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El español, lengua global. La economía

Capítulo 4: El español como instrumento 
de la internacionalización empresarial

Juan Carlos Jiménez y Aránzazu Narbona

«… todos los poetas antiguos escribieron en la lengua que mamaron la leche, y no fueron a buscar las estranjeras para declarar la alteza de sus conceptos; y siendo esto así, razón sería se estendiese esta costumbre por todas las naciones, y que no se desestimase el poeta alemán porque escribe en su lengua, ni el castellano, ni aun el vizcaíno que escribe en la suya».

Miguel de Cervantes,
Don Quijote de la Mancha, Parte II, cap. 16.

4.1. Introducción

Cuando se observa el espectacular salto de las empresas españolas a los mercados internacionales experimentado en poco más de una década, surgen evidentes cuestiones relacionadas con el porqué. Ciertamente, no tanto con el porqué del hecho en sí —similar al de otros países cuando han alcanzado la madurez económica precisa—, sino, más bien, con su desbordante magnitud en muy poco tiempo y su concentradísima inclinación, sobre todo en el momento decisivo del «despegue», en un conjunto de países tan físicamente distantes como próximos en afinidades históricas y culturales. Afinidades que comienzan por el común denominador más efectivo e integrador, la lengua.

Quede claro desde un principio, en todo caso, que no se pretende atribuir aquí toda —y ni siquiera quizá la mayor parte de— la razón de esta presencia empresarial de España en Iberoamérica al mero hecho de compartir el español. Para empezar, porque la lengua es indisociable de otras muchas afinidades que no siempre se pueden deslindar en el análisis. Pero es innegable que ha sido este, y sigue siendo, un gran factor favorecedor de los intercambios comerciales y, con mayor motivo, si cabe, del asentamiento físico de las empresas españolas dentro de las anchas fronteras del condominio hispánico. También, aunque de modo desigual, de lo que sucede en general en el ámbito iberoamericano, con el creciente fenómeno de las translatinas a la cabeza. Ponerle algunas cifras, siquiera tentativas, a la importancia del español en el comercio y en los flujos de inversión directa entre nuestros países, trascendiendo del caso concreto de España, por más que referente destacado del análisis, es el objeto de las breves páginas que siguen. En ellas se obviarán detalles técnicos que el lector interesado hallará en otras fuentes, en aras de quintaesenciar lo fundamental de la aportación de la lengua, del español, al ensanchamiento de las fronteras económicas de los países que disfrutamos de este vehículo de comunicación común, que se erige además en un intangible empresarial de primer orden.

De un modo muy resumido pueden enunciarse las tres cualidades principales de la lengua que potencian —como supo entrever Adam Smith en su Riqueza de las naciones— los intercambios económicos:

  • a) La lengua como bien de club que difunde externalidades de red (acumulados efectos indirectos sobre terceros que no son contemplados en la función de decisión de quien los genera) y permite, con ello, multiplicar el potencial comunicativo de una colectividad;
  • b) la lengua como reductora de los costes de transacción (aquellos en los que incurren los agentes para formalizar y cumplir los contratos, expresos o tácitos, sobre los que se fundamenta la actividad económica);
  • c) y la lengua —aunque esto no deje de ser una faceta de la cualidad anterior— como amortiguadora de la distancia psicológica entre los mercados, un concepto que remite a la Escuela sueca de Uppsala: compartir una lengua —compendio muchas veces de otras afinidades culturales e históricas— es un factor explicativo de la implantación de las empresas en otros mercados y de los propios movimientos migratorios, tan sensibles también a las posibilidades de inserción en el país de acogida.

Cada una de estas propiedades opera en sentidos distintos —ampliación del mercado, reducción de los costes, acercamiento personal—, pero en una misma dirección: el mayor y más fácil intercambio y la movilidad de los factores y recursos productivos, la gran fuente de riqueza individual y colectiva en las economías modernas.

El capítulo comienza situando al lector ante los dos factores explicativos esenciales en los que se fundamentan los modelos de gravedad que van a servir en estas páginas para dar la medida del valor del español. La esencia de estos modelos —conviene adelantarlo desde estas primeras líneas— puede resumirse de un modo muy conciso, trasladando a especificaciones econométricas la vieja idea de la cosmología newtoniana: dos países mantendrán unas relaciones económicas tanto más intensas cuanto mayor sea su tamaño y menor la distancia que los separa. No todo —al menos en economía— es tamaño y distancia física. La calidad institucional, por ejemplo, engrandece la potencia económica de los países pequeños, reduciendo, a contrario sensu, los flujos comerciales y de inversión que van o vienen de países en principio «grandes». De igual forma que los factores culturales compartidos —con la lengua a la cabeza— acortan de un modo muy efectivo las distancias físicas y diluyen las fronteras económicas que dificultan el acceso a los mercados exteriores de las empresas y de sus productos.

Siguiendo esta lógica, en el apartado que sigue se comenzará trazando un mapa sintético del PIB (el Producto Interior Bruto, la medida principal y más estándar de la potencia económica de un país o grupo de países) del español en el mundo, subrayando tanto su peso nada desdeñable como su condición de gran lengua internacional. A continuación, ya en el apartado 3, se examinará el papel de la distancia —física y, sobre todo, psicológica— en el marco de las trayectorias de la internacionalización empresarial, con el fin de introducir la importancia de la lengua tanto en los flujos de comercio como de inversión. El apartado 4 aborda una breve revisión de los principales enfoques y resultados de la literatura de los modelos de gravedad aplicados al estudio de los flujos económicos, como preámbulo, en los dos apartados siguientes, de lo que nuestro modelo, sobre bases novedosas respecto de los anteriores, aporta al estudio de la lengua, y del español en concreto, en el comercio internacional (apartado 5) y en los flujos de inversión directa extranjera (apartado 6). En ambos apartados la estructura es similar: una breve descripción de la evolución, en un caso del comercio y en el otro de la inversión directa, dentro de los países hispánicos a lo largo de la última década, con particular mención del caso de España, tan señalado en el segundo de estos aspectos; y un resumen de los principales resultados del modelo específicamente aplicado al efecto, con el análisis de algunos aspectos de particular relevancia en relación con el español. Por último, en el apartado final se recapitulan muy brevemente las principales conclusiones alcanzadas, así como aquellas cuestiones en las que debe seguirse profundizando.

4.2. El PIB del español en el mundo: un ancho mercado común

La potencia económica de un idioma depende esencialmente de dos factores. El primero, como en cualquier red de interacciones, es el número de sus «nudos» (hablantes) y su dinámica de crecimiento a lo largo del tiempo: el factor demográfico. Particularmente, tratándose de un bien de club generador, ya se ha dicho, de externalidades de red que multiplican sus efectos con el tamaño del club, esto es, con el número de sus «socios». Pero hay un segundo e importantísimo factor que tiene que ver con la intensidad de las interacciones que se establecen entre individuos y países. Así, cuando se habla de potencia económica, es la renta, la capacidad de compra de esos hablantes, lo que puede multiplicar verdaderamente los intercambios, las transacciones mutuas y con ello el mercado común —libre de los costes de transacción de las fronteras lingüísticas— que conforma toda lengua compartida.

El gráfico 1 ofrece una primera imagen —puramente demográfica— de la potencia del español, a partir de su presencia en un amplio número de países repartidos por todo el mundo, distinguiéndose, en su caso, el Grupo de Dominio Nativo (GDN) del de Competencia Limitada (GCL), según el reciente y bien trazado Atlas de la lengua española en el mundo, de Francisco Moreno y Jaime Otero (2008). Puede hablarse, a tenor de sus cifras, de un condominio lingüístico excepcional, conformado por cerca de 450 millones de hablantes en todo el mundo (439 calculados para el periodo 2000-2005, por lo que la cifra anterior es seguramente un redondeo modesto a estas alturas), repartidos por los cinco continentes, pero con muy mayoritaria presencia en América, donde reside algo más del 85 % de los hispanohablantes. La dinámica demográfica —y de progresión en Estados Unidos y Brasil— hace bueno el calificativo de «lengua americana» con el que ya se le distingue al español.

Sobre esta base de partida demográfica, en el gráfico 2 se realiza un ejercicio hipotético: atribuir a cada hispanohablante la renta per cápita de su país, con el fin de obtener, por agregación, una medida de la capacidad de compra actual de los hablantes de español en el mundo. Supuesto simple, pero realista, a tenor de la muy mayoritaria cobertura del español en los países donde es lengua oficial, que son, a su vez, los que concentran la parte fundamental del total hispanohablante (el Grupo de Dominio Nativo); y, en el único caso en que existe una evidencia de poco realismo en este supuesto, el de los cerca de 43 millones de hispanos de Estados Unidos, se cuenta con la cifra de 798 mil millones de dólares estimada para 2006 por el Selig Center for Economic Growth —y refrendada por los datos que ofrece la Oficina del Censo de Estados Unidos— como poder de compra del conjunto. Considérese, no obstante, que el concepto de renta per cápita utilizado para el resto de los países es una magnitud más amplia, y no estrictamente comparable, con este denominado poder de compra; y, por otro lado, la presencia de indocumentados hispanos (en torno a diez millones, según algunas fuentes) no está siendo considerada a estos efectos. La prueba de la prudente ponderación que aquí se hace de la contribución del universo hispano de Estados Unidos al «PIB del español» en el mundo es que esos 798 mil millones de dólares tan solo suponían, en 2006, el 5,9 % del PIB norteamericano (cuando su proporción en la población norteamericana se aproximaba, en esa fecha, al 15 %). En una estimación alternativa (1031 miles de millones de dólares: véase la nota al pie del gráfico 2), ello supondría el 7,7 % del PIB de Estados Unidos.

Pues bien, el resultado de estos cálculos para todo el conjunto de hispanohablantes en el mundo revela, con 2006 como año de referencia, una capacidad de compra global de 4,2 billones de dólares; 4,5 billones, en la estimación alternativa del «PIB del español» en Estados Unidos que acaba de apuntarse.

Al poner en relación el PIB global en manos de los hablantes de español a la altura de 2006 con la cifra de PIB mundial que ofrece el Banco Mundial para el mismo año de referencia (48,5 billones de dólares), se estaría, con la prudente estimación previa del «poder de compra» hispano en Estados Unidos, ante el 8,7 % del PIB mundial; y, con el factor de elevación antes explicado, ante el 9,2 %. Más, en todo caso, que el 7 % que suponen los hablantes hispanos dentro de la población mundial, si bien en las cifras previas hay que tener en cuenta las duplicidades —debidas al bilingüismo— que se producen, comenzando por los hispanos norteamericanos.

Otra cosa distinta es lo que significa ese «PIB del español», o ese «poder de compra en español».1 O, dicho de otro modo, en qué se materializa este desde el punto de vista económico. Porque, siendo un factor de potencial provecho, no es en modo alguno una medida realista —sino más bien hiperbólica— del valor económico de nuestra lengua. Lo es, si acaso, de algunas posibilidades, añadidas a las actuales, de aprovechamiento comercial, particularmente en las actividades más ligadas a la lengua y a la cultura en español.

El español, en todo caso, adquiere valor como lengua de relación internacional:2 y vale, ante todo, porque proporciona una «renta diferencial» en forma de mayores y menos costosos flujos de bienes, servicios, factores y recursos productivos entre un mayor número de países y de personas. Todo esto se refleja no en una, sino en múltiples dimensiones. Así, poseemos un activo —el español— que nos acerca a otros más de cuatrocientos millones de personas, y que se traduce, de hecho, en mayores niveles de intercambio comercial dentro de nuestros países. Es, además, una lengua de trabajo útil, tanto para empresas de dimensión internacional que operan y hacen negocios sin trabas lingüísticas en una veintena, al menos, de países, como para centenares de miles de emigrantes que se mueven (y se establecen más fácil y ampliamente por el mundo) gracias al español compartido. Y es, en fin, una lengua que potencia muy directamente industrias, comenzando por las culturales y de la enseñanza, además de las telecomunicaciones, de gran dinamismo en el mundo actual, y fuente de riqueza y de empleo. Todo esto, empero, no es más que un punto de partida sobre el que hacer valer las potencialidades de nuestra lengua común. Su innegable carácter de gran lengua de relación internacional —tras el inglés, como es lógico, pero por delante del chino, al que aventaja en cosmopolitismo y unicidad, y «segunda lengua» de aprendizaje preferida en todo el mundo—, confiere al español, junto a su pujante vitalidad, una dimensión añadida de su potencial económico. Esta es, en definitiva, la perspectiva que aquí se sigue.

4.3. Lengua, factores culturales y distancia

La proximidad es un factor de indudable importancia a la hora de trenzar relaciones económicas, ya sea dentro de las fronteras de un país, ya sea entre estos. Por supuesto, los costes de transporte imponen barreras al comercio de bienes o al desplazamiento de las personas en función de la distancia física y de los accidentes geográficos, pero también de los medios e infraestructuras disponibles para desplazarse (factores todos ellos que modulan la distancia en términos de tiempo y, de ahí, de coste). En el caso de los intercambios internacionales, barreras arancelarias y administrativas de todo tipo pueden dificultar —y, de hecho, lo hacen— los movimientos de factores y productos, añadiendo distancia, podría decirse así, a los respectivos mercados.

Pero hay otro tipo de costes fundamentales para el intercambio: los costes de transacción. Son los que implican las tareas de información, negociación, seguimiento y garantía en los que incurren los agentes para formalizar y cumplir los contratos, ya sean expresos o tácitos, sobre los que se fundamenta la actividad económica. De igual modo que una moneda común reduce los costes de transacción de los flujos económicos que requieren una contrapartida monetaria, favoreciendo así la conexión de los mercados y activando los intercambios, una lengua común ejerce una parecida función reductora de los costes de transacción, deshaciendo las barreras comunicativas.3 Pero es que, además, la lengua se erige en un «puente» que acorta la distancia en términos psicológicos entre individuos y países: frente a la barrera separadora de la distancia física y de las fronteras administrativas, una lengua común, y tanto más cuanto mayores sean los vínculos históricos y culturales que esa comunidad de lengua encierra, propiciará entornos de afinidad, haciendo que la distancia percibida para entrar en otro mercado sea menor de lo que puedan indicar las coordenadas geodésicas. Distancia psicológica y lengua se entrelazan, así, en la explicación de los flujos económicos.

Esto es cierto tanto para los movimientos comerciales como para aquellos otros, de tipo financiero, que implican el asentamiento de las empresas en otros países (y, por supuesto, para los movimientos migratorios, que son objeto de atención, desde este mismo punto de vista del factor lingüístico, en otra contribución a esta obra). Una lengua común facilita la información sobre las oportunidades económicas en otros países; hace más fácilmente asimilables y comprensibles los estándares legales y contractuales; y crea, en fin, redes de confianza e identidad cultural.4 Aproxima, en una palabra.

La lengua incide —en grados distintos, como es lógico, según los casos— en los procesos de internacionalización empresarial. Esto es, en la dinámica a través de la cual las empresas de cada uno de los países establecen sus vínculos con los mercados internacionales, buscando rentabilizar sus ventajas específicas más allá del mercado nacional. Las fórmulas son variadas, y abarcan desde la exportación —ocasional o sistemática, con o sin redes propias— hasta la inversión directa en el exterior —esto es, desplazando capacidades productivas—, pasando por la concesión de licencias o franquicias a otras empresas. Caben, por supuesto, fórmulas mixtas, de igual modo que puede dibujarse una secuencia general en las trayectorias de internacionalización empresarial, que comenzaría —según las teorías gradualistas— por la exportación indirecta, y culminaría con el establecimiento de filiales de producción en el exterior, a medida que mejora el grado de conocimiento de los mercados foráneos. Por supuesto, los factores que inciden en este proceso son múltiples, y sobre ellos se ha desarrollado una amplia literatura, que escapa al objeto de estas páginas. Pero disponer de una lengua compartida con otros países —en definitiva, una ventaja específica que puede rentabilizarse fuera del mercado nacional— se erige, en conjunción con esos otros factores, en un elemento dinamizador (y geográficamente orientador) de la proyección exterior de las empresas.5

De hecho, el concepto de distancia psicológica cuenta ya con una cierta tradición dentro de los modelos explicativos de la internacionalización empresarial, de la mano de la Escuela sueca de Uppsala, para cuyos autores las empresas dirigen inicialmente su estrategia de internacionalización hacia los mercados «psicológicamente» más cercanos.6 Pues bien, la lengua común —y el sustrato cultural y de relación histórica, más amplio, que hay normalmente detrás de ella— ha sido reconocido, dentro de estas teorías, como un factor importante a la hora de emprender la senda de la internacionalización, al acortar la distancia psicológica con la que los empresarios examinan unos y otros mercados y deciden a cuál de ellos comenzar a exportar, o en cuál establecerse primero.7

Lo complicado, no obstante, es cuantificar la importancia concreta de la lengua —que será distinta, además, en cada caso— como factor de aproximación psicológica. La lengua se subsume e interactúa dentro de un conjunto más amplio de factores, los culturales. Es, en gran medida, materia prima de la cultura y gran vehículo de su transmisión.8 En los modelos económicos que analizan los determinantes de los flujos comerciales y de inversión, la lengua, de ser tenida en cuenta, no deja de ser una variable dicotómica (0,1: diferente, común), lo que no solo es una muy forzada simplificación,9 sino que muchas veces viene a condensar todo un conjunto de factores históricos y culturales de interrelación casi inextricables en el análisis. En otras ocasiones, sí se formulan indicadores de «distancia cultural», cuya conexión con la lengua es evidente, aunque esta quede fuera de las variables consideradas.

Es el caso de los indicadores de «distancia cultural» más conocidos y empleados en la literatura económica, los de Geert Hofstede (1980)10 que tratan de captar algunas diferencias entre los distintos modos de vida y de costumbres que hay detrás de las plurales identidades culturales de un amplio conjunto de países. La forma de incorporarlos a los modelos ha sido, comúnmente, a través del índice sintético elaborado por Kogut y Singh, que promedian las cuatro dimensiones cuantificables de Hofstede.11 Pero estamos aún lejos de una respuesta satisfactoria.12

Algunos autores, como Portes y Rey (2005), consideran que esta distancia cultural se puede asemejar a las barreras que se derivan de una falta de información sobre los mercados exteriores. La distancia física está correlacionada positivamente con la asimetría de información y, por tanto, nos dicen, «la distancia geográfica es una barrera a la interacción entre agentes económicos, y en general, a los intercambios culturales».

Más recientemente han aparecido otros trabajos que emplean, además de estas variables culturales, otras orientadas a identificar un aspecto más difícil de concretar: la proximidad cultural entre los consumidores de los países. Valorando en qué medida los ciudadanos de cada país se sienten atraídos por la imagen que tienen de otros países (y de sus productos), puede examinarse en qué medida eso se traduce en un estímulo de sus intercambios bilaterales.13

Los también recientes trabajos de Guiso, Sapienza y Zingales (2004 y 2006), centrados en la relación entre cultura y comercio, añaden otros matices de interés a esta perspectiva. Parten, para ello, de examinar empíricamente —a partir, entre otras fuentes, del Eurobarómetro— el grado de confianza de los ciudadanos de unos países en los de otros, comprobando que este tiene que ver con las características objetivas de cada país, pero también con aspectos culturales como la religión, los conflictos históricos previos o las similitudes étnicas. Y obtienen que hay una relación directa entre los niveles de confianza mutuos y el intercambio internacional en sus diversas formas, del comercial al financiero, y tanto de inversiones directas como de cartera, resultado que aparece particularmente robusto cuando esa confianza es instrumentada con sus determinantes culturales. Concluyen, así, que «la cultura desempeña un papel esencial en la conformación de la confianza [y, por tanto, cabe añadir aquí, de las prioridades], más allá de lo que las consideraciones objetivas justificarían», de tal modo que «las percepciones enraizadas en la cultura son determinantes importantes (y generalmente omitidos) del intercambio económico». Adviértase, aunque estos autores no la incluyen en sus análisis, que la lengua común es, en todo caso, un elemento esencial para trenzar la confianza, el capital social, no solo dentro de una comunidad nacional, sino a escala internacional.

En suma: la lengua es un reconocido factor de aproximación o distanciamiento económico, según sea compartida o no por los habitantes de unos u otros países. Un reciente texto de la OCDE (2008) lo expresa con toda claridad, en referencia tanto al comercio como a las inversiones directas: «Una lengua común provee una herramienta de comunicación y permite, igualmente, un mejor conocimiento de las normas culturales, en la medida en que una lengua refleja diversos aspectos de la cultura. A través tanto de la comunicación directa como de los canales culturales, una lengua común contribuye a facilitar el comercio entre los países y el desarrollo de proyectos conjuntos. (…) La comunicación personal también afecta a la inversión directa extranjera, debido a que reduce la asimetría de información entre los interlocutores nacionales y extranjeros (…)».

La incorporación de esta variable «lengua» a los modelos plantea, no obstante, dos problemas esenciales a los que ya se ha aludido en las páginas previas: uno, de definición en términos dicotómicos (lengua común sí o no), cuando la realidad es mucho más compleja; otro, de deslindamiento respecto de otros factores culturales (e institucionales) con los que forma normalmente un todo inextricable. Se aborda en los epígrafes siguientes cómo la lengua común, y en concreto el español, puede incorporarse a los modelos económicos, aun con estas limitaciones, para tratar de cuantificar su importancia en la dirección y cuantía de los flujos de comercio e inversión directa entre los países.

4.4. Los modelos de gravedad aplicados al estudio de los flujos económicos

Los modelos gravitatorios —así se llaman también en economía los inspirados en la fórmula de Newton— han sido aplicados al estudio de los determinantes del comercio y las inversiones internacionales. Los flujos de intercambio bilateral entre cada par de países de los que se dispone de información se hacen depender de un conjunto de otras variables, comenzando por las dos grandes fuerzas básicas de atracción gravitatoria: el peso económico de los países y la distancia que los separa. Si dos cuerpos celestes se atraen en proporción directa a sus masas respectivas, e inversa al cuadrado de la distancia que los separa, algo parecido sucede con los intercambios internacionales: dos países grandes y próximos intercambiarán más, en principio, que dos países pequeños y alejados.

En economía, sin embargo, los modelos deben incorporar otras variables que modulan, según el caso, el resultado final. Así, compartir una frontera o formar parte de un mismo bloque de integración económica regional son factores que estimulan los intercambios, más allá del tamaño económico de los países o de los kilómetros que los separan. De igual modo, la lengua —compartir un mismo idioma— debe ser considerada, a tenor de los argumentos antes esgrimidos, como una variable que influye en la intensidad de los flujos económicos; un idioma común suele encerrar en sí otros muchos elementos que tienen que ver con la identidad —y la afinidad— cultural, lo que no deja ser, tal y como antes se señaló, un factor de distancia: de «distancia psicológica». Todas estas variables, junto a otras de tipo histórico-cultural o de calidad institucional, igualmente claves en el sentido e intensidad de los flujos de comercio y de inversión, se incorporan comúnmente a estos modelos de gravedad.14 El objeto es llegar a conocer con ellos, del modo más aquilatado posible, el efecto de cada uno de esos factores en la determinación de los flujos internacionales.

La aplicación fundamental de estos modelos se ha desarrollado, hasta ahora, en el terreno del comercio internacional. No obstante, hay ya, igualmente, una línea ya asentada de trabajos referidos también a los flujos de inversión directa en el exterior entre los países. Parece lógico que, no siendo la distancia una variable tan decisiva, a priori, en los intercambios financieros como en los de mercancías, un tipo de modelos como estos haya seguido esta tendencia. Pero no puede tampoco dejar de considerarse que comercio e inversión, siendo dos facetas de la internacionalización empresarial, son también dos fases comúnmente sucesivas, al menos para muchas empresas, de su proyección exterior, tal y como proponen las teorías gradualistas. Otra cosa es que, a nivel macroeconómico de los países, su madurez económica suela ir acompañada no de un efecto sustitución entre ambos tipos de flujos, sino de un acumulado progreso de ambos, a medida que nuevas unidades se incorporan, por la base del tejido empresarial, a la internacionalización. Y otro elemento muy importante que refuerza la consideración conjunta, a través de los modelos gravitatorios, del comercio y la inversión directa: la menor «distancia psicológica» que procura la lengua común (y las ventajas en términos de reducción de los costes de transacción en la organización interna de las empresas)15 es, a fortiori, mayor en el segundo caso que en el primero. De ahí el enfoque de estas páginas.

Comenzando por el primero de esos dos flujos económicos, hay ya un amplio número de trabajos basados en modelos de gravedad aplicados a los determinantes del comercio internacional. Por lo general, sin un interés específico por la lengua dentro de estos, pero sí incluyéndola, junto a otros factores, entre las variables explicativas a considerar. El compartir una lengua, una religión o unos vínculos históricos determinados se han revelado como factores que potencian el comercio entre dos países, y así ha quedado patente en diversos trabajos que han considerado la cercanía cultural como un determinante de los flujos comerciales en los modelos gravitatorios.16 Así, el hecho de compartir un mismo idioma, pertenecer a un mismo bloque regional, profesar la misma religión o haber estado vinculados históricamente por lazos coloniales —ya sea porque los países en cuestión hayan mantenido una relación colonial, o bien porque hayan compartido un mismo país colonizador—,17 esto es, cuando las dummies «culturales» toman el valor uno, son factores que potencian los flujos comerciales bilaterales entre los países, obteniéndose coeficientes positivos (obviamente, con resultados diversos según los casos y los trabajos), en las ecuaciones de gravedad estimadas.

En concreto, cuando se incorpora la variable lingüística en la ecuación de gravedad se espera un resultado a priori positivo, es decir, que cuando dos países comparten un mismo idioma, esto debe favorecer los intercambios comerciales entre ambos.18 Pues bien: la importancia de un idioma común como estímulo del comercio entre países es tal que, incluso en algunos trabajos cuyo objetivo inicial era identificar la relevancia de otras variables económicas, y no el idioma en sí, se ha evidenciado que esta cercanía lingüística era más fuerte, como elemento de atracción, que la propia variable a contrastar. Este ha sido el caso, por ejemplo, de los trabajos de Narbona (2005) y de Suárez Burguet et ál. (2006). En el primer caso, la ecuación de gravedad definida tenía por objetivo evaluar el efecto positivo de la integración regional (Mercosur, en concreto) sobre los flujos comerciales de los países. Tras realizar diversas especificaciones del modelo, la autora concluye que la afinidad cultural —aproximada por la lengua— estimula el comercio en torno al 150 %, y la pertenencia al mismo bloque tan solo en un 10 %.19 La aportación de estos factores es positiva en cualquiera de las especificaciones empleadas en el modelo, actuando ambos, lengua común y desarme arancelario, como motores de los intercambios comerciales bilaterales. Con todo, destaca muy notablemente el hecho de compartir un idioma.

Suárez Burguet et ál. (2006), por su parte, que intentan valorar la importancia de los costes de transporte sobre el comercio internacional, concluyen, sin embargo, que hablar una misma lengua es la variable más importante a la hora de explicar dichos flujos, más incluso que la dimensión económica o los propios fletes de transporte. Hablar el mismo idioma se traduce en un aumento del volumen de comercio del 52 % y supone un estímulo mayor al generado por el hecho de comerciar entre países grandes, con mayor población.

En estos estudios, como en la mayoría de los que han utilizado los modelos gravitatorios para examinar el comercio, se define una estrategia por etapas, partiendo de una ecuación de gravedad básica —incluyendo el idioma común como principal reflejo de la similitud etnocultural entre dos países—, para añadir más tarde otras variables que reflejen esa semejanza cultural. Lo normal es que en la primera de dichas estimaciones el coeficiente obtenido por la lengua sea el más alto, y luego, a medida que se consideran el resto de las variables, este efecto —así como su significación— se vaya aquilatando. En las regresiones del trabajo de Linders et ál. (2005), por ejemplo, la importancia de hablar un mismo idioma se va reduciendo a medida que se incorpora la existencia de vínculos familiares y la pertenencia a una misma religión. Inicialmente, compartir un idioma aumenta el comercio un 197,4 %; en tanto que en la especificación más completa del modelo ese efecto se reduce hasta un 32,3 %, apareciendo entonces que los vínculos históricos estimulan el comercio en un 166,4 %, y profesar la misma religión un 22,1 %.

Finalmente, si bien no se trata de una relación con ánimo exhaustivo, cabe señalar el trabajo de Keith Walsh (2006), que subraya cómo, en su modelo de gravedad, «el PIB per cápita de los países exportadores e importadores y la lengua común se revelan como los determinantes más importantes del comercio entre dos países». Cabe esperar, además, que este efecto de la lengua resulte «particularmente fuerte en los servicios, donde la lengua común debería facilitar en gran medida muchas transacciones». Esto es lo que concluyen empíricamente, con distintos modelos, tanto Lennon (2006) como Kox y Nordås (2007), sobre una amplia base de países de la OCDE.20

También puede darse cuenta, junto a esta del comercio, de una creciente literatura, basada en los modelos de gravedad, que relaciona la lengua con la inversión directa exterior. Los modelos de gravedad, una vez incorporadas las variables básicas de control, permiten incluir también en este caso variables que cuantifican la importancia de la cercanía cultural entre cada dos países —y singularmente de la lengua— como determinante de los flujos bilaterales de capital entre ellos.

Stulz y Williamson (2003) señalan tres canales a través de los cuales la cultura puede afectar a las finanzas de un país. Primero, los valores que predominan en cada país dependen de su cultura (y afectan a aspectos como la propensión a tomar dinero a préstamo o a cargar intereses en estos). Segundo, la cultura afecta a las instituciones, como sucede con el sistema legal de los países. Y, tercero, la cultura va a afectar al empleo de los recursos de una sociedad. Estos tres factores condicionan en gran medida los flujos de capital que un país canaliza hacia otros, y en función de esa cercanía cultural.

Los factores culturales han sido analizados por algunos autores —mediante el empleo de ecuaciones de gravedad— como desencadenantes por parte de las empresas de la elección del tipo de operación de entrada al país de destino. Kogut y Singh (1988), en concreto, parten de la siguiente hipótesis: cuanto más distantes culturalmente sean dos países, más distantes serán sus organizaciones y mayores serán los costes percibidos por los empresarios a la hora de entrar en esos mercados, de manera que elegirán formas de entrada menos arriesgadas, tales como una joint-venture, en vez de la adquisición de una empresa local. Estos autores, ya se ha dicho, emplearon la base de datos de Geert Hofstede para construir un indicador agregado de distancia cultural. En su trabajo concluyen —aunque admiten la necesidad de seguir estudiando todos estos factores— que la distancia cultural aumenta la probabilidad de escoger una joint-venture frente a las adquisiciones, y que este factor es estadísticamente significativo al 99 %.

Portes y Rey (2005) plantean un modelo de gravedad con datos de panel para 14 países a lo largo del periodo 1989-1996, y analizan los flujos de inversión internacional en acciones (equity flows). La variable estimada es el conjunto de las transacciones de compra-venta de acciones internacionales que quedan explicadas en función de las masas económicas de los países y de otras variables que tratan de capturar el efecto de la asimetría de la información. La primera de ellas es la distancia geográfica que separa a dichos países; la segunda, un conjunto de variables referidas a la transmisión de la información (como las llamadas de teléfono) y un índice que mide directamente el grado de asimetría de la información entre los inversores nacionales y extranjeros (index of insider trading). Concluyen que las variables del nivel de información determinan en mayor medida aquellas transacciones de activos financieros con un mayor contenido de información (acciones y bonos corporativos) que las de aquellos otros activos con bajo contenido de información (bonos del Estado). El componente geográfico de la ecuación de gravedad se revela como uno de los determinantes más importantes de los flujos de capital entre países, ya que los mercados internacionales presentan asimetrías de información y efectos similares que condicionan en gran medida el destino de dichas inversiones. Ello puede explicar en algunos casos el sesgo «nacional» de las inversiones, es decir, hacia mercados mejor conocidos, de los que se tiene más información y más próximos culturalmente.

En esta misma línea, Loungani et ál. (2002) modelan los flujos bilaterales de inversión directa exterior utilizando no solo el tráfico de llamadas bilaterales entre dos países, sino también la densidad telefónica, como determinantes fundamentales de la habilidad para comunicarse que tienen dos países distantes que van a realizar transacciones económicas. Incorporan en la ecuación de gravedad estos factores como aproximativas (proxies) de la «distancia transaccional» entre los países, concepto que engloba «más que los costes de transporte y la distancia física que los separa, los mayores costes de búsqueda de información del socio involucrado».

Los ya citados Guiso, Sapienza y Zingales (2004) valoran la importancia de la variable «confianza» en los intercambios económicos entre cada dos países europeos, y lo hacen con respecto a los flujos bilaterales de comercio, de inversión directa extranjera (en donde el inversor extranjero posee al menos el 10 % del capital social de la empresa nacional en la que participa) y de inversiones de cartera. En este trabajo, además de incluir las variables básicas de un modelo de gravedad (PIB, distancia geográfica, frontera común, idioma común) incorporan otras variables aproximativas para medir el nivel de información que se tiene del país extranjero, así como la proximidad cultural. Entre las primeras se incluyen los costes de transporte, medidos a través de las cuotas que pagan las compañías navieras como flete para sus productos,21 el nivel de información o cobertura de prensa (Portes y Rey, 2005) y el origen legal de los países (La Porta et ál., 1998). En el segundo grupo de variables se identifican las guerras entre cada dos países a lo largo del último milenio, la religión común,22 la distancia genética o similitud de origen étnico y la distancia somática o similitud en la apariencia física. Estos autores concluyen que, en cualquier caso, el grado de desconfianza entre los países es una barrera para sus intercambios económicos (flujos de bienes o flujos de capitales), si bien, en el caso de la inversión directa, el impacto de esta variable es dos veces más importante que en el caso de los intercambios comerciales. Cabe igualmente subrayar que los costes de transporte afectan indirectamente a la inversión directa exterior, ya que el signo del coeficiente estimado es positivo, mostrando que esta puede ser un sustitutivo de las exportaciones (que se ven frenadas por mayores costes de transporte).

En otro interesante trabajo, donde se analizan las inversiones directas en el exterior de un conjunto de 45 países de la OCDE durante casi dos décadas (1981-1998), Razin et ál. (2003) subrayan la importancia del nivel de educación y del nivel de desarrollo de los países involucrados en el intercambio de flujos de capital como determinantes de la dirección con que estos se realizan. Incluyen estas dos variables en su modelo de gravedad, además del resto de variables gravitatorias tradicionales (PIB, población, distancia física y lengua). Encuentran que estos factores determinan un patrón respecto a la dirección de dichos flujos de inversión. A mayor nivel de formación del país receptor, mayor es el número de países de los cuales recibe inversión directa. Recalcan, en fin, la importancia del nivel de desarrollo del país receptor de la inversión directa para mejorar su atractivo y credibilidad para los inversores extranjeros.

Así pues, la lengua —o variables muy estrechamente relacionadas con ella— ha sido incorporada a modelos de gravedad para tratar de cuantificar su efecto tanto en los flujos de comercio como de inversión directa entre países, con resultados que avalan, en una u otra medida, según los casos, su importancia.

Pero si la lengua, además de reducir costes de transacción fundamentales en los flujos económicos internacionales, es un «bien de club», como se ha señalado, generador de externalidades de red que se multiplican con el número de sus socios, el tamaño del club —como sucede ventajosamente con el español— no puede ser ni mucho menos indiferente a los resultados que se obtengan. Así, los dos epígrafes que siguen resumen algunos de los principales resultados obtenidos de la aplicación de modelos de gravedad específicamente orientados a determinar cuantitativamente la importancia del español, tanto en los flujos de comercio como en los de inversión directa en el exterior.

Estas modelizaciones propias —sobre una base de datos de panel— han partido, en cada caso, de una especificación econométrica similar a la definida en la nota 12, en un caso con los flujos bilaterales de comercio como variable dependiente y en otro con los flujos de inversión directa exterior (IDE). Las hipótesis a contrastar en ambas aplicaciones de los modelos de gravedad aparecen resumidas en los cuadros 1 y 2. Por supuesto, las respectivas hipótesis H5 y H3, referidas al efecto de la distancia lingüística sobre los flujos comerciales y de capital, respectivamente, son las claves a los efectos que aquí interesan.

Aunque sobre bases de datos en buena parte comunes para ambas modelizaciones,23 la disponibilidad de información ha conformado grupos de países y periodos temporales algo distintos en cada caso. El modelo de gravedad referido a los determinantes de los flujos bilaterales de comercio internacional abarca 51 países para el periodo 1996-2004. El referido a los flujos de inversión directa exterior comprende 27 países, para 1996-2002. Destáquese, en todo caso, que el subconjunto de países de habla hispana se mantiene en gran parte común en ambos casos: Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador, España, México, Perú y Venezuela, en el caso del modelo de IDE, a los que se añaden Paraguay y Uruguay en el modelo de los flujos comerciales.

Cuadro 1: Lengua y comercio: hipótesis a contrastar y origen de su justificación
Hipótesis Origen
H1: El flujo comercial entre dos países es una función positiva del tamaño económico de los países (PIB en PPC o Población). Modelo de gravedad
H2: La diferencia en el nivel de desarrollo de los países potencia el comercio inter-industrial entre países (diferencias de PIB per cápita). Hipótesis de Linder
H3: El flujo comercial entre dos países es una función negativa de la distancia física que los separa. Modelo de gravedad
H4: El flujo comercial entre dos países es una función positiva de la contigüidad de los países (si comparten una frontera física). Modelo de gravedad
H5: El flujo comercial entre dos países es una función negativa de la distancia lingüística que los separa. Modelo de gravedad
H6: La pertenencia a un mismo bloque regional estimula los intercambios comerciales. Justificación empírica
H7: La vinculación histórica y colonial entre los países ha potenciado los flujos comerciales bilaterales. Justificación empírica
H8: La afinidad religiosa entre ambos países potencia los flujos comerciales bilaterales. Justificación empírica
H9: La distancia institucional entre dos países tiene un efecto negativo sobre su comercio bilateral. Justificación empírica
H10: La calidad de las instituciones en ambos socios comerciales potencia los flujos comerciales. Justificación empírica
H11: La distancia cultural entre los países desincentiva los intercambios comerciales entre ambos. Justificación empírica

Fuente: Elaboración propia.

Cuadro 2: Lengua e IDE: hipótesis a contrastar y origen de su justificación
Hipótesis Origen
H1: Los flujos de capital entre dos países son una función positiva de su tamaño económico (PIB o población). Modelo de gravedad
H2: Los flujos de capital entre dos países son una función negativa de la distancia física que los separa. Modelo de gravedad
H3: Los flujos de capital entre dos países son una función negativa de la distancia lingüística que los separa. Modelo de gravedad
H4: Los flujos de capital entre dos países son una función positiva del stock previo de capital entre ambos. Justificación empírica
H5: Los flujos de capital entre dos países son una función positiva del flujo comercial entre ambos. Justificación empírica
H6: La calidad y cercanía institucional potencian los flujos bilaterales de capital entre los países. Justificación empírica
H7: La cercanía cultural entre dos países potencia los flujos bilaterales de capital. Justificación empírica

Fuente: Elaboración propia.

4.5. El español en el comercio internacional

Sin necesidad de grandes modelizaciones empíricas, el español se apunta, a partir de unos simples datos descriptivos iniciales, como un poderoso impulsor de los intercambios comerciales en el mundo. España, por ejemplo, comercia con los países americanos de habla hispana más del doble que lo hace Italia, casi dos veces y media más que Alemania, y en torno al triple que el Reino Unido o Francia (gráfico 3). En varios países americanos de habla hispana España es, además, el primer socio comercial europeo.24 Por supuesto, la lengua no es el único factor explicativo de este marcado sesgo, pero sí es —tiene que serlo— un elemento catalizador de las relaciones comerciales con Iberoamérica. Y los modelos de gravedad —ahora sí— pueden ayudar a fundamentar esta afirmación y a aquilatar ese efecto.

La lengua común, de acuerdo con los cálculos de Jiménez y Narbona (2008) basados en la aplicación de modelos gravitatorios, aparece, en efecto, como un determinante esencial del comercio bilateral entre los países: en unas u otras especificaciones del modelo, esta variable supone un factor multiplicativo del comercio entre los países que la comparten en torno del 190 %. Lo que se ha hecho a partir de aquí, y de un modo novedoso en la literatura, es tratar de determinar cuánto vale el español, es decir, cuánto potencia esta lengua los intercambios internacionales entre los países que la comparten, en comparación con otras lenguas.25

A nuestros efectos, la comparación esencial es la que puede establecerse entre el español y el inglés. Al desglosar los efectos respectivos del español y del inglés —como lengua común de los países— sobre los flujos de comercio, resulta que compartir el español, controlados los otros factores incluidos en el modelo, aumenta el comercio bilateral en un 286 %, en tanto que compartir el inglés lo hace sólo en un 237 %. En ambos casos, manteniendo un altísimo grado de significatividad estadística, y también sensiblemente por encima de lo que suponía la variable genérica lengua común, de donde cabe deducir la destacada importancia comercial de ambas lenguas (gráfico 4).

Parece, pues, a tenor de este resultado empírico, que el idioma común es una variable más importante para explicar el comercio bilateral entre los países de habla hispana que entre los anglosajones. Todo ello, manteniendo en el modelo las otras variables, además de la lengua, capaces de captar la afinidad cultural e histórica solapada a la lingüística, con el fin de que no todo se le atribuya a la lengua: estas variables son la relación colonial previa, la religión común y la distancia cultural, a partir de los ya citados indicadores de Hofstede.

La razón de este mayor peso diferencial del español —respecto del inglés— como determinante del comercio entre los países que lo hablan como lengua oficial puede deberse a que en los países anglosajones considerados en la muestra, varios de ellos de muy alto nivel de renta per cápita y con otras muchas afinidades culturales, la lengua es una variable menos decisiva, proporcionalmente, que en los países hispanos. Estos, por lo común de un nivel de renta intermedio-bajo a escala internacional, tienen en la lengua un poderoso argumento comercial y reductor de sus costes de transacción.

La introducción en el modelo, sobre la delimitación previa del español y el inglés, de las variables institucionales de «calidad» y «buen gobierno»,26 además de las culturales, produce un resultado sorprendente en apariencia —y que precisa quizá de una mayor maduración—, pero no ilógico, a la luz de otra carencia, en términos de calidad institucional, de los países de habla hispana, en general. La inclusión de todas las variables en el modelo no altera en principio el peso aproximado que tiene la lengua común en la explicación del comercio bilateral, que sigue en torno del 190 %. Pero, al aislar este efecto para las dos lenguas, el español se dispara por encima del 400 %, en tanto que el inglés se modera hasta situarse cerca del 140 %.

Cuando se realiza una elemental estadística descriptiva de cómo la variable que representa la calidad institucional se distribuye internacionalmente, se observa cómo en el ámbito del español las carencias en este terreno son más que evidentes: la mayor parte de nuestros países está por debajo del promedio, cuando no en los puestos finales de la lista. Si se tiene en cuenta que la calidad institucional es una variable básica a la hora de explicar el volumen de los intercambios bilaterales a escala mundial, al incluir esta en el modelo, lo que parece estar reflejando es que entre los países de habla hispana comercian a pesar de sus deficiencias en este terreno. Y que la lengua común se erige en un factor de cohesión que, en realidad, está supliendo otras carencias de los países hispanohablantes.

España es, en todo caso, dentro del condominio lingüístico del español, un país de específicas características. Por su nivel de renta —y de calidad institucional, por debajo de la media de los países anglosajones de la muestra, pero por delante de la mayoría de los hispanos—, y también por su posición geográfica, más distante de cualquiera de los países hispanoamericanos de lo que cada dos de estos lo están entre sí, y sin frontera común con ninguno de ellos, sino con el Atlántico por medio. Pues bien, observado desde España, los cálculos previos acerca de la potencia comercial del español no pueden sorprender.

Las proporciones del gráfico 4, al contemplarlas ahora de nuevo, se mueven en los órdenes de magnitud detectados en el modelo como factores de multiplicación del comercio debidos al español como lengua común, en particular cuando la calidad institucional —como sucede con España, en relación con el promedio mundial— no es un obstáculo. Un notable peso comercial, al menos en términos relativos, que no se justifica, puede añadirse, ni por la dimensión económica ni por el nivel de renta relativa de España, y que ha de tener parte importante de su explicación en los factores culturales de identidad común, con la lengua como gran aglutinante económico.

En suma, lo que dice nuestro modelo es que un conjunto de países como los de habla hispana nunca comerciarían en la proporción que lo hacen si no fuera por un gran factor de «proximidad»: un sustrato cultural e histórico común, concretado de un modo muy particular en la lengua.

4.6. El español en los flujos de inversión directa en el exterior

En paralelo a como se argumentó antes con el comercio, pero en este caso de un modo si cabe más palmario, solo la lengua común puede explicar, igualmente, la magnitud de los flujos de inversión directa dirigidos desde España hacia Iberoamérica en los años del gran salto al exterior de las empresas españolas (gráfico 5). En este tipo de flujos financieros, los menos sujetos a los condicionantes especulativos y más ligados al compromiso duradero con los países de destino, la comunidad de lengua ha desempeñado un papel determinante en los últimos años. No porque antes no existiera este factor; lo que no había era la capacidad de internacionalización y proyección exterior que mostraron las empresas españolas desde el decenio de 1990. Cuando estas se dieron, Iberoamérica fue el destino fundamentalmente elegido.

Esta circunstancia, dentro de ciertos límites, no hubiera tenido quizá mucho de particular.27 Pero lo sorprendente fue su magnitud;28 en unos años en que las empresas españolas emprendieron un proceso de internacionalización sin precedentes a través de su establecimiento en otros países, Iberoamérica concentró más del 60 % de esos cuantiosísimos flujos netos de inversión directa española en el exterior (gráfico 6, que abarca el periodo 1993-1999, y muestra la orientación sectorial de esas inversiones, en sectores en los que la lengua común es su objeto esencial —telecomunicaciones—, o bien en los que esta favorece la interlocución y la confianza en servicios de gran proximidad con el cliente, como la banca y, hasta cierto punto, la energía, en lo que tiene que ver con su comercialización).

Algunas cifras, pese a su sencillez, son rotundas. En términos de inversión, América Latina ha representado para España, tomando ahora el periodo 1992-2003, y con los datos de la UNCTAD, doce veces más, dentro del total de sus inversiones directas en el exterior, que para el promedio de sus tres grandes vecinos europeos: Francia, Reino Unido y Alemania. La proporción es si cabe más abrumadora si se centra en los años del gran salto de nuestras empresas a Iberoamérica, en la segunda mitad del decenio de 1990: diecisiete veces más, en promedio respecto de esos otros tres países. España se ha erigido no solo, y a gran distancia, en el primer inversor europeo en Iberoamérica,29 sino también en el segundo inversor mundial, apenas por detrás —algún año, incluso, lo fue por delante— de Estados Unidos. Y un dato que tampoco debe pasar desapercibido: dentro de la menor cuantía de las inversiones recibidas por España desde América Latina —lo que es en cierta medida lógico, en unos flujos muy ligados al nivel de desarrollo de los países emisores—, estas suponen (tomando como referencia 1999-2003), dentro del total de las recibidas de todo el mundo, dos veces y media más que en el promedio franco-británico-alemán.30 Todo esto habla de un fenómeno incomprensible sin el factor «lengua» como respaldo, a modo de intangible empresarial de primer orden: Casilda y Llopis (2009) subrayan, dentro de los factores económicos determinantes para la elección de América Latina como centro casi exclusivo de los flujos de capital español, la ventaja derivada del idioma, «dada la inmediatez y proximidad que confiere como vínculo lingüístico común, facilitador de una enorme ventaja competitiva, ya que permite la transferencia de conocimientos, productos, tecnología y técnicas empresariales de manera rápida y eficiente».31

Se ha argumentado, no obstante, que la conjunción de algunos factores específicos nada vinculados a la lengua (privatizaciones, apertura exterior…) fue determinante en esa explosión de inversiones españolas en América Latina. Es cierto, como también algunas circunstancias favorables de la propia economía española en esos años o el hecho de contar esta con niveles tecnológicos más adaptables a las necesidades de aquella región. Pero igualmente lo es que muchos de esos factores, repetidos algunos años después en el este de Europa, no han dado un resultado siquiera parecido. Antes bien, Alemania, con evidentes proximidades lingüísticas con muchos de estos países, ha sido quien ha capitalizado la apertura hacia esos nuevos mercados.

Por otro lado, y una vez moderados, en general, los flujos de este tipo de España en el exterior desde 2000 —desaceleración que respondió también a pautas internacionales—, la permanencia en los mercados iberoamericanos de las empresas españolas habla igualmente de un fenómeno que no puede ser considerado sólo como fruto de la coyuntura. Estas, además de continuar, han seguido dirigiendo hacia Iberoamérica una significativa corriente de inversiones directas: «Es cierto que no revistieron la intensidad de la etapa anterior, pero registraron [en el periodo 2000-2006] un promedio anual que ha sido la mitad del alcanzado en ella. Este hecho ha permitido que las inversiones directas de las empresas españolas en América Latina hayan sido también, en esta etapa, las más importantes en el conjunto de los países de la UE-15 y las segundas mundiales solo por detrás de las de Estados Unidos».32

Y no puede dejar de considerarse, en fin, lo que señala tan acertadamente Javier Santiso (2006), sobre todo para valorar lo que ha supuesto el salto a Iberoamérica como «banco de pruebas» para nuestras empresas: «Las inversiones masivas de los grupos españoles en América Latina los convierten en interlocutores de primer rango para las empresas chinas que buscan expandir negocios hacia las Américas». Lo que no es poco, dada «la reverberación económica de la potencia china» en todos los rincones del mundo y la irrupción de este país, comercial e inversora, en los mercados de toda Iberoamérica. En los sectores bancario, energético y de las telecomunicaciones las sinergias hispano-chinas en América Latina son evidentes. La lengua, de nuevo, más que sumar, multiplica.

De toda esta corriente pasada y presente de inversiones españolas en Iberoamérica queda, además, un flujo de «rentas de la inversión» que debiera ser considerado a la hora de contabilizar el valor económico del español. Esta cuestión no ha sido abordada aún de la forma sistemática que sería preciso a efectos de cómputo global, pero hay, de nuevo aquí, pruebas algo más que indiciarias de lo que ese está apuntando. Por un lado, algunas grandes empresas españolas con presencia en Iberoamérica desglosan ya la parte de sus beneficios allí obtenida: para las principales de las compañías de la Bolsa española, no es infrecuente que estos supongan ya entre un cuarto y la mitad —en algún caso, más— del total. Por otro lado, las estadísticas de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (con datos de 2006) desglosan los ingresos netos de las inversiones extranjeras directas en la región por países de origen, revelando la muy preeminente posición de España, no solo en los años pasados del boom inversor, sino, lo que confirma la permanencia señalada, en la actualidad: Argentina, 43 %; Chile, 29 %; Perú, 25 %; República Dominicana, 21 %

Tampoco puede ignorarse cómo la irrupción de empresas de vocación multinacional con origen en países de lengua hispana (translatinas) está cobrando gran fuerza. Surgen así «empresas transnacionales latinoamericanas emergentes que han realizado inversiones directas fuera de sus países de origen», como las define la Cepal, con creciente impacto en la región (México y Chile a la cabeza —también Brasil—, después de desinflarse Argentina), cuya fuerza internacional se basa, antes que en otros horizontes más alejados, en el de los mercados próximos, más accesibles gracias a la lengua común. En 2006, año clave en este apogeo, la inversión directa en el exterior de las multinacionales latinoamericanas rondó los 42.000 millones de dólares. Estas translatinas, como hicieron las «translatinas españolas» en el decenio de 1990, tienden a orientarse, al menos en sus fases iniciales, hacia los otros mercados americanos.33

En este caso de la IDE, los resultados de aplicar nuestro modelo gravitatorio a la importancia de la lengua común en los movimientos internacionales de inversión nos llevan a parecidas conclusiones que en el caso del comercio: el hecho de contar con una misma lengua viene a duplicar, aproximadamente, los flujos internacionales de inversión directa entre los países, al menos en las especificaciones básicas del modelo aplicado.34 En la especificación que introduce los determinantes institucionales, las proporciones se disparan, y la «lengua común» llega a superar, incluso, un coeficiente de multiplicación del 500 % sobre los flujos bilaterales de inversión. Téngase en cuenta, a la hora de interpretar este último resultado, que la muestra de países está muy sesgada hacia los hispanohablantes —una tercera parte del total, con lo que el efecto «calidad institucional» se repite—, y que abarca un periodo, muy similar al del gráfico 5 (en el modelo, 1996-2002), caracterizado por la singular explosión de inversiones de España en Iberoamérica. Algo, pues, que el modelo debe de haber «capturado» muy específicamente: el de un país que está canalizando unos formidables fondos de inversión hacia otros que, ni por proximidad geográfica, ni por tamaño económico, ni, claramente, por calidad institucional, justifican tal orientación, y menos en esa magnitud.

De hecho, aquilatar la capacidad de «aproximación» del español resulta mucho más difícil que en el plano comercial: los datos de España descabalan los resultados de cualquier modelo. No entran en ninguna lógica de los factores determinantes de las inversiones internacionales. Salvo, de nuevo, por el factor «lengua común». Hay muchas circunstancias excepcionales que se concitaron, es cierto, en la apertura a los capitales exteriores de importantes actividades económicas de los países iberoamericanos en el decenio de 1990. Son circunstancias de las que otros muchos países, con más potencia económica y tradición inversora que España, pudieron igualmente aprovechar en esos mismos años. No todo fue, claro, el idioma común. También el sustrato histórico y cultural al que antes me refería; en muchos casos, la familiaridad del marco legal e institucional. La «proximidad psicológica». Pero, aunque se trate de aislar estos factores en nuestro modelo, ¿no son, cabe preguntarse, variables que remiten, en última instancia, a la posibilidad de comunicarse —y de haberlo hecho durante generaciones— en la misma lengua?

Quizá, por las razones expuestas, y a falta de instrumentos cuantitativos capaces de precisar numéricamente —más allá de porcentajes abrumadores— el efecto impulsor que ha tenido el español en la proyección exterior de nuestras empresas desde el decenio de 1990, deba buscarse en el análisis «micro» de las principales compañías protagonistas de este salto los elementos cualitativos, determinantes de sus decisiones estratégicas, que han sido a la postre más fundamentales.

Pero no debemos fijar la atención exclusivamente en España, por más que su experiencia se apunte tan reveladora. México procura, dentro de este análisis de la importancia de la lengua —y del español, como motor básico— en los procesos de inversión directa exterior, un estudio de caso muy interesante y significativo. México —basta volver la mirada a los gráficos 1 y 2— conforma un gran mercado en lengua hispana, solo que ubicado junto —o más bien dentro, por su pertenencia al NAFTA— al gigantesco mercado norteamericano que componen dos potencias anglosajonas: Estados Unidos, muy principalmente, pero también Canadá. Tres variables esenciales de los modelos de gravedad —la distancia, el peso económico de los países origen y destino de los flujos económicos y la pertenencia a un bloque de integración regional— explican que México, también en sus flujos financieros, se halle más ligada a sus vecinos del norte que a los del resto del continente. Pero sería interesante contrastar si el español ejerce, pese a todo, como resorte capaz de activar unas relaciones económicas que, de otro modo, estarían sumidas en una absoluta marginalidad, dada la irresistible capacidad de atracción de astros tan poderosos.

Esto es lo que se ha hecho con datos extraídos de la Dirección General de Inversión Extranjera en la Secretaría de Economía de Estado Mexicano, a través de la web del Reporteador Nacional de Inversión Extranjera. Se ha creado una muestra con los datos bilaterales de la inversión directa recibida por México, desde el primer año disponible, 1999, hasta 2005, y seleccionando un total de 51 países. El resto de las variables del modelo de gravedad se han obtenido a partir de las mismas fuentes estadísticas anteriormente señaladas para los flujos de inversión.

Muy sintéticamente: aunque los resultados son muy diversos dependiendo de las especificaciones del modelo y de la consideración o no de unas u otras variables, al incorporar al modelo, junto a las variables básicas de gravedad otras que sopesan la importancia de la cercanía cultural entre México y sus socios inversores, se obtiene que la lengua común, el español, estimula en torno de un 250 % los intercambios bilaterales de IDE. Y, de nuevo, al incorporar aquí las variables institucionales —calidad institucional, nivel de corrupción— como determinantes de los flujos de capital recibidos, los resultados se disparan casi estratosféricamente. Está claro, aunque escape a cuantificaciones precisas: el español tiene un decisivo poder multiplicador sobre los flujos de IDE, incluso aunque estos se muevan en modestos registros, supliendo otras muchas carencias, y de un modo muy particular el déficit institucional, tan importante, si cabe, en este tipo de transacciones, de la mayor parte de los países del condominio hispánico.

4.7. Recapitulación

Las páginas previas apuntan algunas certezas y no pocas, seguramente más, hipótesis e indicios susceptibles de mayor fundamento empírico. Cabe decir, en primer lugar, que la lengua se confirma como un poderoso facilitador de los flujos económicos internacionales. Sus cualidades como reductora de unos costes de transacción fundamentales para los intercambios se unen a las de «bien de club», que multiplica los beneficios de contar con un instrumento de comunicación que no solo evita los costes de traducción —algo que sería más fácilmente medible—, sino que, y quizá de un modo más decisivo, aproxima psicológicamente a los agentes que operan en los respectivos mercados. Desde el punto de vista de las empresas, se erige como un gran factor de la internacionalización. No como el factor desencadenante, que depende de otras muchas variables ligadas a la madurez económica de los países y de su tejido empresarial, pero sí un elemento capaz de orientar y potenciar, una vez puesto en marcha, su dinámica y expansión.

Desde el punto de vista del comercio, la lengua común ha sido desvelada ya como una variable que incide en gran medida —dentro de una gran variedad de resultados, según los estudios— sobre el volumen y el sentido de los intercambios: es, en esencia, una variable determinante, de gran importancia y significación estadística, dentro de los flujos actuales del comercio internacional. En nuestro trabajo, concretamente, supone un factor de multiplicación cercano a tres. Si esto no puede extrañar, dadas las características de la lengua como bien económico, tampoco ha de hacerlo el hecho de que el español, lengua hablada por cerca de 450 millones de personas en todo el mundo, capitalice específicamente esos beneficios. No tanto como podría hacerlo si nuestro condominio lingüístico fuera más rico y, sobre todo, estuviera conformado por países de mayor calidad institucional —dos factores decisivos en el comercio—, ni, por supuesto, si fuera, como el inglés, lengua franca de los negocios internacionales; pero sí lo hace en proporciones que no pueden considerarse ni mucho menos desdeñables. De hecho, el que lo haga no solo por encima de lo que representa la «lengua común», genéricamente considerada, sino incluso y, sobre todo, tan pronto como entran en juego los factores institucionales, por encima de la propia lengua inglesa, está reflejando la importancia del español como elemento aglutinador para un conjunto de países que, de otro modo, carecerían de la mayor parte de los argumentos que explican el comercio.

Las inversiones directas exteriores, una forma que cabe calificar como más comprometida en la internacionalización de las empresas —y también más madura, por cuanto requiere comúnmente haber adquirido dentro de los propios mercados ventajas específicas—, son muy sensibles al hecho de contar con una lengua común entre los países. En este caso, a la reducción de los costes de transacción externos, se une, decisivamente, el que, dentro de una empresa, el recurso a una misma lengua reduce los costes de organización, es decir, de transmisión de la información para la toma de decisiones o para la propia transmisión de capacidades y conocimientos tecnológicos. Y, sobre todo, que la lengua común supone un factor reductor de la distancia psicológica con que los empresarios afrontan su salida a los mercados exteriores, en particular en sus fases iniciales.

En el caso del español y, sobre todo, al observarlo desde España, la comunidad de lengua ha sido un factor tan evidente y decisivo de estímulo que los modelos «saltan» al tratar de ofrecer cuantificaciones precisas. Que España haya orientado un montante de flujos de IDE impresionante a escala internacional en la proporción en que lo ha hecho hacia un conjunto de países situados a miles de kilómetros, con un ancho océano por medio, relativamente pequeños y más pobres que ricos, por no hablar de su muy deficiente calidad institucional —aspecto verdaderamente determinante de los flujos de inversión—, solo tiene una explicación. Tal vez no la lengua en exclusiva, sino, más bien, la comunidad de lazos interpersonales que esta procura, junto a la atracción de una larguísima relación histórica que se ha mantenido viva, en gran parte, gracias al español compartido. La propia emigración histórica de España hacia América, tan vinculada a la lengua, está en la base de esta gran fuente de capital social, conformado a lo largo del tiempo, y a la que las empresas no son ni mucho menos insensibles.

En suma: el español ha ejercido en las décadas recientes un gran papel como instrumento de la internacionalización empresarial. Los modelos, más allá de sus muchas limitaciones metodológicas, así lo señalan claramente. La experiencia de España y de sus empresas constituye el ejemplo de caso más sobresaliente. La gran tarea pendiente es materializar esa ventaja del español como gran activo económico internacional en un conjunto de países que precisan para ello de más desarrollo y, en particular, de mayor calidad institucional. Países en los que el español es un intangible que suple otras carencias, aproximando lo que estas distancian, pero no es la multiplicada palanca para el progreso al que todo mercado común debe aspirar.

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Notas

  • (1) Y que no hay que confundir, en todo caso, con la medida del «español en el PIB» que el equipo de Martín Municio estimó para 2004 en un 15 % (y que Javier Girón y Agustín Cañada han actualizado y aquilatado: véase su contribución a este mismo volumen), sobre la base del valor con que los bienes y servicios esencialmente ligados a la «lengua» entran, directamente o como insumos de otros, en la composición del Producto Interior Bruto. Vid. Ángel Martín Municio et ál. (2003). volver
  • (2) «Los beneficios de hablar castellano se traducen en allanamiento de los costes de transacción y aprovechamiento de economías de escala en la producción, promoción y distribución de productos en un amplio mercado natural». Cfr. Sergio Plaza Cerezo (2000). volver
  • (3) «La no necesidad de traducir contratos, especificaciones tecnológicas, mensajes publicitarios, características y atributos de los productos, así como la mejor comprensión del desarrollo de relaciones institucionales reduce los costes de transacción. Asimismo, el hecho de poder utilizarse como lengua funcional en la gestión de filiales [en otros países] acrecienta el valor económico y comercial del idioma». Cfr. Juan José Durán Herrera (2006). Este último aspecto lo ha subrayado igualmente Krishna S. Dhir (2005): «La lengua desempeña un papel fundamental en la formación de la cultura organizativa de la empresa a través de su función en la creación y aplicación del conocimiento, los flujos de información y el funcionamiento de la organización». volver
  • (4) Vid. Amado Alarcón Alarcón (2005). volver
  • (5) Desde una perspectiva empírica, Michael A. Goldberg, Robert L. Heinkel y Maurice D. Levi (2005) sostienen que la IDE está muy condicionada por asimetrías de información y riesgo moral, que pueden ser minorados a través de la interacción personal; y una dimensión clave de esta es, lógicamente, la lengua. volver
  • (6) La «distancia psicológica» fue definida en los primeros trabajos de estos autores como «el conjunto de factores que dificultan los flujos de información entre las empresas y los mercados»; Cfr. Jan Johanson y Finn Wiedersheim-Paul (1975). No obstante, la concepción del proceso de internacionalización como un proceso, básicamente, de aprendizaje, ha llevado a reformular algo el concepto, entendiéndolo como «el conjunto de factores que dificultan que las empresas entiendan y aprendan acerca de un entorno internacional»; Cfr. Kjell A. Nordström y Jan-Erik Vahlne (1994). volver
  • (7) Vid. Peter J. Buckley y Pervez N. Ghauri (1999). Estos autores subrayan, además, la dificultad de contar con un concepto operativo de «distancia psicológica», y de distinguir este, como sucede en ocasiones, con el de «distancia cultural» entre países. volver
  • (8) Vid. Joel West y John L. Graham (1998). volver
  • (9) La utilización, como tradicionalmente se ha hecho, de variables ficticias (dummies, en la terminología anglosajona) para «capturar» en los modelos el efecto de la cercanía lingüística sobre los intercambios económicos plantea diversos inconvenientes. Por ejemplo, el de aquellos países que cuentan con varios idiomas oficiales o que tienen dialectos (lo que aboca a situaciones difícilmente resolubles en términos de cero-uno), o, en sentido contrapuesto, el hecho de que existan proximidades lingüísticas que favorecen la comprensión entre los hablantes de distintas lenguas, como sucede entre el portugués y el español. Vid. Melitz (2001) y Melitz (2002), donde define dos medidas de proximidad lingüística. La primera de ellas la denomina «circuito de comunicación abierta» (open-circuit communication), y se da cuando en los dos países que intercambian existe la misma lengua oficial o hay un mismo idioma hablado por una proporción suficientemente amplia de la población, que cifra en un 20 % o más del total. La segunda medida depende del número de habitantes de ese idioma, y la denomina «medida de comunicación directa»: considerando que al menos el 4 % de la población lo hable, se obtienen un total de 29 idiomas relevantes en el mundo, permitiendo una reducción significativa con respecto a las más de 5000 lenguas que están contabilizadas a escala universal. Por otro lado, los índices de fragmentación etnolingüística —Hall y Jones (1999); Wagner (2000), La Porta et ál. (1999), y Rauch y Trindade (2002)— o de diversidad lingüística —Grimes (2000)— aparecen como posibles alternativas al uso de esas variables dicotómicas. Otros trabajos, como el de Hutchinson (2003), consideran el término, definido previamente por Chiswick y Miller (1995 y 1998), de «distancia lingüística del inglés» respecto de otro idioma particular, concepto que mide la dificultad relativa que para un nativo anglosajón tiene el aprendizaje de otro idioma, y que constituye una prometedora línea para avanzar, también en otras lenguas, en la superación simplista del cero-uno. volver
  • (10) Aunque solo cuatro cuantificadas: «distancia al poder», «individualismo vs. colectivismo», «masculinidad vs. feminidad» y «aversión a la incertidumbre»; la quinta dimensión es la llamada «orientación a largo plazo». Hofstede (1980) ha recopilado información acerca de estas variables —que actualiza regularmente— a través de un amplio procedimiento de entrevistas individuales, de tal modo que ha ido mejorando el grado de cobertura de su estudio (inicialmente, contando con los trabajadores de la empresa multinacional IBM de 64 países; posteriormente, incorporó los resultados de encuestas a estudiantes de 23 países, elites de 19, pilotos comerciales de 23, consumidores de 15 y funcionarios de 14 países). Vid. en http://www.geert-hofstede.com/. volver
  • (11) B. Kogut y H. Singh (1988) construyeron un indicador agregado de distancia cultural, a través de una media aritmética simple de cuatro de las cinco dimensiones culturales de Hosftede, y calculado como la diferencia al cuadrado de cada uno de esos indicadores para cada país involucrado en los intercambios bilaterales (país i y país j), entre la varianza de dicha dimensión k; es decir: DCij = ¼ Σ4 (Cki — Ckj)2/VK. volver
  • (12) «Desgraciadamente, las dimensiones de Hofstede no hacen referencia a la lengua, y el índice de Kogut y Singh ha eclipsado la anterior, pero más difícilmente manejable medida cultural de distancia psicológica, en donde la diferencia lingüística era un componente crucial». Cfr. Allan J. Feely y Anne-Will Harzing (2002). volver
  • (13) Es el caso de los trabajos de Felbermayr y Toubal (2006), a partir de los resultados del concurso de canciones de Eurovisión, y de Disdier y Mayer (2005), utilizando los datos del Eurobarómetro, publicado por la Comisión Europea y que recoge regularmente el panorama de la opinión pública de los europeos. En ambos casos se trata de identificar el vínculo de causalidad entre los gustos, preferencias y opiniones de los ciudadanos y los flujos bilaterales de comercio. volver
  • (14) Estos modelos de gravedad suelen incorporar una especificación econométrica, según un modelo lineal logarítmico de este tipo: log Xijt = β1 log (YiYj) + β2 log (Dij) + βi log (xijt) + γi (DUMij) + εijt, donde Xij es la variable dependiente, que representa los flujos bilaterales entre cada dos países i y j; por su parte, YiYj y Dij son las dos variables básicas de gravedad: el peso económico de los países y la distancia que los separa; xijt representa el conjunto de otras variables independientes que se van añadiendo sucesivamente a la ecuación (culturales, institucionales…); DUMij es el conjunto de variables ficticias (dicotómicas: 0, 1) que se incorporan igualmente (entre ellas la lengua), y εijt es el vector asociado de perturbaciones aleatorias. Para un mayor detalle, Vid. Jiménez y Narbona (2008). volver
  • (15) Durán Herrera (2007) subraya precisamente las ventajas del español como idioma funcional de las filiales españolas en el exterior. volver
  • (16) Vid., entre otros, Geraci y Prewo (1977); Frankel (1997); Boisso y Ferrantino (1997); Frankel y Rose (2002); De Groot et ál. (2003) y Narbona (2005). volver
  • (17) Según Noguer y Siscart (2003), por ejemplo, haber sido metrópoli y colonia potencia el comercio bilateral un 271 %, mientras que haber compartido el mismo colonizador sólo lo hace en un 110 %. volver
  • (18) Un trabajo muy influyente en este campo es el de Helliwell (1999). Este autor —que incorpora a su modelo, además de la lengua común y la pertenencia a bloques comerciales, otras dos variables ficticias, la «lejanía relativa» (o remoteness) y el «efecto frontera»— sostiene que una lengua común entre dos países tiene un efecto positivo sobre el volumen de su comercio; efecto positivo que puede estimarse, para su muestra inicial de 22 países desarrollados, en un coeficiente de 0,564, lo que significa que dos países con una misma lengua comerciarán, aislados el resto de factores, un 70 % más que aquellos que no la comparten. Pero, ahondando en ese patrón general de comportamiento por lenguas concretas, Helliwell descubre que ese efecto lengua es particularmente intenso en el caso del inglés —esto es, de los países en que es la lengua dominante: su comercio será un 130 % mayor— , apreciable en el del alemán y apenas significativo —salvo con Canadá— en el del francés, conclusión que también obtiene para el español cuando incluye otros once países más atrasados, entre ellos cuatro iberoamericanos: Colombia, Ecuador, Perú y Venezuela. Escasa muestra, en todo caso, para deducir resultados significativos en el caso de nuestra lengua. volver
  • (19) Coincide con la conclusión de Martínez-Zarzoso et ál. (2003) respecto al valor del coeficiente del idioma, que es «persistentemente alto», y «muestra la importancia que ejercen los lazos culturales en el comercio internacional» entre Iberoamérica y Europa. volver
  • (20) «Disponer de una lengua común tiene un impacto positivo sobre el comercio bilateral tanto de bienes como de servicios, y más si cabe en el caso de estos últimos. Es natural, ya que los servicios requieren a menudo comunicación directa entre el cliente y el suministrador (…). Los coeficientes indican que los países comercian 1,9 veces más en servicios con los socios comerciales con los que tienen una lengua común, manteniéndose todo lo demás igual, mientras que comercian 1,6 veces más de bienes con esos socios». Cfr. Henk Kox y Hildegunn Kyvik Nordås (2007). volver
  • (21) Vid. http://www.importexportwizard.com/. volver
  • (22) Vid. http://www.worldvaluessurvey.org/. volver
  • (23) Salvo las referidas a las respectivas variables dependientes. En el caso de los flujos bilaterales de comercio, la base ha sido obtenida de CHELEM (2005), Comptes harmonisés sur les échanges et l’économie mondiale, elaborada por el Bureau Van Dijk (Alemania) y el CEPII, Centre d’études prospectives et d’information internationales (Francia). En el caso de los flujos de IDE, los datos se han extraído de la base en línea elaborada por la Agencia de Naciones Unidas para el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD), a partir de la información aportada por los correspondientes bancos nacionales de los distintos países. volver
  • (24) Un estudio específico sobre las características del comercio exterior de España con Iberoamérica, en Juan Abascal Heredero y Antonio Hernández García (2006). volver
  • (25) Para un mayor detalle, Vid. Juan Carlos Jiménez y Aránzazu Narbona (2008). Los 51 países considerados en el modelo son los que pueden recontarse en la nota del gráfico 3. volver
  • (26) Según la información obtenida de Kaufmann et ál. (2006), que ofrecen una base de datos actualizados sobre gobernabilidad para 216 países, entre 1996 y 2005, que abarca los siguientes aspectos: voto y control (voice and accountability); estabilidad política y ausencia de violencia (political stability); efectividad gubernamental (government effectiveness); calidad regulatoria (regulatory quality); estado de derecho (rule of law) y control de la corrupción (control of corruption). Vid. http://www.govindicators.org/. volver
  • (27) El modelo econométrico de Montserrat Álvarez Cardeñosa (2006) confirma cómo la distancia sociocultural incide significativamente en los volúmenes de IDE de la Unión Europea hacia América Latina. volver
  • (28) Señálense, dentro de una ya abundante bibliografía sobre este proceso de internacionalización de las empresas españolas, la obra de Mauro F. Guillén (2006) y el artículo de Juan José Durán Herrera (2006). volver
  • (29) Llegando a representar la inversión procedente de España casi la mitad de los flujos europeos de IDE hacia la región. Vid. Manuel Balmaseda del Campo y Ángel Melguizo Esteso (2006). volver
  • (30) Entre los inversores iberoamericanos en España, destaca, dentro de su irregularidad, el caso de México. Vid. Jaime Rivera-Camino, Víctor Molero-Ayala y Julio Cerviño-Fernández (2009). volver
  • (31) Igualmente: «Para las grandes empresas españolas, así como para las medianas, compartir la misma lengua permite enormes ganancias de eficiencia al poder realizar las transferencias del conocimiento de una manera más sencilla dentro de la organización, o la instalación de plataformas tecnológicas comunes». Cfr. Ramón Casilda Béjar (2002). Por otro lado, Pablo Toral Cuetos (2004) considera el idioma uno de los factores de «cultura compartida» entre España y América Latina que más han contribuido, por varias vías, al mejor conocimiento del mercado y a la facilidad de las interacciones con los empleados de sus filiales, factores clave en el desarrollo de la ventaja competitiva que explica el gran salto inversor del decenio de 1990. volver
  • (32) Cfr. Alfredo Arahuetes García y Aurora García Domonte (2007). volver
  • (33) Vid. con mucho mayor detalle en Javier Santiso (2008). volver
  • (34) En las especificaciones básicas del modelo, se obtiene que aquellos países que comparten una lengua mueven unos flujos de IDE casi un 243 % más que en caso contrario. Al incorporar al modelo todas las variables culturales consideradas en la determinación de estos flujos bilaterales de capital —además de la lengua, la relación colonial entre los países y la distancia cultural—, el peso del idioma común se modera, hasta suponer un 116 % (en la especificación del modelo en la que se obtiene un mayor R2 y una mejor bondad de ajuste). volver
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