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Clarín, espejo de una época

Escribir en algunos cuentos de Clarín1

Por José Manuel González Herrán

Varios críticos han notado la frecuencia con que, especialmente en La Regenta, pero también en otros textos narrativos de su autor, el texto refiere, explica, comenta o alude a la escritura y a la acción de escribir;2 si rastreamos en la ficción clariniana la presencia de personajes que escriben, estudiando cómo es lo que escriben, por qué y para qué lo escriben, constataremos una evidencia no siempre advertida: desde Juan Ruiz (el periódico manuscrito y unipersonal que Leopoldo redactó entre sus 16 y 17 años), hasta algunos de sus últimos cuentos (que por diversas razones —por ésta también— pueden ser considerados como su testamento estético y literario), el mundo ficticio de Alas está poblado de personajes que escriben, que reflexionan sobre su escribir y sus escrituras, de manera que una parte de la literatura clariniana es transcripción (pocas veces) y, más frecuentemente, paráfrasis y comentario de los textos escritos por sus personajes; o reflexión acerca de los condicionamientos y los límites, la esencia y los objetivos, la función y la responsabilidad de escribir; algo tan frecuente e importante que no sólo contribuye a caracterizar la ficción de Clarín sino que tal vez sea uno de los rasgos que ayuden a explica su sentido.

Naturalmente, me refiero aquí sólo a aquella parcela de su literatura que etiquetamos como ficción; no hará falta decir que en la obra crítica la referencia a la escritura ajena es algo sustantivo. Ahora bien, si —como luego diré— las fronteras entre ambos géneros no siempre están definidas en los textos clarinianos, el recurso que nos ocupa (explicar y comentar textos escritos, independientemente de que su autor se real o ficticio), en la medida en que es común a ambos géneros —ficción y crítica— puede ayudar a replantear, caracterizar y definir la unidad total de la literatura de Alas.

Como muestra de las posibilidades de esa lectura, me ocuparé aquí de algunos de sus cuentos, especialmente relevantes o significativos en relación con el aspecto que nos importa, bien porque en ellos el escritor es protagonista o porque tienen como tema fundamental o único la escritura y sus problemas. Pero antes me parecen necesarias algunas precisiones y delimitaciones.

La distinción entre cuentos y artículos, no siempre nítida en la literatura periodística de Alas, resulta especialmente relevante para este propósito. En el Segundo Coloquio de la Sociedad de Literatura Española del Siglo xix, en Barcelona (octubre de 1999) presenté una comunicación titulada «Artículos / cuentos en la literatura periodística de Clarín y Pardo Bazán» (que aparecerá en las correspondientes Actas), donde me ocupo de esa cuestión. Entre los relatos de Alas hay muchos que son crítica literaria disfrazada, como hay artículos de crítica que presentan un escritor ficticio (a veces, transparente caricatura de algún contemporáneo) cuyas obras se comentan en tono jocoso; o bien, podemos encontrar textos de género ambiguo o mixto, críticas en las que la censura de un autor o una obra conocidos se lleva a cabo mediante una sátira con ciertos elementos narrativos, que mezcla los datos y referencias reales con los ficticios. Ni que decir tiene que en estas modalidades la metaficción es un recurso obligado, aunque no siempre sea del tipo que más nos importa aquí. Será necesario, pues, distinguir el sentido y función de tal recurso según los casos en que se emplee. Y, dados los objetivos de nuestro estudio, nos interesarán sólo los textos en que las referencias a la escritura se produzcan a través de una ficción consistente y de cierta autonomía, o aquellos en que esa misma ficción tiene como asunto cardinal plantear el sentido, condiciones, objetivos y límites del oficio de escribir.

Un segundo problema lo constituye la propia confección del repertorio de textos que habría que considerar. Yvan Lissorgues3 ha contabilizado más de dos mil colaboraciones periodísticas de Leopoldo Alas, de las cuales no menos de cien son relatos de diversa extensión (cuentos o nouvelles); recientemente, Carolyn Richmond ha reunido en dos gruesos volúmenes los que considera como Cuentos completos de Clarín:4 independientemente de que, a mi juicio, esa colección podría incrementarse con bastantes textos más, a medio camino entre el artículo y el relato (como algunos de los que ahí se recogen), para lo que ahora nos importa baste indicar que repasando la narrativa breve de Clarín en busca de alusiones o referencias al escritor y a la escritura, no son menos de cuarenta y seis títulos los que podrían ser tenidos en cuenta. Aparte de múltiples referencias ocasionales, en las que el texto reflexiona sobre el hecho de escribir, parafraseando, comentando o criticando diversas escrituras, hay una veintena de cuentos cuyos protagonistas o personajes principales son escritores de diversas clases (críticos, eruditos, periodistas, filósofos, dramaturgos, novelistas, poetas); o, cuando menos, simples «escribientes» con una secreta vocación literaria.5

Comencemos nuestro repaso de escritores con el grupo acaso más frecuente en la narrativa de Alas: el «sabio» —más o menos filósofo o erudito— autor de tratados o monografías de discutible mérito;6 un personaje (a veces, sólo un tipo) que alcanzará su más logrado desarrollo en el Saturnino Bermúdez de La Regenta.7 La integrarían, entre otros, los que dan título a «Zurita» o «El Doctor Pértinax», el Pánfilo Saviaseca de «Doctor Angelicus», «Los dos sabios» Gilledo y Fonseca, el sabio sin nombre de «Kant, perro viejo», el Eufrasio Macrocéfalo de «La mosca sabia», el sociólogo Fernando Vidal de «Un jornalero», Nicolás Serrano, el filósofo de «Superchería». Estos dos últimos constituyen una interesante excepción a esa clase ridiculizada por Alas en sus cuentos: tanto Vidal como Serrano, le merecen —en cuanto sabios— respeto y admiración, y así se manifiesta en las referencias del texto a sus respectivos escritos. Las palabras con que, en «Un jornalero», Vidal se justifica ante un grupo de obreros revolucionarios expresan bien el pensamiento de Alas acerca del trabajo intelectual:

Pasará mi nombre, morirá pronto el recuerdo de mi humilde individuo, pero mi trabajo quedará en los rincones de los archivos, entre el polvo, como un carbón fósil que acaso prenda y dé fuego algún día, al contacto de la chispa de un trabajador futuro... de otro pobre diablo erudito como yo que me saque de la oscuridad y del desprecio (I, p. 514).

En su monografía sobre los cuentos de Clarín, —en bastantes aspectos aún insuperada— Laura de los Ríos consagró el tópico crítico del autobiografismo de esa narrativa;8 ello es especialmente pertinente para nuestro propósito, pues nada tiene de extraño que al tratar en sus ficciones la figura del escritor, Alas se fijase en el que mejor conocía —o, al menos, el que tenía más cerca— y pusiese en el personaje algo de su propio pensamiento y experiencia literarios.9 Como también es fácilmente explicable, ello no se produce en los relatos en los que el escritor resulta ridiculizado, ni cuando es el protagonista. Suele tratarse de una figura secundaria (alguna vez, como en «El hombre de los estrenos», el narrador), por lo general periodista o crítico, cuyo punto de vista sirve para interpretar o explicar ciertos aspectos de la historia. Así es en «La ronca»,10 uno de los varios relatos (como «El hombre de los estrenos», «Avecilla», «La reina Margarita», «Amor’ è furbo», «Un voto», «Cristales») sobre el mundo del teatro, los autores, los actores, los críticos...

Hay en los cuentos de Clarín otros «sabios» en cuyo tratamiento ridiculizador no hay ensañamiento sino —a veces— cierta ternura compasiva. Así ocurre con el filósofo que protagoniza el cuento «El Doctor Pértinax», cuya elocuencia es mera transposición oral de su escritura y, a la vez, parodia deliberada de la jerga krausista. La caricatura de aquella dicción, con su enrevesada sintaxis, gusto por la paradoja y abstrusa terminología, la encontramos también en «Zurita», relato que podría leerse como una palinodia clariniana, ya de vuelta del krausismo;11 aunque no es este el lugar ni la ocasión para entrar en ese delicado punto, sí nos ayudará a interpretar correctamente ese texto la distinción entre pensamiento y dicción krausista: Aquiles Zurita es un ejemplo meridiano de los estragos que en ciertos espíritus pudo causar no tanto aquella filosofía como la confusa y vacía verborrea con que algunos epígonos pretendían hacer de la escuela una secta sólo para iniciados.

Si antes cité al Saturnino Bermúdez de La Regenta como prototipo de ciertos «sabios» en la narrativa clariniana, otro de los escritores de Vetusta, Trifón Cármenes, lo sería de los «poetas», entendiendo el término en un sentido muy amplio, que puede abarcar a dramaturgos, folletinistas, críticos, revisteros, periodistas y, en general, a quienes con más entusiasmo que acierto se dedican al oficio literario: el poeta Higadillos («El cura de Vericueto»), Pedro Pastrana («De la comisión»), Miguel Paleólogo («Bustamante»), Diego Paredes («Flirtation legítima»), Torcuato Resma («Cuervo»), o el protagonista de «Estilicón. (Vida y muerte de un periodista)». A través de tales tipos (síntesis de rasgos comunes a muchos mediocres escritores de su tiempo) y mediante la ficción narrativa Alas lleva a cabo la misma clase de crítica «higiénica y policíaca» que pretendía en los paliques.12 De ahí la frecuencia con que se sirve de recursos satíricos semejantes a los empleados en sus artículos críticos: el repaso a la carrera literaria del escritor, la cita o la paráfrasis de sus textos, con evidente propósito ridiculizador, etc.

Así, don Diego Paredes, protagonista de «Flirtation legítima», economista que «escribía largo y tendido acerca de nuestros ferrocarriles y de nuestros carbones, y de nuestros corchos, y en fin, de todo lo nuestro que no era suyo»; poeta que «en sus ratos de ocio, como él decía, colgaba la péñola de hacer país, haciendo riqueza pública, y descolgaba la lira y escribía versos, imitando a Quintana o a Cánovas del Castillo, que para él, allá se iban. Dadme que pueda... Dadme que cante... decían las odas de Paredes. Siempre estaba pidiendo algo, como si no le chupara ya bastante al Estado» (II, p. 175). En otras ocasiones (como al comienzo de «El sustituto» [II, p. 160]), para explicar de modo convincente cómo es ese tipo de poeta, Alas se sirve del mismo procedimiento que emplea con Trifón Cármenes en La Regenta:13 mostrarlo en plena actividad creadora en la soledad de su taller literario; se manifiesta así la índole de su escritura, lo estímulos que la mueven y los escollos (formales o ideológicos) que debe afrontar.

La figura del escritor mediocre, poeta fallido en su juventud, aparece con frecuencia en la narrativa clariniana; se diría que todos ellos obedecen a un mismo modelo, cuyas características se reiteran; así la que atribuye el abandono de la poesía a los tropiezos con les torts de la rime; eso fue lo que le pasó a Bonifacio Reyes en Su único hijo, y, como él, al personaje que da título a «Corriente». La renuncia a los versos suele ir acompañada en esta clase de escritores por una entrega a las corrientes filosóficas o estéticas más avanzadas, que el neófito abraza con tanto entusiasmo como ignorancia. Alas muestra especial inquina hacia el tipo del jovenzuelo pedante, con algunas dotes para la versificación fácil pero ningún espíritu poético, superficial cultura e ínfulas de filósofo. Por eso, algunos de ellos terminarán rompiendo su lira pero no la pluma, que pondrán al servicio de más prosaicos menesteres; como hace Pastrana en el cuento «De la comisión».

Dentro de esa galería de seudopoetas que deambulan por la ficción clariniana, el último grado de escalafón profesional acaso deba corresponderle al modesto Bustamante, en el cuento a que da título, dedicado al «arte poco lucrativo, aunque muy honroso, de hacer charadas en verso, ora improvisadas, ora discurridas si tenían intríngulis» (I, p. 269). Notemos también que en varios de estos cuentos de escritores la ficción satírica se convierte en crítica literaria; así, en este mismo «Bustamante» se censura el estilo habitual en la prensa festiva («plebeyo, chabacano, desaliñado y caprichoso, plagado de idiotismos necios, de giros y vocablos puestos en uso por una moda irracional» [I, p. 275]) y las ideas de cualquiera de sus redactores («pensaba a la moda, y con la misma desfachatez y superficialidad con que escribía. Era materialista, o mejor positivista... Que no se le hablase a él de metafísica; la metafísica había hecho su tiempo, decía con un horroroso galicismo» [I, p. 275]).

Una categoría especial de escritores la integran aquellos de vocación tardía, frustrada y oculta, los que sin ser exactamente literatos (aunque quisieran serlo) tienen por oficio el escribir —en el sentido menos artístico del término—, o los que cultivan aficiones (u obsesiones) más o menos relacionadas con la literatura o con la escritura. Así, Remigio Comella, «El hombre de los estrenos», quien no se conforma con asistir a todos cuantos tienen lugar en los teatros de la corte, apasionado tanto por la escena como por su crítica: sintiéndose llamado a emular a su homónimo dieciochesco, «el hombre de los estrenos suele tener mal fin: acaba muchas veces (no todas) por echar su cuarto a espadas, su cana al aire... por escribir él el drama de sus sueños» (I, p. 246). De cómo es ese drama —de estética naturalista— podemos hacernos una idea a través de las palabras con que un empresario pondera las dificultades para su representación:

Amigo, eso está perfectamente; ahí entra toda la creación, punto más, punto menos; cada cual habla el lenguaje que le es propio; pasa por la escena todo el mundo; pero por lo mismo, por lo mismo que en esa obra entra el mundo entero... su obra de usted no puede entrar en mi teatro; no cabe. Ya ve usted, el contenido no puede contener el continente (I, p. 247).

El ejemplo más desquiciado entre esos obsesionados por la escritura es Don Autónomo, el marido de «La perfecta casada», cuya manía es esta: «vino a parar en comprar una maquinilla manual de imprimir, y se encerraba en su casa imprimiendo en tarjetas, volantes, besalamanos, etc., las mismas palabras, pocas. Y después, de noche los llevaba al correo y estaba cinco minutos echando papel por la boca abierta del león, pasmado de tanta correspondencia» (II, pp. 348-349).

Hay una broma muy querida de Clarín, cuando juega con la vocación literaria de un simple escribiente. A ese oficio pertenece don Casto Avecilla, cuya ínfima relación con la escritura no es obstáculo para que se sienta (además de una importante pieza del engranaje burocrático) un profesional del lenguaje, con notables preocupaciones idiomáticas pero con una elocución tan rebuscada como carente de propiedad y rigor. Esa caracterización lingüística de Casto Avecilla tiene también una dimensión moral: la simplicidad que sugieren su nombre y apellido (algo muy frecuente en los personajes clarinianos) le lleva a curiosas interpretaciones del lenguaje figurado, lo que permite al autor algunas reflexiones metalingüísticas, expuestas con esa ironía tan habitual en sus artículos críticos: «Pensando en la arena candente de la política se le aparecía la plaza de toros en un día de corrida de agosto y desde tendido de sol» (I, p. 216). En ese mismo terreno fronterizo, próximo al de la literatura pero sin integrarse plenamente en ella se sitúa también Don Sinibaldo de Rentería, el protagonista de «La fantasía de un delegado de Hacienda»; uno más de esos que deben compaginar la escritura administrativa con la imaginación literaria y cuya desbocada imaginación le hace ver novelas a cada paso.

Tras estas consideraciones generales, dedicaré la segunda parte de mi conferencia a comentar con algún detalle —y con más amplias citas—siete cuentos de Alas, especialmente relevantes o significativos en relación con el aspecto que nos viene ocupando, bien porque en ellos el escritor es protagonista o porque tienen como tema fundamental o único la escritura y sus problemas. Son, según el orden cronológico de su redacción o primera publicación: «Mi tío y yo» (1868), «Doctor Sutilis» (1878), «Un documento» (1882), «Cambio de luz» (1893) «Rivales» (1893), «Vario» (1894), «Reflejo (Confidencias)» (1900).14

«Mi tío y yo» (1868)

Es significativo que las muestras más tempranas que podríamos aducir de esa estrategia en la obra de Alas correspondan a sus escritos de adolescencia. Como es sabido —o acaso no tan sabido como debiera—, entre marzo de 1868 y enero de 1869, cuando contaba 16 años, el futuro Clarín confeccionó en solitario (aunque firmase con los seudónimos Juan Ruyz, Mengano, Benjamín o con las abreviaturas de su nombre y apellidos L.A.U.) un «periódico humorístico», Juan Ruiz, de cuyo único ejemplar manuscrito hay transcripción preparada por Sofía Martín-Gamero y publicada en 1985.15 De la miscelánea de poemas, cuentos, artículos, etc. que el periódico reúne quiero detenerme en el titulado «Mi tío y yo», que aparece en el número 19, correspondiente al 30 de agosto, y lo firma «Benjamín». Se trata de un artículo, a la vez de costumbres y de crítica literaria, pero también con una leve trama argumental (como algunos de los d Larra, cuyo magisterio empieza a advertirse ya en este temprano Alas), que en tono y tratamiento anuncia el de los futuros paliques; entre sus personajes aparece, por vez primera en la ficción de Alas, ese tipo que reencontraremos en muchos de sus cuentos y novelas: el «sabio» que versificó en su juventud (lo que justifica una digresión sobre los vicios de la mala poesía) y que ahora, dedicado a la escritura erudita, aborrece la de creación:

En sus mocedades fue poeta melenudo, y según sus cuentas, escribió la palabra corazón dos billones de veces, dolor, la mitad, ataúd, setenta millones, laúd, otras tantas para hacer consonante con la anterior; y amor, perjura, dulzura, ardor, sentimiento, aliento, imploro, adoro, hijos, prolijos, ojos, abrojos, alma, calma, los participios en ante, ado, ido; los adverbios en ente, y verbos con verbos los rimó respectivamente más de siete mil.

De modo que mi tío dice que ya está empalagado con tanta poesía, como si lo fuesen estos versos combinados siempre de la misma manera y siempre con los mismos consonantes y en los que el vate nombra el corazón sin acordarse de él y llama a la muerte cuando si viniese la tendría un canguelo horrible. Por eso mi tío odia a todos los que se dedican a hacer versos como si ahora sucediese lo que en sus mocedades. [Ahora sucede algo peor (Nota de Don Tomás)] (Juan Ruiz, p. 203).

A ese su tío don Tomás acude «Benjamín» en busca de consejo: ha recibido una carta en la que «Juan Ruyz» (otro de los seudónimos del joven Leopoldo) le invita a colaborar en su periódico; la conversación entre tío y sobrino permite al joven Alas exponer unas ideas —sorprendentemente maduras— acerca de la fiebre literaria que aqueja a algunos muchachos de su tiempo; así supone el tío que será el mencionado «Juan Ruyz»:

Un chiquillo de esos que se meten a literatos nada más que porque se les pone a ellos en la cabeza que sirven para el caso.

Habrá hecho dos o tres romances en í, é, ó o ú, hablando mal de todos y de todo y mas que nada de los neos.

Escribirá de religión en sentido anfibológico y como con lástima, combatirá las corridas de toros sin haberlas visto en su vida, se compadecerá de los maridos, renegará de las mujeres y todo esto nos regalará entre muletilla y muletilla (Juan Ruiz, p. 205).

La conclusión del relato no puede ser más ejemplar: tras escuchar la vana conversación de una tertulia de jóvenes literatos, «Benjamín» toma una decisión: será escritor, pero para combatir la mala literatura: «No quiero ser uno de tantos pero voy con Juan Ruyz y le prometo a V. que todo lo que escriba, o la mayor parte, ha de ser contra esa plaga de chiquillos audaces, tontos, ignorantes y necios» (Juan Ruiz, p. 208).

A primera vista, esas palabras escritas a los 16 años podrían tomarse como una declaración de lo que ha de ser el programa crítico de Clarín. Pero su posible entusiasmo se tiñe de escepticismo si las ponemos al lado de estas de su «Carta a un sobrino disuadiéndole de tomar la profesión de crítico» (publicada en La Ilustración Española y Americana en 188516), artículo que, en cierta medida, es una recreación de aquel otro de Juan Ruiz, casi veinte años atrás:

Dices en tu carta malhadada, a la que enseguida contesto por si llego a tiempo de evitar el daño, que sientes vocación invencible de crítico y que lo has de ser pese a quien pese, y que a mí toca darte consejo y avisos oportunos. El mejor consejo es éste: que Dios te libre de criticar a hombre nacido; y ni en tus propias acciones debes escudriñar mucho, si no quieres caer en aborrecimiento de ti mismo.

«Doctor sutilis» (1878)17

Según ha escrito C. Richmond, este relato constituye una especie de ars poética clariniana, «un ejemplo de cómo escribir auténticamente».18 El asunto refiere esa historia tan común en su narrativa, la del joven soñador («mirando a las estrellas del cielo, a las olas del mar, a las hojas del bosque, a las espigas de las llanuras, lloraba de repente sin saber por qué, y era feliz en medio de penas sin nombre y sin cuento. De cada amapola que veía en un campo de trigo se enamoraba perdidamente, y se tenía por un ingrato sin corazón si de una sola llegaba a olvidarse. Cada vez que el sol se ponía, despedíale Pablo con lágrimas en los ojos» [II, p. 327]), obligado por su tío y tutor a sustituir su vocación poética por menesteres más sustanciosos, aunque —leve ironía— siempre en relación con los libros: «Sé que tienes escritos muy concienzudos trabajos acerca de la naturaleza de lo bello (...) Estás muy empingorotado, y es necesario que bajes a la vida real para alternar con los semejantes. En una palabra: te voy a hacer tenedor de libros» (II, p. 328).

Para despedirse de la literatura, nuestro joven compone un largo poema cuyo texto se transcribe, seguido del comentario del narrador (en el que hay opiniones literarias que corresponden claramente al autor):

Lo primero que le extrañará al lector en esta poesía será el que esté escrita en prosa: ¿es que hay poesía en prosa, como pretende el señor Vidart? Nada de eso; lo que hay es que yo he traducido esos versos, escritos en alemán, en prosa castellana. Pablo, que había estudiado mucho cuando anduvo desnudo, escribía sus poesías íntimas en alemán con regular corrección.

Pero después de hacer ésta, ni en alemán ni otra lengua alguna, ni viva ni muerta, volvió a encontrar consonantes, como no fuera por casualidad (II, p. 329).

El recuerdo de aquellos versos revivirá, años más tarde, en una conversación entre el ex poeta Restituta, el juvenil amor imposible e inspiradora de aquella poesía:

—(...) ¿ya no haces versos? ¡Qué bonitos los hacías! parece mentira; pero la verdad es que a la larga no se puede vivir sin versos, buenos, se entiende, como los tuyos.

—Hace ocho años escribí los últimos; son los últimos que conservo... en la memoria.

—¿Quieres recitarlos?

—¡Si los hice en alemán!

—Pues no importa; dime la sustancia.

Pablo dijo la sustancia (...)

¡Qué pensativa se quedó Restituta!

—Oye, Pablo —dijo cuando ya era noche del todo—, qué amargos son esos versos (II, p. 333).

Aunque no nos importe ahora la sustancia de los versos de Pablo, sino sólo lo que atañe a su escritura en cuanto tal, o a la impresión que producen en quien los conoce, sí interesa llamar la atención sobre el importante problema, de dimensión estética y moral, que el relato deja planteado en los párrafos que sirven de cierre: a través de una apelación, que es también moraleja, el narrador (¿el autor?) pone en cuestión el concepto de autenticidad o sinceridad poética, en términos notablemente modernos, no tan lejos como a primera vista pudiera parecer de los recordados versos de Fernando Pessoa, («O poeta é um fingidor. /Finge tâo completamente / Que chega a fingir que é dor / A dor que deveras sente»19):

Pablo se convirtió de veras; perdió los sueños y el amor, dejó los versos y la poesía, y sólo fingió amor, sueños, poesía, versos, cuando sus planes lo exigieron (...)

Poetas de imitación, que buscáis dolores íntimos para cantar endechas y publicar vuestras penas, si encuentra [sic] editor, no despreciéis a mi Pablo, no le tengáis por menos que vosotros. Fue desertor ideal, huyó de los ensueños dolorosos, porque los sintió de veras... Y, según dicen los inteligentes, cuando se ama muy de veras se padece mucho (II, p. 334).

«Un documento» (1882)20

También plantea cuestiones morales y estéticas acerca del oficio de escribir, y no muy alejadas de las recién aludidas, este relato (al que Carolyn Richmond ha dedicado un excelente estudio)21. Su protagonista es Fernando Flores, un novelista que aprovecha su ya concluida experiencia amorosa con la duquesa del Triunfo para convertirla en escritura:

No se ha perdido el tiempo, al fin y al cabo. Hágome cuenta que he trabajado en la preparación de un libro; he observado, he recogido datos; creí un momento haber encontrado el amor: ¡no! es algo mejor; he encontrado un libro... La mujer no es para mí, no podía ser; pero tengo... el documento. Cristina me servirá en adelante como documento humano. Hagamos su novela; es un caso de gran enseñanza. Los necios dirán que es inverosímil; pero yo le daré caracteres de verdad cambiando el original un poco (I, p. 212).

Advirtamos cómo, al recoger esas meditaciones, el texto no sólo parece ironizar a propósito de algunos de los tópicos de la poética naturalista (el acopio de datos, el documento humano), sino que introduce un matiz de velada censura hacia ese alarde de mezquindad que supone la actitud de Flores. En cuanto a su novela, no se nos cuenta o explica su escritura, pero sí su lectura (una lectura comentada), la que hace la duquesa, protagonista involuntaria de la historia que lee y lúcida intérprete de su sentido:

Pasó cerca de un año (...) Una noche recibió un libro encuadernado en tafilete. Era la novela de Flores, con una dedicatoria del autor: «A mi eterna amiga». Cristina despidió a Clara, su

doncella, y sin acostarse, pasó la noche, de claro en claro, devorando el libro. Era la historia d su vida, según ella la había dejado ver en el abandono del amor ideal, al redomado amante. ¡Qué infamia! Fernando no la había amado, la había estudiado. Cuando sus ojos se clavaban en los de Cristina para anegarse en ellos, el traidor no hacía más que echar la sonda en aquel abismo. Como obra de arte, el libro le pareció admirable. ¡Cuánta verdad! Era ella misma; se figuró que se veía en un espejo que retrataba también el alma. En algunos rasgos del carácter no se reconoció al principio; pero reflexionando, vio que era exacta la observación. El miserable no la había embellecido: cuestión de escuela (...) «Aquel hombre implacable, artista sin entrañas, observador frío como un escalpelo, le ha hecho la autopsia en vida y le ha hecho asistir a ella. ¡Una vivisección de la mujer que se creyó amada».

(...) El libro de Fernando gustó mucho a los inteligentes; la crítica más ilustrada y profunda le consagró largos análisis psicológicos. Alguien dijo que el tipo de aquella novela no existía más que en la imaginación del novelista (I, p. 213).

«Cambio de luz» (1893)22

Es curioso advertir que en bastantes de los escritores que aparecen en los relatos de Clarín hay notorias referencias autobiográficas; y aunque con preferencia aquellos sean poetas, dramaturgos, novelistas o críticos literarios, resulta que uno de los personajes en que más visibles son las coincidencias, el Jorge Arial de «Cambio de luz», se dedica a tareas que Alas no cultivó, aunque acaso soñó hacerlo:

Muchas eran sus ocupaciones y en todas se distinguía por la inteligencia, el arte, la asiduidad y el esmero (...) Había empezado por enamorarse de la belleza que entra por los ojos, y de esta vocación, que le hizo pintor en un principio, le obligó después a ser naturalista, químico fisiólogo; y de esta excursión a las profundidades de la realidad física sacó en limpio, ante todo, una especie de religión de la verdad plástica que le hizo entregarse a la filosofía... y abandonar los pinceles (...) y, suavemente y sin dolores del amor propio se fue transformando en un pensador y en amador del arte, y fue un sabio en estética, un crítico de pintura, un profesor insigne; y después un artista de la pluma, un historiador del arte con el arte de un novelista (I, p. 447).

La razón de haber elegido para el personaje esas aptitudes y vocaciones (diferentes aunque próximas de las del autor) tiene que ver tanto con la anécdota que el cuento refiere como con su significado. Arial, que secretamente sufre la dolorosa lucha entre fe y razón, entre el deseo de creer en el misterio y las evidencias de la ciencia positivista, poco a poco va perdiendo la vista, lo que le obliga a abandonar sus lecturas e investigaciones (y volcar su pasión estética hacia la música). Hasta que llega la noche de la revelación, que se manifiesta —y ello nos atañe aquí— a través de la escritura; una escritura que se produce febril y apasionadamente, como en trance:

Una noche, la pasión del trabajo, la exaltación de la fantasía creadora pudo en él más que la prudencia, y a hurtadillas de su mujer y de sus hijos escribió y escribió horas y horas a la luz de un quinqué. Era el asunto de invención poética, pero de fondo religioso, metafísico; el cerebro vibraba con impulso increíble; la máquina, a todo vapor, movía las cien mil ruedas y correas de aquella fábrica misteriosa, y ya no era empresa fácil apagar los hornos, contener el vértigo de las ideas (I, p. 453).

Esa será su última obra, ya que, tras una noche consumida en escritura y meditación, ambas alucinadas, Arial descubre al alba que ya está totalmente ciego. Y, para sorpresa de los suyos, ello va acompañado de una gran alegría y serenidad íntimas, porque «ahora veía por dentro» (I, p. 454).

«Rivales» (1893)23

«Rivales» es sin duda uno de los cuentos más interesantes para nuestro objeto, por su complejo tratamiento del tema de las relaciones entre la escritura y el escritor. Se inicia el relato con una larga reflexión a propósito de un fenómeno que alguien advierte en las letras contemporáneas: «brillan por algún tiempo jóvenes de gran talento, de alma exquisita, promesas de genio, que poco a poco se cansan, se detienen, se oscurecen, vacilan, dejan de luchar por el primer puesto y consienten que otros vengan a ocupar la atención y a gozar iguales ilusiones, y a su vez experimentar el mismo desencanto» (I, p. 461). Aunque en el texto no hay comillas que lo indiquen, inmediatamente nos damos cuenta de que esa reflexión no corresponde al narrador, sino que figura en un libro de autor desconocido que está leyendo Víctor Cano, otro escritor, protagonista del cuento; el cual «cerró el volumen (...) y se puso a pensar por su cuenta» (I, p. 461). Se combinan así, ya desde las páginas iniciales del relato, tres voces (y tres puntos de vista) que corresponden a otros tantos escritores: Víctor Cano; el autor del libro que está leyendo; el propio autor de «Rivales», representado por su narrador. No puedo detenerme aquí a analizar con detalle el manejo (no siempre acertado) que Alas hace de ese artificio perspectivista; para lo que ahora nos importa baste advertir su presencia, que tiene mucho que ver con el asunto y significado de la historia.

Motivado por aquella lectura, Cano discurre sobre una idea que le interesa y atañe muy de cerca, pues su caso se asemeja mucho al de esos genios abortados:

(...) era conocido; cuatro o cinco novelas suyas habían llamado la atención; no pocos periódicos las habían puesto en los cuernos de la luna; el público se había interesado por aquel estilo, por aquella manera; había sido un poco de fiebre momentánea de novedad. Al publicarse el último volumen ya habían insinuado algunos malévolos la idea de decadencia; se había hablado de extravío, de atrofia, de estancamiento, de esperanzas fallidas, y, lo que era peor, se había mostrado claro, matemático, el cansancio, el hastío, ante lo conocido y repetido (I, pp. 462-463).

Cano acaba de publicar otro libro, muy alejado de la estética dominante y recibido sin atención ni interés: «dijeron de él cuatro necedades los críticos semigalos que creían seguir la moda con su desfachatado materialismo, con su procaz hedonismo de burdel y su estilo de falso neurosismo» (I, p. 463). No muy sorprendido, porque «en rigor, lo había provocado él mismo», pero sí indignado, decide abandonar por algún tiempo la corte, viajando a un lugar de veraneo. La aventura consiguiente le obligará a enfrentarse a la literatura, y a su propia condición de escritor, desde otros presupuestos.

En el tren conoce a una mujer que está leyendo un libro; su asedio, que se prolongará más allá del viaje, a lo largo de su permanencia en la estación de baños, debe vencer no sólo la resistencia de la casada, sino, sobre todo, la presencia constante de un poderoso rival: el autor del desconocido libro (siempre forrado con papel de periódico) cuya lectura llena el verano de la dama. En el espíritu de esta se plantea una intensa contienda entre las ideas estéticas y morales del libro, que defiende la institución matrimonial, y las que Cano —que se hace llamar Flórez— desliza en sus conversaciones: «le recitaba a Cristina con fogosa elocuencia las teorías metafísico-amorosas de su penúltima manera, las que había vertido, como quien envenena un puñal, en la prosa de acero de su penúltimo libro» (I, p. 467). Con algunos altibajos, la lucha se prolonga hasta el final del veraneo y concluye con la derrota de Víctor Cano:

(...) llega usted tarde. Otro ha corrido más (...) Su rival es un libro. Ni siquiera recuerdo el nombre del autor (...) Pensaba este verano llenarme la cabeza de novelas; comencé en el tren una, la primera que cogí, y empezó a interesarme mucho; después... llegó usted... con sus novelas de viva voz, y, se lo confieso, por muchos días me hizo abandonar el libro; pero en la lucha (...) me acordé de lo que había visto en los primeros capítulos de aquel libro extraño... Volví a él... y poco a poco me llenó el alma; ahora lo entendía mejor, ahora le penetraba todo el sentido... Eran ustedes rivales... y venció él (...) Si de alguien pudiera yo enamorarme sería del autor de este libro (I, pp. 469-470).

Como fácilmente puede suponer el lector perspicaz, ese libro no es otro que El Concilio de Trento, la última novela de Víctor Cano. El malentendido sirve para poner de relieve la distancia, estética y moral, que hay entre el escritor y su escritura. El final del cuento confirma esa interpretación y formula, a través del dictamen de Cristina, la conclusión que explica el sentido de esa ejemplar historia; ante la declaración de Víctor, que confiesa ser el autor del libro, la dama dirá tristemente: «Lo siento» (I, p. 470).

«Vario» (1894)24

Si bien, como luego diremos, razones cronológicas hacen de «Reflejo» una suerte de testamento literario de Alas, culminación de sus reflexiones sobre el sentido y valor del oficio de escribir, reflejadas no a través de un ensayo teórico o crítico, sino mediante una ficción narrativa, mucho de ello aparece ya (acaso mejor tratado) en un cuento anterior, «Vario», una de las piezas maestras de la narrativa breve de su autor.

Ya la elección del asunto y del protagonista del relato nos anuncia su intención y sentido: Lucio Vario Rufo, poeta latino contemporáneo y amigo de Horacio, cuya obra se ha perdido, de modo que sólo nos queda su nombre y noticia: Alas reconstruye imaginativamente (pero —como han demostrado cumplidamente Carolyn Richmond25 e Yvan Lissorgues26— con evidente rigor histórico, acaso algo excesivo en sus alardes eruditos) la biografía de Vario, aventurando una hipótesis que pueda explicar la pérdida de sus versos. El cuento se convierte así en una lúcida y desengañada reflexión sobre el sentido del escribir y la función moral de la escritura.

El narrador nos presenta al poeta en una secuencia crucial de su biografía (y que no es improbable reproduzca algo de lo sentido por Alas en esos años): «Vario, entre los suyos, sintió una invencible repugnancia. La vida efímera y apasionada de las letras le daba en aquel momento horror. Juicios falsos, gustos nuevos, envidias, rencores; todo se revolvía allí con la febril ansiedad de lo pasajero; figurábasele una lucha mortal y cruel a la luz de un relámpago» (II, p. 72). Por aquellos días, mientras está escribiendo un poema titulado «La muerte», siente como un canto de sirenas que le llama a morir: «Lucio Vario, ¿por qué trabajas en vano? Trabajas para la muerte, trabajas para el olvido. Deja el arte, deja la vida, muere. Oye tu destino, el de tu alma, el de tus versos. Serás olvido, se perderán tus libros»; y luego de formular proféticos vaticinios (que la historia posterior confirmará) a propósito de la suerte y consideración que espera a mucho de lo escrito por griegos y latinos, el coro le aconseja: «Vario, adelántate a la muerte, sé tú el olvido. No escribas, muere» (II, pp. 75-76).

El sorprendente final del cuento es toda una esperanzada proclamación de fe en la supervivencia de la poesía, de la escritura, más allá de la muerte y de la historia: sordo a esos cantos de sirena que le anuncian lo que sin duda se cumplirá, Vario persiste en su inútil tarea, en un ambiente teñido de serena belleza cargada de simbolismo:

(...) a la última luz del crepúsculo siguió trazando sus versos, arando la cera con el estilo silencioso y sutil que caminaba con medida.

Creyó la profecía; sintió sus versos hundidos en la nada del olvido, pero la inspiración siguió alumbrando en su cerebro, más fuerte, más libre. Vario respiró con fuerza; su alma sacudía una cadena que caía rota a los pies del viajero: la cadena del tiempo, la cadena de la gloria, la cadena del vil interés egoísta... «¡Ah, todo era polvo —lo decían los hexámetros de Vario a la muerte— todo era nada, todo pasaba, todo caía en el olvido...» pero la brisa era saludable; y graciosamente meciendo el espíritu, el metro rítmico refrigeraba el alma; el sol del ocaso era sublime en su tristeza de rosa y oro; los colores del mar encanto de los ojos; la paz de las ondas parecía una música silenciosa... y Vario, que el mundo no conocería, mientras viví era poeta (II, p. 76).

«Reflejo (confidencias)» (1900)27

Hasta ahora se ha venido dando como primera publicación de este relato la del volumen El gallo de Sócrates, aparecido en el mismo año de la muerte de su autor; en el artículo «En torno a un cuento de Clarín. “Reflejo. Confidencias”» (inédito cuando redacto estas líneas, y cuya lectura debo a la generosidad de su autor), mi admirado colega y amigo Jesús Rubio da noticia de la publicación —posiblemente, la primera— de este relato en el número 10 (18 de marzo de 1900) de la olvidada revista madrileña Letras de Molde. Ello nos ayuda a fijar la fecha de su redacción (cuestión muy pertinente, como veremos, para la interpretación de su sentido), de la que sólo podíamos afirmar que había de ser posterior a la muerte de Castelar (mayo de 1899), de acuerdo con esta confidencia de su narrador: «como a mis lugares sagrados, solía yo ir, al verme en Madrid, peregrino siempre triste, a casa de Campoamor... que ya no gusta de visitas; de Castelar (que hemos perdido), de Giner, de Valera, de Balart» (II, p. 305). La cita, además de fechar el texto, ayuda a plantear cuestiones muy directamente relacionadas con su sentido: la identificación entre narrador y autor, los límites entre ficción y testimonio, o entre cuento y artículo... En todo caso, y aunque no hubiese esa clara referencia a la reciente pérdida del político republicano, el tono, las ideas, la actitud ante la vida y ante la literatura que transmite este escrito (de muy significativo subtítulo, «Confidencias»), nos obligaría a situarlo en la postrera etapa literaria del autor, que moriría en junio de 1901.

Usando un recurso frecuente en sus textos de publicación periodística, basado en la familiaridad establecida con sus habituales lectores (quienes, en el caso de los cuentos, se ven obligados a identificar las instancias autorial y narrativa), Clarín refiere en primera persona un asunto en el que se mezclan lo ficticio y lo real: de sus cada vez menos frecuentes viajes a Madrid, evoca las visitas a un escritor antaño muy leído y hoy ya olvidado, «el señor X, que no es nadie y es quien quieran» (II, p. 305). Esa indeterminación, que recuerda la empleada en el género costumbrista, permite identificar a aquel autor con cualquiera de los de la propia generación de Alas. El retrato y la referencia a su situación presente no los hace el narrador por sí mismo, ni a través de los lectores o críticos, sino según el punto de vista de una persona tan alejada de la literatura como próxima al escritor, su criada:

Sabe Antonia, vagamente, que su señor vale mucho, por cosas que ella no puede comprender; sabe que los papeles le han puesto mil veces en los cuernos de la luna; que ha sacado de su cabeza unos libros muy buenos que le han dado algunas pesetas, pocas... y mucha honra y muchos disgustos. Y sabe que todo ello no le ha servido para medrar, para hacerse rico, ni para tener influencia en la política, ni con el obispo, ni en Palacio, ni en parte alguna de esas donde se hacen los favores gordos (II, p. 305).

El narrador nos refiere su última visita a X y su conversación con él; las confidencias del viejo escritor, su actitud ante la presente situación literaria —la gente nueva, los modernistas28—, su desengañada visión del oficio de escribir, pueden representar muy bien las de toda aquella generación, incluido el propio Alas:

Nuestra gente modernísima, por tendencia materialista en parte, y en parte por disimular su ignorancia, hace alarde de no tener memoria (...) Yo tampoco hago libros. Son inútiles. No los leen. No los saben leer. Los artículos sí; se leen... pero tampoco se entienden. Ya no los escribo tampoco (...) Hasta hace poco, en vez de artículos, escribía cartas a los amigos íntimos, capaces de entender, tres o cuatro. Ahora ya, ni eso (...) Ya sé, ya sé que ciertos gusanos literarios me ponen en la lista de sus muertos, y me entierran con Valera, Balart, Campoamor... ¡No es mal panteón!... pero sepan los tales modernistas que yo no soy un muerto de ellos sino mío (II, pp. 307-308).

Entre el desencanto de X y el optimismo de Vario podemos situar el pensamiento del último Alas acerca del sentido del escribir y la escritura.

Como conclusión —en el doble sentido del término— de esta conferencia, he aquí alguna de las que cabría deducir de mi lectura de estos cuentos:

Según recordé antes (a propósito de mi comunicación «Artículos / cuentos en la literatura periodística de «Clarín» y Pardo Bazán»), debemos replantearnos la consideración de la obra de Alas en dos parcelas diferentes, según que sea ficción —novela, cuento, teatro— o ensayo y crítica. Por delimitados que estén los respectivos géneros (y nadie confundirá Su único hijo con Apolo en Pafos), hay en buena parte de la literatura clariniana una clara unidad de sentido, que se advierte de manera especialmente nítida en algunos de los relatos aquí considerados, que tienen como objeto —como en sus artículos críticos— el reflexionar sobre el oficio de escribir.

Que se nos revela así como uno de los temas fundamentales de su literatura: pocos autores (en su tiempo, ninguno como él) han dedicado tantas páginas a esa cuestión esencial; y no sólo con los centenares de artículos que en su corta pero intensísima carrera periodística dedicó a reseñar, comentar, juzgar y valorar la novela, la poesía, el teatro o el ensayo de su tiempo, sino también en su ficción narrativa. Bien es verdad que esta contempla el hecho de escribir con una perspectiva distinta; pero no es menos cierto que en muchas ocasiones hay ingredientes, como la ironía, la ternura, el sarcasmo o la ambigüedad, que aparecen por igual en el palique y en el relato. Y, por otro lado, ¿no hay tanta o más verdad en la literatura de alguno de sus escritores ficticios (Saturnino Bermúdez, Trifón Cármenes, Víctor Cano, Jorge Arial, Lucio Vario) que en la de los plumíferos y vates tronados a quienes vapuleaba sin piedad?

Con frecuencia, la crítica ha notado el evidente poso autobiográfico que se manifiesta en la obra de Leopoldo Alas; pero se ha advertido menos que es precisamente su faceta de escritor la que, con más frecuencia y preferencia a otras que ejerció, glosa en sus ficciones. Si es cierto el adagio que afirma que todo autor se retrata —total o parcialmente— en sus criaturas, Clarín dispone una amplia galería de personajes que comparten con él la vocación, el compromiso, la angustia y el placer de escribir; y en todos ellos es posible apreciar matices, modalidades, variantes de esa compleja actividad. De modo que las reflexiones del autor a través de la escritura ficticia alcanzan así una dimensión más profunda, que se dirigen hacia el sentido y la responsabilidad de ese trabajo —el oficio de escribir— al que dedicó casi treinta y cuatro años de su corta biografía.

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  • (1) Desde hace algún tiempo tengo en el telar un ensayo, provisionalmente titulado Escribir (en) la ficción de «Clarín», cuya culminación y publicación se va dilatando más de lo debido, postergada por diversas razones; mientras tanto, voy dando a conocer en artículos, congresos y conferencias algunos avances parciales: he aprovechado parte de un capítulo para dos conferencias, «Escribir (en) La Regenta» y «Ana Ozores, La Regenta: escritora y escritura», que he leído en diversos lugares (Ferrol, Amsterdam, Vigo, Alicante); mi contribución en el Homenaje a José María Martínez Cachero. Investigación y crítica, Oviedo, Universidad, 2000, p. 826-837, titulada «La escritura en/de dos fragmentos narrativos de Leopoldo Alas», elabora también algunos epígrafes de aquel libro en gestación. El texto de esta conferencia se basa en otro de sus capítulos. volver
  • (2) No puedo detenerme aquí (sí lo hago, por supuesto, en el ensayo Escribir [en] la ficción de Clarín, del que esta conferencia procede) a recoger y discutir las observaciones de quienes me han precedido en esta tarea; baste aquí una sumaria mención de los trabajos que más me han interesado: A. Brent, Leopoldo Alas and «La Regenta», A Study in Nineteenth Century Spanish Prose, Columbia, The University of Missouri Studies, 1951; F. Durand, «Characterization in La Regenta: Point of View and Theme», BHS, XLI (1964), pp. 86-100; S. Beser (ed.), Clarín y «La Regenta», Barcelona, Ariel, 1982, H. S. Turner, «Vigencia de Clarín. Vistas retrospectivas en torno a La Regenta», Arbor, CXVI (1983), pp. 379-402; G. Gullón, «Invención y reflexividad discursiva en La Regenta, de Leopoldo Alas», en La novela como acto imaginativo. Alarcón. Bécquer. Galdós. «Clarín», Madrid, Taurus, 1983, pp. 123-147; M. Baquero Goyanes, ed. de La Regenta, Madrid, Espasa-Calpe, 1984; G. Sobejano, «La inspiración de Ana Ozores», Anales Galdosianos, XXI (1986), pp. 223-239; C. Richmond, «Análisis de un personaje secundario de La Regenta: don Saturnino Bermúdez», en «Clarín» y «La Regenta» en su tiempo, Oviedo, Universidad-Ayuntamiento-Caja de Ahorros de Asturias, 1987, pp. 329-352; J. M. Martínez Cachero, «Vetusta. Los “seudos” de una sociedad provinciana», Letras de Deusto, XV, n. 32 (mayo-agosto 1985), pp. 159-170; J. Rutherford, «La Regenta» y el lector cómplice, Murcia, Universidad, 1988; S. A. Sieburth, Reading «La Regenta». Duplicitous Discourse abd the Entropy of Structure, Amsterdam-Philadelphia, Johns Benjamins Publishing Company, 1990; D. F. Urey, «Writing Ana in Clarín’s La Regenta», in N. M. Valis (ed.), «Malevolent Insemination» and other essays on Clarín, Ann Arbor, Michigan Romance Studies, 1990, pp. 29-45. Y en relación con los cuentos, C. Richmond e Y. Lissrogues en sus respectivas antologías, Treinta relatos (Madrid, Espasa-Calpe, 1995, 3ª ed.) y Narraciones breves (Barcelona, Anthropos, 1989), a las que aquí me referiré varias veces. volver
  • (3) Y. Lissorgues, La producción periodística de Leopoldo Alas (Clarín). Índices, Toulouse, Université de Toulouse-Le Mirail, 1981; cfr. también su «Clarín político». Leopoldo Alas (‘Clarín’) frente a la problemática política y social de la España de su tiempo (1875-1901). Estudio y Antología, Toulouse, Université de Toulouse-Le Mirail [2 vols.], 1980-1981; 2ª ed., Barcelona, Lumen, 1989. volver
  • (4) R. Richmond (ed.), Clarín: Cuentos completos, Madrid, Alfaguara, 2000; a esta edición remiten mis citas, indicando el tomo, en romanos y la página, en arábigos. volver
  • (5) Cfr. a este propósito el párrafo que dedica a los que llama «falsos literatos» Lissorgues en el «Estudio preliminar» a su antología de cuentos clarinianos (1989, pp. 23-24). volver
  • (6) Cfr. el epígrafe «¿Falsos sabios o falsa ciencia?» en el «Estudio preliminar» de Lissorgues a la misma antología (1989, pp. 26-27). volver
  • (7) Como advirtió C. Richmond en un excelente artículo («Análisis de un personaje secundario de La Regenta: don Saturnino Bermúdez», en «Clarín» y «La Regenta» en su tiempo», Oviedo, Universidad-Ayuntamiento-Principado de Asturias, 1987, pp. 329-352, por demás interesante para nuestro propósito, pues dedica alguna atención a ciertos ejemplares de esta galería. volver
  • (8) L. de los Ríos, Los cuentos de Clarín. Proyección de una vida, Madrid, Ediciones de la Revista de Occidente, 1965, especialmente las pp. 141-163. volver
  • (9) «Detrás de cada uno de los personajes escritores se puede percibir la sombra de su creador», escribe Richmond (1995, p. 37) a propósito de los que aparecen en «Un documento», «Rivales», «La Ronca», «Vario» y «Reflejo» (cuatro de los cuentos que comentaré aquí); la misma crítica ha notado ahí cómo los protagonistas de «Doctor Sutilis» (cfr. nota 4 en p. 194), «Cambio de luz» (cfr. nota 2 en p. 299) y «Reflejo» (cfr. notas 4 y 6 en p. 94) presentan curiosas coincidencias –en edad, circunstancias biográficas, carácter, pensamiento, lecturas...– con el autor. volver
  • (10) Cfr. sobre este cuento C. Richmond, «Clarín y el teatro: el cuento de un crítico (La Ronca)», Los Cuadernos del Norte, II, n. 7 (mayo-junio 1981), pp. 56-67; recogido posteriormente en su libro Leopoldo Alas «Clarín». «Vario»... y varia: Clarín a través de cinco cuentos suyos, Madrid, Orígenes, 1990, pp. 97-122. volver
  • (11) Cfr. lo que este propósito discute Lissorgues en el epígrafe «Falsos krausistas» del «Estudio preliminar» a su antología (1989, pp. 24-26). volver
  • (12) Cfr. a ese respecto el riguroso estudio introductorio de J. M. Martínez Cachero en su edición de Palique, Barcelona, Labor, 1973. volver
  • (13) Según he analizado con algún detalle en una de mis conferencias arriba citadas, «Escribir (en) La Regenta». volver
  • (14) Cinco de estos cuentos («Doctor Sutilis», «Un documento», «Cambio de luz», «Rivales», «Vario» y «Reflejo») figuran en la citada antología de Richmond (1995); tanto en sus páginas introductorias (especialmente 35-43) como en las notas a los textos hay observaciones y sugerencias —a veces coincidentes con las mías; otras, discrepantes— muy pertinentes a mi objeto. volver
  • (15) L. Alas, «Juan Ruiz» (Periódico humorístico), ed. de S. Martín-Gamero, Madrid, Espasa-Calpe, 1985; las citas remiten a esa edición. volver
  • (16) La Ilustración Española y Americana (22-IX-1885);recogida en Nueva Campaña (1885-1886), Madrid, Fernando Fe, 1887;hay reedición de A. Vilanova, Barcelona, Lumen, 1989, pp. 103-111; el texto que cito, en la p. 103. volver
  • (17) «Este cuento apareció en la Revista de Asturias del 25 de julio de 1878 y en La Unión del 7 de agosto del mismo año; fue publicado póstumamente en el volumen al que da su título» (nota de Richmond, 1995, p. 194); el volumen póstumo al que se refiere es Obras Completas, III, Doctor Sutilis, Madrid, Renacimiento, 1916. Sigo el texto de Richmond (2000). volver
  • (18) Richmond, 1995, p. 116. volver
  • (19) Del poema «Autopsicografía», publicado en Presença, n. 36, noviembre de 1932 (en F. Pessoa, Obra poética, Madrid, Río Nuevo, 1981, p. 52). volver
  • (20) «Fechado “Madrid junio 1882”, fue publicado en el Almanaque de la Ilustración para el año 1883 e incluido en el volumen Pipá» (nota de Richmond, 1995, p. 44); Pipá, Madrid, Fernando Fe , 1886. Sigo el texto de Richmond (2000). volver
  • (21) «“Un documento” (vivo, literario y crítico). Análisis de un cuento de Clarín», Boletín del Instituto de Estudios Asturianos, XXXVI, n. 105-106 (enero-agosto, 1982), pp. 367-384; recogido posteriormente en Richmond, 1990, pp. 77-96. volver
  • (22) «Publicado en Los Lunes del [sic] Imparcial del 3 de abril de 1893 y después en El Señor y lo demás, son cuentos.» (nota de Richmond, 1995, p. 299); El Señor y lo demás, son cuentos, Madrid, M. Fernández Lasanta, s.a. [1893]. Sigo el texto de Richmond (2000). volver
  • (23) «Publicado primero en La Ilustración Española y Americana del 8 de julio de 1893 y recogido en El Señor y lo demás, son cuentos.» (nota de Richmond, 1995, p. 63). Sigo el texto de Richmond (2000). volver
  • (24) Según indica Richmond (1995, p. 85), la primera versión de este relato apareció en Los Lunes de El Imparcial del 5 de marzo de 1894, para recogerse luego en Cuentos morales (Madrid, La España, 1896) con bastantes modificaciones («constituye quizá un caso único en la obra clariniana en que el autor volviera a trabajar a fondo un escrito ya publicado»); en su libro de 1999, pp. 153-169 se reproducen enfrentadas a doble columna ambas versiones. Sigo aquí el texto de Richmond (2000). volver
  • (25) Tanto en sus notas a este cuento en la antología Treinta relatos (1995, pp. 85-94) como en su artículo «La figura del escritor en un cuento clariniano: el romano Vario», recogido en su libro de 1999, pp. 17-76. volver
  • (26) En las notas de su antología (1989, pp. 216-225). volver
  • (27) Sigo el texto de Richmond (2000). volver
  • (28) Sobre Clarín y la gente nueva modernista, cfr. entre otros estudios, el de J. M. Martínez Cachero, «La actitud anti-modernista del crítico Clarín», Anales de Literatura Española, n. 2 (1983), pp. 383-398. volver
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