POR CARLOS FRANZ

Alberto Blest Gana y Benito Pérez Galdós fallecieron hace un siglo, en el año 1920. El mayor novelista chileno del xix y el mejor novelista español de la misma centuria coincidieron en sus citas con la muerte; y no sólo en eso. Las obras principales de Blest y Galdós se asemejan en sus vocaciones históricas y folletinescas, en sus filiaciones románticas y realistas. Además, en sus libros concurren temas y motivos literarios parecidos. Ambos escritores crearon personajes que, sin ser hijos del mismo padre, semejan ser hermanos nacidos de una matriz común: la desbordante invención que caracteriza, por igual, al novelista chileno y al narrador español.

 

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Los personajes de Alberto Blest Gana (Santiago de Chile, 1830-París, 1920) siguen actuando en nuestra memoria. Puedo atestiguar esto, precisamente, con un recuerdo personal.

Mi madre, Myriam Thorud, fue actriz. En 1954 ella representó el personaje de Edelmira en la adaptación de la mejor novela de Blest Gana, Martín Rivas, montada por el Teatro de Ensayo de la Universidad Católica de Chile. Entonces mi madre tenía veintitrés años, la misma edad que esa joven imaginaria que se sacrifica por el héroe de aquel libro. Varias décadas después vimos juntos, ella y yo, una reposición de esa obra ahora montada por el Teatro Nacional de Chile. Durante la representación noté que mi madre, a mi lado, murmuraba los parlamentos que Edelmira pronunciaba en el escenario. El personaje de su juventud seguía actuando en la mujer madura.

La memoria de los actores suele ser excepcional. Pero asimismo es excepcional el talento de un escritor cuando logra que sus personajes sean recordables.

Carlos, «el Ñato» Díaz, protagonista central de la novela El loco Estero, es una de las creaciones más memorables de Alberto Blest Gana.

La acción de El loco Estero ocurre a fines de 1839, en una casona de estilo colonial de la Alameda de las Delicias, en Santiago de Chile. Una tapia divide este caserón en dos viviendas. En una de ellas habita una familia feliz; en la de al lado vive una familia desdichada. Ambas familias son protagonistas. Pero la mayor parte de la trama ocurre en la casa infortunada. Así, Blest aplicó aquella idea de Tolstói, quien juzgó más originales y, por tanto, más interesantes a las familias desdichadas.

Prisionero en esa morada infeliz vive el capitán Estero. Obsesionado por la derrota de su partido, el liberal, su propia familia lo declaró loco y lo encerró en una celda improvisada donde el excapitán ruge de rabia. En esa casa infortunada manda despóticamente la hermana del «loco» Estero: la bella doña Manuela, esposa infiel del pusilánime don Matías. También habitan ahí otros personajes, egoístas o apocados. Sólo la hermosa Deidamia, de dieciséis años, aporta alegría en esa familia triste. Pero ella también sufre cuando la comprometen con un soldadito cuyo único mérito es ser sobrino del amante de doña Manuela.

En la otra casa habita una familia alegre. Hay unos padres bien avenidos. Hay dos niños revoltosos. Sobre todo, circula por ese hogar un muchacho huérfano cuyas aventuras hilan la novela: el Ñato Díaz. Este Ñato ya tiene diecinueve años, pero en algunos aspectos se comporta como un niño, elevando volantines (cometas) con sus amigos más chicos o embromando a los «pacos» (apodo ancestral de la policía chilena).[1] El Ñato, que estudia en el Instituto Nacional, es inteligente y generoso, pero desordenado. Este adolescente pícaro, afectado por «la petulante fuerza de su inexperiencia», sólo madura un poco cuando se enamora de la vecina, Deidamia.

Romeo y Julieta santiaguinos, esos pololos (enamorados) se hablan por sobre la tapia que separa los huertos de ambas casas. El Ñato apoya una escalera y se trepa, mientras, del otro lado, Deidamia se sube a una silla. Empinándose, estos adolescentes se toman las manos, se hacen promesas y se besan. Hasta que los pillan.

Blest Gana construye esa tapia con la segura intuición del artista literario. Este muro divisorio es el eje estructural de El loco Estero. La tapia tapa. Y así ella vela el misterio que la novela devela. (Siempre, escribir y leer novelas es asomarse al misterio de un patio vecino). Cuando se encarama en esa valla, el Ñato Díaz transgrede el límite físico y simbólico entre felicidad y tristeza, entre generosidad y codicia, entre cordura y locura. Esta transgresión propulsa la novela de Blest. El loco Estero se fuga de su encierro en la casa infeliz, la malvada Manuela colapsa, Deidamia se rebela, el marido cornudo se venga (a medias). Los enamorados traspasan la tapia de la infancia y se convierten en adultos.

Las obras principales de Blest Gana usan como telones de fondo grandes conflictos históricos. En Durante la Reconquista es la Independencia patria aplastada. En El ideal de un calavera es el «motín de Quillota» y el asesinato del todopoderoso ministro Diego Portales, fundador del régimen conservador chileno en el siglo xix. En Martín Rivas, el contexto histórico es la fracasada revolución liberal de 1851. Se ha dicho que El loco Estero es diferente porque su trasfondo es un momento de unidad nacional. Pero «la procesión va por dentro».

Uno de los mejores capítulos de ese libro relata un desfile triunfal. El ejército chileno, vencedor en la guerra contra la Confederación Peruano-Boliviana, regresa a Santiago el 18 de diciembre de 1839. Una muchedumbre lo aclama. El general Manuel Bulnes recibe el homenaje popular montado a caballo, bajo un arco triunfal construido en la Alameda. Pero dicho arco es apenas una «enmaderación, cubierta de tela artísticamente pintada, figurando atributos de guerra».[2] El humor irónico de Blest Gana relativiza esos fastos de utilería. Frente a ese endeble arco triunfal, las alumnas de una escuela de niñas cantan y recitan poemas en homenaje al prócer vencedor. Pero la directora de esa escuela, la profesora Pineda, sufre de un tic nervioso que la obliga a menear su cabeza de lado a lado constantemente. Con ese cabeceo parece que ella negara las loas a Bulnes que sus alumnas recitan. El general se pone nervioso.

Ese gran festejo unitario esconde una profunda división política. Nueve años antes, en la batalla de Lircay, los liberales fueron derrotados. Los venció, entre otros, ese mismo Bulnes que ahora regresa nuevamente triunfador. Entretanto, Diego Portales impuso con mano de hierro la república conservadora. Los jefes liberales fueron desterrados, sus subalternos quedaron arrinconados, silenciados y aislados. Vejados como si fueran locos.

Aquella tapia que separa por dentro las casas del relato representa una división política. El arco triunfal simboliza la unión. La tapia detiene; el arco invita a pasar. Pero hay truco: mientras ese arco es de utilería, la tapia es sólida.

El «loco» Estero, encerrado por su propia familia, es uno de aquellos liberales derrotados y humillados. El Ñato Díaz trata de rescatar a Estero y reparar las injusticias cometidas contra él. Sus motivaciones no son políticas. Pero, en la práctica, los generosos esfuerzos del Ñato unirán al «loco» con los «cuerdos» en una sola celebración. La mejor fiesta es la que reconcilia a vencedores y vencidos.

La narración avanza con entusiasmo. A veces, las intrigas menores desorientan. Blest es temerario, se mete en unos líos de folletín. Pero el argumento, en su conjunto, resiste. El tono fijado en las escenas iniciales se mantiene: las travesuras de los niños y los muchachos nimban el relato con un halo de ingenuidad luminosa.

 

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Al igual que Alberto Blest Gana, Benito Pérez Galdós falleció hace un siglo, en el año 1920. El mayor novelista español del xix y el mejor novelista chileno de la misma centuria coincidieron en sus citas con la parca; y no sólo en eso.

Similares a los protagonistas imaginados por Blest, varios personajes creados por Galdós se sueldan con nuestra memoria. Y algunos de ellos lucen, todavía, una vitalidad de la que muchas personas vivas carecen.

El joven Gabriel Araceli protagoniza la primera serie de los Episodios nacionales, compuesta por diez novelas. En cinco de esos libros Gabriel tiene casi la misma edad que el Ñato Díaz: diecisiete a dieciocho años.

Tanto ese Gabriel gaditano como el Ñato santiaguino son retoños tardíos de la estirpe del lazarillo de Tormes (o del linaje de Pablos, el buscón de Segovia con el que Gabriel se compara explícitamente). Los dos niños son huérfanos y de familias pobres o empobrecidas. Los dos adquieren la mejor parte de su educación en las calles. Y los dos tienen buena estrella, pues son acogidos por tutores viejos y cariñosos.

Al Ñato Díaz lo acogen: «dos tías viejas, a las que el espíritu picaresco del vecindario llamaba las lechuzas, el Ñato había gozado temprano de la absoluta libertad con que la gente de poca cuenta dejaba entonces vagar por las calles a sus hijos. Habíase conquistado una gran nombradía entre los pilluelos del contorno como eximio jugador a las chapitas. Sus riñas con los […] “pacos”, eran legendarias».[3]

Esa infancia del Ñato tiene semejanzas con la de Gabriel. Tras la muerte de sus padres, el héroe de Galdós creció vagabundeando por el puerto de Cádiz. «En aquella edad de miseria y vagancia, yo no me ocupaba más que en jugar junto a la mar o en correr por las calles».[4] Gabriel también lidera pandillas y con ellas organiza batallas de barquitos de juguete lanzados a un charco (similar al Ñato que lidera el izamiento y combate de volantines en los cielos de Santiago). Una mañana Gabriel está a punto de ser enrolado por la fuerza para servir en la marina, pero logra zafarse con la ayuda de un matrimonio viejo que lo ampara. Estos viejos, sin hijos, se encariñan con ese pergenio travieso e ingenioso y le proporcionan la educación formal que le falta.

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