Introducción
En un texto titulado “Nicolás Avellaneda”, Eduardo Wilde (1960) cuenta lo siguiente: “Resentido [Pedro Goyena] con Sarmiento por causas de poca monta, pero grandes a su juicio por la susceptibilidad de su carácter apasionado, dijo una vez con cierta excitación: ‘Yo me he de vengar de él; no he de escribir su biografía’” (80). No sabemos si la anécdota es verdadera; pero sí podemos asegurar que es verosímil: es decir, que a Sarmiento le habría molestado bastante saber que alguien se negaba a escribir sobre él. En efecto, Sarmiento se consideraba como alguien destinado a la escritura biográfica, como alguien con “derecho a la biografía” (para usar una feliz fórmula acuñada por Iuri Lotman). Tanto es así, que podría decirse que gran parte de sus escritos, y entre ellos no solo aquellos de índole más evidentemente autobiográfica, parecen pensados para facilitarles la tarea a sus biógrafos futuros.
Pedro Goyena cumplió con su palabra: su biografía de Sarmiento, en efecto, no existe. Pero, por lo demás, la defección de Goyena fue compensada por un vasto caudal de biografías de Sarmiento que se sucedieron desde su muerte hasta la actualidad. Si Sarmiento pudiera contemplar esa acumulación de escrituras biográficas, es muy probable que se sintiera bastante satisfecho con su destino como biografiado (aunque acaso no tanto con la calidad de esa producción), y que no lamentara en demasía la ausencia, entre esos textos, del de Goyena. De todos modos, en esta oportunidad no me interesa compulsar in toto esa producción, sino detenerme en uno de esos textos, quizá el más curioso: la Historia de Sarmiento, escrita por Leopoldo Lugones a pedido del presidente del Consejo Nacional de Educación, José María Ramos Mejía, y publicada en 1911, cuando se conmemoraban cien años del nacimiento del sanjuanino.
Desde la perspectiva de su autor, la Historia de Sarmiento es y no es una biografía. Para Lugones, en 1911 la biografía de Sarmiento ya estaba “hecha” al menos en tres libros: en Sarmiento, su vida y sus obras, de J. Guillermo Guerra; en Sarmiento, de Wherfeld A. Salinas, y en Sarmiento anecdótico, de Augusto Belín. En virtud de este panorama editorial, Lugones -al menos esa es su declaración de principios- se propone realizar algo diferente de lo que ofrecían esos textos. No se trata, por supuesto, de abandonar absolutamente la escritura biográfica, pero sí de intentar otra cosa, otro modo de dar cuenta de una vida. Escribe Lugones (1911):
Mi propósito es hacer un estudio del personaje, apreciado en su magnífica multiplicidad, semejante caso único del hombre de genio en nuestro país. La biografía propiamente dicha pasa, pues, a segundo término. En cambio, adquieren grande importancia los detalles concernientes al hombre íntimo, más persistente, desde luego, que el hombre público, y fundamento sustantivo de este último a la vez. Y ello no solo en lo que se refiere a sus rasgos personales sino a sus cosas. Las cosas de los grandes hombres son, con frecuencia, tan interesantes como sus actos; y muchas veces el uso peculiar de una revela interesantes detalles idiosincrásicos. Por lo demás, ello constituye una lección complementaria de la alta enseñanza que son esas vidas. También la fisonomía, las actitudes, los gestos típicos, requieren una mención detallada; porque son contribuciones al estudio todavía inconcluso del genio como fenómeno superior. (5)1
La “historia” o el “estudio” serían para Lugones diferentes de la biografía. Lo raro, en este punto, es que aquellos elementos de los que, según él, se ocuparía la historia o el estudio (el hombre íntimo, los rasgos personales, sus cosas, su fisonomía) parecieran ser, antes bien, elementos propios de la biografía y no ajenos a ésta: al menos desde Plutarco es precisamente la biografía, y no la Historia, la que se ha interesado en esos materiales nimios, en los “detalles”, en la petite-histoire. Por ello, es curioso que Lugones asegure que esas cosas que anuncia que va a privilegiar no serían parte de lo biográfico, que en este texto pasarían a “segundo término”. Evidentemente, contra toda una tradición, Lugones identifica la biografía con el “hombre público”, y él en su texto va a preferir demorarse -o al menos eso es lo que promete en el “Prefacio”- en esas otras cosas que no serían patrimonio de aquél.
Pero es posible que, como declaración de principios, lo más importante de la cita anterior sea la primera oración; y esto porque en ella se aglutinan y anuncian, en pocas palabras, tres características nodales de la Historia de Sarmiento. Por un lado, el adjetivo “magnífico” alude en principio a algo que será fundamental en el libro (y en especial en el primer capítulo y en el apéndice final): la voluntad de monumentalizar a Sarmiento, de engrandecerlo, de hacerlo gigante. En segundo lugar, el sustantivo “multiplicidad” anuncia el intento por parte del biógrafo de informar acerca de la totalidad de actividades entre las que Sarmiento repartió su vida; es decir, de dar cuenta con la mayor exhaustividad posible de un admirable “hombre múltiple”. Por último, la palabra “genio” determina ya, en la primera página, la índole del biografiado. Sarmiento, para Lugones, no es un hombre cualquiera: es pura excepción, pura singularidad: un genio. Averiguar cómo es posible la emergencia de un genio, y lo que esto significa para el país al que ese genio pertenece, es otra de las cuestiones que a Lugones le interesa despejar en esta Historia.
Monumentos
El libro, que en cuanto a su contenido sí podría llamarse una biografía,2 presenta una organización que no responde a la de las biografías más tradicionales; vale decir, el relato más o menos cronológico -más o menos lineal- de la vida del biografiado desde su nacimiento hasta su muerte. Historia de Sarmiento está compuesto por un “Prefacio”, diez capítulos y un apéndice. Como se verá enseguida, el primer capítulo (“El hombre”) y el apéndice final (“El monumento”) se ocupan prioritariamente de monumentalizar al biografiado, de hacerlo grande. El capítulo II, titulado “La vida”, narra sucintamente la existencia de Sarmiento desde su nacimiento en San Juan en 1811 hasta su muerte, ocurrida en Paraguay en 1888. Por su parte, los capítulos III y IV, denominados respectivamente “El medio histórico” y “La doctrina y la lucha”, entre otras cosas delinean el contexto histórico que fue escenario de la emergencia y consolidación del genio sarmientino. Por último, los seis capítulos restantes buscan con esmero asir la multiplicidad genial del biografiado en una serie de modulaciones que parecerían, siquiera parcialmente, dar cuenta de ella: “El escritor”, “El educador”, “El legislador”, “El militar”, “El estadista” y “El innovador”.
En su estudio sobre la “biografía heroica” (Heroic Biography), Anna Makolkin (1992) ha establecido la estrecha relación que existe entre la escritura biográfica y la estatuaria: la biografía, desde esta perspectiva, funciona como una suerte de monumento verbal.3 En este sentido, acaso no haya texto en el que se verifque mejor la hipótesis de Makolkin que en la Historia de Sarmiento: con ella, Lugones pretende levantar un monumento hecho de palabras.
La relación entre monumento y nación ya había ocupado a Lugones con anterioridad. Uno de los textos que tributó -el verbo es de Lugones- al Centenario Argentino fue el titulado Piedras liminares, donde se describen con minuciosidad varios proyectos monumentales para celebrar la nación, entre otros, uno dedicado al Himno Nacional.44 En virtud de esto, no extraña que al año siguiente, al escribir por encargo una biografía de Sarmiento, la monumentalización del biografiado lo haya obsesionado.
Esa obsesión se hace evidente, como ya lo adelanté, en dos zonas del libro: el primer capítulo y el apéndice final. A propósito de ellos, Jorge Luis Borges (1955) escribió: “El primero y el último capítulo de la Historia de Sarmiento, escritos con grandilocuencia, no corresponden al estilo general del libro, uno de los más fuertes y agradables de la obra de Lugones. Estos dos capítulos, en efecto, adolecen de gigantismo y de prolijidad” (53). Borges -no podía ser de otro modo- sabe advertir con precisión las características de esos apartados; ciertamente, ellos no responden al “estilo general del libro”. De todos modos, debe decirse también que no se trata de que, como si estuviéramos ante una falla o una falta, esos capítulos padezcan de gigantismo, prolijidad y grandilocuencia, sino de que, precisamente, Lugones buscó a consciencia que esas fueran sus características más notorias. Y esto porque hacer un monumento verbal implica -quizá de manera ineludible- incurrir en una escritura que no puede prescindir de esos rasgos que Borges deplora.
En el apéndice o coda final, titulado “El monumento”, mediante el uso obstinado de la écfrasis, Lugones reflexiona acerca de los posibles monumentos que serían dignos de la memoria de Sarmiento, y llega a la
conclusión de que el más pertinente -dada la naturaleza de “gigante” del biografiado- sería uno que había conjeturado el propio Sarmiento: “[…] un peñón bruto de los Andes colocado tal cual sobre su tumba” (284).5 Pero a propósito de la monumentalización, la apuesta escrituraria más importante se realiza en el capítulo 1, titulado “El hombre”, y esto porque allí Lugones no discute meramente cuál sería el monumento más adecuado para recordar a Sarmiento sino que, mediante la letra, ambiciona directamente monumentalizar a su biografiado, agigantarlo. Vale decir: es en ese capítulo donde el texto biográfico se hace, literalmente, monumento -y el biógrafo, escultor-.
Lugones (1910) inicia este capítulo con una frase célebre y contundente: “La naturaleza hizo en grande a Sarmiento” (9). Pero ¿cuál es el procedimiento mediante el cual Lugones agiganta a Sarmiento; vale decir, lo hace grande mediante la escritura? Susan Stewart (2013) ha señalado oportunamente que: “Nuestra relación más fundamental con lo gigantesco se articula con nuestra relación con el paisaje, nuestra relación inmediata y directa con la naturaleza en cuanto esta nos ‘rodea’” (114). Lugones va más allá de eso: no coloca a Sarmiento en vínculo con un paisaje majestuoso en relación con el cual lo mide o compara; antes bien, hace del propio Sarmiento un paisaje majestuoso: Sarmiento, para Lugones, es una montaña:
[La naturaleza] diole [a Sarmiento] la unidad de la montaña que consiste en irse hacia arriba, de punta; más fuera de esa circunscripción al triángulo proyectivo que también perfila el remonte de la llama, hizo de su estructura una aglomeración pintorescamente compuesta de piedra, abismo, bosque y agua. (9)6
Pero para perpetuar a Sarmiento en una imagen concluyente y vigorosa (el descomunal hombre-montaña), Lugones debe decidir también cuál fue la fisonomía definitiva de Sarmiento; es decir, el biógrafo debe resolver -y acá tenemos un ejemplo de algo que me interesa especialmente: la férrea autoridad que, en esta biografía, se arroga el biógrafo sobre su biografiado- a qué Sarmiento -a qué momento de su extensa vida- corresponde esa efigie que se quiere imperecedera, eterna. En virtud de esto, escribe:
Estas líneas evocan naturalmente la fisonomía definitiva con que el pueblo le ha incorporado a la inmortalidad, bajo una denominación familiar que registra un abolengo ilustre: el viejo Sarmiento. […] Nadie lo recuerda ya sino bajo aquel aspecto de peñasco rugoso en que le habían anticipado carne de estatua, con una especie de saña genial, los azares de su vida violenta. (10)
“Carne de estatua”, consigna Lugones y, muy poco después, se refiere a la “fealdad de bronce” de su biografiado. Es decir, Lugones lee en el cuerpo de Sarmiento -especialmente en “aquella cabeza tan peculiar”, pero también en su torso y en sus manos- un destino monumental, un destino de estatua. Pero el arte que elige Lugones -la escritura biográfica, y no la estatuaria conmemorativa- lo obliga a enfrentarse a un problema: el de la multiplicidad, el de lo diverso. Lugones no puede, tan solo, congelar la vida de Sarmiento en una imagen -el hombre-montaña-; debe, antes bien, dar cuenta de una vida y, por ello, dar cuenta, inevitablemente, de lo múltiple, de lo vario. De hecho, como ya se adelantó, si hay algo que exalta Lugones (1911) de esta vida es su multiplicidad: Sarmiento es, para él, una “magnífica multiplicidad” (5), un “hombre múltiple” (13). No obstante, al mismo tiempo, Lugones se esfuerza por ver en Sarmiento, tal como lo declara en el “Prefacio”, una “interesante unidad”. Más aún, determinar criteriosamente esa unidad es uno de los objetivos del libro: “Parece que el centenario señala el momento de analizar esa obra enorme y variada para determinar con criterio exacto su interesante unidad” (6). Así, Historia de Sarmiento oscila entre la celebración de lo múltiple7 y la esforzada delimitación de la unidad y de la integridad o, si esto no es posible, al menos de lo preponderante.
A propósito de la fisonomía de Sarmiento, un ejemplo prístino de esa tensión que acabo de señalar se da cuando Lugones (1911) debe determinar qué era lo preponderante en el cráneo de su biografiado, si lo negro o lo caucásico: “Así, resultando éste [el cráneo] a vista de pájaro (norma verticalis) y en su proyección mandibular, un verdadero cráneo de negro, la frente y el rostro vienen a determinar una fisonomía declaradamente caucásica. Nada más ennoblecido, en efecto, de energía espiritual” (16). En este como en otros casos, Lugones se arroga la autoridad necesaria para decidir acerca de una cualidad de Sarmiento: en esta ocasión, acerca de la índole preponderantemente caucásica de su cráneo. Al biógrafo, pues, no lo amedrentan ni el gigantismo ni la “asombrosa multiplicidad” (137): su escritura, casi siempre, avanza segura y se siente ungida del poder para dar certezas y no demorarse en el mero desconcierto o la paralizante incertidumbre.
Lugones (1911), en el “Prefacio”, no niega el carácter celebratorio que debía tener este libro: “Porque se trata, ante todo, de glorificar a Sarmiento” (6), afirma. Esa glorificación, de todos modos, no radica en el festejo acrítico de todo lo realizado por Sarmiento sino, antes bien, en la postulación del asombro que debería causar el hecho de que una sola persona haya podido realizar todo eso. En ese todo Lugones computa, por supuesto, gran cantidad de “aciertos”; pero, también, frecuentes “equivocaciones”.8 No obstante, lo que básicamente le importa es la dimensión de esos aciertos y equivocaciones, y esto porque en ellos el biógrafo también percibe el carácter monumental de su biografiado: “sus equivocaciones -escribe- eran tan grandes como sus aciertos” (énfasis mío; 35). Aquí, como en otros casos, todo es cuestión de tamaños, de magnitudes: de comunicar la labor extraordinaria de un “gigante”.
El genio
Además de la monumentalización, la empresa de glorificación de Sarmiento en la que se embarca Lugones involucra otra operación esencial: resolver que Sarmiento fue un genio. En virtud de esto, razonar sobre la genialidad de Sarmiento será una cuestión central en esta biografía.
Declarar que Sarmiento fue un genio implica, antes que nada, proclamar su “singularidad” (proclamar lo que, muchas décadas después, Nicolás Rosa [1990] denominará el carácter “impar” de Sarmiento). Instaurada esa singularidad -“semejante caso único del hombre de genio en nuestro país” (5)-, las preocupaciones de Lugones en cuanto a este punto serán dos: determinar cuál fue el origen de ese genio y establecer qué lo caracterizó.
En un visitado trabajo sobre los intelectuales en el Centenario, a propósito de las conferencias brindadas por Lugones sobre el Martín Fierro en el teatro Odeón en 1913, Beatriz Sarlo y Carlos Altamirano (1997) aseguran que, con ellas, “el escritor ‘forma el espíritu de la patria’ forjando mitos de legitimación para los que gobiernan” (190). En un sentido similar, la escritura de Historia de Sarmiento en respuesta a una demanda del Estado implica la postulación de la existencia de un genio que legitima, no ya exclusivamente a “los que gobiernan”, sino la existencia toda de la nación, o al menos la de los mejores habitantes de ella. En razón de esto, podría decirse que con esta biografía Lugones (1911) produce un genio para la nación. En consecuencia, para él la existencia genial de Sarmiento es, por sí sola, un acontecimiento -un “éxito”- que le asegura al “tipo argentino” su “derecho a la vida”. Sentencia el biógrafo:
El conjunto [que conforma Sarmiento] designa, en suma, la alta tensión vital de su organismo verdaderamente formado para domiciliar a un genio constructor. Y puesto que no conoce mezcla, que su fibra de bronce arraiga en la carne genuina de nuestra raza, representa para el tipo argentino la más aventajada prueba del derecho a la vida de los mejores, certificado por tan grande éxito humano. (25)
Y, en la misma línea de razonamiento, varias páginas después, consigna: “Sarmiento nos había certificado ya con su tipo la aptitud para la vida superior como hombres. Sus obras constituyen nuestra entidad espiritual como nación” (énfasis mío; 170).
Ahora bien, la referencia en la primera de las dos citas previas a la “carne genuina de nuestra raza” podría llevar a creer, engañosamente, que en Historia de Sarmiento (1911) Lugones adscribe a alguna teoría según la cual determinadas razas -o, por caso, determinadas naturalezas o determinados medios sociales- estarían destinadas a producir genios. Sin embargo, sorpresivamente, Lugones procura dejar en claro que el genio no es “producto de un medio físico, social o étnico” (27); para ello, pasa revista prolijamente al aspecto físico de la zona donde nació Sarmiento, al “tipo regional” que ésta producía y a la genealogía familiar del biografiado (esa genealogía que éste exalta en Recuerdos de provincia) para arribar a la conclusión de que ninguna de esas instancias explican en absoluto la aparición del genio sarmientino.9 Y esto porque Lugones -el espiritualista Lugones- pretende en Historia de Sarmiento (1911) dar por tierra con la teoría determinista del genio, a la que le niega toda autoridad:
Y es que la teoría determinista del genio experimenta en éste [en el caso de Sarmiento] una vez más, el irremediable fracaso. Después de tanta labor positivista, solo queda al respecto en pie el concepto del viejo espiritualismo: el genio es un enviado. Detrás de él, en el inmenso misterio de los orígenes, hay una causa inteligente que él percibe durante su misión terrenal, bajo una impresión de ayuda vigilante y una clara certidumbre de su destino. (26)
Es difícil determinar con precisión cuál es para Lugones el origen del genio: “el genio es un enviado”, anota sin dar más precisiones acerca de quién envía al genio; y en el mismo sentido, y con la misma vaguedad, más adelante se refere a éste como un predestinado (“El instinto de la predestinación genial manifestábase por el desdoblamiento en tercera persona cuando [Sarmiento] escribía y hasta cuando hablaba” [50]) y, muchas páginas después, establece que “el genio es la emanación de una divinidad” (187). Desde la perspectiva lugoniana, el genio está más bien asociado al misterio, a las tinieblas; por ello, alude a la “zona de la gran tiniebla lúcida que sólo por instantes nos dejan entrever esas ocurrencias de los genios, como postigos abiertos a medias sobre el misterio causal” (40). De todos modos, acaso no importe tanto saber cuál es para Lugones el preciso origen del genio, sino el hecho de que, a propósito de esta cuestión, el biógrafo toma partido por el “viejo espiritualismo” y entabla una fuerte querella contra el positivismo, el determinismo y el materialismo.10 De este modo, y como se verá con más detalle en el último apartado, escribir la biografía de Sarmiento le sirve al biógrafo como excusa para hablar de cuestiones que a él le interesan (vg. el espiritualismo), y que quizá poco, o muy poco, tienen que ver con su biografiado.
En cuanto a qué caracteriza al genio, la respuesta es doble. Por un lado, como ya se anunció, Lugones se obstina en demostrar que Sarmiento fue un sujeto impar, singular: “Sarmiento constituye el fenómeno disímil del genio” (25). Como su “cabeza única”, el biografiado es alguien “fuera de molde” (14).11 En este caso, entonces, la biografía no ofrece a sus posibles lectores un modelo plausible de imitación, sino, antes bien, un sujeto al que el lector debe admirar (como se admira un monumento o un templo) y ante el que debe sentirse intimidado.12 La biografía del genio, por tanto, no es precisamente una magistra vitae, ya que la trayectoria del biografiado es irrepetible e inimitable.13
Por otro lado, lo que caracteriza al genio es la “magnífica multiplicidad´”, el don para intervenir en diversos contextos, para reproducirse, para ser al mismo tiempo uno y muchos: su “facilidad de desdoblamiento” (14). En este sentido, el genio-Sarmiento es para Lugones una “emanación de la divinidad” pero también, de algún modo, es divinidad él mismo. Por ello, como la “divinidad”, Sarmiento es ubicuo, “está en todo” (64): “El mapa general del país también es iniciativa suya. Sarmiento, siempre Sarmiento. Ubicuidad como divina, porque el genio es la emanación de la divinidad” (énfasis mío; 187).14 La glorificación del biografiado implica entonces no solo su monumentalización, sino también su endiosamiento.15
El hombre múltiple
En el cierre del apartado anterior me referí a una característica del genio sarmientino: la capacidad para multiplicarse. Pero ¿cómo se da cuenta de la multiplicidad en un texto biográfico? Lugones resuelve este problema de escritura al menos de dos maneras. Por un lado, repitiendo cada vez que puede -ad nauseam- que Sarmiento fue un “hombre múltiple”. Por otro, mediante el intento de dominar esa multiplicidad reduciéndola a una serie de actividades que informarían sobre ella. De eso, precisamente, se ocupan los capítulos centrales (del V al X), en los que desfilan ante el lector varios Sarmientos: el escritor, el educador, el legislador, el militar, el estadista y el innovador.
Como bien lo ha señalado Rosalía Baltar (2006), de entre todas esas entonaciones del genio sarmientino, Lugones elige al educador como la predominante: “el magisterio es la actitud omnipresente” (27). En efecto, desde la perspectiva de su biógrafo, cuando Sarmiento es escritor, legislador, militar, estadista o innovador es siempre, al mismo tiempo, educador: Sarmiento es un “ser irradiante, en perpetua situación de docencia” (50). La constante actitud docente, entonces, sería aquello que da unidad a la multiplicidad, aquello que aglutina lo diverso.
De todos modos, lo que aquí pretendo no es repasar cada una de esas seis modulaciones del genio sarmientino mediante las cuales Lugones procura dar cuenta del “hombre múltiple”, y así destilar de él cierta “interesante unidad”, sino detenerme en una de ellas: la del militar. La razón de esto es que en el capítulo que Lugones le consagra al “Militar” se advierte algo en lo que me interesa hacer especial énfasis: el poder del biógrafo; un poder que en este caso particular habilita a Lugones a darle a Sarmiento una entidad como militar que durante su vida se le había tornado inasible, esquiva.
Lugones no tiene mayores problemas para exhibir ante sus lectores las credenciales de Sarmiento como educador, escritor, legislador, estadista o innovador. Los hechos y los escritos de Sarmiento, y aun la opinión de sus contemporáneos y de sus primeros biógrafos, le aportan materiales contundentes, inapelables. Distinto, sin embargo, es lo que ocurre cuando debe dar cuenta del Sarmiento militar, porque, en este caso, debe enfrentarse a una serie de materiales que pusieron en duda las dotes de Sarmiento como tal, e incluso lo ridiculizaron.
Para Lugones no hay dudas de que Sarmiento fue un notorio militar, un soldado cabal. De tal forma, aun en ciertos detalles adivina las huellas de lo castrense en su biografiado: por ejemplo, con respecto a su “pluma interesante y concisa”, estipula que “esa misma brevedad penetrante de su estilo” es “un rasgo militar”; y, en el mismo sentido, asegura que “[s]u misma fealdad, transformada en fiereza por la altivez, constituye un tipo militar: es un relieve de jefe” (215). De todos modos, Lugones es también consciente de que las participaciones de Sarmiento en el campo de batalla no fueron muy numerosas, y que acaso la más célebre de ellas (como “boletinero” en el ejército encabezado por Justo José de Urquiza que terminó con el largo gobierno de Juan Manuel de Rosas) ayudó a forjar la imagen de un militar discordante y algo ridículo en sus pretensiones. Ante esto, Lugones no se amilana sino que reivindica a su biografiado: “Sarmiento era el oficial de estado mayor a la moderna, es decir, el redactor de la guerra, que después lee el ejército sobre el campo de batalla” (énfasis del original; 215,). De hecho, ése es el principal argumento para defender la índole militar del biografiado: presentarlo como un adelantado, como quien -el genio siempre es discrepante, singular, y muy a menudo incomprendido- practicaba en solitario la guerra moderna en un teatro que le era hostil.
La letra del biógrafo, entonces, entra en disputa con otras representaciones (verbales o icónicas) que buscaron horadar la probidad de Sarmiento como militar o directamente se mofaron de ella; y entre esas representaciones, el principal blanco de la escritura del biógrafo son las varias caricaturas en que se ridiculizaba a Sarmiento como un militar más interesado en los entorchados y en las jerarquías que en la táctica o la estrategia. De este modo, la letra del biógrafo viene a reparar de manera póstuma una “injusticia”, a rectificar una perspectiva deformante (la de la “caricatura”), a revelar un “engaño”, a acreditar la existencia de un “héroe”:
La posteridad no puede continuar en su engaño sobre aquel general de la caricatura y del epigrama, que satisfacían en él los rencores del ejército gaucho. Débele en la vida de la gloria la reparación de aquella injusticia que tanto le amargó. El general Sarmiento es un hecho. Ganó batallas sin verlas, por telégrafo, anticipándose hasta en eso a los resultados de la guerra moderna. Inició el ejército científico, desde en la escuela hasta en el armamento terrestre y naval. Y además, fue un héroe; el hombre representativo de la existencia superior. La gran página de de la bandera es suya. San Martín, que le debió en hora aciaga su pan militar de desterrado, confíale el secreto histórico de Guayaquil como a un camarada. El pueblo que se proponía silbarle si concurría con traje militar, cuando el regimiento 11º le confirió el padrinazgo de su bandera, cambia de repente al verlo aparecer con todos los galones del rango. Sorpréndese y enmudece con un estremecimiento de veneración. Luego prorrumpe en aplausos. Es que ha visto y sentido en aquel aplomo del viejo león que se presenta lo que no esperaba: un general. (226)
En un trabajo ya clásico, Georges Gusdorf (1991) propuso que la autobiografía suele a menudo funcionar como una revancha ante la historia; vale decir, que mediante la escritura de sí el autobiógrafo conjura hechos que lo han dejado mal parado y, de este modo, hace justicia de sí mismo. Mutatis mutandi, habría que decir que ésta es la tarea que emprende Lugones al abordar la labor militar de su biografiado. El texto biográfico funciona como revancha post mortem: en esta biografía, Sarmiento es finalmente el militar que en vida no pudo ser. Y en la ejecución de esa revancha, la autoridad del biógrafo resulta primordial: Sarmiento es más militar en la letra de su biógrafo. Y así también, este “hombre múltiple” es, en esta biografía, aún más intachablemente múltiple.16
Biógrafo y biografiado
Entre quienes se han ocupado de estudiar el género biográfico, varios han insistido una y otra vez en indagar la relación enmarañada que se establece entre biógrafo y biografiado. Al respecto, François Dosse (2007) asegura, por ejemplo, que “[l]a biografía presupone, en general, una empatía y, en consecuencia, un transporte psicológico más o menos regulado” (66). En la misma línea, el biógrafo Michael Holroyd (2011) apunta que cierta hostilidad hacia el género proviene, justamente, de un hecho aparentemente inevitable: que el biógrafo se identifique con el sujeto biografiado.
Ante la ausencia de textos autobiográficos escritos por Lugones, a menudo se han leído las dos biografías que escribió (la Historia de Sarmiento y la inconclusa Historia de Roca) como textos sesgadamente autobiográficos. Así lo hicieron, entre otros, Noé Jitrik (1960), David Viñas (1982) y, más recientemente, María Pía López (2004). El primero, en su Lugones, mito nacional, afirma que “[…] la biografía del otro puede ser pretexto para hablar de uno mismo, con el respaldo que da la inevitable comparación. Al leer la Historia de Sarmiento, por ejemplo, he tenido la clara impresión de que Lugones hablaba de sí mismo’’ (48). El segundo, por su parte, no solo se detiene en el hecho de que Lugones, como antes lo había sido Sarmiento, era un “hidalgo, pobre, brillante y ambicioso”, sino que consigna que “Basta leer las biografías que les dedicó [a Sarmiento y a Roca] para advertir su identificación montañosa con el primero y en la jefatura castrense del segundo” (255). A su vez, María Pía López, en Lugones, entre la aventura y la cruzada, abona esa hipótesis de lectura al aseverar que
[e]n su Historia de Sarmiento es clara la elección de un modelo y un precursor. Sarmiento estuvo tan cerca de los dioses que las masas incultas no lo supieron comprender y las debió combatir. […] [Lugones] defiende su causa defendiendo el modelo del intelectual heroico. Construye un linaje, del cual es la continuación. Quiso ser Sarmiento: escritor y presidente. (18)
Frente a esas afirmaciones, que insisten en la asimilación que se produciría en la Historia de Sarmiento entre biógrafo y biografiado, Alejandra Laera (1998), en un artículo titulado “La construcción de un modelo intelectual: Lugones entre Sarmiento y Darío”, propone avanzar en un sentido contrario y no insistir en las similitudes sino, antes bien, en las “diferencias entre ambos escritores” (44). Así, entre otras cosas, asegura: “Lugones no está refuncionalizando un modelo anacrónico -el de Sarmiento- cuyas posibilidades de efectividad hacia el Centenario serían dudosas teniendo en cuenta las transformaciones sociales, políticas y culturales producidas en esos años” (44). Para Laera, entonces, Lugones era consciente de que implicaba un anacronismo repetir el modelo sarmientino y, en virtud de esto, postula un “nuevo modelo intelectual” que surge, siempre según esta crítica, de la “intersección de la serie sarmientina y la serie poética inaugurada por Rubén Darío” (45).
Por lo demás, no resulta llamativo que las lecturas divergentes de Laera y López hagan hincapié en un mismo fragmento de la Historia de Sarmiento: aquel en el que, luego de ponderar el hecho de que los mejores estadistas argentinos (y aun sus mejores presidentes) fueron, “ante todo, literatos”, Lugones (1911) se ve en la necesidad de aclarar, entre paréntesis, lo siguiente: “(El lector tendrá la cortesía de creer que no defendo mi causa)” (128). La postulación de la mayor o menor cercanía que habría entre biógrafo y biografiado -en última instancia, el deseo de Lugones de ser, o no ser, Sarmiento-, pasaría, en gran medida, por creer o no creer lo que se afirma en ese paréntesis. ¿Es sincero Lugones cuando alega que no es su propósito entremezclar su nombre entre un grupo de estadistas-literatos que incluiría a Moreno, Echeverría, Alberdi, Mitre y Sarmiento o, por el contrario, ese paréntesis está allí como sibilina manifestación de que, efectivamente, su valía como literato lo hacía digno de ser considerado como político, como estadista?17
Pero lo que me interesa aquí es no tanto esa identificación entre biógrafo y biografiado, que acaso se produciría en la Historia de Sarmiento (identificación que Jitrik, Viñas y López postulan, y que Laera pone en cuestión), sino, antes bien, demorarme en un fragmento del texto lugo-niano que estaría diciendo algo diferente: no ya que biógrafo y biografa-do serían la misma cosa o que el primero mantendría con el segundo una relación a la vez de aproximación y distanciamiento, sino que, sin saberlo, fue el propio biografiado el que se ocupó de forjar a su futuro biógrafo.
Veamos cómo. En el capítulo denominado “El educador”, Lugones narra la voluntad de Sarmiento por atiborrar el país de bibliotecas populares. El biógrafo, en principio, está de acuerdo con la iniciativa de su biografiado: “No hay educación popular posible sin bibliotecas” (189), afirma. De todos modos, este biógrafo que, como ya se dijo, no siempre es condescendiente con su biografiado, informa también a renglón seguido que:
La iniciativa fue aquí [en la Argentina] un fracaso. Sarmiento no tuvo colaboradores, y el mismo carecía de las dotes esenciales de administrador. La contabilidad y la distribución de las rentas fueron malas. Esta última hubo de quedar suprimida por la crisis económica de 1876. El reparto no obedeció a método alguno. La elección de las obras fue generalmente inadecuada. (189)
Y sin embargo, en ese mismo sector del libro, Lugones consigna un episodio autobiográfico que viene oportunamente a demostrar que no toda la actividad de Sarmiento en pos de la constitución de múltiples bibliotecas populares a lo ancho y a lo largo de la República fue en vano. Así, cuenta que en 1882, cuando vivía en Ojo del Agua (Santiago del Estero), uno de los maestros de la escuela local a la que acudía le prestó un libro que pertenecía a “los restos de una de aquellas bibliotecas”; el libro era La metamorfosis de los insectos y sobre su encuentro con él, Lugones (1911) confesa:
Aquello fue la primera luz de mi espíritu, la surgencia de la honda fuente que venía a revelarme el amor por la naturaleza por medio de la contemplación científica. Y yo sé que esto ha constituido la determinación profunda de mi vida intelectual. Mi predilección por las ciencias naturales que contribuí a instituir como fundamento de la enseñanza débolas a ese estudio infantil. (énfasis del original; 190)
A su vez, en esa misma página, el biógrafo relata que por las noches su padre le leía otro libro de esa “destartalada biblioteca”: la Jerusalén liberada de Torquato Tasso, libro en el cual el niño Lugones, así como había descubierto la ciencia en La metamorfosis de los insectos, descubrió la poesía.18 La conclusión de esta anécdota sobre la iniciación de Lugones en la ciencia y en la poesía gracias al empeño de Sarmiento por llenar el país de bibliotecas populares es la siguiente:
A cuántos otros espíritus no habrán revelado cosas semejantes los libros dispersos de aquella empresa prematura. ¿Y no es, acaso, una justificación, que el grande hombre despertara con ella en el niño desconocido la noción de belleza y verdad, puesta ahora por el biógrafo a la tarea de narrar su vida heroica? (190)
El vínculo entre Lugones y Sarmiento, por tanto, radica en este pasaje que considero fundamental no tanto en la identificación o la distancia entre uno y otro, sino en el hecho de que el primero justifica su idoneidad para escribir la biografía del segundo en razón de que su formación tuvo su origen en un proyecto quizá no tan malogrado de este último. Habría, por tanto, una doble legitimación -o “justificación”, para usar el término que elige Lugones- para la empresa de escribir esta biografía: el encargo oficial y los inicios de la formación del biógrafo en la ciencia y en la poesía gracias a un proyecto del biografiado en su rol de “educador”.
Por lo demás, Lugones parece estar convencido de que el genio, el grande hombre, necesita inevitablemente del biógrafo para poder gozar de una gloria a la que éste no puede acceder en vida:
¡Pobres grandes hombres con su carga de genio que solo depositarán a la orilla del sepulcro, confando a la sentencia irreparable de la muerte la justificación difícil de su vida! ¡Terrible lote de la predestinación, avara solo para ellos de la luz que llevaban, y cuyo alcance futuro rinde todavía a los ingratos el consuelo de la inmortalidad! (263)
De este modo, frente al ninguneo y al silencio de los mediocres, se levanta la letra monumental -y reparadora- del biógrafo: “Aquí donde el autobombo es una regla infalible de éxito para el mediocre, no le perdonaron la verdad de su gloria” (53).
Usos de la biografía
Como ya se dijo más arriba, Lugones escribe la Historia de Sarmiento a pedido del Presidente del Consejo Nacional de Educación. Se trata, pues, de un encargo del Estado.19 En razón de esto, no es extraño -más aún: es esperable- que el libro funcione no solo como uno en el que se labra la reputación de un héroe de la patria, sino como uno en el que se celebra el estado en que se encontraba esa patria cuando se escribe el texto. Narrar la historia de Sarmiento es, de este modo, aludir también a los prolegómenos de un presente triunfal. Por ello -y esto es un ejemplo entre otros que podrían ofrecerse- cuando Lugones (1911) narra la actividad de Sarmiento como “estadista”, escribe:
Aquello [su energía como estadista] es, como siempre, una cuestión de ideas. Y lo que demuestra la eficacia propulsora de este elemento, integrado en el bien de la libertad, es que las ideas han hecho de la colonia española más atrasada y pobre, el país más progresista de Sud-América. Educar el ciudadano, el ejército, la legislación, la industria, la política: he aquí el medio. (énfasis mío; 228)
El texto, de todos modos, no es absolutamente celebratorio con respecto al presente de ese país al que, de todos modos, se define como el “más progresista de Sud-América”. Muy por el contrario, Lugones halla que no todas las características de ese país son para encomiar; y entre ellas, lo preocupa muy fuertemente el escaso peso que en él estaban teniendo las “ideas” frente a la primacía de lo material. Por ello, junto a párrafos como los que acabo de transcribir, consigna afirmaciones como ésta:
De aquí que el programa de Sarmiento [“Educar al soberano”] continúe en vigencia, y que sea más urgente cada vez. Nuestro atraso político se agrava día a día por la doble acción divergente del tiempo y del incesante progreso material. Las ideas son ahora más necesarias que nunca. (énfasis mío; 228)
Es decir, en Historia de Sarmiento el diagnóstico que da Lugones acerca del “ahora” en el que escribe es ambivalente: no se trata tan solo de que la nación viva una evolución material indiscutible y, al mismo tiempo, una también indiscutible carestía espiritual, sino de que esta última es consecuencia, precisamente, de aquella evolución, de aquella hipertrofa material. De hecho, el odio hacia “este mundo modernísimo” que Lugones le adjudica a su biografiado es, antes bien, su propio odio, su propio malestar:
De aquí su odio implacable a la hipocresía de los bribones, al entorno de los necios, a la crueldad de los engreídos, a la fatuidad de los pedantes; en una palabra, a la farsa triunfal de este mundo modernísimo, dominado por el cartel de anuncios que es el blasón de las plutocracias; al resoplante bluf que envida en dólares contra las estrellas, paseando por el firmamento su montgolfera baladí. (18)
Mi propuesta, por tanto, es que el uso que hace Lugones de la biografía no reside esencialmente en pretender que se lo equipare con su biografiado (y así, por ejemplo, acceder a los mismos cargos que aquél había ocupado), sino en servirse de ella como plataforma para pronunciarse sobre temas que lo inquietaban particularmente, y que consideraba prioritarios para torcer el rumbo desafortunado que, desde su perspectiva, había tomado la nación. Lugones (1911), entonces, utiliza la biografía para denunciar con vehemencia un estado de cosas (en especial, el de la prevalencia de los intereses materiales por sobre cualquier otro) y para buscar persuadir a sus posibles lectores acerca de la necesidad de volver a darles un lugar relevante a las “ideas” y al “espíritu”.20 “La civilización es una cuestión de ideas” (138) vocifera machaconamente el biógrafo en Historia de Sarmiento ante un auditorio que, sin embargo, no parece querer prestarle demasiada atención a esa prédica.21