Leonardo Valencia
La escalera de Bramante
Seix Barral, Bogotá, 2019
640 páginas, ebook 7.99 €
POR WILFRIDO H. CORRAL

 

Contraria a la tendencia actual de poner la novela a régimen, es trascendental la capacidad de la tormenta perfecta que es La escalera de Bramante (Bogotá, Seix Barral, 2019) de Leonardo Valencia para aventurarse hacia extensos caminos nuevos, con agudeza para negociar confusiones, asumiendo riesgos conceptuales. Ese procedimiento, adelantado en sus novelas previas, es contiguo a la brillantez para imbricar las visiones transoceánicas que mueven su arte. En términos de su Ecuador nativo, se puede pensar en la vanguardia de Pablo Palacio, que ocasionó una prolongada retaguardia redentora que escribía para ecuatorianos, sobre ecuatorianos, con ecuatorianos, sin pensar en un país cuyo cosmopolitismo incipiente (que no excluye al patriotismo local y global) le era claro a Palacio. Pero las obras fundadoras no generan consensos exclusivamente positivos o negativos, sobre todo cuando el realismo nacional reinante ha cambiado muy poco. En un contexto inmediato la suya es el heraldo de un desafío mayor a la novelística poco atraída por el intelectualismo y demasiado sensibilizada por lo contemporáneo o mundial hecho a la medida, tanto fuera del eje Madrid-Barcelona como en él.

Se pueden llevar a cabo análisis eruditos, impresionistas, estrictamente estéticos o políticos, porque esta novela magistral, para lo que va del siglo actual, da para ellos y más, particularmente en un momento en que variopintos criterios «pos Bolaño», o ceñirse a la santa trinidad acrítica de género (sexual), raza o nación suelen ser las camisas de fuerza interpretativas. Valencia, pluralista seguro de sí mismo para disfrutar encuentros con las diferencias, no le teme a la indulgencia de estrategias retóricas, a la digresión ensayística, a cualquier tipo de alivio de los regímenes de descripciones metódicas. Tampoco teme a las reflexiones prohibidas, o a la tendencia a expresar la desintegración o incertidumbre a través de una glosolalia (en varios casos el habla ecuatoriana de los «no lugares» identificados por Marc Augé hace un cuarto de siglo) que exhibe esos mismos atributos; y lo lleva a cabo con una mezcla sutil de oficio, gratitud y sospecha. Como tal, asusta a los conformistas y prescriptores concentrados en la plaza realista, creyendo que sólo hay variantes de la novela socio-realista.

La principal manera de ver (en todas sus acepciones) La escalera de Bramante yace en el pintor Kurt Landor —personaje que luego de una vida peripatética en su Sajonia natal, París, Barcelona, Ecuador y Argentina vuelve a Cataluña para vivir de su arte y las lecciones que imparte— y en las subsecuentes discusiones que engendra entre sus allegados. Son enfoques del artista como guerrillero cultural y de sus intérpretes, encauzamientos que no se resuelven con trabajo detectivesco o letrado. En este gran relato el arte no es un gatillo o anhelo (el presunto ¡Anch’io sono pittore! de Vasari) sino un hilo que persiste, porque la no ficción de Landor hace llamados después de su muerte. Su presencia o ausencia mantiene varios aspectos de la fábula, convirtiéndose en testimonio de que, cuando todo se deshace, tanto los artistas como sus críticos pueden ver cómo se han compuesto las vidas.

Para lectores asiduos de Valencia, las alusiones o intertextualidad con personajes y obras suyas serán claras desde la primera parte; y si son una ventaja para algunos, no son desventaja para sus nuevos lectores. No menos ocurre con el arte pictórico, patente en la hibridez genérica y colaborativa del arco que va de Kazbek (2008, publicada en inglés en 2020) a los ensayos explicativos y conceptuales de Soles de Mussfeldt: viaje al círculo de fuego (2014) y Moneda al aire. Sobre la novela y la crítica utilitaria (2017). La delectación de su prosa siempre es la desobediencia: tramas que se burlan del término, personajes que esquivan sus deberes sin caer en el «amor líquido» que según Zygmunt Bauman caracteriza a las relaciones humanas actuales. En ese contexto, en esta novela no hay metáforas que se resistan a la crítica, o la subjetividad descentrada del cubismo, las burlas del dadaísmo o la afición surrealista de hallar lo místico en lo ordinario. Su virtuosismo técnico convierte esas posibilidades en un todo humanamente universal, adelantándose así a la sobria hermenéutica profesoral y sus ganzúas narratológicas.

Mi título alude a la clásica guía de John Berger sobre la insuficiencia del lenguaje para ver el arte, que Valencia renueva ingeniosamente. El compromiso con el arte evidencia una tradición latinoamericana revitalizada por Aira y Bellatin para el experimental o vanguardista; Bolaño (el pintor Edwin Johns en 2666, que se corta la mano con que pintaba) y Abad Faciolince para propósitos mayores; Enrigue, Franz, Vargas Llosa y Vila-Matas (ambos influencias para él), más Rita Indiana y María Gainza (para percibir la vida a través de la historia del arte y la experiencia propia), o Pablo Montoya. Diferencias aparte, y que Valencia reivindique o desagravie el arte «burgués» no representativo de la ecuatoriana Araceli Gilbert (229 et passim), en ese elenco selecto hay una confesión opuesta al credo del «pos postodo», un agotamiento con las viejas iconografías y la cultura e ideología que son su entorno, una aspiración de allegar lo real desencantado. Así ubican el escepticismo sobre el arte dentro del arte, donde las adjudicaciones de verdad tienden a comportarse de maneras reveladoras al situar al artista como musa, como comprueba la coda ilustrada sobre el museo de Landor (602-616).

Por esas razones, es insuficiente una crítica estética de una novela que cabría en las rúbricas de la novela total, o la gran novela americana. Se gasta mucha tinta interpretativa sobre aquellas, fundiéndolas especiosamente con las titánicas y planetarias; cuando terminan siendo grandes borradores, «épicas» de parámetros fílmicos a lo Cecil B. DeMille: efusivas y melodramáticas. Vargas Llosa y Bolaño simplemente escribieron la gran novela, Lafourcade noveliza al autor que la pretende (en Frecuencia modulada), mientras Fuentes y algunos recientes se angustian pretenciosamente por lograrla. Identificado inicialmente con McOndo, esta cuarta novela de Valencia se libra con una elegancia natural evidentemente mundial de pensamientos grupales que no cultivan cosmovisiones individuales; no deja nada fuera. Si los estudios cognitivos sostienen que las historias de que se vive forman la realidad en que se vive, él eleva el listón al confrontar mitos y realidades en su propio terreno, mostrando cómo un maestro contemporáneo emplea diferentes registros lingüísticos y la turbulencia circundante. En una extensa entrevista con Carmen de Eusebio para esta revista (843 [Septiembre 2020] asevera que su novela le parece «una novela tonal» (68), de contrapunteos.

«Vidas paralelas», la segunda y más biográfica de las seis partes y especie de poética ([Landor] «llevaba pintando durante toda su vida el mapa despoblado de sus propios cuadros», 51), circunscribe diálogos fascinantes (el metadiálogo es con Conversación en la Catedral de Vargas Llosa, y con las que le menciona a De Eusebio [75]) entre Laura/Karla y Dora, más otro entre Dieter y Milos sobre el más reciente intento de suicidio de Dora, sobreviviente de la Shoa. Sin que las estanterías de libros sean su musa, Valencia presenta una de las denuncias más honestas y convincentes de los abusos contra la mujer desde 2666, superando visiones nacionales recientes que imponen una normatividad explotadora para ellas. El ethos crítico actual podría inquirir si es apropiación ostentar personajes femeninos para denunciar el sexismo que experimentan. No, porque no revelar los abusos del patriarcado del cual históricamente ambos sexos son parte, sobre todo en el mundillo artístico, aumenta la desigualdad. A la par, La escalera de Bramante disecciona la contemporaneidad a través de relatos intercalados, cimentando conductos entre culturas, ficciones, géneros literarios y sexuales. Esas historias —que exhiben un extenso labor de archivo, como en «Las troyanas», la tercera parte de la novela— examinan las graves consecuencias no revolucionarias del movimiento guerrillero M-19 (activo entre 1970-1990, un marco temporal de la novela), tal como las experimenta la camaleónica Laura en la región amazónica de Colombia y Ecuador. Como le precisa a De Eusebio, no quiere hacer una apología empática ni novelizarlos como motivo recurrente de la violencia (69), afirmando que «los peores enemigos están dentro de ellos» (70).

En la cuarta parte, «Alquimia de la errancia», complementaria de la primera respecto a los valores del carpe diem, Valencia perfecciona su perenne preocupación con el nomadismo y el arte (véase De Eusebio, 73-74) en su narrativa y no ficción, repasando los enredos artísticos, fracasos, hazañas y apartes estéticos de Landor, detonante de la breve primera parte y el resto de la novela. Como Kazbek, Landor recurre en las ficciones del prosista, y en su diligencia no transmite nada que él o sus personajes han aprendido por sí mismos. Esa transitoriedad sostiene un abismo existencial y ajuste de cuentas. Su efecto en los diálogos entre Álvaro/Abu/Abugatás y Raúl/Raulito (el amigo autodestructivo que trata de ayudar) es un medio para explayar las relaciones entre arte y literatura, empleando fuentes eruditas y apócrifas (272-312). Así, cuando despega la novela Landor, cuya muerte es anunciada, sugiere investigar y evitar el color rojo (32 et passim), por la idea de que nunca se refleja lo que se quiere transmitir. (Algunos lectores recordarán que Ariadna le da a Teseo un hilo rojo para que avance por el laberinto, mate al minotauro, y vuelva a ella para huir de Creta). Es decir, se ve una historia que genera otras, como mucho arte actual.

«Los informes de Taltibio», la quinta parte, y «El demonio de Cantuña», la última, sostienen su discurso con una gran diversidad de prácticas culturales y sociolingüísticas. Las vidas privadas, públicas y secretas de los personajes convergen argumentos, conversaciones, ideas y escritos eruditos (algunos borgianos [389-399], otros falsificados, con notas al pie). Con razón Tristram Shandy enumera las dificultades con las que debe lidiar un autobiógrafo: 1) cuentas que reconciliar, 2) anécdotas que recoger, 3) inscripciones que descifrar, 4) historias que tejer, 5) tradiciones que cribar, 6) personajes a quienes recurrir, y 7) panegíricos que colgar. Paralelamente, en las partes principales y en las secciones intercaladas en torno a mujeres, la lección mayor tiene que ver con las consecuencias de toda resistencia: «una cosa es fabular o leer los mantos, y otra muy distinta interiorizarlos, fundirte con tu manto», dice Karla (457). Valencia apunta hacía el matiz en vez de la accesibilidad, evitando una lista inabarcable de dramatis personae, con un elitismo de carácter, excelencia y sabiduría, no de búsqueda de poder o riqueza. Enfatizando ese procedimiento, varios personajes discuten cómo el arte y la belleza surgen de las sirenas de nuevas experiencias y sensibilidades, sin postrarse ante ideologías divisorias, tautologías de letraheridos o afligidas, o representaciones realistas de confusiones emotivas.

No deja de ser pertinente que junto al protagonismo de sus personajes femeninos Valencia supere visiones mayormente reduccionistas de autoras que, curiosamente, están teniendo éxito en España, con calcos de los años ochenta feministas. A través de más de seiscientas páginas, en una trama densa —en el primer ensayo de La expresión americana, José Lezama Lima asevera «Sólo lo difícil es estimulante, sólo la resistencia que nos reta es capaz de enarcar, suscitar y mantener nuestra potencia de conocimiento»— con suspenso moderado y armada diestramente, La escalera de Bramante transmite los hábitos de varios mundos recreados y las diferentes reacciones de sus habitantes a las tragedias que experimentan, siempre sensible a los profundos cambios de estado de ánimo y costumbres, sin apresurarse a juzgarlos, sean mujeres u hombres. Así evita estratagemas afectadas y el aire general de artilugios didácticos cansinos, de manera que las reconciliaciones concluyentes son convincentes.

Sin depender de revelaciones que en novelas convencionales ocurren al final, La escalera de Bramante desata una avidez inmediata de releer los capítulos que conducen a él, ocasionando que los incidentes que parecían triviales adquieran nuevos significados. Lo que parece una colección de relatos intercalados o un surtido de desastres personales con lazos que exponen, mantienen o sofocan —como en las novelas de Gracq— resulta ser útil y solidario, aunque la «verdad» pueda depender de la perspectiva de los lectores. Como dijo una vez Martin Amis, a las novelas no les importa si se convierten en verdad o no. La amplitud de la de Valencia le permite estirar varias historias en un lienzo (vocablo no baladí) que revisa momentos clave de una América Latina occidental. Su valor real es más profundo, porque también exige la extrema atención que enclaustra al indagar en mitos autóctonos politizados innecesariamente.

Otra manera de ver lo anterior es pensar en cómo una novela contemporánea, a la vez que se expresa de manera autocrítica sobre sus procedimientos espacio-temporales, enuncia la posibilidad de hablar sobre traumas actuales y lo indecible sin mercantilizarlos o infravalorarlos. Para Valencia —ninguna de cuyas novelas anteriores se parece a cualquiera de las que pasan por novela política hoy— aquella posibilidad es más válida estética y éticamente, en una época indiferente e insensible en que el victimismo es (según Bauman) un pasaporte para la visibilidad social y política. Valencia permanece en nuestro campo visual no sólo como clave o fuente de adjetivos sino como un pensador cuya moneda es el principio, y por escoger la integridad en vez del dogma político que engendra dogmas narrativos. Si La escalera de Bramante puede ser vista como una autocrítica de sus novelas previas, también critica aquellas cuyo único logro, capítulo tras capítulo, es echar de menos un tutorial sobre cómo entenderlas, giro que va en contra del activo proceso de refundición de las formas que Walter Benjamin notaba hace casi noventa años en «El autor como productor».

Gran parte de la crítica ecuatoriana de la novela, como los premios nacionales, funciona con base en preferencias o alianzas ideológicas, con cuotas disfrazadas con la retórica de la diversidad. En ese clima de mendacidad provinciana, incapaz de vivir con ambigüedades incómodas como las que noveliza Valencia, se desdeña la ambición estética mundializada con niveles de envidia mensurables. Paradójicamente esos triunfos pírricos no benefician a nadie sino que aumentan la percepción de que «la literatura ecuatoriana es invisible», y hoy hay todo indicio de que seguirá siendo así. En ese contexto son necesarias la valoraciones de Susana Cordero Espinosa, «La dignidad de existir» (El Comercio, 11 de junio de 2019), en que confirma el feminismo de Valencia respecto a los derechos de la mujer, afirmando que «El escritor acierta con las palabras que faltan a nuestra imaginación y que necesitamos para entendernos». También es precisa la de Marcela Croce en Letras Libres (agosto 2020) respecto a la complejidad de una trama «plagada de coincidencias, sobreentendidos, casualidades remotas y desapariciones inquietantes», mediante las cuales el fracasado sujeto europeizado «solamente encuentra hospitalidad en la convulsión del Ecuador finisecular».

Curiosamente las novelas, como tecnología que evoluciona constantemente, parecen menos verosímiles mientras más quieren convertirse en realistas. Más o menos lo mismo ocurre con la crítica antiestética, que mientras más intransigente es más afirma la validez de lo que quiere negar. Lector entusiasta de Sebald, Bolaño y Zambra, demasiado preocupado por analizar personajes, en How Fiction Works (2008, 2018), James Wood sostiene que una novela no falla cuando sus personajes no son vívidos o suficientemente profundos, sino «cuando al enseñar cómo adaptarse a sus convenciones, no logra controlar alguna apetencia específica por sus propios personajes, por su propio nivel de realidad». Teniendo en cuenta que Valencia también es un crítico comprobado de la novela, como se puede confirmar con lecturas desinteresadas, no es temerario aseverar que La escalera de Bramante es la mejor novela nacional (filiación que la subestima) de los últimas veinticinco, y por cierto de su generación latinoamericana, en buena parte porque reinventa los avatares sociopolíticos de la que inmediatamente la sigue, hiperobsesionada con sus autoficciones.

No hay una tradición específica latinoamericana, española, cosmopolita o regional con la que Valencia parezca estar endeudado (véase De Eusebio, 74-75, 77). Balzac, Dante, Mallarmé, Mann (por estimular la búsqueda de otras artes), Rimbaud, Fayad Jamís (poeta y pintor), Roberto Juarroz (por las figuras paralelas al arte) son presencias. Y aunque haya manifestado que no quería escribir una metanovela, hay resonancias de Musil y Gracq. Esos guiños funcionan como Broch para El libro flotante, que según otro novelista ecuatoriano innovador, Carlos Arcos Cabrera, cerró «el largo ciclo del más duro realismo» ecuatoriano. Diferente de los superhéroes y dioses que requieren historias de sus orígenes para entenderles, en el pluralismo de La escalera de Bramante se encuentra a los novelistas reales a través de una serie de maneras de ver coadyuvadas por la ficción. Con esa serie, la rebelión de Valencia es contra las tradiciones del tribal pensamiento único, cuyo activismo está limitado por sus convenciones transhistóricas.

Como le dice Álvaro a Kazbek sobre el significado de la quiteña escalera de Bramante (metáfora de lo que acontece en la novela y del diálogo entre culturas indígenas y europeas), «el pasado es la materia de la que estamos hechos. Pero ese pasado lo esculpen nuestros deseos para el futuro. Y lo esculpen hoy. Así de paradójicos» (511). Es decir, con tantos eventos ocurriendo uno tras otro en poco tiempo, el pasado reciente parece histórico. La escalera de Bramante es entonces una rebelión concienzuda contra las sublevaciones y su costumbre de prometer todo y lograr nada, sólo reproducir la opresión y las etiquetas contra las que se rebelan. Valencia crea así su propia cosmovisión desde otras mayores, escéptico ante los clichés, convenciones y límites de tradiciones que cuestiona, porque evidentemente los conoce. Con esos saberes ubicuos traduce estructuras de sentimiento y significado en un conglomerado de mundos que sus lectores toman a pecho. Un clásico innovador y pionero de su propia historia y de las veces que se lo lea, tal como están las cosas esta novela será un paradigma por mucho tiempo.