sentido. En su opinión, aquella resolución, con toda la generalidad con que se quiso entender, era perjudicial e injusta, pero reducida a sus justos límites era sumamente conveniente, pues se pretendió privar con ella a quienes hubiesen jurado al Gobierno intruso del derecho a poder ser nombrados regentes del reino, consejeros y ministros. También impedir a quienes hubiesen hecho juramento voluntariamente, pero jamás fue el ánimo de las Cortes comprender a quienes lo hubiesen prestado por violencia, ni a los vecinos de las plazas que habían tenido que capitular o de los pueblos ocupados por el enemigo. García Herreros insistió en que todos los diputados que habían intervenido antes que él se centraron en criticar la propuesta de decreto presentada por la Comisión y les recordó que el 19 de enero ya fueron aprobadas todas las ideas del informe relativas a la necesidad de derogar o reformar el del 28 de octubre en que indistintamente se declararon inhábiles a todos los que habían jurado al rey intruso para obtener los empleos de regentes, consejeros de Estado y ministros del Despacho. Ante las dudas planteadas, se dispuso que el acuerdo de 28 de octubre no debía aplicarse con la generalidad que estaba concebido porque envolvía a casi todos los españoles a quienes por fuerza se había arrancado aquellas palabras, al mismo tiempo que con su vida concurrían a la defensa de la Patria. Calatrava, Morales Gallegos y otros afirmaron que no convenía derogar lo resuelto sobre este punto, sino declarar que el ánimo del Congreso no fue comprender en ella a los que juraron al gobierno intruso por la fuerza, ni a los pueblos que al tiempo de ser invadidos se les exigió del mismo modo y que lo más oportuno era que se suspendiese toda resolución hasta que se formase un reglamento sobre infidencia, el cual, clasificando debidamente los delitos de esta especie, evitase los perjudiciales resultados que una mal entendida indulgencia podía acarrear42.

Poco antes de promulgarse la Constitución, en la sesión del 6 de marzo de 1812, se concluyó la discusión del dictamen de la Comisión de Justicia sobre juramentados. Tras numerosas intervenciones, se declaró suficientemente debatido y leído el acuerdo del Congreso que había dado motivo al informe de la comisión, la minuta de decreto que ésta había presentado y las proposiciones relativas a esta cuestión hechas en las sesiones anteriores por varios diputados, de forma que acordaron las Cortes que se suspendiese la resolución de decreto hasta después de publicada la Constitución43.

Finalmente, en la sesión de 22 de julio de 1812, la comisión encargada de examinar el reglamento remitido por la Regencia según el cual debía administrarse justicia en los pueblos que fueran liberándose de la opresión enemiga, presentó un dictamen y minuta de decreto. Se recordó que la Regencia encargó el 7 de abril de ese año a Juan Pérez Vilamil, Antonio Cano Manuel y Juan Madrid Dávila que formasen una instrucción que sirviese de norma a cuantos hubiesen de ejercer la autoridad sobre este tema. El reglamento se pasó a la Regencia el 10 de mayo, conteniendo siete capítulos, dirigidos, principalmente, a clasificar los delitos de infidencia en sus varias ramificaciones, dar reglas para el seguimiento de los procesos y formar comisiones particulares para juzgar tales crímenes. Se trataba en el primer capítulo de los tribunales, juntas, juzgados y corporaciones creadas por el gobierno intruso; en el segundo de los juramentos y otros medios adoptados por el mismo gobierno para comprometer a los españoles y de los premios a quienes se habían distinguido; en el tercero de los que por sus hechos se consideraban delincuentes de infidencia; en el cuarto de las confiscaciones y administraciones de bienes; en el quinto de los jueces encargados de la ejecución del reglamento, proponiéndose nombrar para capitales de provincias y pueblos muy numerosos un magistrado o letrado que hubiese de reasumir toda la jurisdicción real de los tribunales y justicias, con partida de tropa y cuatro asociados y un fiscal, que compondrían la comisión y a la que estarían sujetos los demás comisionados; en el sexto se trataba del modo de proceder y en el séptimo de los procedimientos de oficio. La comisión manifestó que las autoridades constitucionales, jueces y tribunales determinados por la ley y no los comisionados de los que hablaba el reglamento eran los más aptos para administrar justicia y castigar a los delincuentes y hacer que en los pueblos se restableciera el orden. Por tanto, no convenía privarles de sus facultades ni del ejercicio de sus funciones, siendo necesario restituir al tribunal superior territorial de la capital o pueblo en que debía existir. Concluyó la comisión que el reglamento no era necesario para el objeto y fin que en su formación se propuso la Regencia. Además, las Cortes contaban con antecedentes muy extensos para resolver sobre la clasificación y penas del crimen de infidencia, lo que supuso que, a la postre, las expectativas de que el reglamento sobre causas de infidencia viese la luz quedasen en el olvido44.

III. El drama de los reos y su repercusión en los debates de cortes

A las disputas entre la jurisdicción ordinaria y la militar y a la falta de una normativa específica sobre estas causas, se sumó la dramática situación en que se vieron involucrados muchos presos, cuyas protestas llegaron al Congreso. En este sentido, en la sesión de Cortes de 18 de febrero de 1811, se leyó un dictamen de la Comisión de Justicia. Fue sobre la consulta del Consejo de Castilla acerca de la visita general de las cárceles ejecutada por orden de las Cortes45. En lo atinente a las causas de infidencia señaló que se habían visitado diez presos, quienes se quejaron de llevar más de un mes en prisión, encerrados en un calabozo sin que en ese tiempo se les hubiese recibido declaración alguna. Consciente de ello, la audiencia territorial ya había oficiado con el Consejo permanente de guerra, para que le remitiese la causa por tratarse de delitos de infidencia. El presidente, lejos de atender a la reclamación de la audiencia, contestó que el consejo de guerra se hallaba autorizado para entender en dichas causas y contra dichos reos por lo que la audiencia dio cuenta a la Regencia de lo que había sucedido. Ante esta situación, el Consejo de Castilla se decidió a examinar el origen de los males que afligían a los reos y las causas que directa o indirectamente habían influido a hacer más triste y penosa su condición. Observó que todo fue efecto de las circunstancias y agitación en que se hallaban las autoridades, del desorden y reprochable conducta de algunas personas que, usurpando a la magistratura, habían hecho prisiones arbitrarias, sin formar autos, ni dar noticia a los jueces legítimos, ni tomar a beneficio de los reos otras medidas que las de dejarles abandonados en la oscuridad de sus encierros. El Consejo, conforme a todo lo anterior, propuso que se apoyase el libre ejercicio de la jurisdicción de la real audiencia en todas las causas y negocios que le competían, según las leyes, y el privativo que le correspondía en las de infidencia, con exclusión de todo fuero privilegiado, mandando a los tribunales de esta clase que no se entrometieran en el conocimiento de semejantes crímenes y remitieran a la audiencia todas las causas de esta naturaleza en que estuvieran entendiendo. Asimismo, se recomendó la pronta sustanciación de las que aún estaban pendientes.

Por su parte, la Comisión de Justicia, después de estudiar la anterior exposición del Consejo de Castilla y las hechas por el juez del crimen de Cádiz a la Audiencia de Sevilla y por ésta al Consejo en fechas de 26 y 28 de noviembre de 1810 y el 15 de febrero de 1811, relativas a manifestar la persecución de la humanidad en las personas detenidas en las cárceles y sobre los medios de evitarla, subrayó la ilegalidad con que procedió el ayudante de la plaza de Cádiz, José Ruano, en muchas de las prisiones que resultaban de la visita general, cuya conducta y arbitrariedad criminal apuntó la audiencia en su exposición del citado día 15 de febrero. Se aseveró que Ruano había confinado en Ceuta a setenta y seis hombres y que prendió, soltó y procesó sin contar con jurisdicción conocida. Todo ello asistido de un presunto escribano, “que aun se ignora que lo sea”. Finalmente, mostró su apoyo al dictamen del Consejo de Castilla respecto a que la audiencia ejerciera, en toda su extensión, la jurisdicción en las causas que le competían según las leyes y la privativa en las de infidencia, con exclusión de todo fuero privilegiado en los términos que expresaban46.

A renglón seguido, el asunto fue sometido al debate parlamentario. El diputado Mejía propuso que se nombrase una comisión que, teniendo presente el dictamen del Consejo sobre las causas de infidencia, simplificase y mejorase el método de enjuiciarlas y que a nadie se encarcelase sin orden por escrito del respectivo juez, donde se expresasen los motivos de su prisión, bajo apercibimiento a los alcaides de que, si alguna vez se hallaba alguno en las cárceles de su cargo sin esta diligencia previa, serían tratados como reos de lesa nación y sufrirían, al menos, los castigos y penas a que hubiese estado expuesto aquel preso47. Por su parte, Villafañe indicó que, en las actuales circunstancias de guerra, no podían ser juzgados todos los reos, particularmente los de infidencia, con la exactitud y presteza que mandaban las leyes. Lejos de ello, sucedía que muchos caudillos de guerrillas entraban en un pueblo que había estado ocupado por los enemigos, les daban noticia de los vecinos que no se comportaron como verdaderos españoles, los prendían y remitían al tribunal más cercano, sin cuidar de enviar sumaria ni documento alguno. Se mostró partidario de que la comisión que se nombrase debía informarse de todas las detenciones hasta la fecha practicadas por los delitos de infidencia para remediar las injusticias que apreciaran. Después de esta y otras intervenciones, se pasó a votar el dictamen de la comisión, quedando aprobado48.

De otro lado, en la sesión de Cortes del 26 de febrero de 1811 se leyó por parte del secretario un memorial de Antonio Jiménez Lorite, en el que se quejaba de que la Audiencia de Sevilla no había seguido los trámites de la ley en la causa de infidencia que le estaba formada. Sobre este asunto, el Consejo Supremo ya había acordado comunicar el 22 de noviembre de 1810 a la Audiencia que activase las causas de infidencia, en especial la de este abogado y antiguo relator de ella, acusado de alta traición por haber servido la prefectura que le confirió el gobierno intruso. El regente y oidores de la Audiencia expusieron que, vista con todos los ministros de dicho tribunal, incluso el regente, la causa seguida contra Antonio Jiménez Lorite, recayó sentencia, condenándole cuatro de ellos a la pena de garrote vil, confiscación de bienes y pago de costas. Tres se mostraron partidarios de que se ejecutara, uno que no y los dos restantes dictaminaron que se practicasen nuevas diligencias para mejor proveer. De forma que la sentencia quedó ejecutoriada por haber cuatro votos de muerte y tres enteramente conformes sobre su ejecución. Consultada el 23 de febrero, la devolvió el decano del Consejo Real el 27 del mismo, manifestándose quedar enterado y cuando el tribunal se disponía a llevarla a efecto, se recibió una real orden del secretario del Despacho de Gracia y Justicia con fecha de 26 del mismo del tenor siguiente: “Enteradas las Cortes de la adjunta representación de Don Antonio Ximenez de Lorite, relator decano de la Audiencia de Sevilla han resuelto que se remita a dicho tribunal por medio del Consejo de Regencia con expresión de que S. M. desea se administre justicia rigurosamente con arreglo a las leyes. Lo comunicamos de orden de las Cortes para que el Consejo de Regencia disponga su cumplimiento”. Habiendo el tribunal dudado en orden a la ejecución de la sentencia, hizo una consulta, pidiendo que se declarase si, con arreglo a la real orden antes citada, se debían admitir al reo Lorite todas las pruebas que tenía articuladas, hubieran de practicarse o no en pueblos ocupados por los enemigos y si al efecto se le debía conceder los términos que las leyes prevenían, incluso uno indefinido hasta que aquellos se viesen libres o, por el contrario, debía ejecutar su sentencia. Por su parte, el reo había presentado escrito manifestando, bajo juramento, que acababan de llegar a la ciudad de Cádiz personas de confianza que contestarían algunos hechos de los articulados para prueba y que entre ellos existían “varios salvados del rigor de los franceses”, convirtiendo en beneficioso el empleo que admitió por la fuerza. El juez semanero mandó en un auto que, en atención al resultado de la diligencia que había practicado en la cárcel con el reo, se hiciera saber a su abogado que designase con toda distinción y claridad las personas que el mismo aseguraba que habían llegado a Cádiz en la época que presentó al tribunal su escrito de 2 de marzo y que, existiendo en ella dichos individuos, se intimase al procurador, las presentase inmediatamente para que, con citación del fiscal, pudieran ser examinados dentro del término de veinticuatro horas. Tras el examen e interrogatorio de los testigos mandó el tribunal que pasasen las diligencias al fiscal, quien en su censura dijo que no podían leerse sin asombro las últimas diligencias practicadas en la causa; que el reo fue condenado a muerte, abandonado a una larga agonía y que “se le obligó a luchar contra todo el horror con que se presenta a la imaginación el patíbulo, exponiéndole a una desesperación que puede acarrearle una infelicidad eterna”. A pesar de todo, su condición de fiscal le comprometía a manifestar a la sala que fue muy fácil conocer que la verdadera pretensión de Lorite no fue más que un efugio para entorpecer la ejecución de la sentencia. Sus testigos se redujeron a dos y que, paradójicamente, hablaron de cosas que perjudicaban a Lorite, en lugar de favorecerle. En vista de lo expuesto, pidió que, para satisfacción de la vindicta pública y que el tribunal conservase la buena reputación que había adquirido y siguiese confiando el público en sus decisiones, se cesase inmediatamente con la práctica de más diligencias y que, sin la más mínima dilación, se ejecutase la sentencia contra el reo49.

Como antes dijimos, el asunto fue sometido a debate en las Cortes. Uno de los primeros en hacer uso de la palabra fue el diputado Pérez de Castro, quien indicó que, según conocía sobre el particular, el procesado había sido nombrado subprefecto por los franceses y que sirvió como tal. Recordó que la causa aún estaba pendiente de resolución judicial y reclamó que se declarase por las Cortes que no se recibirían más memoriales de los reos cuyas causas estuvieran en similares situaciones y que, por tanto, el sujeto había de esperar la sentencia que según las leyes debía decretar el tribunal correspondiente y que, para evitar que los delitos de infidencia quedasen impunes, no debían las Cortes embarazar el curso de la justicia. Más contundente aún se mostró el diputado González quien afirmó que “ojalá todos los que se hallaban en iguales circunstancias estuviesen ya colgados para la salvación de la Nación”. Por su parte, José Martínez recordó que en otro momento se había presentado un recurso del mismo Lorite en el que pedía que se suspendiera la sentencia hasta que los enemigos evacuasen el terreno donde pudiesen hacerse las pruebas y que tal petición fue desestimada. También Villafañe opinó que no debían admitirse recursos similares, pues, de lo contrario, se interrumpía la acción de la justicia. Tras numerosas intervenciones, se declaró que el asunto estaba lo suficientemente discutido, por lo que el presidente formuló la siguiente proposición: “Pedir informe a la Audiencia de Sevilla por medio del Consejo de Regencia que debe verificarlo dentro de tres días, sobre si se han guardado los trámites legítimos del juicio con remisión del resultado del proceso”. Esta proposición no fue aprobada, por lo que el diputado Zorraquín hizo la siguiente: “Que se remita a la Audiencia de Sevilla la representación de Antonio Jiménez Lorite, por medio del Consejo de Regencia, con expresión de, habiéndose enterado de ella, las Cortes desean se administre justicia rigurosamente con arreglo a las leyes”. Aprobada esta primera parte, se procedió a la lectura de la segunda que decía: “y que si realmente se hubiese faltado a ellas, según expresa el interesado, se reponga el agravio, manifestando al Congreso lo cierto de la reclamación”. Esta parte, en cambio, fue desaprobada50.

Dos meses después, en la sesión de Cortes del 26 de abril de 1811, se leyó un dictamen de la Comisión de Justicia sobre una representación del coronel Francisco Javier Cumplido, gobernador de Alhucemas, en la que se quejaba de hallarse preso desde hacía un año en el castillo de San Sebastián, como consecuencia de la causa que se le formó. Después de exponer la comisión los trámites y el estado del proceso, se manifestaron los abusos que se experimentaron. Partiendo de casos como este, propuso que fuesen siempre los jueces naturales de los reos quienes conocieran de las causas para que se sustanciasen y determinasen a la mayor brevedad. Por ello, se recomendó que se diese orden al Consejo de Regencia para que dispusiera que la causa formada al citado coronel Cumplido y los demás procesados en ella que existía en la Secretaría de Guerra se pasase inmediatamente al tribunal correspondiente, acumulándola al proceso que pendía en la Real Audiencia de Sevilla, encargando al tribunal que hubiera de entender de ella que la sustanciase, siguiese y determinase a la mayor brevedad, teniendo presentes las circunstancias que concurrían en ella y la larga duración de prisión que llevaban los procesados. El diputado Traver manifestó hallarse escandalizado por lo que acababa de escuchar, ya que se trataba de presos por delito de infidencia y hacía poco tiempo que se decretó que en estas causas entendiese la jurisdicción real o la Audiencia de Sevilla, mandando que todos los expedientes de esta naturaleza pasasen a dicha Audiencia a quien privativamente pertenecían y que, por tanto, el Consejo de Regencia no podía ignorar tal circunstancia51. Luján, como miembro de la Comisión de Justicia, informó que contra ese coronel había formados dos procesos. Uno desde hacía más de un año, que estaba pendiente en la Audiencia de Sevilla y el otro formado en Alhucemas. Este último existía en la Secretaría de Guerra y la audiencia había oficiado hasta tres veces para que se remitiera aquella causa a su tribunal, donde se hallaba la primera, pero todavía no se había contestado ni remitido el proceso, lo que constaba por una certificación que tuvo a la vista la comisión. El mismo diputado denunció que había multitud de presos incomunicados por la jurisdicción militar, que se ignoraba aún quienes los prendieron y los motivos de su prisión, de los cuales, por ejemplo, había más de cuarenta en Galicia. Recordó que ya se había dado un decreto para que la Audiencia de Sevilla conociese de las causas de infidencia y el no haber propuesto la comisión que este expediente pasase a dicho tribunal fue porque, habiendo determinado que en orden a competencias se siguiese el sistema que estableció el ministro Caballero, juzgó que debía pasar al Consejo de Regencia, para que lo remitiese al tribunal que correspondiese. En cuanto a las demás causas de varios sujetos que estaban presos, sin que se supiera quien los prendió, la comisión pretendió, en su opinión, dar una regla general para que todas se resolvieran.

Tras aprobarse el dictamen de la comisión, solicitó el diputado Zorraquín que, sin perjuicio de que la Audiencia o el tribunal correspondiente finalizase la causa, el mismo tribunal formase un extracto de ella y fuese la primera por donde empezase el Congreso a tomar conocimiento, con el objetivo de castigar a los culpables, ya fuesen los que reclamasen sin justicia, ya los que concurriesen a retardar escandalosamente la conclusión de los procesos, a lo que contestó el diputado Aznárez que debería demorarse semejante resolución, pues la Audiencia de Sevilla no tardaría en presentar una consulta sobre las causas y desórdenes que había observado52.

En la sesión de Cortes del 2 de mayo de 1811 se leyeron nuevas representaciones de presos. Concretamente, fueron tres: una firmada conjuntamente por el gobernador de Cádiz, el teniente coronel de los voluntarios distinguidos y los comandantes de los seis batallones; otra de Albareda, teniente de la segunda compañía del tercer batallón y, finalmente, del voluntario Monje. Respecto a esta última, se solicitó que se indultase de la pena de muerte a Felipe de Molina, que se hallaba en capilla para ser pasado por las armas ese mismo día, por haber herido al expresado Monje, cuando este estaba de centinela. Muchos diputados se mostraron partidarios de conceder el indulto, en atención a no tratarse, en sentido estricto, de un delito de infidencia y sí de los que se cometían en un momento de arrebato. Además, alegaron que era el reo un joven soldado de Marina que llevaba seis años de servicio sin la menor nota negativa y sin que hubiese cometido otro delito. Tras varias intervenciones, quedó concedido el indulto53.

Cinco días después, la Comisión de Justicia presentó informe a raíz de analizar la consulta del Consejo de Guerra y Marina de 16 de marzo; las listas de presos de la visita general que hizo de orden de las Cortes; las certificaciones de causas pendientes remitidas por el Consejo Real, las audiencias de Sevilla, Galicia y Asturias, las capitanías generales de Aragón y Galicia, el Consejo permanente del cuarto ejército y la proposición de Argüelles sobre que, para la finalización de las causas criminales de reos detenidos en las cárceles, nombrasen las Cortes una comisión especial suprema de justicia, compuesta de tres individuos, que, reasumiendo para solo este caso la autoridad judicial, hiciese dentro de un término fijo una visita de todas las causas criminales de notorio atraso, pendientes en los tribunales y juzgados civiles y militares de Cádiz y la Isla de León, procediendo en ello con absoluta publicidad. Concluido su encargo debía dar cuenta al Congreso de cuanto hubiese resultado. Después de haber examinado la comisión todos estos papeles y la dificultad de coordinar las ideas que contenían, halló comprobado que no estaba señalado expresa y terminantemente el derecho que tenía cualquier ciudadano de no ser preso sino por delito para cuyo castigo se necesitaba asegurar su persona; las diligencias que debían proceder; cuándo podría ser detenido o arrestado; cuándo y cómo se habían de hacer las visitas de cárceles y los términos del juicio criminal, sin dejar a la voluntad de los jueces alterarlos. Prosiguió la comisión manifestando que había presos militares que no se sabía quién los prendió, por qué motivo y que llevaban largo tiempo sin que aún se les hubiese formado causa. En Galicia solamente, según la lista remitida por la capitanía general, se contabilizaban cincuenta y cinco, ignorándose la causa por que sufrían unos procedimientos plagados de ilegalidades, “sin atreverse los jueces a darles libertad ni formarles causa porque temían que se dijese que soltaban a alguno contra quien se sospechase su adhesión al enemigo”. Concluía el escrito informando que, por ejemplo, en la cárcel de La Coruña ya no cabían más presos y que faltaban los medios para su subsistencia. Acorde con todas estas consideraciones, dictaminó que se pusieran en libertad a las personas que expresamente aparecían en las listas y certificaciones que no se sabía el juez que los prendió ni se les había ya formado causa, salvo que fuesen presos por infidencia y no se hubiesen disipado los indicios que resultaban contra ellos. En tal caso, entendió la comisión que debían seguirse las causas, sustanciándolas y determinándolas con arreglo a derecho y a la mayor brevedad posible. Tras un intenso debate, se aprobó la siguiente proposición de Argüelles: “Habiendo acreditado la experiencia que las órdenes dadas por V. M. para acelerar la finalización de las causas criminales de reos detenidos en las cárceles han sido insuficientes y exigiendo imperiosamente la salud de la patria que se ponga a estos males un pronto y eficaz remedio, propongo que las Cortes nombren en su seno una comisión especial, compuesta de tres individuos, que haga, dentro de un término fijo, una visita de todas las causas criminales de notorio atraso, pendientes en los tribunales y juzgados civiles y militares de Cádiz y la Isla de León, procediendo en ello con absoluta publicidad, y concluido su encargo dé cuenta al Congreso en sesión pública de cuanto hubiere resultado”54.

Por último, nos referimos a la seguida contra el conde de Tillí, que tuvo origen en la inculpación hecha al mismo por un plan que había concebido y presentado al general Castaños, relativo a que, abandonando la península, “por la imposibilidad que había de salvarla”, se trasladase el gobierno con las tropas a América septentrional. Sobre estos antecedentes se procedió de orden de la Regencia, en primer lugar, por el conde del Pinar, aunque por haberse expuesto que éste fue juez y acusador, entró a entender de la causa Antonio Galiano. Tullí fue arrestado en el castillo de San Sebastián y de allí trasladado al de Santa Catalina. Por motivos de salud, hasta el punto de ser sacramentado, pidió que se le permitiese ser trasladado a su casa en calidad de preso, cuya solicitud le fue denegada, muriendo poco después. Tras este hecho, Galiano mandó comparecer a la viuda de Tillí, quien se mostró parte en la causa y dispuesta a responder en todo lo que fuese preguntada. En atención a todo esto, Calatrava solicitó a las Cortes que fuese depuesto Galiano de su destino por la inhumanidad con que procedió y que no pudiera obtener otro alguno, sin perjuicio de lo que resultase de la causa. También Argüelles y González se mostraron partidarios de tomar medidas contundentes para atajar los escandalosos abusos que se venían sucediendo en este tipo de causas, aunque, como era habitual y hemos venido insistiendo en las líneas anteriores, todo resultó completamente estéril55.

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1La infidencia se entendió de forma amplia. En este sentido, el Consejo de Regencia de España e Indias llegó a considerarla el 16 de febrero de 1810 cuando se producía, por ejemplo, cualquier tipo de comunicación con los franceses por parte de los capitanes, tripulación o pasajeros de los buques que se hallaban en la Bahía de Cádiz (Diario Mercantil de Cádiz de 21 de febrero de 1810, p. 1). Por su parte, Masferrer, Aniceto, La persecución de la traición en la Guerra de la Independencia (1808-1814). Una aproximación al paradójico contexto español de recepción de las ideas liberales, en Revista da Facultade de Direito. Universidade Federal de Minas Gerais, 74 (2019), p. 503, ofrece una acertada definición del término infidencia al afirmar que “constituye una conducta criminal que, relacionada con la traición, apareció en el contexto de la Guerra de la Independencia para castigar aquellos que apoyaban la causa de José I […] La infidencia se introdujo como una respuesta del Estado a aquellos que incurrieron en el grave delito político de traicionar el legítimo poder de la naciente nación española”.

2No fueron estos los únicos delitos que por entonces les fueron encomendados. En este sentido, conviene traer a colación las reales órdenes de 30 de marzo de 1801 y 10 de abril de 1802, insertas en una circular del Consejo del día 28 del mes de abril (Novísima Recopilación, 12, 17, 8). En ellas se indicaba que “con el fin de contener y castigar los escandalosos delitos que están cometiendo por todas partes la multitud de malhechores, facinerosos y contrabandistas que las infestan con sus latrocinios y atrocidades, mandando en conseqüencia que todos los reos, que se aprehendan por las partidas de tropa comisionadas en su persecución y sean salteadores de caminos, se pongan a disposición de los respectivos capitanes y comandantes generales, para que, procediendo militarmente contra ellos, se le juzgue en Consejo de Guerra ordinario de oficiales y con inhibición de todo otro tribunal, debiendo consultarme las sentencias por la vía reservada de Guerra para mi real aprobación”.

3Por ejemplo, ese fue el caso del de Asturias, instaurado en enero de 1810 por Antonio de Arce, capitán general de dicha zona, bajo los principios y reglas que ya regían en el establecido en Sevilla. Al respecto, AHN/Consejos, 11995, exp. 25.

4Respecto a su creación, debe consultarse Gómez Rivero, Ricardo, Ministros del Consejo de Castilla (1814-1820), en AHDE., 75 (2005), p. 285; Por su parte, Moreno Alonso, Manuel, Traidores ante el pueblo, en La Albolafia. Revista de Humanidades y Cultura, 13 (2018), p. 37, indica que “por el Tribunal de Vigilancia y Protección de Madrid pasaron innumerables casos de sospecha. Las cartas aprehendidas por las guerrillas fueron a sus manos […] La presión hizo que fueran numerosos los patriotas que a título individual denunciaron cualquier sospechoso de infidencia […] Ni siquiera fue menester que se adhirieran al Intruso. Bastaba la sospecha de serlo para ser tachados de traidores”.

5AHN/Consejos, 11999, exp. 38.

6Sin ánimo de ser exhaustivos, nos referimos a la formación de causas por sospechas de infidencia y conducta poco patriótica contra diversos individuos entre 1808 y 1810 para su remisión a los consejos de Guerra y al Tribunal de Seguridad Pública, AHN/Estado, 45, A. Indicamos los nombres de los procesados, su profesión y los números de las causas dentro del legado. Francisco Javier Abadía, brigadier (nº 1-32); Pedro Adorno, mariscal de campo (nº 36); José Aguirre, Ramón Martinico, Antonio Salinas Orellana, Tomás Llanes y Fernando Ferrer (nº 37-44); Marqués de Aigremont, gobernador de Almería (nº 45-52); Marqués de las Amarillas (nº 53-77); Carlos de Angeville, gobernador de Almagro (nº 78-105); Ignacio Argüelles, teniente del batallón de voluntarios de Mérida (nº 106-107); José Santiago Arias de Saavedra, teniente coronel del Real Cuerpo de Artillería Volante (nº 108-115); José María Arroyo, sargento mayor de la plaza de Cádiz (nº 116-136); Francisco Javier Azpiroz, corregidor de Valencia (nº 137-187). Fue separado del cargo el 19 de abril de 1809 (nº 152); Domingo Badía y Leblich, capitán (nº 188); Conde de Belveder, mariscal de campo (nº 189-195); Andrés Boggiero, brigadier (nº 196-227); José Cabrera y Ramirez, capitán de granaderos del regimiento de infantería de Loja (nº 228-238); Juan Carrafa, teniente general (nº 239-244); Marqués de Casa-Cagigal, comandante general de Canarias (nº 245-275); Francisco Javier Castaños, capitán general (nº 276-359); Marqués de Cautelar, teniente general (nº 360-376); Lorenzo Cebrián, comandante del batallón de voluntarios de Llerena (nº 377-378); José Cortés, teniente coronel de ingenieros (nº 379-382); Gregorio de la Cuesta, capitán general (nº 383-387); Agustín Dubois Desnoyerns, teniente coronel del regimiento de Caballería del Infante (nº 388-401), Francisco Eguía, teniente general (nº 402-406); Duque de Esclignac (nº 407); José Galluzo, teniente general (nº 408-421); Jorge Galván, teniente coronel del regimiento de Murcia (nº 422-423); Ignacio Garcini, intendente de Zaragoza (nº 424-425); Jorge Grambell, coronel (nº426); Diego Guiral, jefe de escuadra de la Real Armada (nº 427-453); Juan Gutiérrez, capitán del regimiento de Infantería de Granada y Pedro Uz, subteniente de granaderos del regimiento de Soria (nº 454-463); José Heredia, mariscal de campo (nº 464-468); Lorenzo de Labarra Falcón, capitán de granaderos provinciales de Castilla la Nueva (nº 536-544); Gregorio Laguna, mariscal de campo (nº 545-546); Lannes, mariscal de campo (nº 547); Ramón Lope, ingeniero (nº 548-550); Ramón Lluc Calderón de la Barca, capitán del regimiento de voluntarios de Murcia (nº 551-557); Fernando Marín, teniente coronel (nº 558-560); Francisco Matos, teniente coronel de infantería y gobernador de la provincia de Veragua (nº 561-564); Rafael Mengs, teniente coronel de ingenieros (nº 565-569); José Molina, teniente coronel y gobernador del Castillo de San Sebastián en Cádiz (nº 570-572); Conde Montijo (nº 573-661); Juan Antonio Morejón, capitán de las milicias urbanas de Valencia de Alcantara (nº 662-667); Vicente González Moreno, brigadier, coronel del regimiento del Turia, junto a Juan Rico, Narciso Rubio y Rafael Pinedo (nº 668-709); Federico Moreti (nº 710-711); Juan O’Donoju, coronel del regimiento de cazadores de caballería de Olivenza (nº 712); Conde de Orgaz (nº 713-717); José Ignacio Ortiz de Rozas, edecán del capitán general de Aragón (nº 718-721); Joaquín de Osma y Nadal, capitán del real cuerpo de Artillería (nº 722-728); Pedro de Osorio Monroy, teniente del regimiento de infantería de línea de Burgos (nº 729); Francisco Palafox y Melci, vocal de la Junta Central (nº 730-755); Juan Romero Alpuente, fiscal (nº 756-762); Marqués del Salar, brigadier (nº 763-777); Pablo Sánchez, teniente coronel de artillería (nº 778-786); Juan José de Sardén, brigadier del regimiento de caballería de Montesa (nº 787-796); Manuel Tarifa, comisario de guerra (nº 797-812); José Tinojo, gobernador de Jaca (nº 813); Tomé, teniente coronel de ingenieros (nº 814); Francisco María de Valle, ministro del Tribunal de Seguridad Pública de Badajoz (nº 815); Carlos de Velas, coronel (nº 816-819); Ramón de Villava, mariscal de campo (nº 820-823); Agustín Villavicencio, capitán de navío (nº 824-831).

7AHN/Consejos, 11999, exp. 34; Diario mercantil de Cádiz de 30 de junio de 1810, p. 4; Semanario económico que publica la Real Sociedad de Amigos del País, año 32, nº 32, de 11 de agosto de 1810, p. 126; Palma de Mallorca, año 32, nº 32, de 11 de agosto de 1810, p. 126.

8Sin embargo, en opinión de Pacheco, Joaquín Francisco, Deberán conocer los tribunales ordinarios de los delitos políticos, en Boletín de Jurisprudencia y Legislación, 1 (1836), p. 33, “llevar a los tribunales ordinarios el conocimiento de los delitos de infidencia es convertirlos en instrumentos de guerra, en vez de instrumentos de justicia. Es desacreditar la institución en el ánimo de todos. Es ponerla hoy en la dependencia del Gobierno”.

9AHN/Consejos, 11990, exp. 77.

10AHN/Consejos, 11986, exp. 7.

11Gazeta de la Regencia de España e Indias, nº 110, de 20 de diciembre de 1810, pp. 1029 y 1030; Palma de Mallorca, año 33, nº 4, de 26 de enero de 1811, p. 14.

12Diario de las discusiones y actas de las Cortes, (en adelante DDAC), Cádiz, 1811, VI, p. 194.

13DDAC, VII, p. 85.

14DDAC, VII, p. 88; Colección de los decretos y órdenes que han expedido las Cortes Generales y Extraordinarias desde su instalación en 24 de setiembre de 1810 hasta igual fecha de 1811 (Madrid, 1813), I, p. 166; El conciso, nº 14, de 14 de julio de 1811, p. 1; El redactor general, nº 30, de 14 de julio de 1811, p. 105; Urquinaona y Pardo, Pedro, Relación documentada del origen y progresos (Madrid, 1820, p. 52.

15DDAC, VII, p. 383. A este asunto se refiere Masferrer, Aniceto, La persecución de la traición, cit. (n. 1), p. 520.

16DDAC, VII, p. 456.

17AHN/Consejos/L. 3279, Nº 30; El redactor general, nº 88, de 10 de septiembre de 1811, p. 341.

18Decreto 87 de 25 de agosto de 1811, en Colección de los decretos, cit. (n. 14), I, p. 193; El conciso, nº 1, de 1 de septiembre de 1811, p. 3.

19DDAC, IX, p. 118; Decreto 100 de 6 de octubre de 1811, en Colección de los decretos, cit. (n.14), II, p. 13; El redactor general, nº 146, de 7 de noviembre de 1811, p. 368; Masferrer, Aniceto, La persecución de la traición, cit. (n. 1), p. 524.

20AHN/Consejos, 11984, exp. 2. El contenido de la sentencia se recogió en Diario de Palma, nº 63, de 7 de noviembre de 1811, p. 368. En ella se expresa que “el 16 de octubre de 1811 la Comisión Militar de infidencia y egoísmo de la villa de Berga reunida para juzgar a Isidoro Pérez de Camino, natural de Burgos, de 27 años y habiendo comparecido dicho reo en presencia del Tribunal, resultó que hallándose empleado en la administración de correos de la plaza de Lérida, cuando cayó en poder de los enemigos, admitió dicho empleo por el gobierno francés. Posteriormente, fue promovido por el mismo a gobernador de la ciudad de Cervera, cuyo empleo servía hace más de dos meses y cuando las tropas españolas han reconquistado la ciudad, queriendo fugarse, fue capturado por las mismas tropas españolas y, por tanto, confeso y convicto del delito de infidencia. Han condenado al expresado a que sufra la pena de muerte con arreglo al artículo 45, tratado octavo, título décimo de las reales ordenanzas. Berga, 16 de octubre de 1811”.

21Colección de los decretos, cit. (n. 14), III, p. 51; Masferrer, Aniceto, La persecución de la traición, cit. (n. 1), p. 528.

22Este artículo prohibía a las Cortes y al rey ejercer funciones judiciales, avocar causas pendientes y mandar abrir juicios fenecidos. En la exposición de motivos se justificó este principio al aseverar que: “para que la potestad de aplicar las leyes a los casos particulares no pueda convertirse jamás en instrumento de tiranía, se separan de tal modo las funciones del juez de cualquier otro acto de la autoridad soberana, que nunca podrá convenir en circunstancias de grande apuro reunir por tiempo limitado la potestad legislativa y la ejecutiva; pero en el momento que ambas autoridades o alguna de ellas reasumiese la autoridad judicial desaparecía para siempre no sólo la libertad política y civil, sino hasta aquella sombra de seguridad personal, que no pueden menos de establecer los mismos tiranos si quieren conservarse en sus estados”. Respecto a este artículo, Segura Ortega, Manuel, Los derechos fundamentales en la Constitución de Cádiz de 1812, en Puy Muñoz, Francisco (coord.), Los derechos en el constitucionalismo histórico español (Santiago de Compostela, 2002), p. 21.

23El art. 262 dispuso que “todas las causas civiles y criminales se fenecerán dentro del territorio de cada Audiencia”.

24DDAC, XIV, pp. 349 y 350.

25Una de las primeras garantías que debía establecerse, como base de una justicia independiente, era la inamovilidad judicial, recogida en este artículo 247. En la propia exposición de motivos de la Constitución se reforzó con estas palabras: “como la libertad civil desaparece en el momento en que nace la desconfianza, es preciso apartar del ánimo de los súbditos de un Estado la idea de que el Gobierno puede convertir la justicia en instrumento de venganza o de persecución, así que se prohíbe que nadie pueda ser juzgado por comisiones especiales, sino por el tribunal establecido con anterioridad por la ley”. Lo que este precepto contemplaba era, pues, el derecho de todo sujeto al juez legal, es decir, el derecho a no ser procesado sino por el juez que la ley, vigente con anterioridad al momento de perpetración del delito, designase. La garantía iba dirigida a amparar al ciudadano frente a su eventual procesamiento por un tribunal constituido a este solo efecto, distinto del que la ley tenía previsto. Lorente Sariñena, Marta, se plantea en Las infracciones a la Constitución de 1812: un mecanismo de defensa de la Constitución (Madrid, 1988), p. 229, la interesante cuestión de “¿qué pasaba cuando un procedimiento se había iniciado por comisión antes de la promulgación de la Constitución y alguna de las partes recurría ante las Cortes por considerar que ello era anticonstitucional? En la p. 232 recoge distintas soluciones y en la p. 233 concluye que “la finalidad del recurso por infracciones a la Constitución y las consecuencias de una resolución positiva por parte de las Cortes no pueden ser homogeneizadas”. También sobre esta materia, debe tenerse en consideración Cruz Villalón, Pedro, El estado de sitio y la Constitución: la constitucionalización de la protección extraordinaria del Estado (1789-1878) (Madrid, 1980), p. 100; Montero Aroca, Juan, Independencia y responsabilidad de juez (Madrid, 1990), p. 19.

26DDAC, XVI, p. 211.

27DDAC, XIX, p. 374; El redactor general, nº 713, de 28 de mayo de 1813, p. 2879.

28En este artículo se decía: “si en circunstancias extraordinarias la seguridad del Estado exigiese, en toda la Monarquía o en parte de ella, la suspensión de algunas de las formalidades prescritas en este capítulo para el arresto de los delincuentes, podrán las Cortes decretarla por un tiempo determinado”. Su contenido fue objeto de cierta discusión antes de ser aprobado. El debate en las Cortes sirvió para conocer que la comisión se había inspirado en la suspensión del habeas corpus inglés. Argüelles expresó que el objetivo básico de este artículo era “constituir el medio extraordinario y único de salvación del Estado”. Por su parte, Alonso y López echaba en falta la ausencia de un límite máximo de tiempo por el que las Cortes podrían decretar la suspensión, así como de toda indicación acerca del modo de proceder en el caso de que las Cortes no se encontrasen reunidas, en el momento de la emergencia. Argüelles le contestó diciendo que, en caso de emergencia surgida entre unas Cortes y otras “está ya previsto, porque se da al rey la facultad de convocar Cortes extraordinarias para cuando sobrevenga un caso de semejante naturaleza”. Sobre esto, DDAC, X, pp. 370-373; Romero Moreno, José Manuel, Proceso y derechos fundamentales en la España del siglo XIX (Madrid, 1983), p. 92; Cruz Villalón, Pedro, El estado de sitio, cit. (n. 25), pp. 260 y 261.

29DDAC, XXI, pp. 70 y 71; El conciso, nº 17, de 17 de julio de 1813, p. 1; Diario de Mallorca, año VI, nº 235, de 4 de septiembre de 1813, p. 1019.

30DDAC, XXI, p. 427.

31Masferrer, Aniceto, La persecución de la traición, cit. (n. 1), p. 519, señala que “en su redacción el Consejo tuvo presente el reglamento aprobado por la Junta Central para el Tribunal extraordinario y temporal de vigilancia y protección de 26 de octubre de 1808 […] Según su articulado, las causas de infidencia debían sustanciarse con arreglo a las leyes del reino, que no eran otras que aquellas que regulaban el delito de traición”.

32Diario mercantil de Cádiz, de 17 de octubre de 1810, p. 3; Semanario económico que publica la Real Sociedad de Amigos del País, año 33, nº 2, de 12 de enero de 1811, p. 8; Palma de Mallorca, año 33, nº 2, de 12 de enero de 1811, p. 8.

33Colección de las causas más célebres, los mejores modelos de alegatos, acusaciones fiscales, interrogatorios y defensa en lo civil y criminal (Barcelona, 1837), I, p. 122.

34DDAC, II, p. 406.

35El conciso, nº 21, de 12 de febrero de 1811, p. 111.

36DDAC, VI, pp. 89 y 90.

37Diario de Sesiones del Congreso (serie histórica), legislatura 1810-1813, sesión de 18 de julio de 1811, nº 289, p. 1465; El conciso, nº 19, de 19 de julio de 1811, p. 2.

38El Redactor general, nº 35, de 19 de julio de 1811, p. 126.

39El conciso, nº 20, de 20 de julio de 1811, p. 2; El Redactor General, nº 36, de 20 de julio de 1811, p. 130.

40DDAC, VII, p. 128.

41Diario de Sesiones de las Cortes, sesión de 4 de marzo de 1812, pp. 2860 a 2863; DDAC, XII, pp. 167-177.

42Diario de Sesiones de las Cortes, sesión de 5 de marzo de 1812, pp. 2867 a 2871; El redactor general, nº 266, de 6 de marzo de 1812, p. 1045.

43DDAC, XII, sesión de 6 de marzo de 1812, pp. 195 a 204.

44DDAC, XIV, pp. 228-233. Algo que también indica Masferrer, Aniceto, La persecución de la traición, cit. (n. 1), p. 524.

45Ese mismo día se promulgó el decreto número 35 en el que se prescribía una visita semanal a las cárceles, al tiempo que se denunciaban las prisiones arbitrarias ordenadas por personas que, sorprendentemente, eran del todo ajenas a la magistratura. En su preámbulo se dejaba bien claro el asunto: “Las Cortes generales y extraordinarias, para precaver los males que afligen a los desgraciados reos en las cárceles y demás sitios de su custodia y las causas que han influido e incluyen a hacer más triste y penosa su condición contra el voto uniforme de la humanidad y las leyes, procedentes de las circunstancias y agitación en que se han hallado las autoridades, de la multitud de privilegiadas que se han erigido por un efecto del desorden general y de la delinqüente conducta de algunas personas que usurpando a la magistratura uno de los derechos más sagrados, han hecho prisiones arbitrarias sin formar autos, dar noticia a los jueces legítimos, ni tomar con los desventurados reos otras medidas que las de abandonarlos en la oscuridad de los encierros”. El contenido completo se recoge en Colección, cit. (n. 14), I, p. 103.

46DDAC, III, pp. 370-374.

47DDAC, III, p. 384.

48DDAC, III, p. 386.

49AHN/Consejos, 11990, exp. 76

50DDAC, IV, pp. 24 a 35.

51DDAC, V, p. 201.

52DDAC, V, p. 203; El conciso, nº 28, de 28 de abril de 1811, p. 1. Precisamente, ese mismo día 26 de abril de 1811 la Comisión de Justicia presentó el “Proyecto de reglamento para que las causas criminales tengan un curso más expedito, sin los perjuicios que resultan a los reos la arbitrariedad de los jueces”. En este texto articulado se quiso expresar por primera vez los principios liberales del proceso penal, aunque, en realidad, sólo se regulaba la seguridad personal, mediante la fijación de un proceso rápido y público. Como advirtió algún diputado, con el nuevo texto se pretendía “mirar no tanto a los delitos, cuanto a los derechos del ciudadano y su conservación y la protección que le debe dar la sociedad de que es miembro. Los hombres entran en la sociedad para que ésta les asegure sus derechos: éstos son la seguridad de sus personas, la libertad de sus acciones y el goce de sus bienes: seguridad, libertad y propiedad”. La comisión estimaba preciso atacar el mal desde su raíz y aportar reglas generales que pusieran a cubierto de todo abuso judicial a los ciudadanos, procurando, a su vez, el menor sufrimiento posible a los presos. Al respecto, debe consultarse Sánchez Agesta, Luis, Historia del constitucionalismo español (Madrid, 1974), p. 101; Álvarez Alonso, Clara, El derecho de seguridad personal y su protección en las dos primeras etapas liberales, en AHDE., 59 (1989), p. 302; Tomás y Valiente, Francisco, Los derechos fundamentales en la Historia del Constitucionalismo español, en Códigos y Constitución (1808-1978). He manejado la edición de Obras Completas (Madrid, 1997), III, p. 2029.

53El conciso, nº 2, de 2 de mayo de 1811, p. 1.

54DDAC, V, pp. 364-378.

55DDAC, X, pp. 151 y 152; El redactor general, nº 158, de 19 de noviembre de 1811, p. 615.

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Este trabajo de investigación pertenece al proyecto titulado "Conflicto y reparación en la historia jurídica española moderna y contemporánea", referencia PID2020-113346GB-C22, financiado por el Ministerio de Ciencia e Innovación del Gobierno de España en el marco del Programa Estatal de Generación de Conocimiento y Fortalecimiento Científico y Tecnológico del Sistema de I+D+i del Plan de Investigación Científica y Técnica y de Innovación 2017-2020.

Recibido: 13 de Febrero de 2021; Aprobado: 01 de Abril de 2021

** Catedrático de Historia del Derecho y de las Instituciones de la Universidad de Córdoba. Facultad de Derecho y Ciencias Económicas y Empresariales. Puerta Nueva, s/n. 14002, Córdoba (España). Correo electrónico: miguel.pino@uco.es ORCID 0000-0003-3122-1714.

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