Adela Muñoz Páez
Marie Curie
Editorial Debate, Barcelona, 2020
336 páginas, 19.90 €
POR ISABEL DE ARMAS

 

Con este ingenioso apodo, la Maga del Radium, es como se refería a madame Curie la periodista María Luz Morales, que tuvo el honor de poder acompañar a la entonces ya famosa investigadora polaca en el segundo de los tres viajes de trabajo que realizó a España. El primero tuvo lugar en abril de 1919, poco después del final de la Gran Guerra; el segundo, en abril de 1931, invitada por el Gobierno de la Segunda República, y el tercero, en 1933, que vino como presidenta de una reunión de la Comisión Internacional de Cooperación Intelectual (CICI) de la Sociedad de Naciones.

Y de la Maga del Radio nos habla hoy, en el año 2020, la profesora Muñoz Páez, catedrática de química inorgánica en la Universidad de Sevilla, dedicada al estudio de materiales en fuentes de radiación sincrotrón. Con entusiasmo y admiración, la autora nos cuenta en su completo y riguroso trabajo biográfico acerca de todas las mujeres que llegaron a vivir en esta infatigable, luchadora y fuerte mujer que consiguió renacer una y otra vez entre las montañas de dificultades que le salieron al paso desde el principio hasta el fin de su vida.

Marie, o Mania, que es como la llamaban sus familiares más próximos, vino al mundo el 7 de noviembre de 1867, en una casa llena de libros que se ubicaba en el mismo edificio que el pensionado de señoritas más famoso de Varsovia, que era dirigido por su madre. Su padre, Wladyslaw Sklodowski, se graduó en ciencias en San Petersburgo y trabajaba como profesor de física y matemáticas. Pero el final de una infancia tranquila y feliz llegó pronto para la pequeña Mania, ya que, cuando tenía cuatro años, su madre fue diagnosticada de tuberculosis y, tras un periodo de importantes sufrimientos, falleció. Otra tragedia que ensombreció su infancia y que marcaría ya toda su vida fue la situación política de Polonia. Desde finales del siglo xviii su territorio fue dividido, repartido y ocupado por los imperios austrohúngaro y ruso y por el reino prusiano. En el sur del país, región bajo dominio austriaco, la vida era más fácil, porque la lengua polaca estaba incluida entre las oficiales del imperio, y los polacos podían participar en la vida política. En cuanto a los otros dos territorios, es difícil decidir si la situación de los polacos que vivían en el oeste, bajo el dominio alemán, era mejor o peor que la de los que vivían en el centro y el este del país, bajo dominio ruso. Los colegios y el idioma polacos estaban prohibidos en ambas zonas y las personas que violaban estas prohibiciones se arriesgaban a sufrir penas de cárcel. Tanto la familia paterna de Mania como la materna habían sufrido la opresión rusa por haber participado en rebeliones para derrocar a los invasores.

Pero dado que las fuerzas de ocupación eran militarmente muy superiores y, por tanto, las rebeliones estaban condenadas al fracaso, los polacos idearon un nuevo concepto de resistencia: había que centrarse en el estudio y en el trabajo. A partir de las ideas de Auguste Comte, John Stuart Mill y Herbert Spencer, los conocidos como «positivistas polacos», consideraron que la independencia se obtendría gradualmente, construyendo el país desde los cimientos. Como este movimiento tenía un fuerte trasfondo patriótico, hizo un llamamiento a todos los polacos sin distinción de origen étnico, social, político, religioso o de género. La autora comprueba que el desarrollo de este positivismo afectó la vida de Mania de diversas formas. Primero, porque Polonia se convirtió en una de los países más sensibles a los derechos de las mujeres en determinados ámbitos; en un país feminista antes incluso de que se hubiera acuñado ese término. Segundo, porque, desde que tuvo edad para entender el movimiento positivista, sus principios guiaron su vida. «Mania había heredado —escribe Adela Muñoz— el sentimiento patriótico de sus padres y el compromiso de servir a su país a través de la educación, por lo que le costó mucho trabajo quedarse en Francia, dado que, al hacerlo, sentía que abandonaba a sus compatriotas y traicionaba el ideal por el que había luchado sus padres y el resto de su familia. Este sentimiento determinaría el nombre del primer elemento que descubrió». Efectivamente, le llamó Polonio.

En 1890, con veinticuatro años, Mania por fin decide dejar Varsovia para ir a estudiar a París. Tenía una buena formación intelectual que incluía poesía, literatura, historia polaca y europea, así como el dominio de varias lenguas. Por otro lado, las dificultades económicas que la llevaron a trabajar en condiciones duras, habían endurecido su carácter y le dieron una gran resistencia frente a las adversidades. Aquí es preciso recordar que, a finales del siglo xix, la Sorbona era una de las pocas universidades europeas que admitía a mujeres.

Instalada en una buhardilla de un sexto piso del Barrio Latino, Marie pudo dedicarse por entero a la física, repartiendo su tiempo entre las clases, el trabajo en los laboratorios y el estudio en su casa o, en lo más duro del invierno, en las bibliotecas que gozaban del lujo de la calefacción. Llevaba una vida espartana, pero no muy diferente de la de muchos otros estudiantes que ocupaban cuartos parecidos y se alimentaban de manera tan frugal como ella. Los años que dedicó a su graduación pasaron rápidamente, y aunque había prevenido a su familia de que, ante el examen final, no iba a ser capaz de controlar la situación, el resultado fue que se graduó en física con el número uno de su promoción. Algunos meses antes había conocido a Pierre Curie, y entre ellos había surgido una interesante amistad, sin ninguna proposición formal. Pero una vez que ella obtuvo su grado, sintió que nada importante la retenía en Francia. Por ello, cuando volvió a Varsovia durante las vacaciones del verano de 1894 pensaba que había dejado París para siempre. Sin embargo, lo que no dejó de hacer Pierre fue escribirle cartas en las que hablaba de compartir los sueños comunes de la dedicación a la ciencia sin dejar de recordarle la esperanza que tenía de volver a verla tras el verano. Y así fue, a finales de verano de 1894, Marie volvió a París oficialmente para finalizar el estudio de las propiedades magnéticas de los aceros.

Pierre, que llevaba casi veinte años investigando y publicando, no había presentado aún su tesis doctoral. Hasta entonces no se había preocupado por las formalidades académicas, en claro contraste con Marie y su espíritu disciplinado. Motivado por querer formalizar su relación con Marie, en menos de un año defendió su tesis y obtuvo el grado de doctor. Enseguida consiguió una cátedra en la Escuela de Física y Química Industriales y, poco después, la Academia de Ciencias francesa les concedió a él y a su hermano el Premio Planté por el descubrimiento de la piezoelectricidad. Pero el acontecimiento más importante de aquel año fue la boda de María Sklodowska con Pierre Curie el 26 de julio de 1895, en Sceaux, un pueblo a las afueras de París donde él vivía con sus padres. La autora hace hincapié en que «formaron una pareja que se compenetró personal y profesionalmente a la perfección». En la época y en la sociedad en la que vivieron, un mundo del todo dominado por los hombres, ella nunca habría podido desarrollar una carrera científica sin el apoyo incondicional y apasionado de su marido. Por otro lado, su carácter pragmático y disciplinado situó la carrera de Pierre en los engranajes académicos, que hasta entonces habían resultado impenetrables para él. Su relación profesional fue simbiótica: los benefició a ambos. Uno de los puntos de concordancia entre los cónyuges, que habría de tener una importancia capital en sus carreras, era que ambos pensaban que los avances científicos eran patrimonio de la humanidad, por lo que en ningún momento se les ocurrió que podrían enriquecerse con sus descubrimientos.

Tras la boda, Marie se puso a buscar un trabajo con el que pudiera cobrar un sueldo —la investigación no le aportaba ingresos—, ya que consideraba esencial ser independiente económicamente. Preparó oposiciones y obtuvo un puesto de profesora. El curso siguiente completó el estudio de las propiedades magnéticas de los aceros templados y recogió los resultados en una detallada memoria. Ese mismo año, 1897, nació la primera hija del matrimonio, Irêne, y dos semanas después falleció la madre de Pierre, víctima de un cáncer. A partir de entonces, el viudo Eugêne comenzó a jugar un papel cada vez más importante en la familia de su hijo y Marie, que llegó a ser fundamental tras el fallecimiento de su hijo. Cuando Pierre murió, el matrimonio tenía dos hijas pequeñas y el abuelo se convirtió en el referente masculino de ambas. La autora afirma, al referirse a la viuda Marie: «No sabemos si su carrera científica habría sido posible sin el apoyo decidido de su suegro, que le garantizó algo que para ella era fundamental: que las niñas estuvieran bien atendidas mientras ella estaba en el laboratorio».

La profesora Muñoz Páez dedica una parte importante de su libro a describir paso a paso los trabajos y descubrimientos del matrimonio Curie. Como buena científica, lo hace con todo rigor pero con una claridad y sencillez que llega muy bien al lector medio que poco tiene que ver con el sesudo mundo de la ciencia. Este libro hace una síntesis de la historia de la radioactividad muy lograda y nos recuerda algunos pasos elementales. Los rayos X comenzaron a emplearse como herramienta de diagnóstico poco después de su descubrimiento, tanto para localizar objetos extraños en el cuerpo humano como para identificar fracturas en los huesos. Dado que la radioactividad tenía unas propiedades similares a las de los rayos X, en 1900, Pierre Curie se preguntó cómo afectaba al cuerpo humano y si se le podría dar un uso terapéutico, ya que como herramienta de diagnóstico no podía rivalizar con los rayos X. A partir de aquí comenzaron a hacerse los primeros tratamientos contra el cáncer. Algunos años después, durante la Gran Guerra, fueron desarrolladas, esencialmente por Marie Curie, aplicaciones médicas del radio para desinfectar heridas y ayudar a su cicatrización. Sin embargo, en 1925, comienzan a sonar las primeras señales de alarma respecto al poder destructor del radio…

Pero no adelantemos acontecimientos. A finales de 1903, la Academia de Ciencias sueca comunicó al matrimonio Curie que les habían otorgado el Premio Nobel de Física a ambos, junto con Henri Becquerel, por el descubrimiento de la radioactividad. Con este premio, Marie subió el primer peldaño de la escalera que la había de llevar a alcanzar la gloria. Al acto de entrega sólo asistió Becquerel, ya que los Curie, muy poco dados al boato, alegaron estar muy ocupados con sus tareas académicas. Justo un año después, la familia aumentó con el nacimiento de Êve, Marie entonces confiesa que a veces se sentía desbordada por el doble trabajo profesional y del hogar, pues Pierre no colaboraba para nada en las tareas domésticas. Esta situación, que podemos calificar de normal, quedó destrozada un día lluvioso de abril de 1906, cuando Pierre Curie fue arrollado cerca del Pont Neuf por un carro que lo mató en el acto. A partir de entonces, surgió otra Marie cuya pasión ya no era desentrañar los misterios de la radioactividad, sino defender el legado de su marido. Con todo, si revivió fue por y para sus hijas.

Seguidamente, a Marie le tocó llevar a cabo la lucha de la viuda contra los científicos varones. Fue atacada por todos los frentes ya que se consideraba que pretendía sacar los pies del plato. Adela Muñoz tampoco ha querido pasar por alto, como otros importantes biógrafos sí lo han hecho, el gran escándalo de su vida: la historia de amor vivida con Paul Langevin, el mejor discípulo de su marido; un hombre casado y padre de cuatro hijos. Los franceses hasta intentaron echarla del país. Pero no todo fueron desgracias. En diciembre de 1912, tuvo la alegría de poder recoger el Premio Nobel de Química y, años más tarde, en primavera de 1921, pudo celebrar en olor de multitudes el éxito de sus éxitos con su viaje a Estados Unidos para recoger el gran tesoro para su laboratorio: un gramo de radio encapsulado en plomo y guardado en un cofre de madera, que le entregó en la Casa Blanca el presidente William Harding.

Esta biografía nos habla a fondo de las muchas mujeres que vivieron en la mujer fuerte, íntegra y extraordinaria que fue Marie Curie.