Ángel Sánchez Rivero
Correo de Venecia y otros ensayos
Pre-Textos, Valencia, 2017
440 páginas, 30.00 €
POR JOSÉ MARÍA HERRERA

 

Al iniciar la reseña de Correo de Venecia y otros ensayos, libro que reúne prácticamente toda la producción literaria de Ángel Sánchez Rivero, no puedo evitar pensar en el previsible destino de los trabajos que aparecen en ésta y otras revistas, comenzando, desde luego, por los míos propios. Somos muchos los que con diversa fortuna ofrecemos a la consideración del público nuestras ideas acerca de los asuntos culturales del momento. La probabilidad de que ahora sean tomadas en cuenta es pequeña, pero la de que lleguen a interesar a los lectores futuros se reduce prácticamente a cero. Las preocupaciones cambian, cambian los enfoques y, sobre todo, cambian los lectores, que buscan sobre cualquier cuestión perspectivas nuevas. Incluso tratándose de autores cualificados, como es el caso del que va a ocuparnos, el tiempo tarda poco en hacer su labor de postergación. A los textos les va pasando lo que a los expedientes en las oficinas donde falta personal. Basta darse una vuelta por una librería de lance y pensar en lo improbable que es que un viejo libro encuentre de nuevo lector. Miles de volúmenes firmados por escritores desconocidos se amontonan en los estantes pugnando por atraer la mirada de compradores cada vez más ajenos a ellos. Hacerse ilusiones suponiendo que uno podrá escapar de esto resulta ridículo: un par de generaciones y hasta autores de primera pasan a ser nombres vacíos. A veces se trata de una enorme injusticia, pero pocas veces. El olvido, o como ahora se dice, la invisibilidad, es el destino fatal de todo lo que sale a la luz. Soliviantarse con ello es dar coces al aguijón. Igual que le suele ocurrir a todos esos que, a punto de traspasar «el lúgubre umbral de la vejez», deciden contactar con sus compañeros de colegio para evocar los tiempos en que aún tenían futuro, la resurrección de viejos textos, de viejas pinturas, de viejas músicas, rara vez desemboca en otra cosa que no sea la frustración y el fracaso. No siempre, claro, pero sí la mayoría de las veces. Si recapacitamos con frialdad: ¿qué posibilidades tiene de abrirse paso en el universo de internet un ensayista al que ya el tiempo arrumbó en un rincón como a un trasto inservible?, ¿qué posibilidades tienen de volver a suscitar interés textos que ni siquiera cuando fueron elaborados lograron captar más que la limitada atención de un puñado de curiosos?

Naturalmente, nada de lo que acabo de decir debe ser interpretado como un reproche hacia los editores de Correo de Venecia. Que Pretextos (con ayuda del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte) se haya decidido a publicar en una cuidada edición la obra de Ángel Sánchez Rivero está muy bien. No encontraremos muchos autores de su generación más merecedores de ello. Un repaso a la gente notable que habló en su momento halagüeñamente de él sería suficiente para comprender la justicia de darle otra oportunidad a sus escritos. Eso no quita que actualmente sea un desconocido incluso para los especialistas, algo a lo que parece que no fue ajena su actitud personal. Poco amigo de aparecer en los lugares donde se cobra notoriedad, prefirió siempre el trabajo solitario del erudito a cualquier forma de publicidad. Quienes lo conocieron lo calificaron de anti-personaje, de hombre mínimamente público, un introvertido que nunca tuvo interés en recabar el beneplácito ajeno. A su muerte, aparte los artículos y ensayos del libro que nos ocupa, sólo había publicado una monografía divulgativa sobre los grabados de Goya. ¿Por qué razón iba nadie a conocerlo entonces y mucho menos ahora?

Sánchez Rivero falleció joven, en 1930. Tenía cuarenta dos años. Pocos para un ensayista. Difícilmente llega nadie a la madurez intelectual a esa edad. Aunque había publicado en revistas prestigiosas (Bulletin of Spanish Studies, Arte Español, Revista de Occidente, etcétera), casi todo lo que escribió lo escribió en sus últimos diez años de vida. A su muerte, se habló de malogro y truncamiento. La sensación general era la de alguien que aún no había dado lo mejor de sí mismo. Algunos de sus escritos habían llamado la atención en los círculos intelectuales alcanzado esa suerte de gloria efímera que consiste en suscitar polémica. Es lo que ocurrió, por ejemplo, con Las ventas del Quijote, al cual respondió críticamente nada más y nada menos que Américo Castro. Polemizar con Castro o ser elogiado por Ortega no son palabras menores. Claro que tampoco debemos dar a esto mucha importancia. Él no se la daba. La prueba es que estuvo siempre volcado en su actividad interior, algo probablemente relacionado con su condición de archivero, profesión a la que accedió por oposición siendo un muchacho. El traslado en 1911 a la sección de Bellas Artes de la Biblioteca Nacional fue el momento clave de su carrera y quizá uno de los más felices de su vida. Allí no sólo tuvo a mano el material necesario para sus investigaciones, sino que encontró una tarea satisfactoria a la que entregarse competentemente (entre sus modestas hazañas estuvo el descubrimiento del robo de unos aguafuertes de Rembrandt). Su eficacia fue la causa de que el duque de Alba lo contratara como conservador de su rica colección de estampas, algo que explica su conocimiento del palacio de Liria, prolija y hermosamente descrito en uno de los textos incluidos en el volumen que estamos reseñando.

Sánchez Rivero, como tantos otros intelectuales de su generación, estuvo bajo la influencia de Ortega, el filósofo a través del cual penetraron en España las ideas que entonces comenzaban a contar en Europa. La gran admiración que le profesaba lo empujó a estudiar sus obras y a asistir a los cursos que dictaba en la universidad. El pensamiento del maestro —filosofía en el sentido estricto de la palabra, es decir, una averiguación sistemática y no un conjunto dogmático de principios, una ideología— no sólo no le impidió seguir su propio camino, sino que le ayudó a descubrirlo. Su estilo personal se puso de manifiesto primero en su labor como crítico de arte, tarea en la que se esforzó por encontrar un punto equidistante entre los dos grandes enfoques hegemónicos entonces: la visión impresionista y la visión científica. «Sin sensibilidad no hay crítica: se cae en el concepto carente de repercusión sensitiva. Pero sin conceptos, aunque sea en grado mínimo, tampoco hay crítica; se cae en la exclamación incoherente. Según predomine sensibilidad o concepto, tendremos crítica impresionista o crítica científica». El fin de la crítica, de acuerdo con esta conciliadora visión, debe ser proyectar sobre las obras artísticas un juicio que contribuya a clarificar su sentido más allá de la impresión o emoción que puedan suscitar. No se trata, en consecuencia, de determinar si una obra es mejor o peor, sino de explicar el motivo que justifica el aplauso o el rechazo. Tal es el propósito de los cerca de veinte artículos dedicados al arte que aparecen en la antología de Pre-Textos.

¿Logra Sánchez Rivero estar como crítico a la altura de sus presupuestos teóricos? Creo que no. A pesar de ser plenamente consciente de que el arte es inseparable de las circunstancias en que nace, no consigue liberarse de esa rutina de críticos y profesores de creer que una obra sólo alcanza a comprenderse cuando logramos insertarla dentro de una serie causal de influencias. Parece como si señalar los antecedentes de un artista y su huella posterior, o sea, poner de manifiesto que uno es un connoisseur, resultara más decisivo que cualquier otra cosa. Entiéndase bien, no digo que lo más importante para él no fuera descubrir el misterio particular de cada obra, lo que digo es que olvida a menudo ese propósito o que da la impresión de pensar haberlo conseguido cuando simplemente se ha limitado a corroborar los principios estéticos que profesa. Basta para comprobarlo con fijarse en la relevancia que, consciente o inconscientemente, concede a la noción de estilo de Wölfflin y la creencia, vinculada a ella, de que lo irreductible a categorías o fórmulas comunes resulta anómalo o extravagante. El hecho de que frecuentemente apele al tiempo como único criterio artístico infalible es una señal de la incomodidad que le producen las soluciones a que le conducen los presupuestos teóricos en que se apoya. ¿Por qué nadie debería subordinar su juicio al de las generaciones futuras? El juicio estético, como demostró Kant, nunca es definitivo. Los mismos errores que se cometieron ayer desdeñando las obras de ciertos artistas, pueden cometerse ahora sobrevalorándolas o dándoles una importancia o visibilidad que no merecen. El ensayo de Sánchez Rivero sobre los Caprichos de Goya, probablemente el mejor de los que se incluyen en el libro, destaca precisamente porque, a diferencia del resto, en vez de limitarse a señalar cuáles son las fuentes de las que bebió el pintor y las influencias posteriores de la obra, intenta comprenderla como respuesta a una situación.

En cualquier caso, leyendo estos ensayos, no sólo los de crítica artística, uno se da cuenta de lo difícil que resulta atinar con el presente. Un ejemplo: al tratar el tema del nacionalismo, Sánchez Rivero no duda en considerar el asunto trasnochado, sin interés histórico, candente sólo porque está todavía cercano el momento de la descomposición de los viejos imperios. Convencido de que muy pronto nadie lo tomará en serio, se pregunta: ¿qué papel histórico puede pretender en el mundo de hoy un Estado diminuto?, ¿quién puede creer que en un mundo cada vez más integrado un pequeño Estado tiene más posibilidades de proporcionar a sus ciudadanos lo que necesitan para llevar una buena vida?, ¿acaso los nacionalistas imaginan que sus posiciones pueden llegar a contar en el contexto internacional igual que la de las grandes potencias? Una confianza excesiva en la sensatez del espíritu que guía la historia le lleva a equivocarse, pero en otras ocasiones el error es fruto de lo contrario. Así, por ejemplo, al comentar La vida de Disraeli de Maurois y explicar el auge que ha cobrado el género biográfico, conecta su siglo con el de Plutarco, época en la que la supremacía de Roma hizo que el único papel reservado a las grandes personalidades fuera el de funcionario. Para encontrar hombres ejemplares había que mirar el pasado. Plutarco contempla éste desde la placidez de la pax romana. La historia parecía haber llegado a su final con la consolidación del Imperio y el único tema capaz de suscitar interés era el pretérito. Sánchez Rivero piensa algo parecido de su propio tiempo. ¿Caben grandes personalidades hoy?, se pregunta. Su respuesta es que «la sociedad se encamina por la vía del bolchevismo, el fascismo o el americanismo hacia una estandarización implacable», pero: ¿es verdad que ya no son posibles las grandes personalidades?, ¿no será que la vara de medir estas cuestiones ha cambiado?

Personalmente creo que lo mejor del trabajo intelectual de Sánchez Rivero es lo que hizo en Italia. Además de la edición del Viaje de Cosme de Medicis por España y Portugal (1668-1669), escribió un certero texto sobre la historia y esencia de Venecia, Correo de Venecia. No hay duda de que para la ejecución de este trabajo se benefició de la ayuda de Angela Mariutti, historiadora veneciana con la que se casó meses antes de morir. Sánchez Rivero logró, no sin dificultad, una beca en 1925 para estudiar en Italia el arte renacentista. Allí, sin embargo, varió su interés hasta enfocar su actividad en lo que podríamos llamar crítica cultural, campo donde quizá habría podido dar lo mejor de sí. No es el único cambio que se produjo en él, pues por aquel entonces comenzó también a sentirse atraído por el fascismo. Convencido del agotamiento de la idea liberal de que la forma democrática es la única forma social de libertad, recaló en la visión de Mussolini que profesaba con entusiasmo su mujer. Nadie puede saber cómo hubiera evolucionado su pensamiento de no haber muerto en 1930. En cualquier caso, Correo de Venecia es un texto histórico (y parcialmente poético) muy alejado de las cuestiones del momento, cuyo mayor acierto es haber captado la profundidad espiritual que encerraba la decisión veneciana (hablamos naturalmente de la República Serenísima de Venecia, el régimen milenario que forjó la ciudad tal como la conocemos), «de elegir para sí el imperio de las apariencias». Permanecer ajenos a esto ha impedido a muchos investigadores de la cultura veneciana sofaldar su misterio.