POR  FERNANDO CASTILLO

«Un Solana, un auténtico Solana», exclamaba entusiasta Conchita Montes con esa particular dicción que la hacía más atractiva en una entrevista con Fernando Méndez-Leite, a principios de los años ochenta, al referirse a Domingo de carnaval, la película de Edgar Neville realizada cuarenta años antes, con ocasión de su primera proyección en televisión. Era una declaración expresa de solanismo, de la que la fascinante y culta Conchita Montes –también escritora con su verdadero nombre, Conchita Carro, y creadora del «Damero maldito» de La Codorniz– podía hablar con conocimiento, pues no solo conocía perfectamente las obras de José Gutiérrez Solana que colgaban en el despacho de la productora y, luego, en la casa de Neville, en los aledaños de la Castellana más yeyé, sino que ella fue la protagonista femenina de la película más solanesca, encarnando a la joven y castiza madrileña Nieves con un estilo de elegancia inimitable.

Es Domingo de carnaval una película realizada en 1945, entre La torre de los siete jorobados y El crimen de la calle Bordadores, y el segundo de los tres filmes de posguerra de Edgar Neville que Santiago Aguilar (Edgar Neville: tres sainetes criminales, Madrid, 2002) denomina con acierto «sainetes criminales». Por su coincidencia formal y sencillez del guión ha sido preterido ante otros títulos. Siempre se ha considerado, y con acierto, que el argumento de la película era una excusa para que su director y guionista desarrollase la estética y los temas de las pinturas y grabados de José Gutiérrez Solana dedicados al carnaval madrileño y para rodar unos escenarios y a unos tipos de la capital que, al igual que al artista, siempre le habían atraído sobremanera.

La trama, urdida a partir del asesinato durante el domingo de carnaval de 1917 de una «prendera», una prestamista que vive en la Ribera de Curtidores, y la solución del caso cuatro días después, el Miércoles de Ceniza, coincidiendo con el Entierro de la Sardina en la pradera de San Isidro, permitió a Edgar Neville describir el carnaval madrileño más popular a la luz de la estética de las obras pintadas y grabadas por Gutiérrez Solana. Aunque también pueden encontrarse referencias a obras de Goya dedicadas a este asunto y a este espacio madrileño, definitivamente es la obra carnavalesca de Gutiérrez Solana la que inspira las máscaras, las destrozonas y las comparsas que recorren el callejero del Rastro en el que se desarrolla Domingo de carnaval. Subiendo y bajando por Mira el Río Baja, Arganzuela o Ribera de Curtidores, las calles que cantó Ramón Gómez de la Serna en El Rastro, nos encontramos con la figura del estafermo, del tío del higui con su caña y el higo pendiente, seguido de chicos cantando «Alhigui, alhigui, con la mano no, con la boca sí»; a las destrozonas y a las máscaras, más o menos siniestras y expresionistas, que pueblan las pinturas solanescas, y a unas murgas que cierran las Carnestolendas en el entorno suburbial y barojiano de la ermita del Santo, con Madrid al fondo como decorado goyesco.

Sin embargo, no fue solo la pintura de Gutiérrez Solana la que influyó en Neville a la hora de rodar su película carnavalesca, sino también, y mucho, su obra literaria. Y es que en textos tan noventayochistas, tan barojianos, como Madrid. Escenas y costumbres y Madrid callejero, que Gutiérrez Solana dedica al carnaval popular madrileño, son muy numerosas las referencias. En esta última obra, concretamente en el capítulo «Las Carnestolendas», nos dice: «Se ve el tío del higui, la máscara que nunca falta: es un hombre triste con una caña de pescar en la mano donde cuelga atado a una cuerda un higo […]. Unos chicos de la calle están alrededor del hilo de la caña, abriendo la boca de espuerta, como peces, y dando brincos para coger el higo, con las manos en la espalda como si las tuviesen atadas».

La descripción prácticamente coincide con aquella secuencia de Domingo de carnaval en la que el joven policía Matías, disfrazado del tío del higui, recorre las calles del Rastro a las que también alude Solana. En otro capítulo, también de Madrid callejero, titulado «Entierro de la Sardina en la pradera del Corregidor», el escritor y artista describe el ambiente del último día de carnaval y, sobre todo, los tipos que acuden al Entierro de la Sardina de tal manera que es inevitable vincular la última secuencia de Domingo de carnaval con el relato de Solana.

La figura de las destrozonas y las máscaras carnavalescas madrileñas tienen tal capacidad de atracción que el propio Ramón Gómez de la Serna les dedica parte de un capítulo de José Gutiérrez Solana (Buenos Aires, 1944), su libro del exilio consagrado al escritor y artista, amigo de los días de Pombo. Afirma Ramón que las máscaras de Solana, que no se olvide están inspiradas en la realidad, «son cuadros sonoros y parlantes», algo que resalta Neville en su película. Luego, insistiendo en la condición de carnaval suburbial de las destrozonas, afirma que son aquellas que son tristes porque se saben confinadas en el lodazal último». Esta precisión, además de insistir en la condición arrabalera y barriobajera de las destrozonas y máscaras, señala la marginalidad del carnaval popular madrileño, muy distinto del que protagonizan las carrozas del paseo de la Castellana o del Círculo de Bellas Artes. Sin embargo, este carnaval urbano y burgués, que apenas es transgresor y que está vetado a las máscaras de los barrios bajos, que solo quieren beber y alborotar, también aparece en Domingo de carnaval. Es el baile del local de los alrededores de la Puerta del Sol al que acuden Nieves y Julia, y donde se encuentran con la pareja equívoca que forman Gonzalo Fonseca y su amante francesa, y donde también está el policía Matías, todos convenientemente enmascarados. El episodio le sirve a Neville para poner el contrapunto del carnaval oficial con el que se celebra en el mundo popular del Rastro y de los suburbios de las riberas del Manzanares.

Aunque el guión de Domingo de carnaval procede de la pluma de un escritor del reconocimiento de Edgar Neville, lo cual da a la película una indiscutible vitola literaria, el texto no deja de tener limitaciones. La trama policial es ciertamente algo ingenua y descoordinada, lo que confirma que es sobre todo una excusa de Neville para describir ese Madrid castizo, de barrio bajo y suburbio, que le interesaba como a tantos otros escritores y artistas de la Edad de Plata. No deja de ser destacable que Edgar Neville, en un año tan intenso y clave como 1945, dedique una película a un anodino argumento policial madrileño y que desde el final de la guerra, en que rodó su narración Frente de Madrid (1939), y 1941, en que publicó un libro del mismo título, no hubiera hecho ni en su literatura ni en su cinematografía prácticamente ninguna alusión a la Guerra Civil o a la Segunda Guerra Mundial, una realidad que ha señalado también Juan Antonio Ríos Carratalá (Una arrolladora simpatía. Edgar Neville: de Hollywood al Madrid de la posguerra, Barcelona, 2007). Esta ausencia de unos acontecimientos tan destacados y cercanos en la obra de Edgar Neville casi hasta su última película –Mi calle, ya en 1960– muestra su distancia con lo sucedido desde 1936, así como una voluntad de olvido y reconciliación. Esta intención aparece tempranamente ya en los días de la Guerra Civil, concretamente en el cuento citado, «Frente de Madrid», publicado en la revista Vértice en 1938 y que luego se incluyó con otras narraciones en el libro del mismo título. Neville tiene la honrosa condición de ser uno de los primeros escritores en sugerir de manera explícita la posibilidad de una reconciliación de los dos bandos, todavía en plena guerra. Las páginas dedicadas a describir la muerte de Javier, el teniente falangista protagonista del relato, junto a un miliciano también moribundo en la Ciudad Universitaria, tras una larga agonía en la que ambos se consuelan, están llenas de una ternura, un humor e incluso una esperanza que destacan en los días en que fueron escritas. A ambos, presentados como victimas idénticas de la misma guerra, les une su condición de madrileños, una circunstancia que en esta ocasión va más allá de lo geográfico, pues, gracias al recuerdo de vivencias semejantes en la misma ciudad, se aproximan por encima de la ideología.

Al contrario que otros autores partidarios de los sublevados, Edgar Neville, quien –como ha señalado Ríos Carratalá– no estuvo cómodo durante la guerra, muestra un cariño por Madrid que contrasta con el severo trato que habitualmente se dispensaba a la capital en obras de la época como las de Ernesto Giménez Caballero, Francisco Cossío o incluso Agustín de Foxá, algo que hemos señalado en Capital aborrecida (Madrid, 2010). Por el contrario, Neville suele inclinarse por la excusa y la alabanza de la Villa y Corte, llegando incluso a convertirla en escenario de una posible reconciliación entre los dos bandos.

El dramatis personae del sainete cinematográfico está formado por doña Reme, la asesinada; Gonzalo Fonseca, un señorito perdis con una tía rica que vivía en la calle del Sacramento; una pulsera y un saquito de cocaína; un sereno torvo y gallego y un joven y espabilado comisario llamado Matías. Todos ellos le permiten a Neville recorrer las calles del Rastro y mostrar el carnaval popular madrileño, pero también reunir a unos tipos populares de un Madrid que aúna, en combinación equilibrada, lo arnichesiano, lo solanesco y lo ramoniano; como ese señor Nemesio que encarna al vendedor imposible, al sacamuelas de verborrea incontenible que, a la sombra de la estatua de Cascorro, es capaz de vender cualquier cosa al más pintado en un monologo de sainete. A ellos se unen Julia, una castiza alegre, y la joven y despachada Nieves –«pero guardia, si yo no le aborrezco», le dice a su enamorado comisario en un dialogo que muestra la influencia de Carlos Arniches–; Nicasio el bastonero, Requena y Emeterio, unos vecinos de corrala propios del género chico pasados por Ramón.

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