Y de regalo un recuerdo (realidad y ficción en la literatura)

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Hace un tiempo, un amigo me contaba que su abuela, en los últimos años de su vida, había tenido una curiosa fijación. Cada vez que mi amigo entraba en la habitación en la que ella estaba, la mujer lo miraba con espanto y gritaba: "¡Un ladrón! ¡Un ladrón!" Él tenía que salir, cerrar la puerta y volver a abrirla al cabo de unos
segundos. La anciana lo miraba entonces con alivio, y le decía: "Qué suerte que hayas venido, porque había un ladrón que ha salido corriendo al oírte".
     ¿Cuál era la verdadera realidad para la abuela de mi amigo? ¿Qué mecanismos la habían llevado a inventar aquel ladrón reiterativo y pusilánime? ¿Era el caco producto, tan sólo, del alzheimer o de una incipiente locura? Yo mismo tuve un pariente, de avanzada edad, que me contaba como propias historias que había leído o que yo mismo le había explicado. Nunca le contradije, pues sabía que creía honestamente que le habían sucedido a él. Tampoco me preocupó el asunto lo más mínimo hasta que una noche en la que me hallaba de tertulia narrando una chistosa anécdota de mi pasado me asaltó de improviso la duda de si había sido en verdad yo el protagonista, o bien se trataba de un recuerdo que había interiorizado hasta el punto de olvidar su origen. En un principio no le di importancia a aquel dilema. A fin de cuentas, era una buena anécdota, y poco importaba quién hubiera sido el verdadero protagonista. Sin embargo, por la noche, de regreso a casa, me di cuenta de que había hecho por primera vez lo que mi pariente hacía de continuo.
     La memoria es un gran odre lleno de imágenes, de voces y de ecos. Ahí va cayendo todo lo que nos entra por los sentidos, incluidas muchas cosas de las que no somos conscientes. La tábula rasa en la que de niños escribíamos palotes y números de grafía temblorosa anda por el fondo del odre, enterrada bajo millones de palabras sueltas, de destellos fugaces y de enigmas. De esta manera, como sucede con todos los que se han atiborrado en exceso, la memoria nos regurgita estampas que muchas veces no podemos ubicar. La imagen de aquella mujer que alzaba el brazo para detener un coche en una calle por completo desierta, y que he guardado con una nitidez exquisita, ¿procede de una tarde en la que me perdí por las calles del Quartier Latin? Podría ser, la mujer tiene un inconfundible aire francés. O, quizá, sea una foto de un libro de Robert Doisneau que hojeé tiempo atrás sin prestarle demasiado interés. Es posible que venga de ahí, pues se trata de una imagen desvaída, quizá en blanco y negro. Esto me hace pensar, ¿por qué no?, que esa mujer pudiera no ser otra que mi madre, en los sórdidos años de la posguerra barcelonesa —años en claroscuro, cuando ella soñaba con vivir en el extranjero y se ponía pañuelos en la cabeza como las parisinas—, intentando llamar la atención de un taxi que circulaba a lo lejos. Y si, como es lógico suponer, he inventado esta imagen para ilustrar mi argumento, es inquietantemente paradójico, pero bien cierto, que la mujer del pañuelo en la cabeza que alzaba el brazo en una calle desierta pertenece ya, con la fuerza que sólo da la realidad, a las cosas que sin duda he visto. Hay un lugar en el que se puede fotografiar lo que no existe, y hay un álbum que acepta todas las fotos sin hacer ninguna pregunta.
     En la memoria, ese odre lleno de recuerdos desubicados y caóticos, pero también estrictamente íntimos, reposan además las historias que hemos oído, las que hemos leído y aquellas de las que hemos sido protagonistas. Recuerdo una noche de lluvia cerrada en el linde de un camino, sin saber adónde ir. Recuerdo, enmarcada en una ventana, la silueta larga y desnuda de una jovencita que se proponía ser la reina del mundo sin saber, sin que ambos pudiéramos llegar siquiera a sospecharlo, que el futuro le deparaba una vida terrible. Esos son recuerdos míos, sin duda. Pero también lo es el de la madre de Vladimir Nabokov cuando regresaba de recoger setas en el bosque y, empapada aún de bruma, las alineaba sobre la mesa del jardín. Como lo es la agonía de Kurtz tumbado en la barcaza —las aguas turbias, un intenso olor a podredumbre— buscándose a sí mismo en el horror de la selva impenetrable, y el de la Justine amoral de Lawrence Durrell, que fue también mi Justine, enfadada conmigo y con mi eterna sospecha, gritándome que jamás contaba una historia dos veces de la misma manera y que no creía que aquello fuera mentir. Y es mía la emoción de descubrir el hielo o de ver por primera vez el mar, emociones que he vivido por medio de otros, pues así me llegan desde el desorden de mis recuerdos.
     De la memoria nacen, en definitiva, las historias que nos contamos unos a otros. En lo que a las mías se refiere, no sabría decir en qué medida provienen de la realidad o de la imaginación. Tampoco es algo que me importe demasiado. Flaubert aseguraba que la literatura no es otra cosa que unas zapatillas que no son nuestras en el cajón de nuestro escritorio. Una vez me dijeron, o leí en alguna parte, o quizá me dio por pensar que un buen cuento es como una conversación que oyes por azar sin alcanzar a entenderla del todo, pero que deduces que es vital para alguien. En otra ocasión, durante una conferencia, una persona del público me pidió que definiera lo que era para mí una buena historia. Me vino a la mente una metáfora y la solté sin pensarlo dos veces: una buena historia es un charco de aguas profundas. Sea como fuere, todos los intentos de definición acaban en lo mismo. Zapatillas ajenas, conversación interrumpida o charco insondable, lo importante en un relato es su capacidad de provocar resonancia.
     Pero, ¿qué diablos es la resonancia? En todo libro que nos atrapa hay algo de déjà vu emocional, cierta sensación de haber estado ya allí, aunque de forma inconsciente o muy antigua. No pretendo decir con eso que al lector le deba gustar que le cuenten su propia vida o lo que ya sabe —aunque buena parte de la literatura actual se dedique a ello con encono y con éxito—, sino que leer, como escribir, es algo que se hace desde la memoria, lo que puede y debe provocar descargas eléctricas parecidas a las de aquellas personas que al acercarse chisporrotean. La resonancia no es otra cosa que un pequeño derrame entre dos infinitos, unas gotas capaces de alterar el equilibrio de la memoria y devolverle así sensación de profundidad. Es una sonda que ilumina, aunque parcial y fugazmente, una sima llena de retratos, de voces y sospechas. Un cofre refulgente en un desván atiborrado de trastos. Para conseguirla, el escritor debe ser consciente de que escribir no sólo es trabajar con la realidad o con la ficción, sino sobre todo con los ecos. Y únicamente puede acercarse a ellos adentrándose en la gruta o poniendo los pies al borde del abismo. En cualquier caso, alzando la voz sin saber con certeza a quién se dirige.
     ¡Ah, todavía te arrancaré el corazón!, gritaba Kurtz a la selva impenetrable. Y sabía lo que decía. Todavía te arrancaré el corazón. ¿Puede haber una forma más osada de dirigirse a lo desconocido, al laberinto sin resolver, al lector que abre por primera vez un libro? Con todo, pueden parecer demasiado románticas o exageradas las palabras del enfebrecido personaje de Joseph Conrad. Quizá lo sean. Pero cuando un lector aborda uno de esos libros que parecen haber sido escritos para él, siente que una piedra pequeña, o una gota de sangre o de orujo o de grasa, acaban de infiltrarse en su relojería emocional. Y no existe placer mayor que ese. Hay en nosotros un letargo interior que necesitamos que sea profanado para sentirnos vivos. Esta es toda la realidad, y también toda la ficción, de que es capaz la literatura.
     He empezado este artículo refiriendo la anécdota de la abuela de un amigo mío. Cuando la anciana lo convertía en un ladrón para que él mismo pudiera salvarla, no sólo le mostraba su locura: también le regalaba una historia, y con la historia un recuerdo, y con el recuerdo estaba ella entrando en él. –

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