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Letras del xix

La literatura desde un lugar del interior: Sepúlveda en el ochocientos

José Antonio Linage Conde
Correspondiente de la Real Academia de Buenas Letras de Barcelona

En 1910, el poeta segoviano José Rodao publicó una recopilación de Cantares españoles. Cantares del pueblo y Cantares de los poetas, la cual se ha visto como «un testamento del siglo ido, y un anticipo de lo que el nuevo heredará y cantará, en buena parte lanzado a las ondas de la radio y la televisión, demostrando así la continuidad de la tradición, a pesar de todos los adelantos técnicos1».

Pero esa continuidad no lo era ya últimamente en la lectura. En cambio entre el Ochocientos y el Novecientos se dio plenamente. Así, por ejemplo, pasando ya a la villa segoviana de Sepúlveda, donde se localiza nuestro argumento, cuando el Ayuntamiento, en la sesión de 8 de enero de 1911, aceptó la donación que le hizo el comerciante y empresario Esteban Sanz y Sanz, del antiguo pósito para que sirviera de teatro municipal, el Bretón, tras algunas vicisitudes en la centuria anterior de la sede de éste, cuya historia se ha publicado en la miscelánea dedicada a Luciano García Lorenzo. Y al aprobar por unanimidad2 el 16 de mayo de 1934 una propuesta del concejal de la minoría de izquierdas, Francisco Conde Montero, de adquirir para la biblioteca algunas obras de Blasco Ibáñez3.

Pero antes de proseguir hemos de lamentar que las fuentes limiten nuestra exposición a las letras o sea la literatura escrita. De la oral apenas nos quedan algunas canciones. Sin embargo, nosotros alcanzamos a ser testigos de la continuidad que también se había dado entre el idioma del pueblo del siglo de nuestro argumento y el de nuestros abuelos. Más difuso, espontáneo y vivo el de las tertulias hogareñas de las mujeres, más sobrio y ordenado el de los hombres en las tabernas, uno y otro acuñados en el vigor del fondo y la agilidad del idioma. En el riquísimo pozo sin fondo de la cultura oral que nuestro tiempo ha definido el de las civilizaciones analfabetas.

La enseñanza de las letras

En Sepúlveda había maestro de niños, maestra de niñas y otro de Gramática o catedrático de Latinidad y Retórica, aunque este puesto de enseñanza secundaria no se mantuvo durante todo el siglo, a falta de la financiación parcial que le aportaba la Casa de Expósitos de San Cristóbal, naufragada con el cambio de régimen4. En 1801 se recibió en el ayuntamiento una real cédula mandando adquirir el libro titulado Arte de escribir por reglas y con muestras, de Torcuato Toribio de la Riva. Se acordó comprar el ejemplar más caro, en papel más fino y con láminas, por 110 reales5.

El 26 de mayo de 1815 se anunció en el Diario de Madrid la vacante de la maestra. Se presentaron veintidós. Conocemos las solicitudes de diez y siete. Sólo una, Jerónima Cuervo y Carvajal, alegaba saber leer latín. Las demás exponían únicamente sus habilidades de costura y bordado, y alguna conocimientos catequéticos. Fue elegida la madrileña Telesfora Moya, que tenía escuela abierta en su ciudad y cuatro títulos de magisterio, uno de ellos del Consejo de Castilla y los otros de la Real Sociedad de Señoras de Honra y Merito de la Corte. En 1805, a Micaela Cuesta le habían exigido enseñar doctrina cristiana, leer y escribir; el año siguiente a Manuela Martín Palomino, «coser y bordar a la española, francesa e inglesa».

La plaza de Latinidad se proveía mediante un examen en la propia Sepúlveda. Los párrocos y un beneficiado constituían el tribunal6. La oposición se hacía «por el método y arte de autores, según el plan de Luis Mata Araujo, catedrático de Humanidades y maestro de pajes de Su Majestad». En 1816 fue aprobado Salvador Acuña Carballo, que enseñaba en el Seminario de Cuenca. Pero se le ofreció una plaza mejor en Arnedo, y al fin en 1818 la obtuvo en Vergara. Fue nombrado para sucederle interinamente Justo Cacopardo, de San Clemente.

En 1837 el ayuntamiento nombró maestro de «primera educación» a un vecino de Segovia, José-Pablo Pastor. En su instancia, además de los méritos políticos que tanto entonces se llevaban, manifestó que enseñaba «por los métodos más maduros del Vallejo e Iturzaeta». José-Mariano Vallejo, nacido en 1779, había escrito una Nueva cartilla para enseñar a leer, y José-Francisco Iturzaeta, diez años más joven, una Caligrafía para los niños, el Arte de escribir la letra bastarda española y un Orden de enseñanza o sea método de la ampliada colección de muestras de letra española. En alguna novela de Galdós se cita al último como un clásico que acompañaba desde los años escolares en ese ámbito.

El 15 de marzo de 1877 el presbítero Nicomedes Pascual y Valdés, que hacía parte del clero de la villa, presentó al ayuntamiento un largo escrito patético, solicitando el restablecimiento de la cátedra de latín y ofreciéndose a desempeñarla. Una de sus afirmaciones iniciales era que el número de crímenes estaba en razón inversa de la civilización de un pueblo. ¿Habría escrito esto en la Europa de 1932? ¿Se escribiría ahora cuando ya esa fecha se ha hecho historia? Se presentaba también complacido del progreso ascendente, una visión del mundo moderno que no compartían precisamente todos sus hermanos en el sacerdocio. El ascenso de la instrucción le parecía también necesario para «salir del ostracismo que tanto nos sonroja, y tan pobre idea da de nuestro pueblo, el más grande por su historia».

Naturalmente hacia hincapié en la promoción social que esa enseñanza implicaría para los jóvenes, «formando ilustres ciudadanos que pasen a ocupar un puesto en la tribuna o en el foro, llamados los hijos de la villa a desempeñar un puesto en las armas, en la política o en el comercio, sin tener que oír el negro dictado de ignorantes, siendo así herida la dignidad y justa altivez de la Sepúlveda inexpugnable». Hacía ver que era ésta la única «capital» de la provincia que no tenía preceptoría, mientras que «otras menos ilustradas, menos filantrópicas, ostentan como prueba de su amor a las letras y a la civilización un pequeño centro literario, que debe aparecer en la biología de todo pueblo culto e ilustrado».

Decía que los gastos de un colegio o casa-pensión quintuplicaban los ocasionados por los estudiantes en su casa. Y entrando en otro terreno se lamentaba de los peligros implicados por su apartamiento para cursar fuera: «¡Cuántos jóvenes nos enseña la experiencia que se separan del hogar paterno con una educación la más esmerada, la más religiosa, que iban animados de los más tiernos deseos de aprovechar en su carrera, pero que después dieron con un mal compañero y han sido el eterno luto de la familia y un miembro nocivo de la sociedad!». Extrapolar nuestros tiempos a los suyos no procede. Pero curiosamente, hecha la obligada trasposición de sus motivaciones y no digamos de su lenguaje, esa política de desvelos por evitar que los estudiantes tuviesen que estudiar fuera de su lugar, es la constante antiuniversitaria que ha predominado en la España del último cuarto del siglo xx y los años sucesivos. A este propósito, recuerdo haber oído a Manuel Martín Ferrand ponderar la fecundidad del aprendizaje de toda índole implicada por la instalación fuera de casa en esos años, recordando cuando él supo lo que era llevar un traje al tinte.

El ayuntamiento accedió a su propuesta, imponiendo al maestro elegido en concurso la obligación de enseñar además Geografía, Retórica, Poética e Historia general y particular de España. Sólo se presentó el solicitante. Se dotaron cuatro plazas gratuitas para pobres, convocados por edictos, y los demás pagarían una cuota, mayor para los forasteros. Pero en julio Pascual se trasladó a Coca como cura ecónomo, y aunque la plaza volvió a anunciarse y hubo un interino, fue efímera esa continuación.

En 1893, un maestro de Sepúlveda, Eloy Luengo Mota publicó dos volúmenes de Educación e instrucción infantil, «obra para las escuelas de primera enseñanza, dividida en cuatro partes». No hemos logrado ver ningún ejemplar. Por cierto que la obra fue impresa en Sepúlveda. Lo que nos lleva a otro apartado.

A caballo entre los dos siglos Julio Cejador y Frauca estuvo en Sepúlveda tomando apuntes lexicográficos. A la inglesina se llamaba bombasí y coscorrón podía decirse torniscón7. En el siglo siguiente publicó en El Heraldo una crónica de una excursión al cañón del Duratón, acompañado entre otros por el maestro Ángel Prieto.

La imprenta

Los tórculos en Sepúlveda, llevados desde Aranda por Pedro Díaz Bayo8, y continuados en sus descendientes hasta los primeros años de la segunda mitad del siglo siguiente, se estrenaron el 1 de febrero de 1890, con el recordatorio del Registrador de la Propiedad fallecido, Pablo Santos Isabel. Siguió La Picota9, una revista en verso de los toros de ese año10. En éste apareció también una obra notable de uno de los médicos titulares, Eugenio Vergara y García, los Apuntes para una topografía médica de Sepúlveda, ciento veinte páginas en cuarto. El libro se adscribe a un género muy prodigado en la bibliografía médica de la época y estando inédito había sido premiado hacía cinco años con el segundo accésit por la Real Academia de Medicina y Cirugía de Barcelona. Sus capítulos se titulan: Historia, Atmosferología, Geología y descripción general del terreno; exposición de las condiciones físicas, morales y sociales de los habitantes; Hidrografía, flora, fauna y Patología.

No vamos a salirnos de nuestro tema divagando por esas sustanciosas páginas. Sólo citaremos su opinión de que los artesanos guardaban la línea de separación con los señores, y sus elogios del casino, por cierto efímero, emporio de espejos que ocupaban lienzos enteros de pared y de sillones de terciopelo rojo, con sus salas de tertulia, de ajedrez y de billar, y su salón de baile donde se practicaba el rigodón. También le agradaba el teatro dedicado a Bretón de los Herreros.

No hacía ninguna alusión al anticlericalismo ni a las ideologías ácratas y obreristas que ya empezaban a abrirse paso en la villa, donde se constituyó una asociación de anarquistas titulada Los Gatos, que recibía Tierra y libertad de Barcelona. En ese ambiente de incubó el anarquismo inicial del escultor Emiliano Barral, nacido en 1896, en su madurez pasado al socialismo. De éste se cantaba en Sepúlveda entonces o algo después: Obrero, obrero, mira como te explota el burgués. No desoigas la voz socialista que te llama a pelear, que el Partido Socialista Obrero en sus brazos te recibirá.

Un hijo de don Eugenio, Manuel-María Vergara, dirigió en La Habana la revista Ecos de España. En ella publicó, en noviembre de 1947, un artículo titulado Ladrones en Sepúlveda: «¿Y mi pueblo? ¿Qué será de mi pueblo, del que nada sé hace más de cincuenta años? ¿Seguirán los portalones abiertos hasta las once de la noche, esperando que regresen las señoras de jugar a la perejila, o con los adelantos de la civilización tendrán que cerrarse al oscurecer porque es hábito que haya ladrones en Sepúlveda?».

Entre el 11 de junio y el 3 de octubre de 1891 se publicaron en la imprenta de que decíamos seis números de El Sepulvedano. Posteriormente salió otro en Madrid. Su director, más que este título podemos darle el de autor sin más, fue un ahijado del dramaturgo Hartzembusch, Eugenio-Salvador González Vercuysse.

La prensa de fuera y de dentro

Lo reducido del vecindario no hizo posible la continuación del periódico, pero su tentativa es reveladora de la fecundidad del medio en esos tiempos, en los cuales no se concebían las cadenas uniformadoras de la prensa de ahora.

De 1875 conocíamos una Revista de las corridas de toros, vacas y novillos. Sus versos en romance son de Fermín-Martín Sacristán Suárez. Por ejemplo: «La 12ª mansa también, salió del chiquero aprisa. Un chusco dijo: —Ite missa. Y otro respondíole: —Amen». Los romances posteriores de La Picota estaban firmados por Los Nutros. Como el antecedente que vimos de quince años antes, su descripción es longíncua. Torearon esa vez Benayas y El Toledano. Subalternos El Melaero, El Morenito, El Rubito, El Cribero y El Herrero.

A propósito de los programas de fiestas, hay que tener en cuenta que fueron y son de hallazgo difícil, por no archivarse y no ser corriente su conservación privada con rigor, pero su interés puede ser notable. Me contaron de un alemán que investigaba el romanticismo. En la biblioteca de los franciscanos de Santiago le mostraron a última hora un rincón donde se almacenaban muchos cubiertos de polvo espeso, quedándose sorprendidos ante su júbilo por haber sido su hallazgo más fructífero de lo esperado. Y en unas oposiciones a una cátedra universitaria de Sevilla, un miembro del tribunal se escandalizó de que entre las publicaciones de un candidato había un estudio de los programas del pueblo de Dos Hermanas. Se acabó reconociendo su seriedad y fue uno de los méritos que contribuyeron al triunfo de su autor.

La publicación en Madrid del último número de El Sepulvedano era un síntoma de la densidad de la emigración que iba mermando la población del lugar. En 1890, ante la duda municipal en torno a la celebración de los toros, algunos de los emigrados escribieron, abogando por ellos, una Exposición de la colonia sepulvedana en Madrid, dirigida al Ilustre Ayuntamiento de la Villa, cuyos cimientos bañan, lisonjeros, Duratón y Caslilla. Después de las huertas de sus riberas, bordados finamente tejidos, describían su caserío inverosímil: Nacen calles encima de tejados,/ sótanos y desvanes confundidos/ dan de un gran desnivel claras señales,/ las chimeneas tapan los portales/ y a nadie maravilla/ ver un burro asomado a una buhardilla. Desde lo más subido de la cuesta/ se ve una torre enhiesta/ haciéndole cosquillas a la luna./ Es la del Salvador sin duda alguna.

Recuerdo que a mi entrañable y cultísimo amigo, el italianista Félix Fernández Murga, los dos últimos versos le parecieron de una elevación poética insospechada en un aficionado festivo, recordándole el canto de Gerardo Diego al ciprés de Silos: Enhiesto surtidor de sombra y sueño / que acongojas el cielo con tu lanza.

Es inevitable evocar también la que nos permitimos llamar prensa literaria, las revistas ilustradas que entonces llegaban a Sepúlveda, y acaso sean la mejor fuente para reconstruir la significación de las letras en aquel ambiente. Todas contenían un comentario de actualidad, política o de otra índole, reproducían obras contemporáneas de arte, e insertaban colaboraciones de poesía, narrativa e incluso alguna pieza teatral breve. La Ilustración Española y Americana sucedió a El Museo Universal11. Vinieron sucesivamente, y no intento ser exhaustivo, La lustración Artística, La Ilustración Moderna, desde 1891 Blanco y Negro, y a fines de siglo Hispania, variantes todas del mismo molde que respondía a una demanda12.

La presencia del verso responde a la índole popular que la poesía tenía entonces, equivalente a la de los otros géneros. La índole esotérica que la sobrevino a lo largo del siglo siguiente, hasta llegarse a la opinión de que los poetas sólo para los otros poetas escribían, estaba muy lejos y no sólo en el tiempo. Yo he visto, de la Sepúlveda de entonces, una edición de El tren expreso de Campoamor, publicada para venderse en los quioscos.

Salta a la vista la trascendencia del correo para ese ensanchamiento del espíritu, cuando era el único medio de comunicación y apertura. No vamos a entrar en su capítulo. Una ilustración suya sería el título de cartero o estafetero otorgado a Francisco Velasco, que obra en el Archivo Municipal, recibido en la sesión de 6 de abril de 1839, firmado por el Director General de Correos y Postas de España e Indias, Juan Álvarez Guerra. En el documento se contenían cláusulas como éstas: «Cuando vaya y vuelva con las cartas, deje en su casa bien custodiada la llave de la valija, respecto de que el administrador de la estafeta donde las recoge [la de Castillejo de Mesleón en el Camino Real de Bayona] debe tener otra igual. Tendrá un buzón abierto a la calle, para que el público eche las cartas a cualquiera hora, y en la parte interior una caja cogida con yeso, cuya llave custodiará, como igualmente la de la valija, bajo de su responsabilidad. [...] Ruega y encarga a los jueces, ministros, subdelegados y demás personas que ejercen jurisdicción y a los empleados de la Renta, que le tengan por tal cartero distribuidor de la correspondencia y le guarden y hagan guardar las exenciones a ellos concedidas, a saber: [...] Que usen y lleven armas ofensivas y defensivas para resguardo de sus personas, siempre que se hallaren ejerciendo su empleo».

Yo recuerdo haber oído a los peatones supervivientes de otro tiempo que en la carga de la valija abundaba la prensa. Ellos eran los que llevaban la correspondencia de Sepúlveda a las aldeas. Uno tenía a su cargo ocho de éstas, a saber los tres Castros: Serracín, Jimeno y de Fuentidueña; los tres Navares: de Ayuso, de Enmedio y de las Cuevas; Castrillo y Urueñas.

La magia de la escena

El teatro era el género literario de más repercusión en esa época. Ello gracias a las representaciones de los aficionados locales. Hay que tener en cuenta que ello implicaba una participación mayor que la de la mera lectura. Eso en cuanto a los actores. En cuanto a los espectadores, su círculo era más amplio, al abarcar a quienes leían menos. Recordamos el magistral estudio del cronista Luis Alonso Luengo sobre el teatro en su Astorga episcopal.

Un dato consignado de paso en el archivo municipal sepulvedano es revelador de ese alcance allí entonces. Había estallado la guerra de África, la «declarada por Su Majestad, la Reina Nuestra Señora contra el Imperio de Marruecos». El 20 de noviembre de 1859 se dedicó a la solidaridad de rigor la sesión del ayuntamiento. Uno de los acuerdos fue invitar a todas las señoras a hacer hilos y vendajes. Y se nombró una comisión, integrada por el alcalde y sus dos tenientes, para ponerse de acuerdo con el presidente de la sociedad La Amistad, para estimularlas conjuntamente a «tomar parte en algunas representaciones dramáticas, aplicando la recaudación al mismo sagrado objeto», o sea «el alivio de los heridos y de los padres de los que murieran, de los soldados del cupo de la villa, en el ejército de operaciones contra los africanos». Lo consabido de esa posibilidad de actuación escénica nos da una idea bastante del vigor de su difusión en el lugar. A este llegó una copla que yo oí a una anciana: De que vieron los moritos/ las banderas de Isabel/ tiraron las espingardas/ y se echaron correr.

En aquella campaña había participado el militar escritor Antonio Ros de Olano, cuyo apellido ha dejado un vestigio perenne en el vocabulario de la indumentaria castrense, el ros. Por la guerra de África fue agraciado con el título de marqués de Guad-el-Jelú. En 1863 salió lujosamente, de los tórculos madrileños de Manuel Galiano, su rarísima novela El doctor Lañuela. Episodio sacado de las memorias inéditas de un tal Josef13. Del legado de la familia condal de Sepúlveda a la biblioteca municipal hizo parte un ejemplar de la misma, encuadernado en piel negra cuarteada con el escudo del novelista estampado en oro. La mención de la villa en el libro parece deberse a alguna relación con esa familia Oñate.

En efecto, uno de los personajes, tío del protagonista, que escribe en primera persona, es don Cleofás, beneficiado de Sepúlveda, «el cazador fortísimo, aquel Nemrod con sotana, que desdeñaba por ceremoniosos y pausados a los perros perdigueros, y que con su enérgica constancia cogió, amansó, domesticó, castró y amaestró por último, una zorra con la cual cazaba perdices a muestra, salto, vuelo y tiro largo. Mi tío, el admirado de los clérigos por la brevedad de su misa completísima, el envidiado del dómine Crisanto por su latín depurado y conciso, él, el jefe reconocido de los cazadores de escopeta y salto en diez leguas a la redonda, aquél a quien el tío Patialvillo, cazador de oficio, ya jubilado, y decidor discreto, escribió unas trovas apologéticas en las que recuerdo le decía, tener la huella firme y pausada del lobo, la canilla del ciervo, el jarrete del corzo, el pulmón de la liebre, la tenacidad del sabueso, los brazos del oso y el ojo del sacre». Al final, don Cleofás y su sobrino hacen un viaje de vuelta de Madrid a Sepúlveda, pasando por El Escorial y La Granja: «Y tomamos las mulas, y arreando, arreando, cátanos en Sepúlveda, la que tomó a los moros don Sancho García, que así está hoy como estaba entonces». Al cabo de una corta temporada, don Cleofás despide al sobrino: «Las carreras en España empiezan por los empleos, éstos se alcanzan en la Corte, y para que la conocieras, a tiempo te mandé a ella..., ea, pues, José, Dios y tu saber te guíen en el mundo, que yo bien conozco que Sepúlveda y la casa de un cura cazador no son para tí». Exponer el resto del argumento, muy difícil de entender, nos exigiría prolijas digresiones, abundantes a la fuerza en hipótesis y alternativas.

Volviendo a las tablas, Sepúlveda fue escenario en las madrileñas de un drama de Hartzembusch, en cinco actos y en verso Honoria, estrenada el 6 de mayo de 1843 en el Teatro del Príncipe14. Una trama de intriga, basada en una anagnórisis, con las consiguientes turbulencias sentimentales que acaban felizmente.

El primer acto se desarrolla en el cañón del Duratón, bajo San Julián. Allí sitúa el autor el que llama Pozo Sin Fondo. Reina Enrique IV. Honoria y Desideria son dos muchachas de origen desconocido, criadas en Sangarcía por Olalla Ruiz y recogidas por doña Inés en Sepúlveda. Aprovechando un saqueo bélico de la villa, se roban dos medallones cerrados que guardaban el secreto de la identidad de ambas. El noble Jimén corteja a Desideria durante sus estancias en Sepúlveda. Citados en aquel paraje, él la dice que un tío suyo le ha confesado antes de morir tener en Sangarcía una hija, dándole el encargo de buscarla para entregarla su herencia. El pescador Bonifaz, que la pretendía sin éxito, encuentra los dos medallones en el río y se los da a las dos muchachas. Desideria los abre y se entera de que ella es morisca y Honoria condesa. Honoria y Jimén se creen consanguíneos y renuncian a sus amores. Pero eso sólo es el comienzo. La realidad que acaba descubriéndose es que los padres de la protagonista son un señor cristiano y una esclava mora hija del médico Almoravid. Se termina por lo tanto en boda feliz.

Hartzembusch escribió su drama estando en Sepúlveda, en la casa de Diego González-Guijarro Peña15 en Trascastillo, el cual estaba casado con una francesa, de Bayona, Elisa Vercuysse Hiriart16, hija de la segunda mujer del dramaturgo, de la madrileña parroquia de San Luis, Salvadora Hiriart Manzanares17. Cinco años después, el 24 de agosto de 1849, Hartzembusch escribió a su esposa, desde Madrid: «Y acaso fuera mejor/ que al Condado no pasaras/ sino un día que supieses/ que él en Sepúlveda estaba», ello a vueltas de una historia familiar. Don Juan-Eugenio y Salvadora fueron padrinos de tres hermanos González Vercuysse18, a saber Elena-Salvadora19, Eugenio-Salvador, de cuyos escarceos literarios hemos dicho, y Rosa-Ramona, nacidos de 1848 a 1851, bautizados en El Salvador20. Hartzenbusch agració a El Sepulvedano con la publicación de su leyenda Isabel y Gonzalo.

Por un añejo testimonio oral sabemos que a fines de siglo un juez de primera instancia, Francisco Alcón Robles, trabajó en una comedia de Bretón de los Herreros, Marcela o ¿a cuál de los tres21?. Naturalmente, los aficionados requerían disponer del texto impreso de las obras a representar. Lo cual no era entonces un problema, pues el libro de teatro era algo ordinario para cuanto llegaba a las tablas. La situación que a veces se daba era la inversa, imprimiéndose algo que a ser representado no alcanzaba. Es más, en ese siglo hubo series regulares de obras dramáticas, «galerías» era su denominación, antecediendo a las publicaciones periódicas de novelística, desarrolladas en la centuria siguiente a partir de «El Cuento Semanal» en 1907. Las obras teatrales editadas con lujo de espacio eran una fiesta, cuando el parlamento de cada actor tenía su separación tipográfica de los demás22.

La escenografía topográfica

La topografía de Sepúlveda, de la que dan una idea los versos que antes transcribimos, resultaba pintiparada para su conversión en escenario teatral. Y efectivamente, era aprovechada en las ceremonias de proclamación de los reyes y príncipes.

Ya el 21 de junio de 1833, el Ayuntamiento sepulvedano se dispuso a celebrar jubilosa y solemnemente la proclamación de Isabel como princesa de Asturias. «Y mediante a que el presidente, [Tomás-Manuel Valcárcel] para dar más realce a estas funciones, tiene ya preparado un globo aerostático, que por su acreditado celo y amor al soberano y real familia pone a disposición de este Ayuntamiento, de que le dan las más expresivas gracias, se señala para su elevación el martes 8 de julio al anochecer, siempre que el tiempo lo permita» . Pero el 29 de septiembre murió el Rey, y la siguiente proclamación de su hija fue ya como reina.

El 22 de diciembre, en la sala capitular se reunieron todos los ediles menos Valcárcel. A su casa fue ceremonialmente para recogerlo, una delegación. Fueron a caballo, y volvieron con él. El Ayuntamiento les esperaba formado. Un regidor prestó homenaje a Valcárcel y le entregó el pendón real. Fueron enganchados entonces los caballos. Abrieron la marcha dos soldados, también a caballo, del Regimiento 6º ligero de Cataluña, y cuatro infantes del Provincial de Ciudad- Rodrigo, siguiendo los alguaciles, porteros, reyes de armas, físicos, «nosotros los escribanos», los ochaveros y el alcalde mayor. Éste llevaba a su derecha a dicho alférez mayor Valcárcel, con el estandarte enarbolado. Cerraban los caballos de repuesto y sendos piquetes de dichos dos regimientos.

Así llegaron a «la Plaza Principal», donde bajo su dosel estaba el retrato de la soberana, escoltado por centinelas. El alcalde mayor, el alférez, el regidor, los escribanos y los reyes de armas se desmontaron o echaron pie a tierra y subieron al tablado. Se impuso silencio «al general contento que había», y Valcárcel proclamó en alta voz por tres veces: -Castilla, Castilla, Castilla, por la Reina Nuestra Señora, Doña Isabel II, que Dios guarde. Seguidamente, él mismo tremoló el pendón real, «repitiendo con muchos vivas el concurso de gentes que presentes se hallaban».

La comitiva desfiló por las calles acostumbradas, que los vecinos tenían adornadas con colgaduras. En su itinerario, el acto se repitió en las dos puertas principales, o sea la de la Villa y la del Ecce Homo Por ésta se fue hasta la Plazuela de Santa María de la Peña o Campo de la Virgen. Después se volvió a la Plaza, y se siguió por la calle de la Picota, «hasta el descanso que hay pasada la Casa de la Tierra». Por la Puerta de la Villa se entró luego en la calle de Santiago, y pasando por delante de esta iglesia, el regreso fue «por la calle de la parte de abajo».

En la Plaza desmontaron otra vez todos, y subidos al balcón de la fachada sobrepuesta al castillo, el alférez dejó colocado allí el estandarte, y los reyes de armas arrojaron al público varias monedas de plata y calderilla. La comitiva acompañó a sus domicilios al alférez y al alcalde.

Además, «dicho señor alférez mayor tuvo una fuente de vino, que de su casa salía a la calle, que duró durante el acto de la proclamación y hasta ya de noche, y después se sirvió en la misma casa un gran refresco, al que concurrieron todas las personas de distinción del pueblo y forasteros y los eclesiásticos». También hubo una gran iluminación, con repique general de campanas, y baile público en la Plaza. ¿A que lamentamos no poderlo ver cinematográficamente?

Diez años después, el día primero de diciembre en la sala del consistorio se reunieron, esa vez para festejar la mayor edad de la soberana, el ayuntamiento y los interventores, menos el alcalde que fue recogido en su domicilio por la acostumbrada formación a caballo. De la comitiva hizo parte la Milicia Nacional de ambas armas. El dosel era de terciopelo carmesí. La proclamación se hizo en el tablado colocado debajo del retrato. El regidor primero puso el pendón real en manos del alcalde, Diego González, después de haber prestado pleito homenaje de que no le recibía para otro fin más que para esa ceremonia. —Castilla, Castilla por Isabel II Reina constitucional, repitieron los multiplicados vivas de los circunstantes, tirando el alcalde y los cuatro reyes de armas diferentes monedas de plata y cobre alusivas al caso.

«Habiendo bajado del tablado, ordenado el ayuntamiento e interventores a caballo, precedido de muchas personas en la misma actitud y de cuatro flanqueadores y un cabo de la Milicia Nacional de Caballería, y cerrada la marcha con un gran piquete de Infantería uniformado y armado», la comitiva se dirigió a la iglesia. Los gritos de la proclamación se repitieron al pasar por el arco del Ecce-Homo, y en la misma Plazuela de la Virgen, en Trascastillo, en la calle de la Picota, y en la Plazuela de Santiago.

Se terminó en la Plaza, de nuevo ante el retrato, donde estaban las demás fuerzas de la Milicia Nacional. Apeada allí la comitiva, el real pendón se colocó al lado del retrato mismo, en medio de la inmensidad de vivas «y no en otro sentido».

Los balcones y ventanas estaban vistosamente «colgados», a imitación del ayuntamiento. Con la misma solemnidad se hizo la jura, cuando la comitiva volvió de la iglesia al balcón de la villa, donde el pendón y el retrato habían quedado. La milicia se formó, delante del numeroso concurso propio de ese día que era de mercado. El alcalde lanzó una arenga alusiva a la ceremonia, el juramento se repitió, y la milicia desfiló por debajo del dosel y el retrato. Luego aquél fue acompañado de regreso a su casa por la comitiva. A la milicia se la suministró un regular rancho. Hubo también en casa del alcalde una fuente de vino tinto.

Algo después tenemos que acordarnos del título de otro episodio galdosiano, Bodas reales. Eran las de la Reina y el infante Francisco de Asís-Luis-María. Pero también las principescas de su hermana María-Luisa-Fernanda con el duque de Montpesier, Antonio-María-Felipe-Luis de Orleáns. El 24 de octubre de 1844, como de costumbre, hubo en la villa iluminación, campanas, y en la Plaza baile para el pueblo. Al día siguiente, a las nueve, la misa y el Te Deum, en la Virgen, ello pedido al Cabildo mediante oficio al Vicario, «asistiendo todas las autoridades civiles y militares del partido con la corporación municipal, convidándose a que la acompañen a todas las personas notables de la población, quienes a su regreso a la casa consistorial serán servidos con un corto obsequio». También «corrida de novillos del país, mediante a que por lo avanzado de la estación no puede proporcionarse de una vacada acreditada, por haber marchado todos a Extremadura». Por descontado, «colgadura en los balcones por todo el día si el tiempo lo permite, especialmente en la Plaza, poniéndose bajo dosel el retrato de la Reina en el balcón del ayuntamiento. Por la tarde y noche, baile público con iluminación, en que habrá algunos fuegos artificiales variados, y también un baile de salón a que serán convidadas todas las personas principales del pueblo, sirviéndose unos dulces para las señoras». Bailes, iluminación y luces todavía al día siguiente.

A Sepúlveda la llamó Unamuno más pintoresca que gráfica, y no sabemos por qué, a Camilo-José de Cela, en su libro de viajes Judíos, moros y cristianos, le pareció adecuada para escenografía del teatro de don Pedro Calderón de la Barca.

Los caminos de la novela

Como en el teatro, también en este capítulo tenemos que mencionar una novela histórica que se desarrolla en las cercanías de Sepúlveda y repercutió en ella, siendo su contexto las turbulencias del reinado de doña Urraca de Castilla. En 1832 publicó en Madrid Patricio de la Escosura, El Conde de Candespina23. El protagonista es don Gómez, el favorito de la soberana, muerto en el castillo de Sepúlveda —aunque el novelista discrepa de ese detalle—, de las heridas recibidas en la batalla librada en las inmediaciones de Fresno de Cantespino, el Campo de la Espina, entre sus huestes y las del rey consorte, Alfonso I de Aragón, de tanta huella en la villa con sus caballeros pardos y su impronta en el románico, ahí está la iglesia de la Virgen de la Peña24. La obra de Escosura carece de vigor descriptivo, narrativo y psicológico. Hay que verla sencillamente como un relato de argumento medieval.

Naturalmente describe la batalla, habiendo sido debida la derrota, con «una horrible carnicería», a «la vergozosa fuga» de la primera línea mandada por el conde Pedro de Lara, y a la confusión determinada por esos fugitivos en la segunda, a los gritos de «¡Traición!» y «Sálvese quién pueda»: «En medio de aquel desorden general, permanecía sin embargo organizado un escuadrón, todo compuesto de caballeros que, en torno del estandarte del Conde de Candespina, que ostentaba una águila negra en campo amarillo, y capitaneados por él, resistían el poder de los aragoneses. Para llegar hasta aquellos campeones era preciso salvar un parapeto que de los cadáveres de sus enemigos habían hecho, y sería necesaria la pluma de Homero para pintar las hazañas que vio aquel día memorable. Sin embargo, todo el valor fue inútil. Los tiros de los ballesteros aragoneses y la multitud de los hombres de armas que caían sobre ellos continuamente, acabaron por reducir de tal modo su número que el Conde, Hernando, don Diego, Lope y Millán, se llegaron a ver solos. Millán cargó el primero, siguióle Lope, y a éste el valeroso don Gómez. Hernando, asiendo el estandarte con una mano y en la otra esgrimiendo su temible espada, sacrificó a más de veinte a su furor antes que llegaran a herirle, pero un soldado, de un golpe con el hacha de armas le cortó el brazo izquierdo. No por esto desmayó, pues cogiendo entre sus dientes el puño de la bandera, continuó peleando, y no cayó hasta que de otro golpe perdió el brazo derecho. Entonces los soldados acabaron de matarlo, y dio fin aquel modelo de los amigos y espejo de los valientes».

En 1893 se imprimió en Sepúlveda la que se llama novelita, aunque tiene 200 páginas, en 8º francés, Por una lágrima, de José G. Quizá. Nada sabemos del autor25. Lleva un prólogo en castellano firmado en París, el 8 de enero del año de su aparición, por R. Bourget. Pero el novelista Bourget se llamaba Paul. El prólogo tiene forma de carta al autor, a quien llama «cariñoso señor». Dice conocer sus ensayos literarios, sus pensamientos y sus atrevidas concepciones, su espíritu aventurero, y su afán de estudio y de libertad. Del argumento de la novela opina que es bonito y de difícil desarrollo, prestándose mucho a un estudio sociológico y crítico. Se refiere a su sencillez tierna, y al sentimiento de justicia y admirable honradez en las descripciones. Le señala «descuidos propios de una virtud desatendida, cuando no indolente, una falta de suficiente fuerza de voluntad para presentar los vicios sociales en toda su deformidad, la impureza de algún vicio que minora el mérito de sus trabajos», y le aconseja «nutrir con las asperezas del estudio y cierta prestancia estética la amplificación del gusto y del estilo que esmalten su fantástica imaginación», recomendándole la lectura de Valera, Alarcón, Galdós, Pereda, Ortega Munilla, Palacio Valdés y otros novelistas españoles leídos con mucho gusto en Francia.

Así comienza el relato: «No tuvo él la culpa. La tuvieron sus padres. Adolfo había nacido a consecuencia de un torpe deseo; su vida tenía que estar en relación con su abandono y con su nacimiento. [...] Fue moldeado pues para ser un libertino, un vicioso, un criminal tal vez». Sepúlveda aparece sin su nombre ni otro imaginario: «Cuando tuvo doce años parecióle pequeña la heroica villa en donde se había criado, cabeza de partido de una vieja provincia castellana», marchando a Madrid, donde aprendió el oficio de pintor en el asilo de Las Mercedes, y tras escaparse de él buscando la libertad, «en pocos meses puso buena casa, vistió decentemente y hasta con elegancia, dándose muy buena vida». El autor puede recordarnos un tanto, aunque nos referimos exclusivamente a su ideal social y literario, a Eduardo López Bago. Como se ve, su tono es de informe sociológico más bien26.

En cuanto a las novelas leídas en Sepúlveda en ese tiempo, tenemos sólo algunas pocas noticias oídas a supervivientes que nos han dejado ya hace muchos años. Hemos llegado a la conclusión de que una parte de la burguesía se cultivaba y era lectora de los maestros coetáneos. Mientras que la parte del pueblo lectora y, sobre todo las mujeres, se deleitaban con las novelas por entregas. Éstas se prestaban e intercambiaban y eran tema de conversación.

Yo recuerdo haber escuchado a una entrañable vieja una copla que Pérez Escrich, en La caridad cristiana, pone en boca de un guía que conduce a un enfermo al balneario salmantino de Ledesma, por cierto en una noche de nieve donde amenazaba el peligro de caer por algún barranco oculto por ella, además de los lobos. Se lamentaba el cantor de no tener ni tabaco ni papel ni camisa ni mujer, apostillando que si tuviera dinero, que es lo que había que tener, tendría mujer y tabaco. El peligro obliga a los viajeros a desviarse al pueblo inmediato de Carrascal del Obispo, escenario de la parte primera de la obra, El cura de aldea. También oí el relato del perdón patético a algún traidor y luego a Méjico de su crimen por la viuda del emperador Maximiliano fusilado. Tal y como constaba en La loca del Vaticano, de Ortega y Frías. De éste se simplificaba en la última alternativa un título muy popular, Una venganza de Felipe II o memorias del diablo en palacio. De la exquisita biblioteca del hijo del conde de Sepúlveda José Oñate y Valcárcel o Valcárce, con su sello en seco, hacían parte cuatro inquietantes tomos del mismo, La politica y sus misterios o el libro de Satanás27. De Pérez Escrich se siguieron recordando durante largos años Las obras de misericordia, La calumnia y La esposa mártir.

Me contaron de un clérigo de la villa que acuñó la frase «Novelas, no verlas28». Sin embargo, a la vez se estaba haciendo muy traducida y popular una novela del cardenal Wiseman, Fabiola o la iglesia de las catacumbas, y en el Boletín Eclesiástico de la Diócesis se anunciaba otra desarrollada en el siglo xiii, Edissa o los israelitas de Segovia, del magistral de Cuenca, Calixto de Andrés Tomé. Éstos eran los tiempos de la generación del periodista, novelista, ensayista y autor dramático sepulvedano Francisco de Cossío que en sus Confesiones incluye algunos recuerdos del pueblo natal, después novelados en Cincuenta años, y en Manolo, tributo a un hijo caído en la guerra civil, además de unos cuantos artículos.

Las oratorias

Empezábamos hablando de la literatura oral que se perdió. Era la del pueblo, la mayoría no letrada. Pero en el siglo de que tratamos perduraba otra, también oral aunque de los letrados. Por eso dejó a veces su testimonio escrito. Nos referimos a la oratoria, entonces aún todo un género característico.

Sepúlveda fue cabeza de partido en la ordenación territorial del nuevo régimen. A las instituciones del antiguo sucedió el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción. Esta última palabra designaba la instrucción escrita de las causas penales. La anterior, la sustanciación de las civiles. Durante ella podían celebrarse vistas orales. No era extraño que incluso acudieran algunos curiosos u ociosos a su audiencia pública, pese a lo árido de la materia. Esas piezas verbales casi nunca se escribían. Algunas más de las causas criminales veían la luz, pero se celebraban en las audiencias provinciales o el Tribunal Supremo.

Más fecunda y llamativa era la oratoria sagrada, los sermones de las iglesias. Se distinguían de las meras pláticas pastorales, tales las de los domingos ordinarios, por dar su parte a la ampulosidad, incluso la grandilocuencia. Tenían sus propios usos. Comenzaban con un versículo de la Escritura en latín y castellano, un breve exordio, y la petición al auditorio de un avemaría para iluminar al orador. Finalizada la ceremonia en la que se insertaban, en la sacristía se deseaba al orador que descansara.

Sermones impresos en la órbita de Sepúlveda sólo conocemos el panegírico de San Frutos, el eremita del cañón del Duratón, en la peregrinación del cambio de siglo, predicado por el sepulvedano Salvador Guadilla.

La predicación y la confesión en la Sepúlveda del antiguo régimen habían corrido en buena parte a cargo de los franciscanos del convento de La Hoz, en la ribera encañonada del mismo río29. Cuando tuvo lugar la extinción de la Casa de Expósitos de San Cristóbal, ya había sobrevenido la exclaustración de 1835, y el abandono forzado de la casa.

Del período inmediatamente anterior nos ofrece un testimonio la sesión municipal de 27 de enero de 1815, para tratar «si había de haber o no los sermones tenidos por costumbre antigua», en atención a que estaba libre de los enemigos que desde dicho año la habían entorpecido. San Cristóbal estaba muy atrasado de cuentas, pero el ayuntamiento «ya que el pueblo no ha podido oír en los últimos años ese pasto espiritual por las calamidades de los tiempos» los tomó a su cargo, por 300 reales, incluyendo también la predicación en los dos días de fiesta que caían, San Matías y San José, el 25 de febrero y el 19 de marzo, dando permiso al padre Guardián que iba a ser el predicador de pedir para su comunidad en el pueblo. Para la semana santa designaría un confesor, que sería mantenido y retribuido como era costumbre.

Exclaustrados los frailes y suprimido San Cristóbal, en lo sucesivo el ayuntamiento elegía para predicar a un eclesiástico vecino de la villa de los que hubieran solicitado el encargo sólo para la semana santa.

Las oraciones fúnebres eran una especie peculiar de ese género. En 1819, a la muerte de la reina María-Isabel de Braganza y Borbón, la predicó en los funerales que tuvieron lugar en Santa María el párroco de San Bartolomé, Francisco Vázquez Luengo. Mientras se hacían clamores generales en todas las iglesias, la corporación formada en cuerpo y el alférez mayor llevando en una bandeja la corona y el cetro, fueron hasta la puerta de ese templo, donde los clérigos del Cabildo esperaban con capas y cetros. El abad se hizo cargo de la corona y el cetro, colocándolos sobre el túmulo iluminado por blandones y velas. Recuperados cetro y corona, los ediles volvieron a la sala capitular. Dos comisionados del ayuntamiento fueron a dar las gracias al Cabildo y al orador.

En la segunda mitad del siglo, el Boletín Oficial de la Diócesis anunciaría a menudo sermonarios nuevos, aunque se seguían editando bastantes de los clásicos. Los sermones más afamados de la Sepúlveda del nuevo régimen fueron los tomados a su cargo por la Comisaría de la Virgen de la Peña, los días 29 y 30 de septiembre, el primero sobre la imagen y el segundo de la maternidad de María. Esos sermones tenían lugar después del día siguiente a la novena en que se cantaba una salve solemne. El texto de la novena fue impreso el año 1862 en Segovia por Pedro de Ondero. Era obra del citado Guadilla, primer capellán del santuario, y el último párroco Mateo González Quintanal. Su prosa castellana es óptima. Abundan en él las metáforas. Y el fondo es combativo, victimario por la situación de la Iglesia en el mundo moderno30. Por ejemplo llama a la patrona «muro inexpugnable y torre fortísima de nuestro refugio donde se estrellan las asechanzas de nuestros enemigos, la graciosa Esther que tantas veces libráis al pueblo de las justas iras del Asuero divino» y se la impetra por la Iglesia que «enemigos interiores y exteriores intentan reducir al exterminio».

Guadilla había nacido en 1840, como Eulogio Horcajo Monte de Oria, otro levita de la villa. Su producción escrita es integralmente representativa de la cultura de los eclesiásticos de la época, pues consiste en una síntesis doctrinal, El cristiano instruido en su ley, un Nuevo método de explicar la lengua latina, parecido al tan difundido de Raimundo de Miguel, y la Historia y piadosas tradiciones de la imagen. Dice que escribió este último libro para proporcionar materia a los predicadores31.

La biblioteca popular

El 22 de enero de 1880 el Director General de Instrucción Pública había concedido a la escuela de niños de Sepúlveda una colección de 628 libros, «que ha de servir de base a una biblioteca popular de la misma». De recogerlos en el negociado correspondiente se encargó al diputado que antes citamos José Oñate. Pero su destino fue el de biblioteca popular sin más, la municipal en definitiva, que recibió esa denominación oficial.

El 4 de junio se acordó instalarla en el local de la secretaría, la cual compartiría en lo sucesivo, con la alcaldía, la otra sala del piso bajo32. Al alcalde se le confió proveer a la división, servicio y colocación de los volúmenes, y al amueblamiento de su despacho «teniendo presente que es de absoluta necesidad de recibir la autoridad, una población de la importancia de la que representan los que toman este acuerdo en honor de la misma».

Se hizo un catálogo triplicado, del que se enviaron sendos ejemplares a Madrid y Segovia, quedando en Sepúlveda el otro para el público. De momento el horario de apertura fue los domingos de diez a doce, y de tres a siete los jueves en que no hubiera escuela por la tarde. Fuera de las horas escolares, se podrían hacer los pedidos del préstamo a domicilio. Todo ello se hizo presente en la sesión de 7 de enero de 1881.

Entre los libros de aquel lote de que ha quedado noticia estaban la Historia de España de Mariana, la Novísíma Recopilación, un Diccionario de Agricultura Práctica en seis tomos en rústica, y algunos fascículos de una colección en diez y siete volúmenes de «Cultura Agrícola». Después se recibieron libros relativos a Cuba y Filipinas, incluso sobre la guerra ya desatada en esa isla.

Entrado el siglo siguiente esta biblioteca recibió una importante donación de libros del siglo anterior. Nosotros la hemos estudiado, juntamente con otra formada más tarde, la del Círculo Republicano Radical Socialista, pero de interés a nuestros fines pues se formó con libros que los socios tenían en sus casas, en una gran proporción de la centuria precedente33.

Aquella donación procedía de la familia de los Condes de Sepúlveda hecha por el consorte Javier Gil Becerril. Era valiosa, integrada por libros de presencia insólita en una colección de esa índole. Muchos estaban en francés, adquiridos por el primer Conde, Atanasio Oñate y Salinas, nacido en la villa en 1808, Inspector General de los Reales Palacios, durante su exilio en el país vecino acompañando a la destronada Isabel II. Eran obras de bibliófilo, reveladoras de curiosidades intelectuales y lecturas de calidad, y algunas palatinas, como ceremoniales eclesiásticos de las bodas u oraciones fúnebres de los reyes y príncipes e incluso crónicas de viajes regios. Otro fondo había sido de un hijo de aquél que le premurió y fue diputado por el distrito, José Oñate y Valcárce, miembro de la Sociedad de Bibliófilos Españoles.

De esos tesoros sólo voy a citar un infolio gigantesco dotado de una animación de veras cinematográfica, el Traité sur la Cavalerie del conde Drummond de Melfort34. Pasar sus hojas, y no se puede hacer despacio por lo que cada una deleita, es un festival de la pantalla.

En cuanto a los libros de la segunda biblioteca a que nos hemos referido, acumulados por los miembros de aquel partido político, el Republicano Radical Socialista, osea izquierdista y de tendencia anticlerical, eran muy variados, habiendo en ellos algunos de la ideología más opuesta, como el Camino recto y seguro para llegar al cielo del padre Claret, la Mística ciudad de Dios de Sor María de Agreda, la Contestación a Draper del obispo Cámara y la encíclica De rerum novarum de León XIII. Estaba representado el anarquismo de Bakunin y Kropotkin, sobre todo en ediciones de la Biblioteca Sempere de Valencia, pero no figuraba Marx. Sí los maestros de la literatura contemporánea.

El lamento eterno de los cantos latinos

Mientras tanto, en las iglesias sepulvedanas, como en las de toda la cristiandad de su rito, se recitaban o cantaban a diario los excelsos textos de la liturgia, en una gran parte procedentes de la versión latina de la Biblia hebrea y griega, que había conseguido preservar en la nueva y diferente lengua el aroma de la poesía semítica35. Pero era un tesoro sólo asequible a los clérigos que le utilizaban. ¿Caeremos en la tentación de poetizar de las alas del misterio a propósito del valor autónomo de unas letras que iban y venían

bajo las bóvedas sacras sin destinatario capaz de entenderlas? En cuanto a la minoría clerical iniciada, no estaba en posesión de ese latín como una lengua viva, pues ningún niño le aprendía cuando aprendía a hablar, pero tampoco como una lengua muerta, pues su empleo no se limitaba a la mera especulación intelectual, sino que tenía una vitalidad y estaba guiado por un espíritu sitos en una órbita diferente. Kultursprache, se ha dicho.

Notas

  • (1) R. Navas Ruiz, en la «Antología de la Poesía Española» de Francisco Rico; 6 (Madrid, 2012) 95. volver
  • (2) Unanimidad que fue rarísima en aquella corporación, y cuando la había no siempre era cordial, sino a veces debida a presiones del otro bando. Por ejemplo, los nombres de algunas calles cambiaron unánimemente en la República, la guerra civil y la transición. En la primera y la última, fueron decisión de unos votantes contrarios a sus sentimientos. En la segunda no puede plantearse siquiera la cuestión, pues no cabía sino la unánime, por otra parte respondiendo a las convicciones de los nuevos ediles, aunque en algunos lo explicara la circunstancia bélica. En cuanto a la apertura a Blasco Ibáñez podemos pensar que se dio una vía media. volver
  • (3) 0Un botón de muestra de la permanencia de hilos conductores entre los hombres de diversos tiempos, contra el viento y marea del cambio de las circunstancias. De Sepúlveda era Clemente Sánchez de Vercial, uno de los escritores a quien don Marcelino situó en los orígenes de la novela, y que además fundó el estudio de Gramática de su villa natal. volver
  • (4) Con la obligación de enseñar a diez expósitos. volver
  • (5) En el siglo anterior estuvo allí unos días el jesuita José Francisco de Isla. En una carta llamó a Sepúlveda «el paraíso del idiotismo». Teniendo en cuenta su talante hay que traducir a él la calificación. En Fray Gerundio dio a uno de los pueblos que en su geografía menciona el nombre de Perorrubio. En la realidad éste es un lugar muy cercano a la villa. volver
  • (6) Fue invitado el obispo que se encontraba en la villa. volver
  • (7) Este vocablo se emplea en La del Soto del Parral, la tan popular zarzuela que se dice desarrollada en tierras segovianas, pero es de un segovianismo mínimo. volver
  • (8) Nacido en Fuentespina. volver
  • (9) Así se llamaba la calle de la villa que salía al campo donde estuvo emplazado el cadalso. volver
  • (10) Esta imprenta tenía alguna actividad elemental de encuadernación y de librería. A este propósito, se nos viene a las mientes que algunos libros sacramentales coetáneos del Archivo Parroquial, encuadernados en cartoné, llevan esta etiqueta en la contraportada: «Imprenta, librería y almacén de papel de los sucesores de Espinosa. Segovia». Algo que nos evoca un mundo que ya parece lejano. volver
  • (11) Existió también El Museo Militar. volver
  • (12) La Española cuidaba más la información gráfica de la actualidad, la Moderna era más sobria, la Artística respondía a su título, Hispania era más pretenciosa de colores y su disposición; puede verse nuestro artículo que de ellas y otras trata, «La documentación musical en Sepúlveda: un piano y sus partituras», en Estudios Segovianos 48 (2005) 157-217. volver
  • (13) Su autor no la llamó novela, «quedándose en una situación en territorio todavía sin delimitar, de un carácter particularmente original por ser el compendio de las experiencias y reflexiones del autor»; Historia de la literatura española de Víctor García de la Concha. Siglo xix (coord. G Carnero; Madrid, 1997) 696 y 705-7. No sólo la elogió José Navarro, al prologar los Episodios militares del mismo Ros, sino también personas tan ilustres y diversas como Fernán Caballero, Castelar y Nocedal. Valera la llamó «historia archienigmática». Menéndez y Pelayo, luego de sentar que el autor no fue vulgar en nada, la llama «una especie de logogrifo filosófico, no descifrado todavía por nadie, que hace a su autor precursor notorio de los enigmáticos escritores que ahora arman tanto ruido en Francia con el nombre de decadentistas y simbolistas». volver
  • (14) El año anterior Zorrilla había mencionado a Sepúlveda en Sancho García, dentro de un contexto épico no concordante en su caso con la realidad histórica. volver
  • (15) Hijo de Antonio; su madre era de Valdezate. volver
  • (16) Ésta murió a los veintinueve años, en el cólera de 1856. volver
  • (17) Y del belga, natural de Curtre, José Vercuysse Darnisea volver
  • (18) La cuarta, Jacoba-Marceliana, nacida en 1854, fue apadrinada por Atanasio Oñate y la madrileña Marceliana Osorio. volver
  • (19) Muerta párvula. volver
  • (20) El escritor sólo estuvo en el segundo bautizo, siendo representado en el tercero por su mujer; en el primero representaron a ambos los también cónyuges Mariano Montalbán y Agustina Rico. volver
  • (21) El obispo Antolín López Peláez, el año 1908 dedicó su sermón de coronación de la Virgen de la Encina, en Ponferrada, a diez y seis paisanos ilustres. Alcón era uno de ellos. Tenemos a la vista el Programa de la Gran velada artística que se celebrará el día 10 [de mayo de 1936] a las siete y media de la tarde, en el Teatro Bretón, organizada por jóvenes aficionados sepulvedanos. Hubo lectura de poesías, el juguete cómico Un drama de Calderón de Muñoz Seca y Pérez Fernández, y un concierto de la orquesta guitarrística en que se estrenó el Canto a Sepúlveda de Jaime D. González. La fecha nos suena ahora a trágico. Ahora, pese a la desertización y la invasión de las nuevas tecnologías para solitarios, todavía se mantiene una función anual de aficionados en la mima sede. volver
  • (22) Yo oí a Buero Vallejo una conferencia, en el claustro de la catedral de Sigüenza precisamente, reivindicando el libro de teatro. Nuestros antepasados ochocentistas se habrían extrañado de esa necesidad. volver
  • (23) Salió de la imprenta de la calle del Amor de Dios 14. Se indica en la portada que el autor era alférez del escuadrón de artillería de la Guardia Real. volver
  • (24) Una versión aragonesa del lance en Florentino Zamora Lucas, Leyendas de Soria (Madrid, 1971) 197-202; cfr. Agustín Ubieto Arteta, Leyendas para una historia paralela del Aragón medieval (Zaragoza, 1999) 133-4. Merecidamente se ha dicho de ella ser de escaso interés y construida con total desaliño consistiendo en un hacinamiento de episodios, inverosimilitud y complicación de los lances, desorden de la narración y acumulación excesiva de digresiones; Historia de la literatura española de Víctor García de la Concha. Siglo xix (coord. G. Carnero; Madrid, 1997) 634. volver
  • (25) Se citan allí sus novelas Ángela, Crimen por amor y La conjunción de dos almas, la leyenda La alondra, y un tomo de Novelas rápidas. En prensa ¡Reincidente! volver
  • (26) No hemos podido ver más que ese primer capítulo. volver
  • (27) Un botón de muestra de esa huella es que, no hace muchos años, en una emisión de radio periódica para la tercera edad, titulada El club de la vida, uno de los oyentes confesó que le había parecido esa novela tan extraordinariamente atractiva que pedía comunicarse con algún otro lector. Lamentablemente yo dejé pasar desidiosamente la ocasión. volver
  • (28) Sobre el dilatado asunto de la prohibición de libros puede verse la obra colectiva Lectura y culpa en el siglo xvi (ed. M. J. Vega e Y. Nakláladová; Barcelona, 2012) antecedida por el otro volumen Reading and Censorship in Early Modern Europe, y que será seguida por el último de la trilogía Las razones del censor: Censura e intolerancia en la primera Edad Moderna. volver
  • (29) Puede verse nuestro artículo, «Una decisiva ayuda pastoral franciscana: el convento de La Hoz y Sepúlveda»; en el Archivo Ibero-Americano 70 (2010) 255-315. volver
  • (30) La única modificación que ha tenido lugar desde entonces ha sido, en el inciso «la paz entre los príncipes cristianos», la supresión de las cuatro últimas palabras, hecha por el párroco Slawomir Harasimovitz. volver
  • (31) «Un canónigo de León», EHMO (1840-1912). «En torno a la iglesia española del Ochocientos », en Studium Legionense 28 (1981) 117-84; «El canónigo EH, primer cronista de Sepúlveda », en Estudios Segovianos 50 (2007) 209-99; y «El sueño de una universidad y otros anhelos en las sacristías de Sepúlveda» (XXXIV Congreso Nacional de Cronistas Oficiales. Teruel, 2008) 342-55. volver
  • (32) El artículo 2º del Decreto de 18 de enero de 1879 recomendaba hacerlo en los «locales de escuelas y habitación del profesor», pero eso no fue posible. Lo cual resultó beneficioso, al ser el germen de la sede de la biblioteca «popular» del ayuntamiento, luego llamada a lucir esos esplendores de la bibliofilia de la familia condal. volver
  • (33) «Dos bibliotecas en Sepúlveda, de la Restauración a la República», en El Museo de Pontevedra 52 (1998=Homenaje a José Filgueira Valverde) 367-84. volver
  • (34) (París, un volumen de texto y el album, Imprimerie de Guillaume Despres, imprimeur ordinaire du Roi et du clergé de France, rue Saint Jacques; 1786); se enumeran los títulos del autor a saber mariscal de campo y de los ejércitos del Rey, e Inspector General de las Tropas Ligeras. volver
  • (35) Paradójicamente, a esos clérigos se les formaba en el latín clásico y pagano. Acabamos de citar la obra de Horcajo para su aprendizaje. El fenómeno fue intuido y expuesto en unos versos bellísimos por Rubén Darío, compuestos a la muerte del obispo fra Mamerto Esquiú. La primera parte de una estrofa describe esa previa disciplina de las aulas, a saber Llegaron a su mente hierosolimitana/ la criselefantina divinidad pagana,/ las dulces musas de Helicón. La segunda su puesta al servicio de una lengua cambiada y un mundo radicalmente diverso: y él se ajustó a los números severos apostólicos/ y en su sermón se escuchan los sones melancólicos/ de los salterios de Sion. volver
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