Por Laureano Bonet
Casi resulta ocioso afirmar hoy que el pensamiento literario de Clarín ha experimentado una creciente y firme revalorización tras la década de 1960. Fue a ese respecto crucial el libro de Sergio Beser Leopoldo Alas, crítico literario, con fecha del 68, fruto de una tesis doctoral dirigida por J. M. Blecua, «tesis que rememora este eminente hispanista analizaba un tema todavía inédito en las universidades de aquel tiempo: los estudiosos desdeñaban a Clarín, y ello era consecuencia al igual que ocurría con Galdós de la frialdad, por no decir antipatía, con que la generación del 27, sus escritores, sus eruditos, contemplaban la literatura del siglo xix, especialmente la más realista».1 (Es ilustrativa, en este sentido, la frialdad que mostraría J. F. Montesinos, el gran crítico de dicha generación, hacia Alas, según demuestra alguna que otra frase contenida en sus monografías sobre Galdós y Pereda). En el caso del autor de La Regenta tal vacío, silenciamiento, u olvido se extiende en efecto por buena parte del siglo xx y estaría agudizado, además, por el clima político imperante en España después de la guerra civil, tan hostil hacia nuestra mejor tradición republicana y liberal. Tras el best seller constituido por la publicación en 1967 de la novela de Ana Ozores en formato de bolsillo por Alianza Editorial aparecerían, ya en los primeros setenta, Solos (bajo ese mismo sello), Palique (impreso por Labor al cuidado de J. M. Martínez Cachero), y los Preludios de «Clarín» recogidos por J. - F. Botrel en edición del Instituto de Estudios Asturianos. Títulos todos ellos cruciales en la recuperación de una de las figuras mayores en las letras hispánicas del siglo xix.
¿En qué momento surge y se propaga tal silencio? La pregunta apenas plantea dificultades. Es muy revelador que tras su fallecimiento el nombre de Alas desaparezca súbitamente del epistolario de M. Menéndez Pelayo. Pero existe otro testimonio muy elocuente también: Azorín escribirá en 1912, y a propósito de nuestro autor, que «después de muerto se ha ido haciendo en su torno el olvido».2 Y, en caso de contemplar la larga secuencia cronológica que abarca buena parte del siglo xx, brotan nuevos signos que ratifican estas palabras tan contundentes del autor de La voluntad. Así, casi tres lustros más tarde estimaba Ricardo Baeza que Alas «es una de las figuras peor estudiadas» en las letras de la Restauración.3 Y otro síntoma que nos desazona considerablemente, dada la poderosa personalidad del autor: J. Ortega y Gasset (con tantas raíces por entre la tierra cultural del Ochocientos: piénsese en un Hegel) apenas menciona al krausista y hegeliano Clarín, existiendo al parecer en su obra sólo dos referencias, por completo banales, al creador de Su único hijo.4
Asimismo las huellas del Alas crítico, o ensayista, en las historias de la literatura española no son menos superficiales y faltas de calor interpretativo, cuando no de un inquietante silencio, tal como ocurre, entre otros, con el libro del jesuita Alberto Risco. Ese silenciamiento contrasta, sin embargo, con las lúcidas líneas que Manuel de Montoliu dedicara en 1929 al Clarín pensador y novelista: Alas, «uno de los escritores de tipo más europeo de España» y «en perpetua actitud de lucha frente a los defensores [...] de la rancia tradición nacional».5 Por el contrario el orteguiano, y posterior exiliado, Juan Chabás confeccionaría poco después un retrato excesivamente simplificador del asturiano, vertido en poco más de media docena de líneas mientras acto seguido notable contraste dedica largos párrafos a Ángel Ganivet, repletos de fervor expositivo.6 Y parecidos términos ‘minimalistas’ afloran en la Historia de la literatura española de Ángel Valbuena Prat (1937), en cuyas páginas se omite casi por entero al Clarín ensayista, anotando sólo su «entronque con Larra», lo cual «marca la línea precisa que lleva al ‘ensayo’ del 98»:7 el papel del autor de Mezclilla se reduciría, pues, a simple eslabón entre dos cumbres de las letras hispánicas: por un lado, el solitario «Fígaro» y, por otro, la plétora de literatos del fin de siglo que enriquecen con sutil temblor lírico la moderna prosa castellana. En medio, a la manera de sombra fugitiva, un Alas casi inmerso en el anonimato...
Pero si nos adentramos en la España posterior a 1939 los datos no son por lo general menos desalentadores, et por cause… Así Gerardo Diego en una sucinta historia literaria hace convivir en un mismo párrafo ¡irónico destino! a E. Pardo Bazán y Leopoldo Alas: buena parte de este párrafo trece líneas está dedicado a la escritora gallega mientras que Clarín dispone apenas de cinco renglones, aludiéndose simplemente al «ingenio» de sus textos críticos y el ser agridulce destino, ahora maestro de Ramón Pérez de Ayala, a quien más adelante el autor dedicará amplio espacio.8
Convivencia, y «aplastamiento», pardobazanianos que retrocediendo a 1917 emerge también en la Literatura Española de Ángel Salcedo Ruiz, quien elogia la lengua de Clarín «Escribía admirablemente» pero omite cualquier referencia al contenido doctrinario de su obra en contraste, una vez más, con la autora de La cuestión palpitante.9 Con todo, esta silueta autoral tan nebulosa empieza a solidificarse un poco en la pluma de Rafael Vázquez-Zamora quien, en dos artículos aparecidos en Destino a finales de 1947, definirá certeramente a Alas como «el escritor español más «moderno» del siglo xix, el que está más cerca de nosotros», hablando en otro pasaje en términos ahora algo tópicos de su «agudeza», «penetración crítica» y «espíritu combativo».10 A esa misma agresividad ideológica había hecho referencia poco antes, en 1941, el hoy tan olvidado Ramón D. Perés al declarar que Clarín «púsose en primera fila» como crítico, y ello «a pesar de sus muchos enemigos», mostrando en todo momento un «carácter [...] de luchador, de humorista, de observador penetrante y malévolo, no siempre de buen gusto [...]».11
Por último, a la altura de 1956 momento en que se insinúa una levísima revalorización clariniana, sobre todo por su flanco narrativo: habíase cumplido ya medio siglo de su muerte, G. Torrente Ballester verterá en su Panorama de la literatura española luminosas reflexiones acerca de las ideas estéticas de nuestro escritor, señalando por ejemplo que «constituye hoy [Clarín] un arquetipo de lo que debe ser el crítico literario considerado como ser moral».12 En suma, frente a las interpretaciones anteriores a veces tan simplistas, el autor de Los gozos y las sombras ofrece el retrato de un Alas todavía ‘operante’, repleto de vivaz savia mental, focalizando en especial este análisis (tan sorprendente en manos de un intelectual inserto aún en el Estado franquista) en torno al término clariniano de la «oportunidad» literaria, con tantas raíces krausistas y ginerinas.13
Visión ésta que contrasta con las páginas manualísticas que G. Díaz–Plaja dedica al naturalismo, donde una vez más se habla con amplitud de Emilia Pardo y su Cuestión palpitante definida como gran texto teórico, mientras Clarín, situado a manera de ‘bocadillo’ entre la autora coruñesa y A. Palacio Valdés —ambos con generosa presencia tipográfica, es definido simplemente como crítico «agudo e implacable».14 Juicio éste de 1959 año, por cierto, en el que J. M. Valverde brindará un nuevo contraste, ahora de Clarín consigo mismo: en su Historia de la literatura universal dedica generosos párrafos a La Regenta (anticipados ya en un artículo suyo aparecido diez años antes en Solidaridad Nacional) aun cuando apenas dedique un par de líneas a sus «críticas» y «polémicas ideológico-políticas».15
Hasta aquí un apunte en torno a cómo va conformándose una cierta imagen clariniana en la primera mitad del siglo xx, imagen que salvo en el caso de G. Torrente Ballester y, en menor medida, Manuel de Montoliu se nos antoja frágil y confusa, sin incidencia alguna en el quehacer intelectual de dicha centuria y apenas huella en los manuales. Incluso un analista tan agudo de la literatura española como Ángel del Río escribiría por los años centrales de la misma centuria, y en los Estados Unidos, que «A pesar de haber sido el crítico más temido y respetado en su tiempo, [Clarín] no deja, sin embargo, estudios sustanciales de casi ningún tema o materia».16 Juicio no lejano a las dudas que por aquel entonces, y en México, planteaba Max Aub acerca de que el «renombre de crítico» de Alas «sea tan duradero como los de Menéndez Pelayo, Valera, Pardo Bazán».17 Pero podría ser útil, creo, volver al instante mismo de la muerte de Clarín y recoger el testimonio de gentes cercanas a él colegas, discípulos quienes en 1901, o poco después, escribieron sobre su obra, su personalidad, facilitando imágenes más intensas en penetración ideológica y calor empático. Ello contrastará sin duda con las interpretaciones por lo común tan asépticas, o livianas, como las recogidas hasta aquí.
El sociólogo S. Valentí Camp discípulo de la cátedra clariniana de Oviedo ofrece por ejemplo en un par de libros un retrato del escritor asturiano rico en respeto y entusiasmo. Así, argumenta en Atisbos y disquisiciones (1907), sería Alas «el campeón de la crítica», estando sus contemporáneos «muy lejos de haber penetrado en el pensamiento» del asturiano. Y agrega, resaltando su huella entre la gente joven del fin de siglo: «No había manera de sustraerse a la influencia personal de Alas», ciertamente el «gran maestro».18 Más tarde en Ideólogos, teorizantes y videntes (1922) el propio Valentí Camp deshará con mano maestra algunos de los rasgos más persistentes en la fisonomía tópica de Clarín, construida de hecho en vida del escritor según veremos luego y que imperaría largamente en el siglo xx. Subraya a ese respecto que entre la opinión pública ha calado sólo «lo externo de la obra de Clarín», es decir, «la idea de que fue un escritor atrabiliario y agresivo», amén de «polemista y [...] satírico».19
Y cierra nuestro ensayista estas líneas sosteniendo que sólo pueden «parangonarse» a Clarín un Menéndez Pelayo o un Urbano González Serrano. Fue, en fin, Alas «el escritor que dedicó mayor suma de esfuerzos conscientes a renovar el ambiente intelectual de nuestro país», ejerciendo con ello «una intensa agitación en el orden intelectual». Podría, por consiguiente, ser definido como «uno de los más activos y tenaces sembradores de ideas», sobresaliendo además en esa actividad rica, infatigable, un goloso cosmopolitismo: Clarín, en efecto, «importó [...] todas las actividades que, en aquellos tiempos, conmovían a la Europa intelectual».20
Probablemente se inspire Valentí Camp en alguna página de U. González Serrano quien en 1901 había escrito que Alas, ante todo, «ha agitado el mundo de las ideas», siendo sus ensayos «la historia real y vivida de la literatura de nuestro país».21 Destacaba asimismo este crítico en su emocionada rememoración uno de los rasgos más persistentes de Clarín, según hemos sugerido ya: una lengua venenosa, sarcástica, que aviva la polémica y solivianta a los antagonistas. Fundamento, ello, de una de las dos mitades del rostro público del escritor: una apariencia turbulenta, áspera, y en ocasiones poco placentera que eclipsará el otro gajo de la personalidad clariniana, esto es, el literato ensimismado en especulaciones de índole estética, religiosa o filosófica. Augura no obstante González Serrano que, con el paso de los años, «Cicatrizarán las heridas que causó la crítica mordaz y violenta de Clarín» y «agrandará su personalidad luego que el tiempo calme las pasiones que agitó con sus polémicas».22 Coincidencia, aquí, con un contundente elogio de Adolfo Posada vertido mucho después, a principios de la década de 1946: nuestro autor fue «uno de los más admirables espectáculos de la vida intelectual española» del último tercio del siglo xix.23
Azorín finalmente reconstruye por citar otro escritor allegado a L. Alas una fisonomía moralizadora de éste, pero con matices distintos a los ofrecidos por G. Torrente Ballester años más tarde, conforme vimos ya. Declara así en artículo del año 1913 que «Clarín era, ante todo, un moralista», en el sentido que tal palabra «tenía en la Francia del siglo xviii», cuando ante todo «significaba [...] un psicólogo, un analista que observa el espectáculo del mundo y va expresando [...] el resultado de sus observaciones».24 Y en su libro memorialístico Madrid ofrecerá una vez más José Martínez Ruiz otra sobria estampa de Alas que culmina al igual que en S. Valentí Camp con el tan elocuente epíteto de maestro: «[...] la bella serenidad, el equilibrio y la independencia espiritual, la verdadera independencia, a que había llegado en sus últimos tiempos el maestro».25
Hasta aquí algunos esbozos de la efigie de Clarín que sobrevuela por el firmamento cultural del siglo xx, especialmente en su primera mitad, según fuera concebida por discípulos, literatos, críticos e historiadores. Tras la década de 1960 cumple reiterarlo el Alas novelista y crítico se convertirá ya en uno de los temas más lucrativos de la «industria» académica, fenómeno que incluso se está acentuando hoy con motivo del centenario de su muerte, tal como atestigua el simposio internacional que estamos celebrando aquí, al lado de los que han tenido lugar en Barcelona, Zamora y Oviedo. Pero puede resultar útil analizar también con cierta superficialidad cómo fue forjándose la prosopografía de un Clarín ensayista entre la opinión culta de la Restauración, a lo largo de su personalísimo itinerario intelectual que abarca, a grandes trazos, desde la década de 1870 vivaces destellos de un Alas juvenil y combativo hasta 1901, fecha, casi huelga recordarlo, de su muerte, momento en que cristaliza el perfil de un Alas enfermo, introspectivo y lírico, algo entumecida ya su garra satírica.26
Abundan los datos, procedentes tanto de escritos privados —cartas— como públicos —artículos, gacetillas, ensayos—. Se trata, por supuesto, de una imagen «en movimiento», más y más laberíntica a medida que nuestro autor da a las prensas sus textos y se impone como crítico puntero en las letras de finales del xix: va construyéndose una firma, diríamos con frase tan desgastada por el uso pero todavía clarificadora Imagen que contrasta con la más estable, esquemática, inmóvil como coagulada que imperará en buena parte del siglo xx, según hemos tenido ocasión de sugerir ya. E imagen ya en los últimos 1880 muy compleja, contradictoria, que destila admiración, miedo, odio, recelo, y de la que el mismo Alas es, en algún momento, consciente: el crítico y su doble, por así decirlo...
Sin duda esa silueta pública ese doble u otro yo social se introduce en el propio autor, en un proceso de implacable autoalimentación, no sin algún doloroso desgarro, tan propio de todo literato que acaba reinando, majestuoso, en la sociedad de su tiempo. Silueta, con los años, ácida, incluso desapacible, que podríamos resumir con estas palabras de E. Pardo Bazán vertidas tras el fallecimiento del escritor: «¿Quién nos desgarrará como aquel perro? Mire usted que yo pasé cuatro o seis años de mi vida sin que un solo instante dejasen de resonar en mis oídos los ladridos furiosos del can».27 Dureza típica de un texto privado, ausente el cedazo de la hipocresía social... Clarín, en efecto, y su reflejo público: acaso un nuevo yo que coincide, se funde, se aleja, colisiona con el propio sujeto autoral en un zigzagueo tenso y nervioso (y por ahí, por entre esas polarizaciones psíquicas, acaso anide la clave del «último» Alas, tan impregnado de una melancolía húmeda y crepuscular, tal y como demuestra su relato Reflejo).
Si avistamos el existir literario de Alas desde sus años mozos encaminándose hacia un futuro cada vez más rico en prestigio, en logros intelectuales, cabría abrir esa andadura con la pregunta que Ignacio Montes de Oca hace desde México a Menéndez Pelayo en carta del 7 de julio de 1880: «¿Quién es Clarín?».28 La imagen clariniana así por lo menos al otro lado del Atlántico, parece aún muy tenue, traslúcida, simple interrogación: fenómeno por entero dispar al existente en España dado que Alas estaba labrándose entre nosotros un gran prestigio como periodista agresivo y polémico. Don Marcelino contesta a su corresponsal el 27 de agosto del mismo año esbozando una caracterización algo sesgada, sin duda, pero que preludia alguno de los rasgos más ostensibles de ese cliché clariniano enquistado poco después en la élite cultural de la Restauración: «[...] la pasión política le ciega. Es [...] discreto y gracioso a veces; pero demagogo e impío como un diablo, y muy aficionado a carne de clérigo [...]».29
Parece por tanto solidificarse en esas líneas la fisonomía de un Alas batallador, anticlerical, radicalizado en sus posturas políticas y sociales, ágil en la esgrima satírica como, por lo demás, daría fe el ensayo El libre examen y nuestra literatura presente, escrito aquellos días... Nos hallamos en plena etapa juvenil del autor —apenas en el umbral de la treintena—, si bien han concluido ya los «años de aprendizaje», años que coinciden con su «vida de ateneísta madrileño y de escritor, vida de paso siempre hacia [...] Asturias», al decir de Adolfo Posada, con términos que potencian aún más esa figura clariniana en movimiento, tan rica en futurización:30 atrás quedan las levantiscas colaboraciones en El Solfeo y La Unión, mientras continúan sus polémicas —llenas también de tensión ideológica— en el Ateneo viejo de Madrid, en aquella sala para conferenciar de luces mortecinas y muros recubiertos con «viejos paños [que] se comen la voz» —como solía recordar Cautelar—.31
Clarín, en fin, catedrático en ciernes, a punto de casarse ya, con algún relato impreso en los periódicos, y prologuista de la versión española de La lucha por el derecho, de Rudolph von Ihering: prologuista «belicoso», según calificativo de Alfredo Vicenti contenido en una espléndida semblanza de la Ilustración Gallega y Asturiana.32 A propósito, por cierto, de su nombramiento para la cátedra de economía política en Zaragoza, otra gacetilla de dicha revista hará referencia a Alas como «conocido y admirado bajo el seudónimo de Clarín en el mundo de las letras»,33 mientras poco antes —y en la misma publicación— Mario San Juan monta ya los primeros mimbres de esa efigie del escritor ovetense: «notabilísimo crítico» que «se ensaña harto a menudo con los pequeños de la literatura» y, teniendo en cuenta sus «excepcionales» dotes intelectuales amén de un criterio «más templado, limpio y frío que una lámina de acero», pronto ejercerá «cierta especie de dictadura en la perturbada y levantisca república de las letras».34 No se olvide: en 1881 había ya nuestro autor dado a la imprenta sus Solos, libro con el cual empieza a labrarse gran prestigio.
Pero van apareciendo nuevos toques a dicha iconografía clariniana —inquieta, bulliciosa—en estos años juveniles. Poco tiempo después de la pregunta de Montes de Oca, J. Valera ofrece un finísimo retrato de Alas donde sobresalen una serie de rasgos psíquicos e intelectuales que van a posarse en la opinión pública de la Restauración. Retrato verbal conteniendo voces tan decisivas como dureza, crueldad, injusticia, ingenio, insatisfacción, discreción, humor, erudición, pasión o sectarismo (nótese la cálida expresividad que segregan algunos de estos lexemas). Escribe así Valera en el 82 que Clarín es
crítico duro, cruel, injusto a veces y sobrado descontentadizo; pero [...] de agudísimo ingenio, de erudición varia y sana y de singular chiste y discreción en cuanto escribe, cuando la pasión de secta no le ciega [...].35
Tres años después —en 1885—Jerónimo Vida apuntala un poco más esta silueta valerina. Señala por un lado —dato valiosísimo—, que Alas se ha convertido en «el número uno de los críticos en activo de España»:36 el asentamiento de la imagen clariniana es pues indudable y, a partir de ahora, tal imagen crecerá más y más. Pero, por otro lado, censura el propio J. Vida la acidez crítica del asturiano, reiterando un término que utilizó ya Valera (y que se repetirá una y otra vez a lo largo de la carrera periodística de Alas): la injusticia. Sentencia así que «fusilarlos [a los malos literatos], moralmente, se entiende, en unas cuantas cuartillas, es peligroso, injusto e inhumano», para rematar acto seguido: «la mayor parte de sus artículos de crítica satírica [...] son injustos».37 Diríase, empero, que este rostro público de Clarín se autoalimenta constantemente, hasta ir alcanzando una tupida esfericidad semántica. El mismo Valera —ahora en el 86 parece ubicar a su vez a Alas en la vanguardia de la crítica «militante» al confesar a Menéndez Pelayo que «Miro yo a Clarín como el más discreto, inteligente y ameno de nuestros críticos [...], sin desconocer que es apasionado hasta la injusticia [...]».38 Y será el propio don Marcelino quien —asimismo en 1886—confirme lo dicho por Valera, situando también a Alas como líder de la crítica nacional: «Decididamente aquí no hay más crítico militante que Clarín».39
Que la imagen clariniana concitaba reacciones enconadas lo atestiguan estas palabras de Emilio Bobadilla: «Difícil es juzgarle [...] con criterio sereno y frío; porque son raros los que no le odian [...]».40 Tal efigie —incitadora de solivianto y aspereza— sería a su vez ratificada por Emilia Pardo en 1889: el autor asturiano despierta «simpatía», «cólera» y «angustia».41 Un año más tarde Campoamor destacará en Clarín un cosmopolitismo cultural que —vivaz, insaciable— se derrama a borbotones por el ambiente tranquilo de la provincia: «El señor don Leopoldo Alas, que desde la ciudad de Oviedo pone en la actualidad más ideas en circulación que en su tiempo el padre Feijoo [...]».42 Términos ciertamente afortunados —es muy feliz la comparación «ensayística» entre Alas y Feijoo—43 que anticipan en cierta medida un juicio de Eugenio d’Ors: Clarín como el «monitor no sólo literario, sino espiritual, de unas horas de España entera», puesto que el «mejor florecimiento» de este escrito
coincidió en un momento de la historia de nuestra cultura, en que tal cual núcleo escogido de alguna provincia española pudo estar intelectualmente más cerca de Europa que la misma capital.44
El también hoy olvidado J. M. Quintanilla —discípulo de Alas y Pereda— desarrollará entre 1886 y 1890 un perspicaz dibujo de esa efigie clariniana, no sin retomar algunos de los trazos formulados hasta aquí, con el propósito de ahondar más en ellos. Ante todo este periodista santanderino (coincidiendo con Valera y Menéndez Pelayo: habíase impuesto ya la firma clariniana) emplaza también a Alas como «el rey de la crítica militante», en artículo del año 90.45 No obstante, ya cuatro años antes había enunciado Quintanilla los a su entender rasgos privativos de Clarín, rasgos —apostilla— que lo han convertido en «espíritu crítico de primer orden», culto y profesional. Tales características son —y nótese algún paralelo con Campoamor— su «cosmopolitismo cultural», haber realizado un «estudio concienzudo de la Estética» y, sobre todo, el saber leer, o sugerir, «entre líneas»: talento este último que tanto admiraba, por cierto, nuestro autor, acaso la máxima virtud del buen crítico —decía— personificándola en su maestro Larra.46
Por último, en un nuevo —y no menos penetrante— artículo Quintanilla hurga en alguna de las raíces del, a su juicio, dualismo en la figura pública de Alas, dualismo que propicia ambivalencias y enmascaramientos: el Clarín satírico —brillante y ruidoso— ha eclipsado en exceso al Clarín estético y reflexivo, riquísimo en inquietudes líricas y religiosas. En efecto, la «mayor parte de los lectores han formado de él un concepto muy equivocado. [...]. Se le cree materialista, escéptico, burlón, apto sólo para la crítica ligera». Por el contrario, avisa Quintanilla (arremetiendo contra ese rostro en exceso superficial) a escritor ovetense «le adornan todas las condiciones opuestas», dado que es especialmente «espiritualista» y «nacido para la crítica seria y doctrinal».47
Pero adentrándonos aún más en el fin de siglo esta faz clariniana, ya tan compleja, diríase que se condensa enteramente. Así una reseña anónima del 92 —impresa en Revista Contemporánea— alude otra vez a las levantiscas reacciones, a favor o en contra, que aviva la personalidad del asturiano: «Clarín tiene entusiastas partidarios y furiosos enemigos» y ello es consecuencia —agrega el articulista— de «la parcialidad en que suele incurrir al criticar», lo cual le perjudica un tanto.48 Vuelve a surgir, pues, la no excesiva justicia literaria tan característica del autor asturiano... Ese singular magnetismo que desprende Alas, los amores y desamores que aviva entre la opinión pública, son confirmados por U. González Serrano quien declarará, también en los primeros noventa: «De Clarín no se puede hablar en el tono normal; hay que odiarle y aun ser injusto con él, [...] o elogiarle hasta el encomio [...]».49
En 1895 Juan Torrendell y a propósito del fracaso de Teresa verterá asimismo diversas reflexiones en torno a Alas, visto una vez más como el «primer crítico español». Resalta en él su «franqueza excesiva, casi brutal», inspirada en «una imparcialidad poco común», imparcialidad «sólo infringida [...] en homenaje de los varios ídolos».50 Nótese cómo alerta nuevamente Torrendell —matizándola al máximo ahora— sobre esa injusticia crítica que la opinión literaria estima tan peculiar de Alas: su imparcialidad sólo está manchada por la servidumbre ante muy contadas —y poderosas— personalidades del tiempo: Menéndez Pelayo, Campoamor, Pereda, Giner, Galdós, Echegaray... De ahí, en contraste casi obligado (rasgo recogido también por otros analistas de la época) que Alas desdeñe un tanto los escritores en agraz: nuestro crítico así —el reparo es incisivo—carecería del «don de profecía», habida cuenta «la negligencia con que siempre ha mirado las obras primerizas».51
En caso de retornar al plano privado de la receptividad de esa iconografía clariniana es decir, la documentación epistolar, J. M. de Pereda, a propósito igualmente de Teresa, hará referencia en el mismo 95 a la personalidad agresiva, incómoda, de Alas: comenta a Galdós que «eran muchos los doloridos de sus páginas que habían de aprovechar esa ocasión», juicio por cierto que el novelista cántabro había anticipado ya en alguna vieja misiva al propio Clarín,52 sugiriendo el resentimiento que levanta su pluma. También este mismo año destaca J. O. Picón la primacía de Alas entre la crítica del fin de siglo, aludiendo al «gran prestigio» de nuestro autor, un prestigio sin duda «indiscutible».53 Picón, empero, parece alejarse de esa línea interpretativa que nace parcialmente en Juan Valera no se olvide, y dibuja un Clarín apasionado e injusto en exceso: en él, por el contrario, «la sensibilidad del artista no merma la serenidad del crítico».54 Por último el autor de Dulce y sabrosa destaca un fascinante rasgo en el Alas pensador que incidirá en su prosa ensayística, una prosa elástica, nerviosa, limpia de rigideces silogísticas, en permanente ósmosis y endósmosis: Alas sabría adivinar el «parentesco intelectual» existente entre muy dispares escritores (otra de las cualidades que el autor asturiano consideraba valiosísima para el buen crítico y que él había descubierto tanto en los textos de J.–P. Richter como en la cátedra de su maestro Alfredo Adolfo Camus, según confiesa en Ensayos y revistas).55
Y, saltando a un nuevo crítico, el barcelonés José Soler y Miquel coincidirá en 1898 con J. M. Quintanilla en que el Clarín metafísico e introspectivo ha quedado excesivamente oculto por aquel otro Clarín belicoso y satírico, siempre en primera línea en las luchas periodísticas de la Restauración. No obstante, matiza, va aflorando poco a poco ese Alas más interiorizado y lírico: la «personalidad» de nuestro autor, en efecto, «ha ido pronunciándose [...] en estos últimos tiempos»; una personalidad en donde impera el «reposo», la «serenidad» y una vivaz «emotividad» y es de observar ahora cómo en el segundo atributo Soler y Miquel se anticipa a lo que dirá Azorín coincidiendo, a la par, con con Picón.56 Ahora bien —apostilla con agudeza este mismo crítico—, bullían ya «gérmenes» de dicho idealismo, tan visible en el fin de siglo, en las «primeras producciones» de Clarín, donde tales sutilezas idealistas quedaban empero «anegadas» por «elementos y disposiciones de combate».57
Pero será en la comunicación epistolar entre Unamuno y Alas donde se refleje con una nitidez no libre de dramatismo esa vivaz silueta del Clarín crítico que exhala prestigio y respeto entre la gente nueva del 98, por una parte, y, por otra, escasísimo amor o apego. En misiva del 31 de mayo de 1895 Unamuno solicita a Clarín algún elogio a sus recién publicados ensayos bajo el título de En torno al casticismo para así —el dato es muy elocuente— avivar el interés del público hacia ellos: «Unas observaciones críticas de usted no pueden por menos que hacer que mis trabajos sean más leídos» —pide sin ninguna timidez el autor de Niebla al maestro asturiano—.58 Sin embargo, cumple reiterarlo, esta faz clariniana es móvil, fluye y crece con el correr de los años, va enriqueciéndose con más y más claroscuros: nos hallamos ya en el último cabo del siglo e, insistamos, el Alas batallador de antaño va dejando paso a un Alas abstraído e intimista, más pacífico ya en sus actitudes. Así lo percibe Unamuno en nueva carta, fechada el 2 de octubre de 1895; «A usted [...] con los años se le va ensanchando y serenando el criterio [...]».59
Mas en otra epístola escrita el 9 de mayo de 1900 el filósofo vasco subraya con mayor brío aún esa poderosa presencia clariniana en la cultura del tiempo y, en sintonía con algún futuro juicio de Azorín (ya mencionado atrás), alude al papel tan incitador de Alas para los literatos del 98: «Ha sido usted en gran parte uno de los educadores de mi mente [...]».60 No obstante —retomando un hilo semántico inserto en la efigie clariniana y conocido ya por nosotros—, el escritor ovetense parece despertar más admiración, o temor, que querencia: la noticia es apasionante pues Unamuno informa haberla recogido en los cenáculos de la Corte. Veámosla: «En Madrid, más de una vez he oído hablar de usted y en casi todas las conversaciones se transparentaba que se le temía o se le admiraba, rara vez se le quería».61 Y otra línea persistente en esta imagen que recoge también Unamuno: el excesivo fervor clariniano hacia los nombres consagrados; su recelo ante la juventud más batallona. En sus propios términos:
He oído hablar mil veces [...] de su afán por sostener los seniles productos de los más consagrados (no de todos) y la actitud de reserva frente a los jóvenes de empuje. [...]. Y la conclusión solía ser: lástima que hombre de tanto talento [...] no juzgue con completo desinterés, y no se deje a sí mismo al juzgar.62
Ahora bien, es J. E. Rodó quien, desde su observatorio hispanoamericano, perfila con más rigor la compleja personalidad de Clarín, sus contraluces, y, sobre todo, su lenta maduración (el caminar hacia adentro, si nos inspiramos en una admirable expresión de Adolfo Posada),63 maduración que lo acercará a la sutil sensibilidad, azuleando lumbres crepusculares, del modernismo. Advierte así en Alas —coincidiendo también con juicios anotados ya en el curso de esta conferencia— una cierta destemplanza epigramática y una no menor acidez mental, tendentes a destruir los falsos ídolos literarios. Hace observar por ejemplo que sobre todo en los textos anteriores a Mezclilla imperaba «la franqueza agresiva de la sátira, la ruda sinceridad, [...] ciertos odios literarios», todo lo cual irá modelando la personalidad de un Clarín «batallador» que muestra una «cierta nerviosa intemperancia en la agresión personal y un excesivo encarnizamiento con las medianías».64 Parece a su vez acercarse Rodó a las ideas expuestas por J. M. Quintanilla y J. Soler y Miquel de que el Clarín satírico —con tanta presencia en la sociedad— ha ocultado en demasía al otro Clarín metafísico e introspectivo, el cual, empero, logra salir a la superficie hacia 1892 con Ensayos y revistas: el «brillo» de la sátira comienza ya a apagarse «con la sombra de intensas nostalgias ideales».65
Diríase, pues, que el juego de fuerzas entre los dos gajos del rostro clariniano se invierte un tanto: el escritor satírico cede su plaza al escritor subjetivo y casi simbolista, según atestigua efectivamente J. E. Rodó quien, en otra página, nos brindará un espléndido retrato de Alas, un Alas ante todo pensador o intelectual de acuerdo con el neologismo tan típico de la modernidad que se estaba imponiendo a finales del xix. Retrato, asimismo, donde se dan cita, en espeso ovillo semántico, algunos de los rasgos más persistentes en ese estereotipo acuñado durante cinco lustros de incansable escritura, de un lado, y, del otro, por las reacciones de la opinión «envolvente», en un juego de tensiones dialécticas —a veces ásperas, no se olvide— que constituye la razón de ser del buen ensayista. Puntualiza así Rodó que Alas sería paradigma de
una personalidad que, a la representación más avanzada del sentido moderno en ideas críticas, a la amplitud de su cultura intelectual y la complejidad de un espíritu donde se reflejan todas las íntimas torturas y todas las indefinibles nostalgias ideales que conmueven el alma de este ocaso de siglo, y concilia la fuerza imperativa de la afirmación, la fe retórica y el atlético brío que son propios de los luchadores de épocas literarias caracterizada por la sólida unidad de criterio [...].66
Hasta aquí alguna reflexión en torno a Clarín como personalidad, o fisonomía social, urdida por un circuito activo de signos que emiten, en primer lugar, los textos del autor y que luego serán asumidos, o rechazados, en mayor o menor grado, por el público de su tiempo. ¿Era consciente Alas de tal fenómeno? Sin duda alguna, según dejan entrever algunas prosas suyas escritas en diversas ocasiones: nuestro autor sabe (en los instantes de mayor lucidez intelectual) que ha logrado forjarse una firma, un prestigio, u otro yo de carácter social, y que esa nueva «persona» no es nada apacible sino, bien al contrario, agita la república de las letras, es blanco de controversias y envidias, hostigamientos y murmuraciones, amores y odios... Espiguemos por tanto de entre sus libros alguna frase que corrobore dicha autoconciencia clariniana. En 1883 comenta por ejemplo Alas: «[...] dicen que yo soy todo envidia [...]». Y apostilla a renglón seguido: «Calumnia. No sé lo que es envidia».67
Tres años más tarde facilitará oblicuamente una de las razones de la aspereza que levanta su imagen de crítico severo e insobornable, confesando así el «entusiasmo histérico, tembloroso», que posee «por la virtud y la belleza, por la verdad y la energía». Ahora bien, entusiasmo que «unas veces se manifiesta con alabanzas del ingenio y de la fuerza, y otras con reírme a carcajadas, que algunos toman por insultos, de la necedad vanidosa, de la impotencia gárrula y desfachatada, de la envidia mañosa y dañina».68 En nuevo escrito del 87 ofrece, al contrario, noticia casi furtiva de ese Clarín sutil, espiritado —tan antagónico a su otro yo público—, en frase no menos lapidaria: «[...] tolerar es fecundar la vida».69
Pero es en Mis plagios donde se percibe una conciencia casi sangrante de esa carátula, o «rostro» público, que ha levantado tantas ampollas polémicas. El texto constituye un fastuoso ejercicio de psicología del quehacer crítico, y ejercicio enriquecido además por una leve caricaturización de personas, conductas, maneras consustanciales a la élite intelectual de aquel tiempo. Escribirá Alas con centelleante símil que «así como Juanelo construía autómatas de complicado resorte que iban y venían, y parecían personas en el modo de moverse, así, a mi antojo, he fabricado enemigos literarios, que si hubiese querido no lo serían, y en vez de moverse en la dirección que ahora siguen, atacándome, irían por otro lado pregonando méritos que no tengo».70 Acaso todas estas acciones y reacciones tan tensas, añade Alas —poniendo por ejemplo a su enemigo Luis Bonafoux—, sean fruto de la guerra literaria existente en las modernas metrópolis, donde la gente se espía, compite en un espacio sociológico siempre asfixiante. Declara en efecto que Bonafoux
es un producto de nuestra literatura moderna acumulada en grandes centros donde todas las falsas vocaciones, estimuladas por neurosis evidentes, se codean y luchan entre sí a ciegas [...], para disputarse el sitio por donde esperan que ha de pasar un rayo de luz, por tenue que sea.71
En 1890 brindará por el contrario Clarín una explicación ahora económica —por indirecta que sea— de su otra persona pública, belicosa y sarcástica: consigue mayor dinero colocando sus artículos en «periódicos festivos», donde «me compran a más precio», que en «revistas serias».72 Dos años después, ahora en Ensayos y revistas, vuelve a meditar sobre su alter ego social, aludiendo a la «mala fama» que padece en punto a «rigor de criterio» y «falta de benevolencia».73 En otra página de este mismo libro parece lamentarse de un cierto entorno hostil hacia su persona: «[...] pese a [...] todas las conspiraciones del silencio y del escándalo [...]».74 Por último en un nuevo pasaje se refiere a las raíces de la creación —en el escritor— de ese yo externo, ahora abiertamente conflictivo: los críticos y lectores articulan en parte tal yo, previa su recepción del texto literario. Reflexiona así Alas que «a todo escritor sus obras [...] le van haciendo una opinión, una cuenta corriente con el público, que da por resultado un balance de simpatía o antipatía».75 Un año más tarde —ahora en Palique— confesará otra de las causas del encono que crea su «persona» social: el juzgar siempre con gran rigor, pues «Mi afición principal está en las letras, y desde hace muy cerca de 20 años, burla burlando procuro ir contra la corriente que nos lleva a la perdición».76 Por otro lado —patentizando una cruel autoconciencia de la conflictividad que en el Madrid de la época generan sus artículos—, considera que con Palique «vuelve [...] a ser el Clarín que algunos no quieren que exista».77
Pero mucho mayor dramatismo desprende un texto del año 91, reimpreso más tarde en Siglo pasado, obra que vio la luz en 1901, tras la muerte ya del escritor. En él Alas (y se olfatea aquí alguna huella «dialogal» de La nochebuena de 1836, el artículo de su admirado Larra) oye, en pleno sueño, una voz que le dice: «No engendres el dolor». A lo cual la «conciencia desvelada» le murmura que esta frase «aludía a los recientes arañazos crítico-satíricos, a los articulejos en que había yo hecho daño a una y otra persona». Un daño, un «dolor», efectivamente, causado por la propia «pluma» autoral, es decir, por una «censura agria y fría».78 No obstante, tras esas reflexiones Clarín llegará a la conclusión de que es preciso continuar, pese a todos los riesgos, hilando esa escritura tan mordaz —según el ya conocido dictamen de González Serrano—: «[...] tengo derecho, y en cierto modo deber de engendrar el dolor, dentro de ciertos límites», porque, tal como rezan unos versos, «le vice aux âmes vertueuses» debieran proporcionar siempre «ces haines vigoureuses».79 Surge, pues, en estas líneas expuestas con tanto eticismo (se atisba en ellas el tuétano más puro del quehacer crítico) el compromiso clariniano en favor de una crítica policial encaminada a sanear una cultura —la española— que estima repleta de mediocridad y falsos intereses.80
Hasta aquí alguna nota acerca de la tan dispar prosopografía que el Clarín crítico proyectó entre sus coétaneos y, asimismo, el reguero de imágenes ya marchitas derivadas de aquella caracterización y que pueblan muchos textos ensayísticos, o didácticos que vieron la luz en el siglo xx, en su primera mitad sobre todo. Imágenes en este caso recurrentes, tópicas —casi parásitas— que desecan con su esquematismo los contenidos más apasionantes del pensamiento literario de nuestro autor. A la altura de 1949, repitámoslo, J. M. Valverde dibuja hábilmente esa identidad clariniana tan desvaída con sintagmas tales como: «solemos tener [de Clarín] la vaga imagen de»; «Hemos oído decir, además, que», etc. Pero con la década de 1960 tendrá lugar una lenta recuperación de Alas como narrador y crítico, recuperación que se afianza aún más a partir de 1985, con motivo ahora del centenario de La Regenta: tal hecho, vale reiterarlo, ha rebrotado con fuerza estos días, con el cambio de siglo ya. Vuelven, por tanto, los simposios, las monografías, las ediciones: incluso desde un ángulo institucional es Alas hoy asumido por completo según demuestran publicaciones tan exquisitas como Clarín: cien años después (Instituto Cervantes) y Clarín y su tiempo (Comisión Nacional I Centenario de Clarín). Conforme adivinase en 1947 R. Vázquez–Zamora, tras casi cincuenta años tan opacos no tardaría en renacer el rostro intelectual de nuestro autor y, ahora, por sus lindes más puras: el literato español del xix que «está más cerca de nosotros», sin la menor duda...
Estos apuntes son por entero provisionales: con ellos he pretendido fijar un mosaico de citas encajadas unas a otras, pero tal mosaico está sin concluir pues el descubrimiento de nuevos textos podrían dar mayor precisión a esa imagen clariniana tan nebulosa aún tras 1901. Una imagen que, paradójicamente, habíase consolidado ya en vida del autor, siendo difícil que nuevos datos hemerográficos o epistolares procedentes de aquellos tiempos de la Restauración puedan cambiarla: una efigie impregnada de una poderosa electricidad semántica, tensa en odios y amores, pero efigie que murió en parte con la muerte física de Alas. Pocas veces se habrá dado en la literatura española de estos últimos siglos el caso de un escritor cuyo yo esté tan perturbado por una personificación exterior, a manera de otro yo —ahora social— que puede llegar a cuestionar aquella identidad íntima. ¿Clarín ‘contra’ Leopoldo Alas? Unamuno así lo vio en su carta del 9 de mayo de 1900: «¡Oh, amigo Clarín, si una vez lograse usted despojarse del hombre que tantos enemigos le ha creado [...]!».81 Un hombre público —urdido por las reacciones hostiles a su quehacer crítico—frente a «ese otro yo íntimo» que «llevamos todos» dentro y cuya «voz nerviosa» es semejante a una frágil «conciencia desvelada», según reconoce Alas en dramática confesión:82 en tal dualidad —«dolorosa experiencia», qué duda cabe—,83 podría anidar una herida nunca cicatrizada del todo en su vivir intelectual. Un vivir, o que hacer, que se extiende a lo largo de casi seis lustrosos de incesante reflexión crítica por la prensa asturiana, madrileña y barcelonesa sin olvidarnos de sus colaboraciones en diversos diarios de Buenos Aires y Nueva York.