Romper un huevo sin que ocurra una pequeƱa catĆ”strofe es difĆcil. Siempre he creĆdo eso y vuelvo a pensarlo ahora que las circunstancias me han colocado en la cocina blanca para vĆ©rmelas por mĆ mismo y preparar algo de comer. El sol entra por la ventana y baƱa la pared de mayĆ³licas en la que mi contorno reflejado puede vislumbrarse como en un espejo malĆsimo, borrosa leche derramada, pero lo suficientemente efectivo para mostrar quiĆ©n yo soy en lĆneas generales: un metro ochenta y dos de flaca y pĆ”lida torpeza con un huevo en la mano. SerĆa una escena cotidiana, pero para mĆ es una estampa del aislamiento vital. Vivo en una ciudad enferma, trastornada por la comida, adicta a los orgasmos del paladar. Todos cocinan, todos dicen haber creado un plato, todos tragan y todos son crĆticos: comer es un carnaval permanente y una explosiĆ³n demencial. En mis alucinaciones mĆ”s tĆ©tricas –y tengo muchas– mis conciudadanos son freaks golosos, gente que tiene las papilas gustativas en forma de deditos, miles de manos en miniatura moviĆ©ndose en la lengua y muchas yemitas en los deditos dentro de la bĆ³veda oscura de una boca cerrada. Hubo un escritor que dijo que las yemas de los dedos tenĆan cerebritos, y eso debe pasar con las lenguas de la gente de mi ciudad: millones de papilas con pensamiento autĆ³nomo. Mi padre es chef. Tiene una cadena de restaurantes. Se hizo famoso a comienzos de siglo, mĆ”s o menos por la Ć©poca en que yo nacĆ. Mi hermano mayor era un cocinero con prĆ”cticas en Dal Pescatore de Italia. SabĆa hacer estatuas de hielo y esculturas de caramelo. MuriĆ³ atragantado mientras volaba desde Londres para visitarnos. Mi hermana menor es fotĆ³grafa gastronĆ³mica y por estos dĆas desarrolla el tema “Camotes flotantes”. Mi prima Laura es sommelier y su hijo de cuatro aƱos estĆ” yendo a la Escuela de PequeƱos Chefs del dinosaurio Berny. Por el DĆa de la Madre, hizo una papa a la huancaĆna y mi prima llorĆ³ de emociĆ³n, de tal forma que una lĆ”grima fue a parar en la salsa y aƱadiĆ³ la pizca de sal que faltaba. Todos en casa adoran al niƱo. Mi mejor amigo se especializĆ³ en postres, pero no lo veo hace mucho porque vive en Melbourne, dulcemente acompaƱado. El presidente agasajĆ³ al general mayor de un paĆs vecino y amigo con un tiradito preparado por Ć©l mismo: los guardaespaldas visitantes se pusieron en guardia cuando sacĆ³ los afilados cuchillos para hacer cortes precisos. La Ćŗltima miss PerĆŗ, un caramelito con unas pantorrillas firmes que suelo imaginar suspendidas hacia arriba en golosa abertura, demostrĆ³ en la tele que sabĆa cocinar los mejores tamales del barrio en su norteƱa ciudad natal. Mi abogado se dedica a patentar creaciones culinarias nacionales, y tambiĆ©n ha patentado la suya: paiche a la florentina en salsa de berenjena con plĆ”tano, o algo asĆ. El mapa de mi paĆs no es un mapa: es el contorno arbitrario que un cuchillo dibujĆ³ en un enorme trozo de materia comestible.
Pero yo no puedo romper un huevo sin que ocurra un desborde acuoso sobre la mesa. Tengo veinticinco aƱos. VivĆ mi adolescencia enfrentado con mi familia, y eso en el recuerdo es la imagen proyectada de una larga noche en una habitaciĆ³n cuyas paredes irradiaban la misma blanca hospitalidad de una celda: las luces exteriores ajenas y agresivas, el ruido de los cubiertos rozando contra los platos y esos olores que todos celebraban, allĆ” abajo, mientras lo Ćŗnico que yo querĆa era una mĆ”scara de oxĆgeno. VivĆ recluido. Solo me apetecĆa hacer muƱecos de plastilina y coleccionar flores. Agapantos, orquĆdeas, siemprevivas, nardos: solĆa dibujarlas en los espacios vacĆos de un libro de recetas que nunca leĆ. Cuando cumplĆ doce aƱos, abrieron por la fuerza la puerta de mi cuarto, botaron mis flores y me llevaron a la cocina para aprender a preparar pescado crudo con limĆ³n. QuerĆan que supiera lo que todos saben. Pero vomitĆ© sobre el pez que –puedo jurarlo– aĆŗn sufrĆa espasmos de agonĆa en la tabla de picar. Trajeron profesores, pues para mi padre era “desolador” ver que yo no podĆa interesarme en aquello por lo que Ć©l habĆa luchado toda su vida. En el colegio, reprobĆ© tres aƱos seguidos la asignatura de Fundamentos GastronĆ³micos (obligatoria por culpa del Ministerio de EducaciĆ³n desde hace una dĆ©cada), me suspendieron por negarme a cortar el corazĆ³n de una vaca en tercer aƱo y, en cuarto, porque escupĆ en la mezcla del ajiaco de una compaƱerita para ver si se ponĆa mĆ”s espeso. El profesor me hizo comĆ©rmelo. Lo golpeĆ© y me suspendieron. Mis padres me llevaron al mĆ©dico a ver quĆ© ocurrĆa con mi olfato. El diagnĆ³stico no arrojĆ³ ninguna anomalĆa en mis fosas nasales. El mĆ©dico era amigo de la familia. Cada seis meses, nos invitaba un seco de chabelo preparado por Ć©l mismo, y cuando, ya sentado en la mesa, se disponĆa a comer el primer bocado, miraba hacia donde estaba yo para decirme: “Hey, ¿cĆ³mo va esa nariz?” MamĆ” agachaba la cabeza, triste. Mi padre se llevaba una copa de vino a la boca, para cubrirse el rostro. Mi hermano me pegaba un lapo. Ćl y mi hermana sabĆan perfectamente que yo nunca iba a pisar el restaurante de papĆ”.
Mi padre y yo no nos hablamos desde hace cinco aƱos. Poco a poco, fui reemplazado en su galerĆa de afectos por SebastiĆ”n, su sobrino favorito, descrito por diversas revistas como “el sucesor”. SebastiĆ”n es un gusano arrogante, amanerado y esnob; un chef que suele experimentar haciendo rarezas, como esos caracoles tiernos al maracuyĆ” en cama de portobellos con los que se fue a Nueva York. Es el orgullo de la familia, mi mamĆ” lo idolatra y, desde que muriĆ³ mi hermano, es el brazo derecho de papĆ” en el restaurante. Un ganador antes de los treinta, un chef de ojos tristes profundamente verdes, hoyitos al sonreĆr y rizos castaƱos suaves que no han cambiado nada desde que saliĆ³ en la prensa por primera vez, a los catorce aƱos. Eso sin contar el primitivo encanto de su espalda: una espalda ancha que Ć©l suele lucir cuando corre olas en la playa. Ćl y yo nunca nos llevamos bien, sobre todo porque en unas vacaciones, siendo niƱos, SebastiĆ”n arrancĆ³ unas flores de mi colecciĆ³n y las usĆ³ para decorar una de sus estĆŗpidas creaciones culinarias precoces. TomĆ© un cuchillo para asustarlo, pero sin querer le tracĆ© una profunda diagonal en el pecho que sangrĆ³ mucho. Salvo la cicatriz, no le pasĆ³ nada. A mĆ sĆ: papĆ” me dio de correazos y el psiquiatra me puso a dormir con unas pastillas, seis meses de reposo y encierro absoluto. Mi padre ha tratado de reconciliarse conmigo varias veces, pero siempre comete el mismo error: me invita a almorzar. Y yo odio todo lo que Ć©l hace. La peor hamburguesa delivery me resulta mĆ”s placentera que cualquiera de sus patĆ©ticos risottos de quinua. Ćl, por su parte, odia que yo sea quien soy en este instante: un tipo torpe con un huevo en la mano. Mi padre podrĆa hacer una fiesta de sabor con solo uno de estos (pienso mientras vuelvo a tocar la envoltura calcĆ”rea y miro las mayĆ³licas blancas iluminadas que me reflejan mal). Pero yo no.
Cecilia decĆa que nada de eso le importaba, que ella me querĆa igual. Solitario, profundo y desadaptado. ParecĆa ser diferente a las otras. He tenido algunas mujeres en mi vida, todas nativas de esta ciudad cercana al mar, todas bronceadas y pretenciosas y llegadas al mundo con el siglo, y todas se despertaban despuĆ©s de una noche loca para decirme una sola frase: “tengo hambre, guapo”. Conversaba de eso con ciertos amigos. Pablo decĆa que un omelet simple podĆa solucionarme la cosa: huevos, leche, aceite de oliva, queso gruyer. CĆ©sar pensaba que una ensalada de frutas era suficiente para salvarme: solo debĆa cortar cubitos estĆŗpidos y aƱadir un poco de miel y una pizca de algarrobina. Esteban era chef, asĆ que a Ć©l no le preguntaba nada porque cada cosa que decĆa me sonaba a la partitura de un concierto de Rachmaninoff. Todos eran muy generosos, me daban una hoja de bloc recetario para que apuntara los ingredientes y las recetas. Pero yo no puedo romper un huevo sin que ocurra una pequeƱa catĆ”strofe, no sirvo para eso. Nunca hacĆa nada. Las mujeres se confundĆan: pensaban que por ser hijo de mi famoso padre iba a cocinarles algo inolvidable. QuĆ© decepciĆ³n. Esta ciudad estĆ” enferma, ya lo dije: el Ćŗnico orgasmo que se persigue es el gastronĆ³mico. Cuando ellas se daban cuenta de la verdad sobre el tipo que las habĆa llevado a la cama, iban alejĆ”ndose rĆ”pidamente y, aunque nunca lo decĆan, era obvio que habĆan esperado mĆ”s de mĆ: cuando menos, un puto piqueo de quesos holandeses en mi bonito departamento con vista al mar (adelanto de la herencia de mi padre).
A Cecilia nada de eso parecĆa importarle. Al menos, al principio. TenĆa el cabello largo y finĆsimo: bucles tĆmidos que se iban formando mientras los mechones descendĆan hasta sus senos redondos –las areolas mĆ”s tenues que he visto–, desordenĆ”ndose en hebras dispersas para formar una cortina traslĆŗcida que dejaba ver su piel canela. Su labio inferior se hinchaba con facilidad, como la variaciĆ³n sublime del mĆ”s rojo de los pucheros. No hay nada que me vuelva mĆ”s loco que la combinaciĆ³n de un puchero infantil y un par de ojos negros grandes pestaƱosos que insinĆŗan excesos y anuncian incendios. Ćramos felices. VivĆamos juntos. Solo discutimos una vez, cuando ella cometiĆ³ el error de opinar sobre mi futuro. TĆŗ escribes bien, podrĆas hacer notas gastronĆ³micas, redactar las cartas para chefs. No le hablĆ© un dĆa entero. EntendiĆ³ el mensaje, se disculpĆ³ llorando y nunca mĆ”s se le pasĆ³ por la mente meterse en mis asuntos. Su recuerdo es el de una tarde perpetua sazonada con la humedad caĆ³tica de imĆ”genes dispersas: sus pies descalzos sobre la madera del piso, cierta cadena de plata en el tobillo y una risa coqueta. Ya lo dije: Ć©ramos felices.
Pero una maƱana de verano fuimos a comprar flores. Le gustaba ir conmigo, no sĆ© por quĆ©. CaminĆ”bamos por los puestos cuando nos encontramos con mi primo SebastiĆ”n. Ćl llevaba un pantalĆ³n de cuadros ceƱido y lentes oscuros, y una camisa-chaleco de esas que ahora se han puesto de moda pero que Ć©l usa desde hace medio aƱo porque se la comprĆ³ en BerlĆn. Lo vi quitarse las gafas y venir a saludarme. En ocasiones, nos ponĆamos a hablar de flores (era el Ćŗnico tema en comĆŗn que podĆamos encontrar), pero ahora Ć©l estaba mĆ”s interesado en saber quiĆ©n me acompaƱaba. “Es un placer”, dijo con esa elegancia patĆ©tica que seguramente se usĆ³ en el siglo XX. En el colmo de la cursilerĆa, le regalĆ³ a ella un ramo de laureles rosas comprados con tal sigilo que ninguno de los dos nos dimos cuenta. Cecilia sonriĆ³ con la emboscada y sus labios se volvieron un hermoso y redondo botĆ³n de carne. Darle a una mujer una flor me resulta tan extraƱo como ser aficionado a los insectos y regalarle a mi novia un escarabajo muerto. Pero Ć©l era Ć©l. TenĆa hoyitos, una mirada oscura y enigmĆ”tica, y esa semana –precisamente esa semana– otra revista habĆa publicado en la portada una fotografĆa suya: el famoso sucesor de mi padre ataca de nuevo. Alguien asĆ nunca queda mal al regalar un ramo de laureles rosas. Los cĆ³digos florales –pensĆ© instantĆ”neamente, mientras ella daba las gracias y contemplaba su obsequio– resultan contradictorios en este caso. Algunos dicen que esta flor representa “amor filial” y otros afirman que simboliza seducciĆ³n pura. En todo caso, despuĆ©s de intercambiar unas palabras inocuas con Cecilia, Ć©l volviĆ³ a ponerse las gafas de sol, se despidiĆ³ y se fue. Llegamos al departamento y Cecilia colocĆ³ el ramo en la sala, encima de la cĆ³moda central, diciendo que mi primo era lo mĆ”ximo.
–AlgĆŗn dĆa quisiera probar algo suyo, dicen que es buenazo.
Y sĆ, llegĆ³ a probarlo. No hizo falta demasiado tiempo para que ocurriese. Cecilia es un caramelito de pelo negro y piernas largas de pantorrillas maratĆ³nicas: esa siempre ha sido la especialidad de mi primo. Esta es una ciudad enferma y Cecilia, aunque en menor medida, es parte de esa enfermedad: no puedo darle a su insano paladar lo que una chica como ella desea. Por esos dĆas, yo tenĆa que salir de viaje al sur para ver unos viƱedos que iban a pertenecerme. Mi padre no vivirĆ” mucho mĆ”s, sus abogados ya estĆ”n pensando en estas cosas. Y bueno, me fui en un momento que –intuĆ– era el clĆmax del flirteo entre los chicos: dos llamadas misteriosas al celular de Cecilia, conversaciones de madrugada por el flash speaker de la micro palm. Era fĆ”cil imaginar lo que iba a pasar. Aunque ya me habĆa ido, pude construir la escena sin verla. SebastiĆ”n vendrĆa a mi departamento en mi ausencia, cocinarĆa un coctel de mariscos en la terraza, tomarĆan dos copas de vino y listo. No soy un hombre violento. Pero no me gusta ser el Ćŗltimo en enterarme de las cosas ni extraviarme en el largo abismo de las dudas. DecidĆ volver un dĆa antes de lo previsto a la ciudad sin decĆrselo a Cecilia. En el aviĆ³n me sirvieron mousse de camote al coƱac. Como siempre, pensĆ© en mi hermano mayor allĆ” arriba y eso me hizo tomar mucha agua. Cuando lleguĆ©, hice guardia cerca de la puerta del edificio. Los vi entrar juntos. EsperĆ© un rato, escondido. SubĆ de madrugada, cuando las luces de la terraza se apagaron. GirĆ© la llave de la puerta con cuidado de que no me escucharan. En la sala habĆa platos vacĆos con residuos de aceite de oliva y una salsa oscura agridulce. Dos copas a la mitad descansaban en la terraza. La camisa-chaleco de mi primo estaba tirada en el mueble. TratĆ© de evitar ver las sandalias rojas de Cecilia, abandonadas en el piso. Me acerquĆ© al cuarto lentamente. La puerta estaba cerrada. Di dos pasos, aproximĆ© la cabeza y convertĆ mi oreja en una ventosa de audio. Y entonces escuchĆ© lo que tenĆa que escuchar: la continuidad insaciable de dos corazones embarcados irreversiblemente en la recĆproca estimulaciĆ³n del goce. El eco golpeaba mi oĆdo. La literatura no transmite ruidos, solo enuncia acciones. El lector completa los sonidos que le son pertinentes y rompe de ese modo la silenciosa arquitectura de los pĆ”rrafos. Es el lector el que alucina. El que se arrecha. Traspasa al otro lado de la puerta cerrada y ve dos cuerpos desnudos, los senos redondos de areolas tenues, las largas piernas estiradas y amables y la cadena bailando en el tobillo tembloroso; los mechones finĆsimos mĆ”s caĆ³ticos y dispersos que nunca y el labio inferior o puchero convertido en un volcĆ”n rojĆsimo. El lector puede ver mĆ”s. Si es atento, recuerda que el hombre tiene una antigua cicatriz diagonal en su pecho, y que ahora el pecho estĆ” sin camisa.
No soy un hombre violento, ya lo dije. DecidĆ bajar y esperar en el auto a que el buen chico saliera. Parece que les vino un ataque de precauciĆ³n porque, ni bien amaneciĆ³, SebastiĆ”n abandonĆ³ el lugar. SalĆ a despejarme. Luego de varios aƱos, hice compras en el supermercado. VolvĆ por la noche a casa. Cuando la vi, Cecilia llevaba puesto un vestido blanco. SonriĆ³ al verme de nuevo y se empinĆ³ para besarme. Sus labios no emanaban ningĆŗn olor especial. El departamento estaba limpio. No habĆa rastros de los platos y todo parecĆa tan en orden que tuve la impresiĆ³n de que lo visto habĆa sido solo un mal sueƱo. Tomamos un trago. Da igual quĆ© trago, pero dirĆ© que tomamos coca sour, porque el Ministerio de GastronomĆa ha pedido a los escritores incluir productos bandera en sus relatos, y hoy tengo ganas de seguirles la corriente a mis dementes conciudadanos. La bebida sentĆ³ bien a Cecilia; de maravilla, dirĆa yo. Se puso a bailar al ritmo de un antiguo disco de tango. JugĆ³ a esquivar mi beso mientras se movĆa. Fuimos al cuarto. Se quitĆ³ la ropa y yo me alejĆ© un poco para encender la lĆ”mpara y verla mejor. ¿QuĆ© tratas de ver en el cuerpo desnudo de Cecilia? ¿Algo mĆ”s que no hayas visto ya? ¿El hecho de que la vea ahora yo y no mi primo SebastiĆ”n hace mĆ”s nĆtida su desnudez hecha de palabras? El lector es un ser con expectativas extraƱas. La noche fue hermosa y Cecilia me envolviĆ³ en un remolino hirviente y sudoroso que al final, al cabo de unas horas, se detuvo y dio paso a la honda calma del reposo. Eso pasĆ³ ayer. Ahora, la maƱana llega altanera por la ventana y yo abro los ojos.
Me levanto y camino a la cocina. Romper un huevo sin que ocurra una pequeƱa catĆ”strofe es difĆcil, vuelvo a pensar ahora que tengo uno en la mano y en la pared blanca mi reflejo es como leche derramada y borrosa. Pero no serĆ” necesario romperlo. Hoy es un dĆa especial. Tengo en la mesa los ingredientes. AjĆ amarillo. Dientes de ajo. Queso fresco. Aceite. Leche. Galletas de soda. Y por supuesto, papa amarilla. No cualquier papa amarilla, es una AC 606, una nueva variedad que acaba de salir al mercado. La desarrolla un laboratorio del que mi padre es accionista. Sigo las instrucciones que un amigo me ha escrito en un papel. Me sorprendo a mĆ mismo con una habilidad que no me conocĆa para quitar las venas del ajĆ, para mezclarlas con el aceite y el queso en la medida justa. QuizĆ”s son los genes. Me tranquiliza saber que no tendrĆ© que romper el huevo porque el huevo serĆ” hervido en la olla. Me dispongo a cerrar la licuadora, pero siento que falta algo. Recorro la sala con la mirada. En medio de la cĆ³moda, luminoso, como si no hubiera nada mĆ”s en el mundo, veo el florero con el ramo de laureles rosas. Hermoso regalo, primito. En cada flor, los cinco pĆ©talos se abren con armoniosa regularidad, tan equidistantes y alegres que dan ganas de volverse una hormiga para contemplarlos gigantes y ver cĆ³mo acaparan la enormidad del horizonte: los estambres como postes de luz protectores. Mi abuela espaƱola llamaba a estas flores “adelfas”.
Vuelvo al cuarto. A Cecilia se le iluminan los ojos cuando llego con el regalo. Se ve incrĆ©dula pero tambiĆ©n feliz. Se sienta en el respaldo de la cama. SonrĆe. Toma el plato cuadrado con las manos. Pienso que en el pasado, quizĆ”s, la mayorĆa de platos eran redondos. La idea no me parece tan descabellada.
–¿No tiene un tono un poco rojizo para ser huancaĆna?
–Es una variaciĆ³n mĆa.
–Jaaaaa.
–¿QuĆ©? ¿Tanto te sorprende? TambiĆ©n tengo derecho, ¿no? Total, nacĆ en esta ciudad de dementes.
–Es que, no sĆ©, es tan raro… Oye, esta papa es riquĆsima. ¿Es una 606?
–SĆ, lo es. ReciĆ©n salida. Ahora debo irme un momento. PrĆ©stame tu celular, me he quedado sin saldo. Vuelvo mĆ”s tarde.
–David…
–Dime.
–¿Te he dicho que te quiero?
La ambulancia se llevĆ³ el cuerpo de Cecilia al dĆa siguiente. Me detuvieron y llevaron a la comisarĆa. Pero mi padre es un hombre poderoso, un sĆmbolo nacional, asĆ que me ha sacado de allĆ soltando algĆŗn dinero mientras los abogados –el mĆo es civil, no me sirve para asuntos penales– resuelven cĆ³mo hacer para eximirme de culpa. Por ser hijo de mi padre, los diarios ni siquiera se han asomado a joderme. AdemĆ”s, las dudas me favorecen. Las personas capaces de testificar que nunca en mi vida he cocinado absolutamente nada son tantas que pueden llenar un estadio. Mi primo ha entrado en pĆ”nico y se ha ido del paĆs. Estoy tranquilo, liberado. Ahora me dirijo al restaurante de mi padre. Supongo que serĆa descortĆ©s no acceder a su invitaciĆ³n en estas circunstancias. Llego. Me recibe en una mesa cercana a la barra. El local estĆ” cerrado para que los dos conversemos. Ćl me mira. No es la mejor ocasiĆ³n para reencontrarnos, pero nunca en mi vida lo he visto con una expresiĆ³n como esa, o sea, con algo mĆnimamente parecido al orgullo paternal. Siento su respeto y sentirlo en este momento es como recibir un viento helado en la cara.
–¿Ya pensaste quĆ© hacer con tu vida?
–Dios, era eso. PapĆ”, no empecemos con lo mismo, por favor. He venido hasta acĆ”…
–Acabas de matar a la puta de tu novia con una papa a la huancaĆna con adelfas. Tienes talento.
–…
–Siempre supe que lo tenĆas. AsĆ que adelfas, ¿no? Nerium oleander. Ja. Alcaloides y aceites etĆ©reos: paro cardiaco fijo. Pero tambiĆ©n pudiste usar Thevetia peruviana, es casi lo mismo. ¿Por quĆ© no lo hiciste? Digo, promovamos lo nacional, ¿no?
–Yo no comprĆ© las flores… en fin, no importa. ¿Podemos hablar de otra cosa?
–Mira. Quiero que te tomes en serio. Tu hermano era empeƱoso, un obrero dedicado, pero nunca iba a poder ocuparse de esto.
–¿QuĆ© te hace pensar que yo sĆ?
–Es solo una intuiciĆ³n.
Nos quedamos en silencio. Los mozos van y vienen, perezosos. Por primera vez, comprendo un poco a mi padre. Se estĆ” quedando solo. Es como si hubiera visto en lo que le hice a Cecilia el reflejo de algo que nunca conociĆ³, o que olvidĆ³ hace mucho. La pasiĆ³n irracional. A fines del siglo pasado, mi padre fue uno de esos tipos que se ocupĆ³ de desarrollar la cocina como un culto a la vanidad local, porque dicen que en esta ciudad ni siquiera existĆa el amor propio. Pero en el camino olvidĆ³ que la Ćŗnica pasiĆ³n que te hace cocinar algo digno estĆ” en los grandes temas: provocar vida o muerte, alegrĆa o tristeza. Generar recuerdos. Solo esos impulsos pueden propiciar algo parecido a la creaciĆ³n artĆstica. Pienso que la revelaciĆ³n me recorre el cuerpo, como una sĆŗbita luz protectora. Me siento algo cursi, muy dulce para ser yo, poco profundo. Ahora que me fijo bien, el rostro de mi padre estĆ” devastado, fusilado por la artillerĆa brutal de las dĆ©cadas, algo que solo se atenĆŗa por el brillo altanero de sus ojos encendidos. Pienso que Ć©l tambiĆ©n fue joven. Y ahora, su Ćŗnica esperanza es un asesino. Por primera vez, en aƱos, tengo ganas sinceras de quedarme allĆ hasta tarde y hacerle muchas preguntas. ~
"escritor a tiempo repleto". MFA en Escritura Creativa en EspaƱol, New York University. Es autor de Lima Freak (Planeta 2008).