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Letras del xix

El teatro español del xix en la escena contemporánea

Mario de la Torre Espinosa
Universidad de Granada

Pocos países de los que se hallan a la altura del nuestro
en la escala de la civilización pueden citarse donde se encuentre el teatro más atrasado que en España.

Mariano José de Larra (1836)

Introducción

Han sido muy pocas las obras dramáticas del xix puestas en escena tras las primeras décadas del siglo xx. Salvo en contadas ocasiones, como puede ser el caso del Don Juan Tenorio de Zorrilla, es difícil encontrar en nuestras carteleras teatro neoclásico o romántico. Tanto es así que una obra del calado de Don Álvaro o la fuerza del sino no ha sido representada más allá de un par de veces desde 1949, algo sorprendente si lo comparamos con el proceso de canonización del que ha sido objeto desde el ámbito académico.

Si bien muchos pueden p ensar que el teatro puede existir sin su actualización escénica sobre las tablas, no es menos cierto que un teatro sin representación es un teatro sin vida. No advertir esta dimensión significaría negarle que, más allá de lo literario, es un «lenguaje proyectado hacia la escena» (Oliva y Torres Monreal, 1990: 7). Más aún cuando conocemos que los dramaturgos toman como modelo durante su proceso de aprendizaje, además de la lectura de lo publicado, la contemplación de diferentes funciones teatrales que, además y en muchos casos, son capaces de extraer significados diversos sobre la misma obra. El texto dramático se convierte así en un elemento más —eso sí, de carácter imprescindible— del hecho teatral.

Lo que no es asumible es que este problema se quiera atribuir a un desconocimiento sobre dicha dramaturgia, es decir, a la inaccesibilidad de los autores y su producción dramática. Importantes inventarios como el Catálogo de obras de teatro español del siglo xix editado por la Fundación Juan March, o el Catálogo de autores dramáticos andaluces: 1800-1897 llevado a cabo desde el Centro de Documentación de las Artes Escénicas de Andalucía son dos buenos ejemplos de la importante labor emprendida desde diferentes ámbitos con el objetivo de rescatar, de forma veraz y exhaustiva, una parte tan importante de nuestra tradición artística. Con este trabajo pretendemos desvelar algunas claves del trato anómalo que se le ha dado, desde la contemporaneidad, a esta literatura. Los diferentes procesos de cambio ideológico y/o artístico acaecidos desde el último cuarto del siglo pasado se hallan en la base de este peculiar comportamiento.

La Transición como momento de inflexión cultural

Para analizar el proceso de canonización contemporáneo de esta literatura se abordan sus representaciones escénicas desde la Transición española hasta nuestros días. El motivo de la elección de este punto de partida se debe al decisivo giro que vivió la cultura en este crítico momento. Dichos factores sociopolíticos comportaron, consecuentemente y de modo notable, la selección de unos textos para su representación en detrimento de otros.

Si bien la transición política podemos decir que arranca con el fallecimiento de Francisco Franco en 1975, cuando nos acercamos al concepto de transición cultural la datación difiere, de ahí que el cuestionamiento de este inicio haya sido tema de discusión de diferentes autores. Sería el caso de José Moleón, quién sitúa su origen con la publicación en 1962 de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos. Para él esta novela, por fijar de forma novedosa su atención principal en la forma, supondría un auténtico hito en la vida literaria durante los años anteriores a la muerte del dictador, y se constituiría en un referente clave para entender el proceso de metamorfosis que estaban sufriendo nuestras letras. Se producía —y serviría como rasgo distintivo de este periodo— un rechazo al realismo imperante durante el franquismo, buscando nuevas formas expresivas:

No podía ser de otra manera. Después de todo el neo-realismo había servido para mostrar, en su pobreza, una España pobre. Más que el fracaso, fue el éxito de la novela o la poesía social lo que obligó a reconsiderar las posturas. (Moleón, 1995: 14)

En el teatro se llega a un momento crítico. El pesimismo endémico heredado del franquismo es potenciado por las cifras alarmantes de desempleo que afecta a actores y dramaturgos, y que alcanza el ochenta por ciento en el periodo comprendido entre 1975 y 1982 (Ilie, 1995: 28). El descenso en la asistencia a salas fue el principal responsable de esto, un fenómeno en el que se unen, en primer lugar,

el alto precio de las localidades, unido a la crisis económica; en segundo lugar, la inseguridad ciudadana por el aumento de la delincuencia y que no invita a salidas nocturnas; finalmente, la preferencia del público por la Televisión. (García Lorenzo, 1980: 448).

A pesar de esta crisis estructural, el público demandaba una nueva tipología de obras. Reclamaban, por una parte, un teatro progre como reflejo de la realidad cambiante. Por otra, exigían un teatro político, comprometido, con una consecuente recuperación de autores censurados durante el régimen que alcanzará su mayor vigor después de noviembre de 1977, cuando se suprima la censura previa.

Dicha abolición de la censura tendrá asimismo una consecuencia nada desdeñable. En otra dirección a las alternativas ya comentadas, estas medidas permitirán que el sexo comience a llegar a las salas, convirtiéndose en un auténtico reclamo que provocará en muchos casos que el texto quede relegado a un segundo plano, de mero interludio entre escenas de destape.

Dado este panorama, nada parecía halagüeño para el teatro del xix. A este respecto resulta muy revelador lo expresado por Fernando Díaz-Plaja acerca de la literatura decimonónica, donde queda reflejado de manera clarividente el sentir general del ámbito académico: «Ya estamos de lleno en el siglo de la razón. El siglo del entendimiento. Literariamente hablando, el siglo anodino» (1974: 257). El desdén con el cual se habla de esta literatura, como de todos es conocido, se prolongaría en los años sucesivos.

Si bien a comienzos del siglo xx vemos cierto continuismo en la representación de obras escritas en el siglo anterior —en ocasiones de autores célebres que siguen aún en activo escribiendo—, éste se irá diluyendo paulatinamente, hasta prácticamente desaparecer a lo largo de la década de los cincuenta. Si a esto le unimos los derroteros que irá tomando la escena teatral española tras la Transición, tal y como hemos comentado, parece que nuestro teatro decimonónico se veía abocado a una marginación definitiva.

El papel de los teatros nacionales

La creación o, dado el caso, el mantenimiento de compañías nacionales debía jugar un papel fundamental a la hora de rescatar parte del legado cultural español. Su funcionalidad va a resultar básica a la hora de recuperar este repertorio al permitir hacer teatro como arte, lejos de las tendencias instauradas durante la década de los setenta. Este distanciamiento con respecto al modelo del teatro comercial, dominador de la escena española de esos años y cuyo único objetivo es lograr el mayor rédito económico posible, abrirá nuevas vías en nuestra escena, entre ellas la recuperación de clásicos olvidados. Así, con el objetivo de evitar que todo el teatro quedara reducido en nuestro país a producciones insustanciales, la Administración creará diferentes teatros nacionales: el Teatro Español y el Teatro María Guerrero en Madrid, y la Compañía Adrià Gual en Barcelona (García Lorenzo, 1975: 147). A este gran avance para nuestra escena se sumó la creación del Centro Dramático Nacional, dependiente del Ministerio de Cultura y que iniciaría su andadura a finales de 1978 con el estreno de Bodas que fueron famosas del Pingajo y la Fandanga, de José María Rodríguez Méndez, y Abre el ojo, de Francisco Rojas Zorrilla (García Lorenzo, 1980: 439). La creación de la Compañía Nacional de Teatro Clásico en 1986 y la incorporación al Estado del Teatro de la Zarzuela, que pasará a manos del Ministerio de Cultura en 1984, vienen a completar la oferta de espacios públicos y compañías de carácter estatal.

Aunque la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) recoge en sus estatutos como principal propósito la difusión del teatro clásico, entendiéndolo hasta el siglo xix inclusive, vemos como el Centro Dramático Nacional (CDN) también lleva adelante montajes escénicos de autores del xix. Encontramos así los estrenos del Don Juan de Carillana (1998) de Jacinto Grau, la adaptación de Doña Perfecta (2012) de Pérez Galdós o un Don Juan Tenorio del 2001, todos bajo la dirección de solventes directores de escena. Como dato significativo sobre la programación del CNTC, el hecho de que sea la única institución que represente una obra del xix de autoría femenina. Estamos hablando de El egoísta, de la malagueña Rosa María Gálvez (publicada en 1804). Queda empero pendiente el rescate de una de las voces dramatúrgicas más interesantes de nuestro siglo xix, Gertrudis Gómez de Avellaneda, inédita en nuestras tablas desde hace ya excesivas décadas. Parece que el trabajo por sacar a la luz la dramaturgia de mujeres en nuestra historia escénica tiene aún un camino largo por recorrer.

Autor Obra Año del montaje Director de escena y versión
Tabla 1. Montajes de la CNTC y del CDN.
Compañia Nacional de Teatro Clásico José Zorrilla Don Juan Tenorio 2000 Dir: Eduardo Velasco
Vers: Yolanda Pallín
José Zorrilla Don Juan Tenorio 2002 Dir: Maurizio Scaparro
Ver: Maurizio Scaparro
José Zorrilla Don Juan Tenorio 2003 Dir: Ángel Fdez. Montesinos
Vers: Ángel Fdez. Montesinos
Leandro Fdez. de Moratín La comedia nueva o el café 2008 Dir: Ernesto caballero
Vers: Ernesto Cabllero
Ángel Saavedra. Duque de Rivas Tanto vales cuanto tienes 2012 Dir: Carlos Rodríguez Alonso
Vers: Carlos Rodríguez Alonso
Antonio Gil de Zárate Todo por el dinero 2013 Dir: Ana María Puigpelat
Vers: Rosa Briones
María Rosa Gálvez Doña Perfecta 2012 Dir: Juan Antonio Hormigón
Vers: Juan Antonio Hormigón
Centro Dramático Nacional Jacinto Grau Don Juan de Carillana 1998 Dir: Ángel Facio
José Zorrilla Don Juan Tenorio 2001 Dir: Alfonso Zurro
Vers: Alfonso Zurro
Benito Pérez Galdós Doña Perfecta 2012 Dir: Ernesto Caballero
Vers: Ernesto Caballero

Por el contrario, el «género chico» ha tenido una amplísima presencia gracias a la programación del Teatro de la Zarzuela resultando ser la modalidad escénica del siglo xixmás representada más representada tanto en el siglo pasado como en lo que llevamos de éste. Gracias a esto se conserva en el repertorio parte de la obra de autores como Joaquín Dicenta y Antonio Paso (Curro Vargas, con montajes de 1984 y de 2014), Javier de Burgos (La boda de Luis Alonso, con montajes de 1974 y de 2006), Miguel Echegaray (con El dúo de La africana y estrenos en 1984 y 1987) o Luis Mariano de Larra (con su Chorizos y polacos estrenado en 1984 y varios montajes de El barberillo de Lavapiés, el más reciente de 2006).

Sorprende, pues, que a la vigencia que gozan estos autores por haber transitado este género dramático se oponga el hecho de que su obra no musicada permanezca en la más completa oscuridad. Como se puede ver en este comentario acerca de Ricardo de la Vega —autor, entre otros, del libreto de la popular obra La verbena de la Paloma— esto, desafortunadamente, viene de lejos:

Lo que pasa, sin embargo, es que Ricardo de la Vega, el gran dramaturgo popular del siglo xix, el maestro del género chico, el maestro de Arniches y de todos los que han venido detrás (hasta Valle Inclán bebió algo de sus fuentes), es por hoy, fuera de su famosa obra musicada por Bretón, prácticamente un desconocido. (Rodríguez Méndez, 1972: 11)

Dada la evolución del teatro, donde el trabajo de puesta en escena ha trascendido en muchos casos los textos usados como punto de partida, entrando en el siglo xx en un reinado de lo visual (Guenerabarrena, 1999), parece poco defendible que la ausencia de obras del xix en nuestras salas se deba a una mera condición de incompetencia literaria. Las diferentes estrategias de representación desarrolladas en el siglo anterior, con la llegada de nuevas poéticas escénicas —Meyerhold, Artaud, las vanguardias artísticas— han permitido actualizar temas pasados y acercar al público actual estas obras (como ejemplo baste ver La aldea en llamas/Fuenteovejuna de Rainer Werner Fassbinder, una adaptación de nuestro Siglo de Oro en el ámbito germánico a través de una personalidad arrolladora). Aún así se vislumbran avances interesantes en el terreno musical. Como modelo de buena práctica a este respecto señalar la puesta en escena en 2007 de El dúo de La africana, llevada a cabo por el siempre interesante Teatre Lliure y con versión de Xavier Albertí y Lluïsa Cunillé, donde la amplitud de miras permitió realizar un exitoso espectáculo. De igual forma se puede contemplar el afortunado último montaje en el Teatro de la Zarzuela de Curro Vargas, de 2014. El director de escena Graham Vick ponía en escena una versión actualizada de esta obra de 1898 con libreto de Joaquín Dicenta y Antonio Paso, «una de las obras fundamentales del teatro lírico español y del teatro europeo de finales del siglo xix y principios del xx» en palabras de Paolo Pinamonti, director del Teatro de la Zarzuela (Lanzas, 2014). Viendo el éxito de nuestra lírica escénica, tanto de crítica como de público, parece más incompresible aún el maltrato a nuestro teatro decimonónico.

Cataluña, Galicia y las autonomías

Resulta a este respecto muy curioso el fenómeno reciente de recuperación de ciertos autores con la intención de fortalecer la identidad nacional y lingüística de comunidades nacionales dentro del Estado español, como puede ser el caso de Cataluña o Galicia. Gracias además a la creación de teatros nacionales en sus territorios, dependientes de la Administración, consiguen, por un lado, reivindicar la literatura en sus lenguas y, por otro, reconstruir una historia literaria propia.

Éste sería el caso del Centro Dramático Galego, creado en 1984 con el objetivo, entre otros, de normalizar la lengua gallega en el ámbito teatral. Resulta muy significativo a este respecto que a falta de autores teatrales del xix de relieve apuesten por la dramatización, en 1985, de Follas novas, de Rosalía de Castro, todo un emblema de las letras galaicas. Viene así a paliar un problema endémico de nuestro país, el desprecio hacia las literaturas periféricas a favor de un centralismo reductor, denunciado ampliamente desde los setenta, cuando se produce la toma de conciencia sobre la heterogeneidad cultural española y es posible ejercer el derecho de protesta.

Más interesante aún es la labor realizada desde Cataluña. Junto al mencionado Teatre Lliure, el Gobierno autonómico funda en 1981 en el Teatro Romea el Centre Dramátic de la Generalitat de Catalunya, que cumplirá las funciones de teatro nacional hasta que se inaugure en 1996 el Teatre Nacional de Catalunya. En estos escasos dieciocho años hemos podido observar la voluntad de rescatar toda una serie de autores del xix que han venido a dibujar un panorama muy interesante para las letras catalanas. Un caso paradigmático ha sido la recuperación de la obra de Àngel Guimerà. Así, vemos como el Centre Dramátic estrena Maria Rosa (1983), La filla del mar (1992) y La festa del blat (1995). Su Terra Baixa será montada por el Teatre Lliure en 1990 y por el Teatre Nacional en el 2000, quién así mismo procederá al montaje de La filla del mar (2002), Maria Rosa (2004) y En pólvora (2006). Si a esto le sumamos la labor realizada desde el ámbito privado por las compañías teatrales catalanas, como los montajes de Dagoll Dagom, Els comediants y La Fura del Baus, compañías todas emblemáticas del Nuevo Teatro Español, no queda más remedio que alabar el mimo con el que se ha tratado a este autor en pos del reconocimiento de una patria literaria.

Resultan además significativos los casos de otras salas en manos públicas, entre los cuales seguramente sea el del Teatro Español el más importante. Tras diferentes vicisitudes desde su apertura en 1895, pasa a manos municipales en 1981. Aquí hallamos la mayor parte de las representaciones de autores del xix desde la Transición a nuestros días. Como muestra de su buen hacer, el hecho de que el único montaje desde entonces de Don Álvaro o la fuerza del sino se produzca en este espacio escénico, en concreto al año 1983, viniendo a complementar la labor llevada a cabo por los teatros nacionales.

La televisión y el cine como medio de difusión teatral

Por último, hay que entender dos modos de transmedialidad como métodos pertinentes para el acercamiento de este teatro al gran público. Estamos hablando de las adaptaciones cinematográficas y televisivas, dos formas pertenecientes a dos medios, cine y televisión, que han ido afianzándose como discursos comunicativos hegemónicos a lo largo del siglo pasado. Si bien estos ejemplos no se pueden considerar al mismo nivel que una representación sobre las tablas, no es menos cierto que la necesidad de elaborar una puesta en escena aproxima ambas disciplinas, compartiendo además ciertos elementos semióticos como pueden ser la voz, el ritmo, el vestuario o la iluminación. Se constituyen así en contextos ideales para la transmisión de textos.

La popularidad que alcanzó la televisión entre la ciudadanía española —causante entre otras razones, como ya comentamos, del descenso de la asistencia a las salas teatrales— favoreció que un programa mítico de RTVE como Estudio 1, consistente en la retransmisión televisada de obras de teatro, gozara de gran resonancia. El programa, que comenzó en 1965, fue fundamental tanto para la difusión de la tradición cultural española como para la del repertorio teatral internacional del momento, ofreciendo así un magnífico servicio público:

la televisión no solamente se ha nutrido de obras teatrales para sus programas, sino que además ha cumplido un excelente papel de difusión y popularización del teatro, y en la pequeña pantalla —bajo la dirección de un buen director teatral— han aparecido representaciones de autores tan difíciles como pueden serlo Ibsen, Girodoux o Unamuno, en perfecta realización. (Molero Manglano, 1974: 28-29)

En lo que nos concierne, son trece las emisiones efectuadas hasta 1984 con obras decimonónicas. La más representada ha sido Don Juan Tenorio, con cuatro emisiones en los meses de noviembre —como manda la tradición— de 1968, 1970, 1973 y 1983. Leandro Fernández de Moratín es, sorprendentemente y dado lo acontecido en otros ámbitos, un autor bien representado, al emitirse El sí de las niñas (1970) y El Barón (1983). Benito Pérez Galdós y su obra del xix tiene también muy amplia presencia. Hallamos novelas, obras teatrales así como la adaptación a escena de sus propias novelas: El abuelo, La de San Quintín, La loca de la casa y Misericordia. Las obras El sombrero de copa (Vital Aza), El nido ajeno (Jacinto Benavente) y El Santo de la Isidra, de Carlos Arniches, son los otros textos llevados a la pequeña pantalla. Aún así, y teniendo en cuenta el total de obras representadas a lo largo de la historia de tan memorable programa, no queda otra que decir que el resultado es insuficiente. Sirva como ejemplo que sólo los Hermanos Álvarez Quintero acumulen nueve representaciones sobre siete obras diferentes, todas del siglo xx.

En cuanto a las adaptaciones cinematográficas, el cine español ha sido, en proporción, mucho más generoso. Esto es debido a que el cinematográfo nació en el ocaso del siglo xix, cuando el fulgor de muchas de estas obras estaba aún vigente. Sólo así es posible entender que una zarzuela como La Dolores, de José Feliú y Codina y con música de Tomás Bretón, fuera adaptada al cine sucesivamente en 1908 (La Dolores, Enrique Jiménez y Fructuoso Gelabert), en 1919 (La mesonera del Tormes, Julio Roesset y José Buchs) y 1923 (La Dolores, Maximiliano Thous), todas en la primitiva etapa del cine mudo. Esto vendría a demostrar que era posible la contemplación de estas obras solamente según su valor argumental, es decir, aislando a la pieza de su estructura sonora, independizando a la dramaturgia de su parte musical. Otros autores cuyas zarzuelas fueron adaptadas al cine en estas dos primeras décadas del siglo xx son Luis Mariano de Larra (La Trapera) o la pareja formada por Manuel Paso y Joaquín Dicenta (Curro Vargas y Rosario, la cortijera), viniendo a demostrar que si bien la popularidad de este género genuinamente español favoreció la adaptación de muchas obras, no es menos cierto que su comprensibilidad y riqueza argumental permitía representarlas en un momento del séptimo arte en el cual las películas no contaban aún con sonido.

En el periodo de la Transición sólo podemos decir que la presencia es inexistente. El desinterés por este tipo de producciones, que recordaban en demasía a las adaptaciones históricas típicas del cine oficial del Régimen, provocaron un descenso en el número de adaptaciones. Se abría una nueva vía, a raíz de los profundos cambios políticos que acaecían, para una insólita sensibilidad, un cine en muchos casos evasivo y sin compromiso social (Pedro Almodóvar o Fernando Colomo), o bien otro de corte más político. La preocupación por la forma, al igual que en el caso comentado de Tiempo de silencio, también se convertía en el objetivo principal para otro grupo de creadores, con el underground y las nuevas cinematografías extranjeras como modelo.

La tendencia tardaría años en revertirse, hasta prácticamente la llegada en 1984 de la «Ley Miró». Gracias a ésta se fomenta el desarrollo de un cine de calidad basado en criterios como la adaptación de grandes títulos de nuestra literatura. Pero la ley llegó tarde, el teatro del siglo xix había sido desechado como fuente de inspiración. El desconocimiento del teatro del xix (a pesar de la meritoria labor realizada por Estudio 1, los teatros nacionales y algunas compañías) sumado a una nueva generación que pone su mirada en el presente, aislará definitivamente a este teatro. Como muestra de este fenómeno el hecho de que la adaptación más exitosa de los últimos cincuenta años, el filme Juana la Loca, dirigido por Vicente Aranda en 2001, haya sido recibida en muchos medios como un remake de Locura de amor de Juan de Orduña (1948), sin hacer referencia a la obra homónima de Manuel Tamayo y Baus. El cine así, al igual que la televisión y las tablas, viene a demostrar que el teatro del xix está aún por descubrir.

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