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Clarín, espejo de una época

La pasión al natural en La Regenta. Ana Ozores y su doncella Petra

Por Germán Gullón

Efecto de la crítica sobre la obra de Clarín

La escasa presencia de la obra de Leopoldo Alas en el panorama cultural del siglo xx español, y específicamente en la segunda mitad de la pasada centuria, se le ha achacado principalmente a la censura franquista, cuando en realidad el patente desinterés debe de ser compartido por un amplio grupo de entidades y personas. No me refiero exclusivamente a lo que Emilio Alarcos Llorach denominaba «el coro de voces iracundas»,1 quienes injustamente y valiéndose del autoritarismo dictatorial levantaron la voz en 1952 para impedir la celebración del primer centenario del nacimiento de Clarín, ofendidas por las críticas al clero vertidas en La Regenta o por las actitudes políticas suyas o de sus descendientes, sino también a dos de los colectivos que marcan con su poder las normas del gusto en materia literaria.

En primer lugar, los profesores universitarios que han dado una preponderancia excesiva a la literatura de corte idealista y postergado las que poseen un cierto aire social, mundano. Igualmente la prensa, tanto las secciones culturales de los diarios como sus suplementos literarios siguen estando dominados por la generación del 50 y sus epígonos, que desdeñan la literatura realista del ochocientos. Si bien pocos se atreven a emitir descalificaciones directas. Sean los seguidores de Juan Benet o de Juan García Hortelano, el ala esteticista de la crítica, cuya animadversión hacia Galdós es de sobra conocida, o la periodística, a cuyo frente podemos poner a Francisco Umbral, no menos vehemente en el rechazo del escritor canario, la literatura de la Restauración goza de un aprecio circunstancial y mantenido por un importante y dedicado grupo de especialistas y lectores que se acercan con interés a aquellas novelas.

La profesionalización de la literatura y de cuantas instituciones se relacionan con ella, desde la Academia a la Universidad, parecen haber seguido fielmente los consejos del Sr. Nobel, quien arrepentido por haber inundado Europa de dinamita (y de guerras), origen de su riqueza, decidió instaurar, junto al de la Paz un premio para agraciar a los escritores de «tendencia idealista» y separarlos de sus enemigos espirituales los escritores peligrosos como Émile Zola. Debía pensar que los que leían las novelas del escritor francés iban a prender la mecha a su invento. Esta norma sigue vigente en España donde la novela no cuenta como obra de conocimiento sino funciona como objeto verbal útil para la desgustación intelectual. Clarín comparte ese infierno con Zola y con Galdós y muchos otros más.

Además, el gusto estético español resulta notable por su estrechez psicológica. Como ya dije en alguna ocasión, nos encanta encontrar sabores conocidos y adornarnos con marcas extranjeras ya prestigiadas en otros entornos culturales. No pasa un día sin que hallemos una invocación de Frank Kafka, Marcel Proust o Jorge Luis Borges, hecha en nombre de la verdadera Literatura. Aparecen puestos en boca de algún literato o en la letra impresa de nuestros medios de comunicación, porque el principal valor que se le atribuye a la obra de arte está referido al ámbito de lo formal y no al funcional.2 Supone esto que no interesa por lo que dice sino por cómo lo expresa. Existe un horror consensuado en el corazón de la cultura española moderna a lo mundano, a la realidad, porque nuestra cultura ha permanecido demasiado tiempo enraizada en los ocios de la clase media. La literatura se ha convertido en la lectura religiosa de la burguesía que no lee ni escucha los evangelios.

Los que entienden y saben interpretar la literatura son unos ungidos que pueden leer en los textos lo no dicho, el componente estético, para cuya degustación apenas hace falta casi nada… haber nacido ungido por ese no sé qué… mientras que el lector común es un indocumentado sin acceso al privilegio de leer entre líneas, de percibir movimientos puros del espíritu sugeridos por la sensibilidad artística. La literatura realista resulta bastante explícita, por lo que ciertos críticos la desdeñan por su facilidad, y si se les apura dirían por su simpleza costumbrista. Ocupa sólo un escalón por encima de la literatura de quiosco, la que se puede leer en el metro sin prestarle demasiada atención, porque sólo es necesario fijarse en la trama, no en la riqueza expresiva.3

Esta losa ha caído encima de nuestros realistas, la del esteticismo contemplativo, que exige que la obra de arte sea interpretada como algo con un valor sublime, que cuando se le ponga junto a obras consagradas no desdiga, sin entender que el gusto es algo construido y que la literatura, muy en concreto la novela, no puede renunciar a ser lo que es, la recreación imaginativa de nuestro mundo.4

La obra de Clarín goza de mayor aprecio que, por ejemplo, la de Galdós, porque su crítica literaria ha sido reconocida como una obra importante, aunque nunca seguida, pues si bien sus criterios de evaluación de la obra de arte eran estrictos nunca se cerraban en banda a interpretaciones diferentes a la suya del texto literario.5 De cualquier forma, fuera de los estudios monográficos o de los números de homenaje nunca encontrarán citadas las opiniones del intelectual asturiano por la crítica de opinión cultural. Alguna vez en tal o cual recuento se menciona a Vetusta, a La Regenta, o se habla in passim de la excelencia de los cuentos y de la crítica de Leopoldo Alas.

Sin embargo, la novela española del siglo xix posee un valor para nuestra cultura enorme, es el mayor repositorio que poseemos de ideas, actitudes y valores del siglo pasado. Durante un largo período nos bastaba a sus defensores con decir que se trataba de una novela moderna, elegimos el adjetivo como defensa, que creímos eficaz, de la narrativa decimonónica, explicando la importancia de la autoconciencia narrativa de los autores, la introducción de una temática nueva, y llegamos a condensar la valía de estos escritores en dos aspectos: su humanidad, señalada por Ángel de Río, y el valor de geografía cultural española que guardaban sus textos. Esta última idea la expresó Joaquín Casalduero con respecto a Galdós.

Digamos que esas siguen siendo las razones que justifican su estima. Luego pasamos muchos años defendiendo su importancia formal, que la tiene, basta recordar El amigo Manso galdosiano, e igualarla con las obras mejor consideradas por quienes elaboran el canon.6

También debo mencionar que los escritores realistas españoles han estado durante décadas cedidos al hispanismo internacional, a los extranjeros que con un ardor y una fe impagables se han dedicado editar, rebuscar bibliotecas y librerías para encontrar cuanto ellos publicaron. En el caso de Clarín esto es bien evidente. Los hay que han llevado a cabo una labor encomiable, como el traductor al inglés de la obra, John Rutherford, y un crítico excelente de la obra.7

Lo triste de esta situación es que la crítica sobre Clarín, es decir la constante interpretación y lectura de sus textos parece haber desaparecido. Basta ver el catálogo de la exposición, Un siglo con Clarín: Exposición bibliográfica en el centenario de su muerte,8 para darse cuenta que la obra de Clarín reside en una tumba bibliográfica, hecha aún más fría y lamentable por la ausencia de menciones a la crítica, que bien o mal, ha intentado hacer que sus textos tengan vida, sean importantes.

En resumen, mi propuesta de hoy es solicitar una lectura cultural de Clarín, que sirva para aprender sobre el mundo, sus gentes y los valores que los guían, efectuando una lectura abierta, sin encajonarla previamente en esos ataúdes que son los ismos, krausismo, moralismo o lo que sea. Por mi parte, desearía analizar aquí cómo Alas entendía la naturaleza humana y cómo la representó en su texto. Me voy a fijar en dos personajes, la propia protagonista, Ana Ozores, y su criada Petra.

La construcción de la naturaleza humana en la novela

De entre las múltiples definiciones de lo que es la cultura hay una que prefiero, la que dice que es el sistema de valores que rige un conjunto social. De acuerdo con lo cual una lectura cultural de un texto será aquella que identifique los valores presentes en un texto. De la misma manera que hay un gen genético existe, en mi opinión, una especie de unidad cultural mínima, que denomino el culturema. Se trata del primer y básico componente cultural de un texto, es decir el primer valor sobre el que se irán situando los siguientes hasta que se produce esa cristalización de los mismos en un discurso articulado. Les propongo que para entender la representación de la naturaleza humana en La Regenta procedamos como si buscáramos la mínima unidad de creación que somos capaz de reconocer en el texto, los culturemas, y los vayamos sopensando y contrastando con el fin de entender qué valores adscribe Clarín a la naturaleza humana en la novela.

Inicio esta pesquisa fijándome en algo tan sencillo como es la descripción que el autor hace de dos mujeres en la obra clariniana, Ana y su doncella Petra. Fíjense que comenzamos desprendiendo a ambas de algo que siempre las acompaña pero que viene suprimido, oculto. Me refiero al hecho que comparten el ser las dos mujeres jóvenes, sin embargo en el texto las encontramos como existiendo en polos opuestos del universo. El de la criada, cuyos dominios nunca quedan claros, y el de la señora. Jamás en la obra se describe la habitación de Petra, mientras que de la de Ana obtenemos una puntual descripción, desde la famosa alfombra de piel de tigre, de sus sábanas, del mobiliario, etcétera.

Esto indica que las mujeres nacen textualmente marcadas, que no son mujeres iguales, las separa, en principio, la clase social y la diversa atención concedida por el autor a cada una. Este segundo factor será, pues, bastante importante a la hora de determinar el tipo de mujer que crea el autor. Habría que aclarar exactamente el gusto predominante en su época por un tipo específico de mujer.9 Dado que eso no está en este momento a nuestro alcance, vayamos con lo que encontramos en el texto.

A Petra se la describe de la siguiente manera: «Tenía la doncella algo más de veinticinco años; era rubia de color azafrán, muy blanca, de facciones correctas; su hermosura podía excitar deseos, pero difícilmente producir simpatías» (p. 169).10 Contrastémosla con la presentación de Ana: «Después, saliendo de no sabía qué pozo negro su pensamiento atendió a lo que leía. Dejó el libro sobre el tocador y cruzó las manos sobre las rodillas. Su abundante cabellera, de un castaño no muy oscuro. Caía en ondas sobre la espalda y llegaba hasta el asiento de la mecedora; por delante le cubría el regazo; entre los dedos cruzados se habían enredado algunos cabellos.» (p. 50)

Desde la primera vez que aparecen a Ana y a Petra en el texto se destacan aspectos distintos de sus personas; en el caso de Petra, su cuerpo. Tanto así que Víctor Quintanar, cuando en cierta ocasión acude a aliviar las pesadillas y temores de Ana en una de sus recaídas depresivas se encuentra con Petra, y repara en ciertas desnudeces y en la blancura de la piel de la moza. Es el comienzo de un subtema de la obra, el carácter del deseo sexual de Víctor relacionado con un pequeño tris que tiene con la criada. Por el contrario, Ana aparece en la obra revestida con una mayor dignidad, como una penitente, cuando acaba de reconciliar con el Magistral, su nuevo confesor, y, además, se la presenta siempre encerrada en sus pensamientos. Incluso, al poco de presentarnos a Ana, Obdulia, la casquivana amiga de la Regenta, sirve de focalizador para transmitir algo sobre el dormitorio de Ana, donde hay una sensual piel de tigre, por cierto regalo de un admirador de Ana, pero que es una habitación donde «no hay sexo» (p. 51). Ana, por cierto, es voluptuosa, le gusta sentir la caricia de las sábanas, pero en el dormitorio, como dice la exuberante Obdulia, de sexo no hay nada.

Cabría afirmar por las descripciones y la presentación que se hace de ambas mujeres que una representa un tipo de fuerte atractivo sexual, Petra, y Ana encaja mejor en el prototipo de la heroína romántica, preponderantemente espiritual. Y que eso ya les viene dado en su naturaleza primera, a la que todavía no ha tratado de moldear ni la educación ni la sociedad. Tanto así que Petra tendrá sus más y sus menos con Víctor, y que éste no llegará a tener una relación con la criada por culpa de su incompetencia como seductor, que nunca, como le confiesa a don Álvaro, remata la faena en sus lides amorosas. Con el que sí tendrá Petra una relación es con el Magistral, a quien espera conocer más a fondo y tener más trato carnal cuando se vaya a servir a su casa. Petra también conoce los favores sexuales de don Álvaro. Este aspecto, el sexual, inesperadamente igualará a ama y criada.

El que Clarín acabe haciendo que Álvaro sea amante de ambas indica una igualdad esencial más allá del ser mujeres, que las dos tienen relaciones con los mismos hombres: Víctor y Álvaro. Ambas relacione resultan digámoslo así naturales, pero fuera de la ley de los hombres. O sea que Petra y Ana actúan fuer de la ley sancionada por los hombres, las dos cometen adulterio.

Sin embargo, la manera de ser adúlteras parece distinta, pues en el caso de la doncella el interés acompaña al sexo. Petra se acuesta con el Magistral para obtener la lucrativa posición de criada en la casa del canónigo, aunque hemos de decir que no le desagrada que el trato lleve además una cláusula tácita sobre ciertas prestaciones a desempeñar con el masculino Provisor. Las escaramuzas sexuales de medio alcance que la relacionan con Víctor y con el molinero, a quien tiene destinado a ser su futuro marido, revelan unos subyacentes motivos pecuniarios.

Párrafo aparte merece su relación con Álvaro Mesía, «éste pagaba con amor, aunque era remiso en el pago» (p. 640). Esto viene a indicar que Mesía era un amante poco fogoso, renuente, y que, según consta en el texto, debe dosificar sus fuerzas. O sea que a Petra no es tanto la fuerza del varón lo que la atrae sino como dice el narrador: «hundir al ama, tenerla en un puño, y burlarse sangrientamente del idiota del amo y del indigno del canónigo» (p. 640). Lo cual viene a indicarnos que Alas construye a la doncella al modo en que se concibe siempre a las gentes de las clases populares de la sociedad, como personas en las que priman los sentimientos, el costado emocional de la persona sobre el racional. Ella conseguirá, en verdad, humillar a su ama, burlarse de don Víctor y del canónigo el día en que su traición haga que se descubran las relaciones adúlteras entre Ana y Álvaro. Insisto es el rencor, el odio incontrolado, lo que conforma el carácter de esta mujer.11

Ana Ozores, en cambio, está construida de diferente manera y pasta. Ella desde niña posee un carácter soñador, nunca ha vivido atada por la cadena que atenaza a las personas con una personalidad común, sujetas a las reacciones emocionales. La Regenta por una inclinación natural, según la crea el autor de esta novela, lleva una vida en que los movimientos del espíritu priman sobre la personalidad. Sin rastrear la cuestión en detalle, recuerdo que desde la infancia se advierte su tendencia a soñar, en parte heredada del padre. Basta recordar la aventura con Germán, cuando se pasa una noche en una barca de remos con el niño viviendo una aventura infantil, que luego es interpretada por la institutriz que la cuida como una señal del desvío moral de la chica. No había nada de eso; Ana es una soñadora.

Cabría sostener que Petra utiliza su condición de mujer, mientras que Ana es la víctima de esa condición. Esta dualidad ha sido explotada en el siglo xx hasta la saciedad, e incluso en el cine. La mujer que seduce a los hombres consciente de que lo hace con malas artes y la inocente que cae sin darse cuenta en las redes tendidas por la conveniencia social. Ana se casa con Víctor por imposión social, conveniencia que olvida que la naturaleza humana demanda sus cánones, entre otros las exigencias impuestas por la carne. La joven esposa ofrecerá una fuerte resistencia a romper el convenio social y lo hace con su mejor arma, la espiritualidad. Guiada por el Magistral quiere seguir el ejemplo de la perfecta casada bíblica, tal y como lo lee en el libro que lleva ese título de Fray Luis de León, pero acaba vencida por la fuerza de la sangre. El espíritu, en última instancia, sucumbe ante las urgencias de la carne.

Más, volvamos otra vez a observar a Ana y a Petra en una escena concreta, y reparemos en cómo Petra y Ana fueron diseñados como los prototipos de la mala y de la buena, y cómo llegan a encarnar en la pluma de Clarín la visión predominante en la sociedad española del xix de lo que era deseable e indeseable.

La escena en la fuente de Mari-Pepa (cap. 9)

Ser autor de novelas significa mucho más que ser escritor. Los grandes novelistas son personas que además de escribir bien poseen la capacidad de representar la visión de su mundo y de realizarlo con una perspectiva personal, propia. Hay novelistas que captan perfectamente la realidad de una sociedad en sus obras, esos son los buenos novelistas, quienes logran reflejar en sus textos una sincronía perfecta con su tiempo. Los grandes novelistas, en cambio, reflejan las claves de su momento y a la vez disienten profundamente del panorama vital prevalente. Este es el caso de Clarín.

Hay quienes piensan que la disención clariniana con su entorno es de orden moral, que le molestaba profundamente la falta de ética de su época. Esto es verdad, aunque debo recordar y quizás más de una vez de que hablamos de novela, de creación, de un universo inventado donde la verdad se disfraza de ficción y viceversa.

La extensión de la divergencia autorial con la sociedad, con la visión de su tiempo, puede tener muchos grados y cualidades distintas. Está claro que Clarín disentía claramente del comportamiento y de la influencia que ejercía la iglesia en el Oviedo del siglo xix, de la frivolidad de la clase política y privilegiada, sin embargo es probable que la condena de ciertas conductas como la de Petra o del adulterio de Ana la compartiera con la mayoría de las gentes educadas de su entorno social. En lo que divergían era en la manera de explicarlo y en la forma de explicar quiénes eran los culpables de esa burbuja que emergía en las calmas aguas de la burguesía. Lo que molestó a las autoridades eclesiásticas de entonces fue la acusación de la curia, pero Clarín no dejó de mantener la verdad esencial de lo contado.

Los curas de Vetusta son gentes que pretenden mantener el status quo, asistidos por una mezcla de autoridad y de ignorancia, la propia y la de los feligreses. La mejor manera de conseguirlo es seguir el camino trazado por la experiencia. Nada hay mejor que la fe, la creencia ciega, para seguir sin pensar por el camino de la religión. Si se lee tiene que ser todo lo que se halla de la línea donde se sitúa lo aceptable. Vade retro Voltaire y otra gentuza por el estilo. La cosa es mantener el espíritu con fiebre, para que la reflexión nunca llegue a molestar, ni interferir con la labor misionera. Una de las quejas contra el Magistral es que permite que las hijas de los ricos de Vetusta mueran encerradas en los conventos antihigiénicos y mal acondicionados. Ni la medicina ni la razón pueden nada contra lo aceptado por todos: el poder de los eclesiásticos basado en una fe ciega. De armas semejantes a las de los curas se valdrán los liberales que volverán loco al pobre Pompeyo Guimarán, cuyo ateísmo es parecido al catolicismo de los canónigos. Por ello al final el pobre hombre querrá, arrepentido, que le confiese el Magistral, no porque haya visto la luz, sino por miedo y arrepentimiento emocional.

Todo ello viene a subrayar la idea de que en el centro de ese culturema con el que el autor compone su novela y hace nacer, crea, a los personajes se halla una visión sobre el comportamiento humano. Petra es en el caso presente la persona carnal, que se deja llevar por los sentidos, mientras Ana es la mujer que posee un nivel más alto de educación, si no escolar, por lo menos instintiva. Es una persona leída, culta, que gusta de la música y del teatro, dos de las marcas de buen gusto y de espiritualidad. Podemos afirmar que la simpatía del narrador asturiano y de su representante en el texto se halla más cerca de Ana que de Petra.

Hay una especie de lazo de solidaridad que se establece entre el lector escolarizado y el culto que los sitúa junto al narrador y que les permite valorar las acciones de Ana con una medida distinta. Generalmente los hombres cultos prefieren los placeres intelectuales a los físicos, y los valoran mucho más.

Leamos lo que hace Ana al llegar a la fuente de Mari-Pepa:

—Mire usted, allí está la fuente.

Petra mostró a su señora, allá abajo, en la vega, una orla de álamos que aparecía en aquel momento de plata y oro, según la iluminaban los rayos oblicuos del poniente. El camino era estrecho, pero igual y firme; a los lados se extendían prados de hierba alta y espesa y campos de hortaliza. Huertas y prados los riegan las aguas de la ciudad y son más fértiles que toda la campiña; los prados, de un verde fuerte, con tornasoles azulados, casi negros, parecen de tupido terciopelo. Reflejando los rayos de sol en el ocaso, deslumbran. Así brillaban entonces. Ana entornaba los ojos con delicia, como bañándose en la luz tamizada por aquella frescura del suelo. (p. 169).

La función de Petra es indicar, guiar, a este lugar del paisaje privilegiado, mientras disfruta del lugar. Entorna los ojos y apenas mira a su alrededor, dejándose bañar por la luz y el frescor ambiental.

Se marca así una preferencia cultural significativa, la de disfrutar pasivamente del entorno. Las gentes cultas de aquel momento empezaban a preferir la visita de un museo al goce de la naturaleza al natural.

Gustave Flaubert fue uno de los paladines de esta actitud, en numerosas ocasiones reiteró su preferencia por la belleza creada a la natural. Clarín no parece estar del todo de acuerdo con esta situación, y aquí vemos como su visión choca con la de su época. Hay un personaje en La Regenta, Frigilis, que representa la tendencia denominémosla así, antimuseística y aprecia los goces de la naturaleza salvaje, probablemente lo mismo que le ocurría al autor asturiano.12 Contrapuestamente, hay una escena cómica al comienzo de la obra cuando Saturnino Bermúdez conduce a una pareja de visitantes a la ciudad enseñándoles los cuadros famosos de la catedral, que resultan ser bastante oscuros y su belleza tiene que ser tomada por auto de fe más que por lo que se ve. Asoma, pues, en el texto la divergencia entre la fuerza de lo natural y de la cultura.

Bermúdez es un hombre socialmente inútil; las visitas guiadas por la ciudad que dirige para enseñar las bellezas históricas a cuantos notables llegan a Oviedo indican que esas excursiones tienen un bastante de recorridos de ocio. Servir no sirven de mucho, pues, como dijimos, ni se puede distinguir bien lo que se halla representado en los cuadros. Mientras las excursiones de Frígilis le llevan a los lugares, casi siempre de la zona de Candás, donde se estaban llevando a cabo obras de importancia para la zona, entre otras cosas la llegada del ferrocarril.

El colmo de la burla aparece en la famosa escena de la visita a la catedral durante la que Obdulia Fandiño no cesa de restregarse contra Saturnino, quien llega a ponerse eléctrico. Es decir, que el desparpajo de la voluptuosa ex-amante de Álvaro contamina con su presencia de sexualidad el entorno del arte. O, incluso cabe decir que se mide con el arte de tú a tú y los sentidos salen triunfantes en esta confrontación con la intemporalidad del arte antiguo.

Ana pertenece, pues, a esa minoría de mujeres de Vetusta cultas, lectoras. Marisabidillas, que dedican una parte del día a leer, a vivir alejadas del mundanal ruido. Incluso doblemente, pues además del alejamiento propio que provee la literatura, ella tiene la tendencia a sublimar cuanto hace y tomarlo por lo espiritual.

La fuente de Mari-Pepa resulta un lugar poético. Notamos el esmero clariniano al redactar la descripción del lugar. Los álamos, esos bellos árboles cuyas hojas tienen una peculiar manera de moverse, casi diríamos de danzar cogidas en levedad por un tallo fino, y cuyo verde refulge con el reflejo del sol, son como el talismán que adormece y encanta a la joven esposa. La criada, por su lado, se fija en otras cosas:

— Mire usted, señora, ¡cosa más rara!, a ninguna de esas ramas le queda más hoja que la más alta, la de la punta…» (p. 170). Petra lee mejor lo superficial, por ejemplo el que a un árbol sólo le quede una hoja en la copa. Es algo cuantificable, que se ve con los ojos. Lo que atrae a la señora permanece oculto a los ojos, lo que se puede leer en el ambiente, lo cifrado por la estética en el mundo al que se accede dejando de lado a los sentidos.

Estas diferencias, insisto, tienen un componente cultural, pues en la época se evaluaba de diferente manera y según la clase social. No puedo olvidar otro aspecto que ya estudié en otro lugar, me refiero a que La Regenta es ante todo la novela donde un novelista del xix recoge la persistente mirada del varón a la hembra. Ana es el modelo vetustense de la mujer casada, guapa, atractiva, deseada, pero inaccesible. Todos quieren que ella participe en sociedad, pero únicamente como modelo, que asista y figure más que como partícipe. Al tiempo que Petra cumple el papel propio de una criada en ese mundo, conoce el lugar que le corresponde, y que si se deja seducir por los señoritos ya sabe que recibirá el pago en pesetas y no en reconocimiento social.

Petra vive con los pies asentados en la tierra, su cuerpo, su habitación, sus amigas, amores, todos guardan una relación de continuidad con ella misma. Ana, por el contrario, puede permitirse el lujo de dar saltos metafóricos, pasa de hallarse en un aquí y un ahora a perderse en las nubes de lo imaginado o soñado. La Ozores tiene un poco del despiste que se atribuye a los artistas, una fuerte capacidad para abstraerse de su entorno.133 Este lujo permitido a la señora, la criada lo desconoce.

La escena que venimos comentando continúa asi:

Llegaron a la fuente de Mari-Pepa. Estaba a la sombra de robustos castaños, que tenían la corteza acribillada de cicatrices en forma de iniciales y algunas expresando nombres enteros. La orla de álamos que se veía desde lejos servía como de muralla para hacer el lugar más escondido y darle sombra a la hora de ponerse el sol; por oriente se levantaba una loma que daba abrigo al apacible retiro formado por la naturaleza en torno al manantial. Aunque situado en una hondona, desde allí se veía magnífico paisaje […]

Ana se sentó sobre las raíces descubiertas de un castaño que daba sombra a la fuente. Contemplaba las laderas de la montaña iluminada como por luces de bengala, y casi entre sueños oía a su lado el murmullo discreto del manantial y de la corriente que se precipitaba a refrescar los prados […] (p. 171)

Mientras Ana disfruta de este locus amoenus. Llega un pajarillo, que se pone a danzar delante de sus ojos, yendo y viniendo. Entonces se le ocurre pensar en sí misma, y comienza un monólogo interior, donde surge el recuerdo de la confesión con el Magistral. Le «zumbaba todavía en los oídos aquella voz dulce que salía en pedazos, como por tamiz, por los cuadrillos de la celosía del confesonario (p. 171). Ana toma la naturaleza como un paisaje, así se lo presenta el narrador, como algo destinado al disfrute. Para un campesino asturiano, adviértase, una fuente es para calmar la sed y en multitud de ocasiones un bebedero para las vacas, donde acuden varias veces al día a refrescarse para luego dar leche. O como sabemos enseguida, el agua es una fuente de trabajo y de dinero, pues la fuerza que nueve el molino sirve para obtener harina de maíz con la que se hacen la boroña o las tortas, el pan del aldeano.

La naturaleza vista por Ana tiene poco de natural; el narrador, responsable de su creación, la utiliza para presentar un paisaje, una especie de cuadro, donde el ojo entrenado de Ana sabe descifrar la belleza de esa naturaleza vista por un ojo culto. El castaño donde se sienta está allí puesto, el narrador dixit, para dar sombra a la fuente, mientras que para el labrador está para dar los frutos que se comerán con leche en el invierno.

Dentro de esta escena, y siguiendo la continuidad metafórica de este discurso entramos en los pensamientos de Ana, y en el recuerdo, en la focalización de su recuerdo de la primera confesión que acaba de hacer con el Magistral. Su recuerdo la trae contento, todo le gusta, la mezcla de buenos consejos dichos con palabras corrientes. «Se había entusiasmado con aquel fluir de palabras dulces, nuevas, llenas de una alegría celestial; había abierto su corazón delante de aquel agujero con varillas atravesadas» (p. 172). Aún más, lo que ha dejado abierto es un nuevo agujero humano, el del alma. «Yo no sé como hay quien hable mal —adujo Fermín de Pas—; aparte de su carácter de institución divina, aun mirándola como asunto de utilidad humana, ¿no comprende usted y puede comprender cualquiera que es necesario este hospital de almas para los enfermos del espíritu?» (p. 172).

Aquí vemos como la realidad se muda del escenario puramente palpable y, poco a poco, con el vuelo de un pajarillo entra en las galerías interiores de Ana, que al ser visitadas por las palabras sutiles del confesor se convierten en las galerías del alma. El mundo queda cada vez más lejos, remoto. El personaje por lo tanto constituido como un ser con un interior sensible y un alma, lo que le distingue y diferencia del común de los mortales, desde luego de Petra. En cierta manera se prepara en esta escena el engaño, la trampa tendida por el destino a la esposa del ex-regente, pues los consejos susurrados por el Magistral la llevarán a desoír las urgencias del mundo, del cuerpo, las necesidades reales de su persona.

Las conferencias o confesiones privadas se sucederán.

No bastaba una conferencia para curar un alma, ni acudir con enfermedades viejas y descuidadas era querer sanar de veras. De todo esto se deducía racionalmente, aparte todo precepto religioso, la necesidad de confesar a menudo. No se trataba de cumplir una fórmula: confesar no era eso. Era indispensable escoger con cuidado el confesor, cuando se trataba de ponerse en cura; pero una vez escogido, era preciso considerarle como lo que era en efecto, padre espiritual; y hablando fuera de todo sentido religioso, como hermano mayor del alma […] Si todo esto no lo ordenase nuestra religión, lo mandaría el sentido común. La religión es toda razón, desde el dogma más alto hasta el pormenor menos importante del rito Aquella conformidad de la fe y de la razón encantaba a la Regenta. (p. 172).

Se produce aquí un cruce curioso. Recordamos que Ana está absorbida en la contemplación de un paisaje, del que se abstrae al pensar en la conversación habida en la confesión. En un siguiente nivel, las palabras dichas por Fermín de Pas resuenan afirmativamente en el consciente de la Regenta y su contenido resulta aleccionador, pues en ellas se efectúa un curioso trasvase de la figura del confesor a la del hermano del alma, al que hay que abrirle los rincones del hondón humano para que su cercanía y buen consejo produzcan el deseado efecto curativo.

Naturalmente, y como los textos religiosos no aluden a la necesidad de tales cercanías, el Magistral recurre a establecer una precaria unión entre fe y razón, o, mejor dicho, propone que la razón se deje seducir por la fe, o dicho en plata, que Ana crea a pie juntillas que la proximidad del hermano mayor, Fermín de Pas, le resultará beneficiosa. Los problemas de la penitente, lo sabemos de sobra, tienen su origen en el mundo, siendo el principal la necesidad física y psicológica de un varón, porque su marido no la hace caso y causa a su vez de la fuerte «inclinación a don Álvaro» (p. 174) que siente. El acuerdo ofrecido por Fermín niega la evidente urgencia de los sentidos y al tiempo permite a la Regenta llevar una vida elevada, guiada por la religión. La joven esposa se siente sinceramente encantada, porque «el hombre nuevo siempre estaba despierto en nosotros; no había más que darle una voz y acudía». (p. 173)

El Magistral viene a decir finalmente lo escuchado en el entrelineado:

La virtud era cuestión de arte, de habilidad. No sólo se conseguía por el ayuno, por el ascetismo; éste era un medio muy santo; pero había otros. En la vida bulliciosa de nuestras ciudades se puede aspirar a la perfección […] Ella que había leído a San Agustín, ¿no recordaba que el Santo Obispo gustaba de la música religiosa, no por el deleite de los sentidos, sino porque elevaba el alma? Pues así todas las artes, así la contemplación de la naturaleza, la lectura de las obras históricas, y de las filosóficas, siendo puras, podía elevar el alma y ponerla en el diapasón de la santidad al unísono de la virtud. (pp. 173-174)

Aquí el Magistral elabora una sutil explicación del valor de las artes,14 compañeras de la religión. La música carece de conexión con el mundo, su valor reside en la capacidad de excitar los sentidos y elevar el alma, para que nos subamos por encima de la realidad. Lo mismo ocurre con la lectura, curiosamente no menciona la novela, pero sí obras históricas y filosóficas. Lo importante es alejarse de los sentidos, alejarse del mundo. Tal interpretación del arte ayudará a aprisionar a la Regenta, que pasará los días encerrada en casa, sin disfrutar de la vida.

El arte, según el Magistral, sirve para elevarse, para alcanzar la virtud sin necesidad de posar un pie en el suelo. La misma novela tampoco resulta muy explícita en cuanto a los episodios amorosos, nunca vemos de verdad a Ana en brazos del amante, por la prudencia y el pudor con que narra Alas. Esto nos indica a qué nivel se sitúa La Regenta en su relación con el mundo, que el narrador tampoco quiere dejar libre su narración y que la ocupen los sentidos. Sin embargo, la obra apunta precisamente a la derrota de esa manera de entender la literatura como una mera sublimación. Clarín sabía reconocer el poder de los sentidos, de la vida, de su fuerza, y reconocía también la impotencia del arte a la hora de ponerles freno. Tampoco el desenfreno parece ser la solución.

Petra, como dijimos, representa la mujer que se entrega al goce de su cuerpo. Los mismos caminos que conducen a la fuente de Mari-Pepa conocen muchos secretos de la criada, donde ella sin duda hizo y se dejó hacer. Es más, mientras que la Regenta se eleva al recuerdo siguiendo el vuelo de un pajarillo y escucha de nuevo las palabras que salieron por la rejilla del confesionario, la joven criada se había escabullido y acercado al molino de Antonio, un primo suyo, al que ella visitaba de vez en cuando para mantener vivo su interés, pues lo tenía en reserva, para cuando se hiciera rico casarse con él, el molino era su particular «caja de ahorros» (p. 176). Cuando Petra se presenta ante la señora viene colorada y con muestras de fatiga, ocasionada por el forcejeo amoroso con el que se acaba de despedir del primo.

El contraste no puede ser más evidente y ahonda el fisiológico. Ana es la soñadora, mientras que Petra es la mujer sensual, que no deja en ningún momento de satisfacer sus instintos y de tratar a la vez de mejorar su posición social.

Así pues, la vida interior de un tipo de mujer se contrapone al de la vida de los sentidos experimentada por la otra. Parece que en realidad nos encontramos con dos tipos distintos de ser humano. ¿Es así en verdad? O se trata más bien de que una, Ana, ha sido escolarizada por su padre, por la institutriz, y ahora por el Magistral en la lectura, en la cultura, en perderse en esa religión laica que supone la cultura, mientras que Petra es una ignorante desde el punto de vista académico y apenas ha podido descubrir ese otro ámbito de la vida, del mundo. La segunda hipótesis parece la más verosímil.

La vida y lo sensorial

Los sentidos desempeñan en La Regenta un papel crucial; Ana, por ejemplo, en momentos críticos de la obra experimentará frío. En la escena de la fuente de Mari-Pepa, cuando se despierta de esa especie de encantamiento15 recién comentado leemos: «[Ana] Se estremeció de frío. Volvió a la realidad» (p. 175).

Son las palabras del narrador. Es decir, que una vez realizado el viaje por el recuerdo amable, donde nada más y nada menos acaba de reconocer a un hermano del alma, experimenta el frío de los sentidos. Diferente de Petra que a la llamada del ama acude «sudando, muy encarnada, con la respiración fatigosa» (p. 175).

O sea la contraposición de mujer pelirroja/mujer castaña, que se corresponde a sensual/mujer espiritual, viene reforzada por una clasificación de la naturaleza física en que el calor corresponde a la mujer de tipo pelirroja/sensual, mientras el frío a la de mujer con el pelo castaño/espiritual. Acto seguido, el narrador lleva a Ana de vuelta a casa por el boulevard o Calle del Triunfo de 1836, guiada por Petra por un paseo de proletarios. La sorprende el olor picante que emana de las jóvenes que por allí se pasean y siente «la voluptuosidad andrajosa» (p. 178), «la algazara de aquellas turbas, una forma del placer del amor; del amor que era por lo visto una necesidad universal» (p. 178). Entonces ella piensa que todo ello le está prohibido.

Cuando caminan por entre la muchedumbre trabajadora asisten a un drama de acera, un joven que echa fuego por los ojos y que jura que va a matar a su novia. Éste potencial asesino mira un momento a la Regenta y ella tiene tiempo de leer en sus ojos el poder de los celos. «¡Así miraban los celos! Era una belleza infernal, sin duda, la de aquellos ojos, pero ¡qué fuerte, qué humana!» (p. 179).

El narrador mismo parece sumarse a la impresión que le produce a Ana la vista de aquellos ojos llenos de furia celosa, de la rabia de un hombre que se siente traicionado por su mujer. Viene calificado de humano, como es la expresión de algo nacido en lo más profundo del ser. Precisamente lo que Ana está aprendiendo a ocultar.

Otra trampa que el narrador le tiende a Ana es poner precisamente en ese mismo momento delante de Ana a Álvaro y a Paquito. El donjuán advierte que la mirada de Ana no es la distraída de por la tarde, sino «tímida, rápida, miedosa» (p. 180). Es decir, que la visión del drama de acera la ha bajado definitivamente a la tierra. Le entra un afán en las entrañas, y siente calor.

Sintió un calor dulce y un contacto pegajoso. No era el Magistral. Era don Álvaro, que venía a su lado hablando de cualquier cosa. Ella apenas le oía, ni quería atribuir a su presencia aquel cambio de temperatura moral, que lamentaba para sus adentros. (p. 182).

Álvaro que nota el cambio lo atribuye correctamente a su físico. Al narrador parece molestarle lo creído que es el personaje con respecto a su físico. «Era fatuo hasta ese extremo, pero dígase en su abono que nadie lo sabía, y que podía citar numerosos hechos que acreditaban el motivo de aquella vanidad monstruosa» (p. 182). Es decir que el narrador se ve obligado por las circunstancias a admitir que su personaje ha conquistado gracias a su apostura a muchas mujeres.

Un poco como en plan de venganza, y para compensar, dedica un buen espacio a poner en solfa los conocimientos literarios y la escasa capacidad intelectual del probado seductor. Es como si Alas se vengara de la futura seducción de la Regenta, qué buena mujer si hubiera tenido mejor esposo, parece decir el narrador.

Concluye el episodio con una excelente escena donde la Regenta coquetea con Álvaro. Ella nunca accedería a satisfacer las ansias y peticiones que contenían las miradas del seductor, pero de lo que no iba a privarse era de la tentación. Mientras ella camina a su lado, «con llamas en los ojos y carmín en las mejillas» (p. 186), pensaba que no debía entregarse al galán, pero que sí podía dejarse querer. Terrible situación y que acontece el mismo día en que le sale un confesor, hermano del alma, al que no le puede contar que disfruta de las tentaciones puestas en su camino por el seductor Álvaro Mesía, que la permiten sentirse querida y deseada.

Concluyo diciendo que el capítulo revela el dilema de Ana, que no es tanto si va a ser fiel o no a su marido, sino quién va a ganar el duelo a muerte, la fría realidad o el mundo feliz de la religión, de la literatura, donde podemos acunar todos nuestros sueños, intentando que la realidad apenas cuente. A fin de cuentas, Álvaro es más sincero que el Magistral, porque desde un primer momento quedan claras sus intenciones, conquistar los favores de la Regenta, mientras que el Magistral se ve obligado por su condición de cura a emplear las mejores armas que posee, la palabra, el ideal, la literatura, que acabarán resultando tan endebles como las galas de caballero andante de don Quijote.

Encontramos a la obra de Clarín entrando en la fraternidad de la obra de Cervantes, cuando Ana trata de sublimar la realidad, al igual que hizo el caballero manchego, que pretendió sublimar el deseo por una aldeana en el amor caballeresco y sexuado por una dama, su Dulcinea. Lo que en el fondo salva al hidalgo es su bondad, que luchó fuertemente y con nobleza para hacer aceptable esa relación que sin duda le pedían sus sentidos, pero que impedían las reglas de su hidalguía. Pues lo mismo sucede en el texto clariniano.

Las reglas violadas aquí no son las de la hidalguía, sino las del matrimonio, las normas establecidas por la sociedad burguesa. Ana intentará valientemente emular a la perfecta casada, imponerse a los rigores recomendados en el libro con el mismo título de Fray Luis de León,16 pero no lo conseguirá. Es decir que en La Regenta hay un puñado de quijotismo, de la inevitable imposición de la realidad en todo lo que los hombres pretendemos contraponer, en hacernos fuertes en la imaginación, en el espíritu, pero siempre acabamos perdiendo porque el cuerpo, las sensaciones, el mundo influyen en nuestra conducta.

Sólo puedo pensar que Leopoldo Alas sintió que esa llamada de la naturaleza influía en el hombre, que era algo inevitable, insoslayable. Puede tener su origen en las lecturas de Darwin, de la ciencia moderna, que descorrieron los velos de la otra faceta del ser humano que la modernidad ha puesto al descubierto, la física. La historia de la edad antigua era una en que las religiones, las creencias de todo tipo, permitieron al hombre entenderse de maneras que los caminos de la razón y de la ciencia desmentirán. Como hemos visto, el narrador los acepta, porque ha leído a Darwin, a Renan, y tanto otros desmitificadores, sin creer que son lo mejor para el hombre, porque en el fondo Clarín seguirá siendo un idealista, aunque la ciencia y la obra de Zola le iban indicando paso a paso, día a día, que el mundo y el hombre eran de otra manera. De ahí su genialidad, que como Cervantes desea que el mundo fuera de otra manera y tras reconocer que no era así se refugia en sus propias creencias.

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  • (1) Leopoldo Alas Clarín, Doce cuentos, Madrid, Aguilar, 1984, p. 9. volver
  • (2) 2 Pierre Bourdieu, La distinción. Criterio y bases sociales del gusto, (1979), Madrid, Taurus, 2000. volver
  • (3) Jorge Urrutia hace un amplio comentario a este tipo de lectura en «Complejos de la nueva escritura», El Extramundi y Los papeles de Iria Flavia, XXVI (2001), pp. 53-72. volver
  • (4) Quienes piensan que la literatura además de su función estética, de ser el objeto de entretenimiento de la burguesía educada, puede también desempeñar la función de reflejar el mundo, de profundizar no sólo en los modos personales de una conciencia autorial de ver el mundo, sino en la forma en que entendemos nuestro entorno, lo verbalizamos, situamos sus problemas en la boca de personajes, con el cuidado de que aporte la mejor expresión de la vida hecha palabra. Esas personas no son tenidas en cuenta. volver
  • (5) Este es otro aspecto confuso y mal entendido por los críticos de la prensa, que Clarín no era un intransigente, sino que, por el contrario, tenía una enorme amplitud de miras. volver
  • (6) Desafortunadamente, lo que se ha escrito sobre el canon en España es, por regla general, poco y de segunda mano. La mayor parte son páginas donde se siguen, como si se fuera calcando, las ideas de Harold Bloom, expresadas en The Western Canon. The Books and School of the Ages, New York, Harcourt Brace & Company, 1994. El profesor de Yale que justifica sus opiniones mediante un extremado y estéril subjetivismo del que está ausente el más mínimo interés por el componente social. No aduce razones para justificar sus selecciones e inclusión de las preferencias con que ordena la literatura, incluso de tradiciones que desconoce como la española, el lector debe tener fe en su palabra. Excluye, en fin, de su modo de actuar la fuerza más grande de la cultura de Occidente, la capacidad de entrecruzar opiniones, de contrastarlas, para no caer en dogmatismos. volver
  • (7) Remito al lector al libro de John Rutherford, La Regenta y el lector cómplice, Murcia, Universidad, 1988. volver
  • (8) Universidad de Oviedo, Vicerrectorado de Extensión Universitaria y Servicios Universitarios, 2001. volver
  • (9) Cada época tiene un ideal de mujer, basta contemplar los famosos cuadros de Rubens para comprender que en su época existía una preferencia por las mujeres de carnes abundantes, mientras que en los años sesenta del siglo pasado con Twigy se puso de moda su opuesto. volver
  • (10) Cito por la edición de Ricardo Gullón, Madrid, Alianza Editorial , 1993. La paginación aparece incluida en el cuerpo del texto. volver
  • (11) Revela Clarín un fuerte convencimiento, que es posible provenga de sus lecturas de Renan, de que los miembros de las clases socialmente desventajas se dejan llevar fácilmente por las pasiones, de ahí el éxito de las religiones. En este caso, Petra se deja llevar por sus emociones, sin pararse a pensar sobre las consecuencias de sus actos. volver
  • (12) Un informado e interesante libro de Agustín Coletes Blanco, «Clarín» en Carreño, Carreño, Centro de Cultura de Candás, Museo Antón, 2001, explora con cuidado el amor que Alas sentía al campo y el uso que hace de la geografía y gentes del concejo de Carreño, donde tenía la casa de veraneo familiar. volver
  • (13) Se trata de una variación de la alabanza de aldea y desdén de la ciudad. Esto en Clarín debe ir unido al enorme cariño personal que sentía por el pueblo donde su familia tenía establecido el lugar de residencia veraniega aludido antes. volver
  • (14) Hans-Georg Gadamer, La actualidad de lo bello, Barcelona, Paidós, 1991. volver
  • (15) La escena podría relacionarse con varias parecidas que se dan en la literatura española, pienso sobre todo en el famoso relato de Gustavo Adolfo Bécquer, «Los ojos verdes», donde el amante acaba tirándose a la fuente en busca de una ninfa, y se ahoga. La idea es similar en que hay gentes que persiguen el ideal más allá de lo razonable. volver
  • (16) La intención de Leopoldo Alas de ironizar sobre cierta literatura idealista se revela en la elección de este libro como lectura recomendada por el Magistral a Ana, pues se trata de un manual de conducta de la mujer, que carece de vigencia alguna en la vida moderna, inspirado en el capítulo 31 del libro de los Proverbios de Salomón. Consúltese la Introducción de Javier San José Lera, a Fray Luis de León, La perfecta casada, Madrid, Espasa-Calpe, 1992. volver
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