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Clarín, espejo de una época

Vida de Clarín. Álbum familiar

Por Pedro de la Llave Alas

Señores y señoras: Como tercero de los cinco hijos de Elisa Alas García Argüelles, la benjamín tercera, única hembra de los hijos de Leopoldo Alas Ureña, soy nieto de Clarín, esto lo supe antes de saber que mi abuelo materno se había llamado Leopoldo. Al nombrar de chiquillo mi segundo apellido, el de Alas, invariablemente alguna persona mayor que estuviera en las cercanías apuntaba para mayor claridad: nieto de Clarín. Ello llevó a mi mente infantil una idea confusa, pues no veía muy claro eso de que un abuelo se hubiera llamado Joaquín y el otro esa cosa tan rara. Lo que sí supe pronto es que el abuelo Clarín era ese señor de las barbazas que estaba en el despacho de mi padre, en ese cuadro oscuro que hasta me infundía un poco de miedo. La confusión se aclaró cuando un poco mayor me explicaron lo que era un seudónimo. Desde un principio, al saber que había sido además de escritor, crítico, atribuí el sobrenombre al hecho de que sería por la facultad y costumbre de decir las cosas claras. Esto aún no se me ha quitado de la cabeza.

Ser nieto de quien soy no representa para mí ningún título, es creo yo, una condición solamente. No creo además en los títulos heredados y es obvio que tampoco él debía creer en ellos. Cuando me dicen u oigo que alguien pertenece a la nobleza, internamente me pregunto si será de verdad noble, preclaro, ilustre, generoso, principal en cualquier línea, excelente o aventajado en ella. Pero no voy a dejar que se me suba la burra al monte como me ocurre tantas veces cuando hablo y hablo mucho, me confieso un charlatán impenitente.

Quiero decir y lo digo que me figuro que será por esa condición por la que la Universidad San Pablo-CEU y en concreto el Decanato de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Comunicación me ha concedido el honor de que sea yo quien inicie este Congreso, uno más de los que están conmemorando el centenario de la muerte de Leopoldo Alas que se ha cumplido el 13 del pasado junio.

Vean ese retrato. Así era mi abuelo cuando adulto, no como figura en tantas y tantas fotografías en la que aparece moreno de barba y pelo, hechas entonces, naturalmente, en blanco y negro. Así era en lo físico. Los estudiosos andan hace ya casi cien años tratando de descubrir, a través de su obra, su yo más íntimo.

Su nieto no es capaz. Sólo voy a exponer ante ustedes, en pocos minutos lo prometo, no se asusten ante mi anterior confesión de ser un gárrulo, un apunte, una breve y puede que apasionada biografía. Uno de los más conocedores de la obra de mi abuelo, Juan Antonio Cabezas le calificó como Provinciano Universal y así permanece en la memoria de la historia de la literatura. No voy a descubrir una vida ejemplar ni una vida admirable. Lo ejemplar y admirable fue su ingente obra en la que los doctos están escudriñando.

Vida de Clarín

Debió nacer en Oviedo, como Vetusta nació años después por él gestada, pero el hombre propone y Dios dispone y dispuso por mano y orden de quién podía el que, meses antes de que el hecho acaeciera, su padre fuera designado Gobernador Civil de Zamora, «ese nido de águilas en una nube de piedra» por ello el 25 de abril de 1852 nacíeronle en Zamora como en su peculiar gracejo repetiría él más tarde.

Su infancia castellana poco pudo influir en el desarrollo posterior de sus características temperamen­tales y espirituales. Será por siempre y para siempre asturiana su vida y su obra.

Es en el verano de 1859 cuando los Alas regresan a Oviedo. El pequeño Leopoldo con sus siete año recién cumplidos se va adentrando en las vueltas y revueltas de Pajares, en la tierra asturiana de «suelo suave, mullido con tupida hierba fresca, jugosa, oscura, aterciopelada, reluciente» que ha de hacerle suyo. Para la tierra castellana guardará por siempre el cariño de hijo. Serán para Asturias las apasionadas caricias de su fecunda imaginación.

Este niño espera en la hacienda de sus padres en Guimarán, concejo de Carreño, una adecuada edad para empezar sus estudios. Entre tanto va aprendiendo él solo a amar a la naturaleza. De la biblioteca familiar va tomando libros no apropiados a su temprana edad pero que van calando en su mente. Dos autores serán sus preferidos, los que serán sus maestros para siempre: Cervantes y fray Luis de León.

El 4 de octubre de 1863, un niño rubio, delgadito, con unos ojos muy azules, entra por la ancha puerta de la Universidad de Oviedo, Leopoldo Alas, con once años va a ingresar en lo que entonces se llamaba estudios preparatorios. Durante el curso suple ante sus compañeros su falta de estatura y su inferioridad física, con su gran agudeza mental y antes de terminado ya se encuentra como cabecilla de un nutrido grupo de amigos entre los que destacan tres que lo serán para toda la vida: Armando Palacio Valdés, Tomás Tuero y Pío Rubín.

Así ha de ser todo en la vida de Clarín, sufre como un castigo de la naturaleza su precocidad en la carne y en el espíritu, ser hombre antes de tiempo y artista antes que hombre. Llegó el primero adonde se propuso.

Durante los cinco años de instituto 1864-69 se familiariza con los libros serios, con los novelescos ya lo está antes de empezar. Al iniciar el último curso de bachillerato se encuentra con la revolución y con que el centro de enseñanza es clausurado por el postrer ministro de Isabel. Por poco tiempo, la revolución triunfante lo devuelve pronto a la actividad. ¿Qué hace el joven y avispado Leopoldo? Lo que todos. Emborracharse de mala retórica y de literatura de proclamas, pero para Alas aquello no podía ser una broma política ni una carnavalada popular. Él que ponía tanta pasión en todos sus actos no podía tomar a broma los destinos de España. Años después no podrá resignarse a que todo aquel aparatoso cambio de régimen sea sólo un estúpido juego de palabras y gestos teatrales.

Ante aquella agitación espiritual, él no olvida que su deber es estudiar y vérselas con la Historia Natural, la Fisiología y la Ética y así el 8 de mayo de 1869 obtiene con la calificación de sobresaliente su grado de Bachiller.

Ingresa en la Facultad de Derecho en el curso 1869-70 y en junio de 1871 obtiene el grado de Licencia­do en Derecho Civil y Canónico. Por eso puede decir con toda verdad: «yo me hice abogado en un periquete, sirviéndome de lo que entonces se llamaba la enseñanza libre»1.

Alas, joven al fin, no puede escapar a la influencia, un tanto morbosa, de la euforia política reinante en España durante el período caótico que precede a la proclamación de la efímera República del 73. Excitado por el afán del comentario político empieza a cristalizar en su espíritu una nueva afición, que más adelan­te le dará más nombre y más dinero que los textos de Justiniano o la jurisprudencia del Tribunal Supre­mo. Empiezan a manifestarse sus aficiones periodísticas. Y no de cualquier manera, sino escribiendo a mano un periódico hecho por él que titula Juan Ruiz sin duda como recuerdo emocional del Arcipreste, periódico del que era a un tiempo director, redactor y amanuense. Juan Ruiz recorrería toda la Ciudad de Oviedo levantando controversias y comentarios. Hay humorismo, galanura y corrección castellana en sus artículos de fondo, permanentes cualidades luego en toda la prosa de Clarín2.

Con todo, Leopoldo no abandona el Derecho. Además de las asignaturas oficiales cursa con éxito la Teoría de los Procedimientos, Práctica Forense, Derecho Penal y Derecho Mercantil. Quiere dominar a fondo la profesión. Esa será su norma siempre, saber bien las cosas, saberlas y ahondar en ellas hasta desentrañar lo que de trascendental hay siempre bajo la corteza vulgar de lo cotidiano.

Ya hace un año que llegó a Madrid Amadeo de Saboya; le esperaban en la capital de España muchos sinsabores, al licenciado Alas le esperan una posada en la calle de Capellanes y la insatisfacción de no sentirse identificado con una vida bohemia simple y aventurera. Leopoldo es un sentimental, pero un sentimental profundo. La ciudad no puede darle soluciones a sus curiosidades espirituales. Se siente solo y extraño «en aquel Madrid que me parecía tan grande y tan enemigo, en su indiferencia, para mis sueños y mis aventuras». El primer año de estancia lucha Leopoldo con el krausismo filosófico. El segundo ha de luchar también con el naturalismo literario y el liberalismo laico. Demasiados enemigos contra un alma tierna y apasionada.

En el año de la Restauración, que algunos llamaron de gracia, un señor del que sólo se saben apellidos, Sánchez Pérez, acaba de fundar El Solfeo, bromazo diario para músicos y danzantes, acontecimiento sin importancia, pero entre los jóvenes que el día 5 de julio entran a formar parte de la redacción figura Leopoldo Alas a sus 23 años. Cada uno de ellos escogió un seudónimo para firmar sus cosas que tuviese una clara alusión al conjunto musical de El Solfeo, que venía a solfear, zurrar, dar palos. Alas tomó el que, en verdad, más se adaptaba a sus intenciones y a su temperamento, Clarín.

El 2 de octubre de 1875 firma así por primera vez, en su «Azotacalles de Madrid» (apuntes en la pared):

Y voy a decir a Uds.
lo que tengo que decir,
mediante Dios, y mediante
el gobernador civil...

Así, tan sencillamente nace Clarín a la vida literaria. Así entra, haciendo una pirueta en la Literatura Universal aquel jovenzuelo que tanto daría que hablar, que escribir y que temer en el último cuarto de siglo XIX. Del que tanto se ha hablado y escrito en el año de1984, para mí ni de gracia ni gracioso, en que se cumplió el centenario de la publicación de su obra cumbre: La Regenta.

Ha comenzado el Clarín crítico veraz, aunque él sabe y lo dice que «el crítico que dice la verdad no medra, y el poeta, aunque malo, llega de redondilla en redondilla a jefe de negociado».

El 1 de julio de 1878 obtiene Alas el título de Doctor en Derecho Civil y Canónico con la nota de sobresaliente. Su tesis doctoral sobre el Derecho y la Moralidad está publicada. Es el primer libro de Alas que se imprime y el único en que no figura su ya popular seudónimo.

El romanticismo de Clarín lo es cerebral, reaccionando contra lo que el neoromanticismo tenía de polisón retórico, de lagrimeo sentimental, de superficial. Pero cuando Alas se enamora, cuando dijo: enamorarse, lo hace de verdad. No se trata ya de un amor literario ni filosófico. Es amor de hombre normal. Desde enero de 1879, son demasiado frecuentes sus viajes a Oviedo. La Revista de Asturias llega publicar una indiscreta nota de sociedad. «Pasa unos días entre nosotros D. Leopoldo Alas, «Clarín». Para el amor no es el frío de Pajares obstáculo insuperable».

En la primavera de1882 llegan a adquirir estado social las relaciones de Leopoldo con Onofre. Leopoldo era hombre de pocas experiencias femeninas, su vida es la de un solo amor. Su timidez ante las mujeres se puso de manifiesto cuando nada más graduarse bachiller, se resistió a recitar unos poemas por la presen­cia femenina. Bien adulto diría:

yo he explicado algunos años derecho romano, y aunque he conseguido siempre tratar con la mayor pulcritud... todo aquello de la investigación empírica del sexo... declaro que si hubiera habido delante señoritas de 16 y 17 abriles, sentadas entre los chicos... es fácil que se me hubi­era trabado la lengua o por lo menos que hubiera estado, de intento, oscuro, para no ofender e pudor y la inocencia en que creo y adoro, no sé si porque la he corrido poco.

Alas encontró a la mujer de sus sueños: Onofre, para el su Onofrina; y como el hombre al escoger esposa también se escoge a sí mismo, buscó en ella su dulzura, su abnegación, su cariño noble y sincero. Onofre era «ella; la mujer, sanción de todo mérito, único premio cierto de toda ambición grande».

Esta mujer de sus amores es una joven «más dulce que salada en el mirar, rubia, pálida, delicada, de belleza recatada y escondida; una de esas bellezas que no deslumbra, pero que puede ir adentrándose alma adelante». Añadimos aquí que con una leve cojera a causa de un mal en su fémur izquierdo, enfer­medad por la cual, Onofre García Argüelles era reacia al matrimonio por temor a taras en la descende­ncia.

El 12 de julio de 1882 publicó la Gaceta Oficial el nombramiento de Alas como catedrático de Econo­mía política y Estadística de la universidad de Zaragoza.3 Ya podían los novios fijar la fecha de la boda.

El 29 de agosto de 1882 es todavía el valle del Nalón un lugar de ensueño, el río, un río verdadero, de aguas limpias y abundantes truchas. La casa de los García Argüelles es un palacio de señores, dueños de la mayor parte de la tierra cultivable del valle. Por la mañana, en el primer tren de Gijón llega Leopoldo a la Laguna, le acompaña su hermano mayor, Genaro, y le esperan, entre otros, el cura párroco Don Joaquín Muñoz. «Bien podéis perdonarme -dice el novio- estoy demasiado contento para ser cortés».

En la casa hay caballeros rurales a los que la levita está demasiado ancha o demasiado estrecha. En los alrededores, campesinos y renteros que se han vestido de fiesta para la boda de la señorita Onofre con el letrado. También han bajado de la montaña con calzón corto y montera picona muchos aldeanos. Fuera de las tapias del jardín los rapaces esperan el reparto del pan de boda.

Se oyeron claros y rotundos esos síes que unen en el rito dos voluntades y dos vidas. Empezaba para Clarín y Onofre el sueño de miel que había de durar sólo diecinueve años.

Hasta un año después no tendrán los esposos hogar en Oviedo y será en 13 de septiembre 1884 cuando Onofre ofrezca a Leopoldo su primer hijo; Leopoldo, dos años y dos meses después del matrimo­nio, como si en ese tiempo sólo hubiera habido unión espiritual a fin de que fuera Asturias la fecundadora. Entre las felicitaciones está escueta y cariñosa la de su amigo Galdós: «mil enhorabuenas por su reciente elevación al estado de papá».

Con la explicación de su primer curso de Derecho Romano, de cuya cátedra se encarga por Real Orden de 14 de agosto de 1883, alterna Clarín la composición de su gran novela que inició con ilusión y ánimo suficientes para convertir la vieja ciudad de Oviedo, con su tertulia de casino, de botica y de sacristía; sus sermones intrigantes, su don Juan de turno, sus señoritos, su obispo, canónigos y beneficiados, en sustancia de una obra literaria. Así nació La Regenta, con la que Clarín entraba de hecho entre las más destacadas figuras literarias de fin de siglo.

En 1885 empiezan sus relaciones políticas con Castelar quien busca en el talento y nombre de Clarín un representante de su partido en Asturias. Parece ser que el catedrático y escritor no se doblega fácil­mente a las exigencias políticas de Castelar. Éste el 22 de mayo le escribe una larga y afectuosa misiva:

lo que lamento de usted es el sobrado idealismo político y el sobrado positivismo filosófico. Donde usted debiera ser positivista, en política, es metafísico, y en donde usted debiera se metafísico, en filosofía, es positivista. Así, le gusta de mí lo peor; la estética, y le disgusta lo mejor; la política.

Tardará Clarín en comprender esto y hasta llegaría a ser jefe político del partido en Asturias. Pero nunca llegará a sentir el positivismo político de Castelar. Fracasó en política porque Clarín seguía siendo novelista, metafísico y poeta. Su sentir político era desde bien joven, republicano. Un sentido político que queda bien reflejado en un manuscrito, inédito, que tituló Soñando, en el que dice:

Yo deseo para España la creación de un gran partido obrero, sin imposiciones socialistas ni individualistas, sin exclusiones de clase ni de géneros de trabajo; un partido obrero en que quepamos todos los que, en efecto, somos trabajadores, jornaleros, ese partido sería político y se propondría, ante todo, y como necesario camino para lo demás, la sinceridad del sufragio universal, las elecciones verdaderas; y después, el día en que se demostrara con votos que somos los más, haríamos que el Estado declarara como ley suprema la de atender a mejorar la vida de los más pobres, de los más abrumados por el trabajo y la miseria. No es posible que no fuera justa una ley cuya aspiración coincidiría con la sustancia más auténtica de la doctrina de Cristo. De ese gran partido no quedarán excluidos los obreros de las artes liberales; pero sí todos los egoístas, no todos los que no fueran capaces de mirar esta vocación de la defensa común según pide la austera santidad de tan caritativo propósito. En esa política obrera, la cosa pública no se podría considerar como objeto de una carrera, sino como una estrecha orden religiosa. ¡Ay de todos los partidos políticos que prescindan en su programa de la abne­gación y el sacrificio! Todo hombre público que no esté preparado para ser mártir tiene algo de cómico.

Obreros que buscáis guía, jefe, capitanes; No os fijéis en la condición material de que sean trabajadores mecánicos; buscadlos virtuosos. No es lo principal que tengan callos en las manos, sino que no lleguen a criarlos en la conciencia. Entre San Francisco de Asís y cualquier Carlos Marx, yo estaría por San Francisco. Obras son amores. El Evangelio enseñó al mundo la Ley redentora; pero quien lo redimió fue La Cruz4.

Será siempre una incógnita al estudiar la vida de Clarín, ¿cómo procediendo de una clase social aco­modada y siendo su formación puramente universitaria, cómo siendo tan ciudadano, llega a comprender la tierra en su doble aspecto poético y social? ¿Actuará en él como móvil espiritual o estimulante ideoló­gico el evangelismo de Tolstoi? «Ese ruso a quien nunca veré, también es padre de algo mío».

En el pluralismo de Clarín está lo más profundo de su arte y la razón fundamental de su crítica. En el voluntario retiro, a solas con la naturaleza y el paisaje de su Guimarán, siente aversión hacia las vanid­ades políticas y literarias de «tanto estúpido con ínfulas de sabio, de tanto poeta chirle con mucha melena y mucha mugre».

Se calificaron con dureza sus actitudes críticas. Mordaz y despiadado dijeron de él, pero el tiempo le ha dado la razón, era crítica higiénica y de policía. Había que contener, reprimir, el avance de la estupidez organizada, había que hacer crítica aplicada a una «realidad histórica que se quiere mejorar». Esta fue la labor consciente y concienzuda de Clarín como agitador de ideas, revelándose contra las conjeturas espi­rituales de su siglo, de cuya decadencia no quiere ser cómplice sin protesta.

En el año 1876 empieza aquella fiebre productora, orgía del pensamiento, que agotará sus nervios, su cerebro y su físico todo en poco menos de diez años. Clarín escribiendo por las noches, toda la noche, escribirá muchas veces por la publicación del artículo periodístico, ante necesaria crítica de una obra nueva, hasta como él confiesa algunas veces, por la necesidad económica del momento. Pero muchas, muchas de sus noches, parece que le estoy viendo aún sin haberle conocido, y esto me lo dice este corazón que ahora les habla, las pasaba buscando la belleza, el bien y la verdad. Y en esas noches que lo son de inquietudes, de sobresaltos y hasta de agonías, los va encontrando y plasmando en párrafos maravillosos con su letra inquieta, menuda y ágil5 como él mismo era. Encuentra la belleza en la expresión de sus pensamientos, el bien cuando consigue estados serenos de conciencia, la verdad en Dios, en Dios que está presente en tantas y tantas de sus líneas.

Adolfo Posada aseguró un día que para adentrarse en el alma de Clarín era indispensable asistir a su cátedra de Derecho Natural. La cátedra de Clarín estaba instalada en una de las sórdidas e inhóspitas aulas del viejo edificio de la Universidad. Era fría y triste, como la de fray Luis. ¡Cuánto calor del alma para que ella se transforme, cuando habla, en templo caliente de ideas elevadas y de sentimientos noblemente sentidos!... Partidario, más de «sugerir hábitos de reflexión que de enseñar una ciencia, que acaso no tengo». Sus lecciones eran verdaderas oraciones de sabiduría, de pensamiento y de entusiasmo. No le bastaba con enseñar Derecho, quería hacerlo sentir. No era para él el Derecho una serie de preceptos formulistas aplicados como recetas; era algo mucho más íntimo: «como la propia sustancia de los actos conscientes del individuo en sus relaciones con los demás que han de contribuir a una mejor convivencia social». Una lección de Clarín no era estrictamente una lección de Derecho, era una lección de vida, de cultura y de humanismo. Y así como se dice que, la sinceridad es el origen del genio, puede decirse que las lecciones de Clarín eran geniales. Empezaba por un precepto de Justiniano, seguido con unas citas del Quijote o de Santa Teresa para terminar hablando de Tolstoi, de Renán y de San Francisco de Asís, con mucha ternura en el corazón y una mal disimulada humedad en los ojos. Clarín en la cátedra, como en la crítica, no toleraba el favoritismo ni que los Centros de Enseñanza fueran agencias para la obtención de patentes de sabiduría, sancionadas por la ley, con las que la ineptitud puede engañar impunemente al pueblo y al Estado.

En 1887 nace su segundo hijo Adolfo y ya desde 1888 la salud del profesor empieza a resentirse. Es cuando comienza a desempeñar la cátedra de Derecho Natural. En 1890 nace su hija Elisa. Goza ya de una indiscutible popularidad pero está condenado a ser corriente y moliente en su vida particular, hombre de escalafón6 y entra además en el Ayuntamiento de Oviedo, formando parte de la Comisión de Hacienda. Aquella popularidad irradia su influencia más allá de los cenáculos madrileños y más allá de las fronteras.

Un día Clarín regresa del bosque de la Carbayeda con el semblante más alegre. La esposa nota un cambio. Ya no es un viajero extraviado que mira con ansiedad el horizonte. Es un hombre que ha encon­trado el camino. Las horas que siguen no lo son de angustia ni las noches de agonía dolorosa e infecunda como un tiempo atrás. Ha pasado la crisis. Pero ¿habrá encontrado la verdad? ¿Ha encontrado esa ver­dad que todos los sabios, y hasta los profetas, fueron siempre a pedir a la montaña? No, sencillamente, que ha identificado su nuevo yo. El que creyó un intruso en otro tiempo, su yo religioso, que ha logrado vencer una inhibición de veinte años. Ahora llega el predominio de su personalidad original, despegada de lo que es cultura, maquillaje filosófico.

Clarín, sincero siempre le abre los brazos del alma, a los cuarenta años, en el verano de 1892 ha reencontrado a Dios.

Durante los últimos años, cuando ya es difícil atenderlas, llegan continuamente ofertas de colabora­ción, peticiones de autorización para hacer traducciones y nuevas ediciones de sus obras. Cuando se siente físicamente agotado llega una popularidad agobiante.

En el último otoño, 1900 empieza el ocaso, pero aún en el invierno de 1901 tuvo el capricho de muda­se de casa, a un piso bajo con jardín. Quería gozar de éste y evitar escaleras.

Pasó horas felices en mayo viajando a León, aún le quedaban rasgos de su fino humor. En una comida el general Weyler le dijo: yo le conocía a usted por los Paliques. ¡Y yo a usted por las caricaturas! Volvió a Oviedo contento y triste a la vez, a D. José Ortega Munilla le había dicho: «ahora me voy a mi rincón de Oviedo. Me siento enfermo. Acaso muera».

Efectivamente su joven sobrino y médico, Alfredo Martínez le había detectado una tuberculosis inte­stinal en último grado, lo que sólo comunicó a la esposa.

A las tres de la madrugada del 13 de junio entró en la agonía. Se moría lentamente, sin prisas, el que tan deprisa había vivido.

Desde que Juan Antonio Cabezas termina la biografía de Clarín tan líricamente, describiendo su muerte, acaecida a las siete de la mañana, resaltando cómo un fraile dominico de un cercano convento, casi indi­ferente ante la muerte del hombre, al saber que es Clarín el fallecido se postra y ora ante el cadáver de poeta, gustan todos en recordarla así.

Yo creo firmemente que el fraile, como cualquier sacerdote o religioso, ante el momento trascendente del tránsito de cualquier humano, le administraría el último sacramento y después oraría por el alma de hombre y el poeta.

Me resisto a terminar así. He apuntado en un momento de esta exposición, quizás apasionada de la vida de mi abuelo que en un momento de ella encontró a Dios. Quiero reafirmar su carácter religioso inculcado desde niño por su madre Leocadia y que debía aflorar con el tiempo, después de profundas crisis de estado de duda. Su irreligiosidad ha sido una constante suscitada por quienes querían tildarle de librepensador en el sentido peyorativo de la palabra. Quienes quieran ahondar en aquel yo íntimo al que me referí al principio, no acudan a textos que haya escrito nadie, aunque ese nadie sea tan alguien como eminentísimos e ilustrísimos señores. Hubo un libro de texto que aseguraba el tremendo disparate de que Clarín era ateo. ¡Dios perdone a semejante desinformado! El primer deber ético de quien opina, es el que enseñó el maestro Azorín: Ir a las fuentes. Las fuentes son su obra íntegra. Brindo a los que aún quieren ver a mi abuelo como réprobo achicharrado en la hoguera, estas pequeñas muestras de su sentir religioso.

Nos ofrece en el cuento Cambio de Luz con esa facultad que sólo posee el verdadero artista de desviarse de uno mismo, los más ocultos matices de su espíritu.

La pena y la llaga que Clarín descubre en el espíritu de su personaje, Jorge Arial, eran la duda religiosa y el escepticismo filosófico. Tienen ambos un estrecho parentesco espiritual. Don Jorge sentía así: «si hay Dios, todo está bien. Si no hay Dios, todo está mal» y así sentía Clarín, así iba tomando cuerpo esta pena del alma en su cerebro. Un místico vergonzante, como él llama a su personaje, porque no se atreve a llamárselo a sí mismo.

Hace Clarín vivir así a su hombre:

una noche, la pasión del trabajo, la exaltación de la fantasía creadora pudo en él más que la prudencia y a hurtadillas de su mujer y de sus hijos escribió horas y horas a la luz de un quinqué. Era el asunto de invención poética, pero de fondo religioso, metafísico; el cerebro vibraba con impulso increíble; la máquina, a todo vapor, movía las cien mil ruedas y correas de aquella fábrica misteriosa, y ya no era, empero, fácil apagar los hornos, contener el vértigo de las ideas. Como tantas otras noches de sus mejores tiempos, don Jorge se acostó... sin dejar de trabajar, «trabajando para el obispo», como él decía, cuando, después de dejar la pluma y renunciar al provecho de sus ideas, estas seguían gritando... Y se vio sumido en un paraíso luminoso... aquella luz prendió en su espíritu; se sintió iluminado y no tuvo esta vez miedo a la locura. Con alma lógica y profunda intuición, sintió filosofar a su cerebro y atacar de frente los más formidables fuertes de la ciencia atea; vio entonces la realidad de lo divino, no con evidencia matemática, que bien sabía él que ésta era relativa, condicional y precaria, sino con evidencia esencial; vio la verdad de Dios. Una voz de convicción le gritaba que no era aquello fenómeno histérico, arranque místico; después de muchos años sintió el deseo de orar como creyente, de adorar con el cuerpo también, y se incorporó en su lecho, y al notar que las lágri­mas ardientes, grandes, pausadas, resbalaban por su rostro, las dejó ir, sin vergüenza, humi­lde, feliz. «Puesto que había Dios todo estaba bien».

En 1895 escribiría:

cómo entiendo y siento yo a Dios, es muy largo y algo difícil de explicar. Cuando llegue a la verdadera vejez, si llego, acaso dejándome ya de cuentos, hable directamente de mis pensares acerca de lo divino.

En otro momento dice:

yo no puedo renegar de lo que hizo por mi Pelayo ni de lo que hizo por mí mi madre. Mi historia natural y mi historia nacional me atan con cadenas de realidad, dulces cadenas, al amor del catolicismo.

Como final:

... y mi leyenda de Dios queda, se engrandece, se fortifica, se depura y espero que me acompa­ñe hasta la hora solemne, pero no terrible, de la muerte.

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  • (1) En octubre de mil novecientos setenta el gobierno provisional decretó la enseñanza libre. volver
  • (2) Los manuscritos originales fueron entregados por la esposa Onofre en depósito al amigo íntimo Adolfo Posada. Las nietas de éste los han vendido recientemente a la Consejería de Educación y Cultura del Principado. volver
  • (3) Con este nombramiento se resolvía un viejo conflicto pendiente entre Clarín y el Ministerio de Instrucción Pública. volver
  • (4) Toda una declaración de Principios. volver
  • (5) A esta escritura de Clarín la calificó Emilia Pardo Bazán de deliciosos garabatillos. volver
  • (6) Una Real Orden lo asciende al número doscientos ochenta del profesorado universitario español. volver
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