1. Introducción: ideologías lingüísticas e historia de la lengua
La historiografía de las variedades chilenas de la lengua española se ha enfocado preferentemente en el periodo colonial (Cartagena, 2002; Contreras, 1995, 1998, 2000, 2004, 2005, 2007; Kordić, 2000-2001, 2011; Matus, 1998-1999; Matus, Dargham y Samaniego, 1992; Rojas, 2011; San Martín, 2006; entre otros). El tema no puede considerarse agotado, en absoluto, pero al menos contamos con buenos fundamentos para hacer algunas generalizaciones, tales como la de que los rasgos meridionales o “atlánticos” característicos de buena parte de las variedades americanas del español, entre ellos el seseo o el debilitamiento de consonantes implosivas, muestran una firme tenacidad histórica en el dialecto chileno y se encuentran ya asentados al finalizar la Colonia.
Por otro lado, lamentablemente no contamos todavía con fundamentos tan seguros para hacer generalizaciones sobre el periodo de la Independencia en la historia de los hispanohablantes chilenos. A pesar de que ya contamos con un puñado de investigaciones sobre este periodo (Avilés y Rojas, 2015; Frago, 2010a, 2010b; Matus, 1991; Rojas y Avilés, 2016), los estudios descriptivos todavía son escasos, y no precisamente por falta de documentación. A pesar de lo anterior, algunas de las investigaciones sobre la parte tardía de la Colonia aventuran hipótesis sobre las dinámicas de cambio lingüístico que pudieron haber caracterizado la época independiente, marcada por “el inicio del desarrollo del proceso de estandarización de la lengua española en Chile” (Matus et al., 1992, p. 562). Para Cartagena (2002), este habría comenzado en la segunda mitad del XVIII, pero transcurriría fundamentalmente entre 1842 y 1938.
Si aceptamos que la estandarización es uno de los procesos centrales del periodo independiente chileno, vale la pena considerar la totalidad de las diversas facetas asociadas a este tipo de proceso sociolingüístico, entre las cuales me interesa particularmente su dimensión ideológica, sicosocial y política. Es sabido que la selección de variantes lingüísticas y su elevación a la condición de estándar no tienen que ver con sus propiedades intrínsecas, sino más bien con su indicialidad respecto del poder y de las jerarquías sociales, es decir, “su capacidad para señalar elementos del contexto de la enunciación, indicar identidades sociales y construir relaciones entre los interlocutores” (Del Valle y Meirinho, 2016, p. 625). En esta perspectiva, el estudio de la estandarización linguistic “is less about language itself as function and structure, than it is about ideologies and hegemonies about language” (Inoue, 2006, p. 121). Los estudios de ideologías lingüísticas (cf. Del Valle y Meirinho, 2016) han mostrado que estos sistemas de representaciones situados socialmente se conforman, reproducen y transforman a través de los discursos, de manera que, finalmente, una parte importante del estudio de la estandarización lingüística en cualquier contexto histórico consiste en el estudio de los discursos acerca de la lengua, debidamente contextualizados en su marco histórico, político y cultural.
Este es evidentemente también el caso de la estandarización en el Chile hispanohablante del siglo XIX. Precisamente, es el periodo en que emerge una abundante cantidad de discursos acerca de la lengua española, cosa que raramente se observa en Chile en los siglos anteriores. Es cierto que los discursos metalingüísticos tienen importancia descriptiva para el estudio de la historia de la lengua española en Chile, pues la prescripción implica exhibir1. Pero más allá de esta veta descriptiva de los documentos metalingüísticos, nos interesa destacar la importancia que tienen en sí mismos los discursos normativos acerca de la lengua española y las ideologías acerca del lenguaje asociadas a ellos, que eclosionaron y circularon durante el siglo XIX en Chile. El estudio de estos discursos nos permite acercarnos a comprender las motivaciones extralingüísticas (políticas, económicas, etc.) que tuvieron los actores sociales que intervinieron como agentes de estandarización lingüística.
Un aspecto específico de los discursos sobre la lengua del siglo XIX chileno que todavía no ha sido estudiado con detalle es la concepción y valoración del cambio lingüístico que les subyace. Nos parece especialmente interesante abordar este problema específico, pues se puede sospechar que este se imbrica, en el imaginario de los intelectuales chilenos de la época, con el problema más general del cambio (social, político, etc.), central en el contexto de formación y consolidación del Estado-nación independiente2. Es decir, se trataría de un objeto lingüístico-ideológico que permite, precisamente, asomarnos a la dimensión política de las representaciones que se construyen durante la estandarización. Con el presente trabajo, mediante el examen de documentos metalingüísticos de la época, nos proponemos contribuir a esclarecer dicho problema.
2. Cambio lingüístico y unidad del idioma en la primera mitad del XIX: Andrés Bello
Debemos dejar en claro desde un comienzo que el cambio lingüístico en realidad no suele tematizarse como tal en los discursos metalingüísticos del siglo XIX chileno. Es un asunto más bien latente y subyacente a una de las preocupaciones lingüísticas fundamentales de las élites hispanohablantes de la época de las Independencias: la unidad de la lengua española. Quizá el que no se hable de cambio lingüístico en estos discursos obedece a que el estudio del lenguaje en Chile, durante este siglo, se encuentra en una etapa previa a la profesionalización y a la aparición de una lingüística tal como la entendemos hoy, que precisamente durante ese mismo siglo desarrollaba sus principales contribuciones al entendimiento del desarrollo histórico del lenguaje3. Por lo mismo, puede decirse que en estos autores el concepto de cambio lingüístico se encuentra en un estado preteórico.
José del Valle (comunicación personal) propone que, en la América hispanohablante del XIX, el cambio (manifestado fundamentalmente en su faceta de la innovación) tenderá a ser valorado positiva o negativamente de acuerdo con si se lo entendía como factor de convergencia (unidad) o de divergencia (fragmentación) lingüística. Esta idea parece muy razonable como hipótesis de trabajo para abordar el caso chileno, porque en este ambiente cultural, y especialmente durante la segunda mitad del siglo (Rojas 2015), predominó la ideología de la lengua estándar (Milroy, 2007), imponiéndose hegemónicamente por sobre la ideología de corte romántico representada por Sarmiento4. La ideología de la lengua estándar, precisamente, pone en un lugar central el ideal de la unidad del idioma.
La ideología de la lengua estándar corresponde a un sistema de creencias (generador a su vez de actitudes fuertemente prescriptivas y naturalizadas como sentido común en la mayoría de las sociedades modernas) que opera reductivamente sobre el objeto discursivo “la lengua”, identificándola con una única forma legítima, el estándar, caracterizado por propiedades como la corrección y asociado al prestigio social manifiesto, y que funciona como medida de calidad para toda conducta lingüística. En esta ideología lingüística, lo distinto al estándar no es variación, sino error, incompetencia, incorrección, en fin, simplemente no es parte de la lengua en cuestión.
La ideología del estándar tiene como uno de sus componentes fundamentales el mito de la homogeneidad lingüística, que se basa en “the assumption that a language can reach perfection and that it can be completely homogeneous” (Watts, 2012, p. 595); perfección, en este contexto, se entiende como ‘pureza, inmutabilidad, consistencia lógica total, etc.’. La estandarización, en el fondo, se basa en un ideal inalcanzable: la imposición de uniformidad sobre una clase de objetos (las conductas lingüísticas) que por naturaleza son variables. Justamente por esa razón el ideal de la homogeneidad tiene condición de mito.
De modo congruente con dicha ideología lingüística, la homogeneidad, la estandarización de la lengua española, fue sentida por las élites gobernantes hispanoamericanas del XIX como una necesidad para el funcionamiento apropiado de las nuevas naciones independientes. De tal manera, la percepción de la amenaza de la fragmentación conllevaba preguntarse qué medidas podían o debían tomarse para evitarla y quiénes debían estar a cargo de ellas5.
En el contexto chileno, es Andrés Bello (1781-1865) el primero que pone énfasis en el valor comunicativo y político de la unidad lingüística. Este político nacido en Venezuela, abogado, escritor y filólogo, llegó a Chile en 1829 y desempeñó un papel fundamental en la formación de la República chilena (Jaksić, 2010). En una declaración muy citada del prólogo de su Gramática, Bello expresó que promover la unidad de la lengua española permitiría contar con “un medio providencial de comunicación y un vínculo de fraternidad entre las varias naciones de origen español derramadas sobre los dos continentes” (ܷ] 2013, p. 48). Los románticos como Sarmiento, en cambio, planteaban abiertamente una escisión lingüístico-ideológica respecto de España, lo que conllevaba valorizar la diferencia idiomática con la metrópoli y de esta manera reforzar la autonomía identitaria de las nuevas naciones.
En Chile, fueron Bello y sus epígonos, a quienes podemos llamar racionalistas (siguiendo la tipología modelos culturales de la estandarización propuesta por Geeraerts (2016)), quienes triunfaron en esta pugna ideológica, principalmente gracias a su influencia política y cultural (recuérdese que Bello, además de oficial ministerial y senador, fue rector fundador de la Universidad de Chile, cargo que conservó hasta su muerte), y, creemos, también, gracias a que su proyecto lingüístico-cultural era muy afín a la pulsión por el orden y la estabilidad que marcó la política de la República Conservadora desde 1830 hasta 1860 aproximadamente. Por esta razón, a los racionalistas chilenos les fue posible aplicar sus ideas mediante una política lingüística de tipo prescriptivo apoyada de manera oficial por el Gobierno chileno y materializada en numerosos instrumentos lingüísticos (Auroux, 2009) o escrituras disciplinarias (González-Stephan, 2004), destinadas a la corrección de los hábitos idiomáticos que, según se creía, iban en detrimento de la unidad de la lengua española en América. Los diccionarios de provincialismos chilenos, por ejemplo, según hemos explicado en algún trabajo anterior (Rojas, 2010), pueden ser interpretados como los mecanismos discursivos a través de los cuales se daba forma concreta al proceso de estandarización en nuestro país, sobre todo en cuanto a los procesos de selección y codificación, operando como macroactos de habla directivos destinados a modificar las conductas lingüísticas de los hispanohablantes chilenos para hacerlas coincidir con el estándar que garantizaba la preservación de la unidad.
La unidad de la lengua era importante para los racionalistas porque evitaría una situación indeseada: una posible fragmentación dialectal de la lengua española en Hispanoamérica, análoga a la experimentada por el latín al fragmentarse el Imperio romano e iniciarse una era que las naciones europeas modernas veían con malos ojos por su “oscuridad” cultural, y que los americanos no querían ver replicada, por lo tanto, en sus nuevas naciones. Pero la variación lingüística también era vista por Bello, concretamente, como un obstáculo práctico para el progreso y los asuntos cívicos de las nuevas naciones.
[La avenida de neologismos de construcción], alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros; embriones de idiomas futuros que durante una larga elaboración reproducirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín. Chile, el Perú, Buenos Aires, México, hablarían cada uno su lengua, o por mejor decir, varias lenguas, como sucede en España, Italia y Francia, donde dominan tres idiomas provinciales, pero viven a su lado otros varios, oponiendo estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional. (Bello [1847] 2013, p. 48-49; negritas del autor).
El modelo ideal de español unificado, el “español correcto” de los racionalistas chilenos, que funcionaba como foco de la convergencia, tenía un marcado sesgo propeninsular. Como ha mostrado Moré (2014, p. 93-103), a pesar de que Bello parece a veces valorar positivamente la particularidad lingüística americana (“Chile y Venezuela tienen tanto derecho como Aragón y Andalucía para que se toleren sus accidentales divergencias” (Bello, [1847] 2013, p. 49)), también, revela en varias otras partes de sus escritos su preferencia por la norma peninsular (“los que se cuidan de evitar todo resabio de vulgarismo en su pronunciación [...] distinguirán también la s de la z o c” (Bello, [1833-1834] 2013, p. 78)).
Es decir, se trataba de construir unidad idiomática en torno a un modelo que, para los chilenos, tenía carácter exógeno, pero que tenía la ventaja de que se vinculaba con una larga tradición cultural que para sujetos como Bello garantizaba orden y estabilidad debido a la abundancia de modelos (Jaksić, 1999). En la medida en que las innovaciones en el lenguaje corrieran por los cauces de esta tradición, entonces, el cambio no era sentido como una amenaza a la unidad, pues la tradición era en teoría compartida por todos los hispanohablantes, sino, por el contrario, podía incluso convertirse en equivalente de progreso6.
3. La segunda mitad del XIX: los epígonos de Bello
Los discursos lingüístico-ideológicos de autores de diccionarios, gramáticas o ensayos metalingüísticos de la segunda mitad del XIX, miembros de la élite cultural hispanohablante chilena (tales como Valentín Gormaz, Ramón Sotomayor, Zorobabel Rodríguez, Fidelis del Solar, Fernando Paulsen, Aníbal Echeverría y Reyes, entre otros), muestran un importante grado de coherencia grupal en sus ideas y actitudes acerca de la lengua española, que permite caracterizarlos como una comunidad discursiva (Watts, 2008) chilena articulada en torno al lenguaje como objeto de reflexión, en el sentido de que compartían intereses (por ejemplo, la educación lingüística), metas (por ejemplo, la unidad del idioma) y creencias.
Esta comunidad discursiva instancia una versión históricamente circunstanciada de la ideología de la lengua estándar, afín a los modelos racionalistas de la estandarización lingüística, y de impronta culturalmente conservadora. Se puede ver en sus discursos, nuevamente, una actitud en principio (pero no necesariamente) negativa hacia el cambio lingüístico, congruente con la condición de epígonos de Bello que ostentaban todos estos personajes. En principio negativa, decimos, porque si una innovación de los hablantes chilenos cumplía con ciertos requisitos (los “cauces” a los que nos referimos antes), estos autores consideraban que era digna de integrarse al estándar, es decir, podía pasar a ser objeto de valoración positiva.
Vamos a exponer ahora algunos ejemplos de cómo se manifiesta este patrón lingüístico-ideológico en algunos de los discursos metalingüísticos de los autores de este grupo.
Valentín Gormaz (1860), en sus Correcciones lexigráficas sobre la lengua castellana, señala, entre varios “defectos” que caracterizan al dialecto chileno, el usar variantes que “no existen”, es decir, innovaciones que exceden los límites impuestos por el estándar, que fija los límites del ser de la lengua. Además de muchas innovaciones léxicas que “no existen” por haber ya una expresión equivalente en el estándar, Gormaz censura variantes morfológicas (abanderarse por abanderizarse) o de pronunciación (brigadiel por brigadier). Un gran número de las variantes de pronunciación consideradas por Gormaz como “inexistentes” se explican por tendencias de pronunciación características del dialecto chileno en cuanto variedad del español atlántico: debilitamiento de /s/ implosiva (arriejar por arriesgar o refalar por resbalar), neutralización de líquidas implosivas (arcancía por alcancía), seseo (fresada por frazada), yeísmo (rayo por rallo) o debilitamiento de /d/ (grea por greda).
La declaración de “inexistencia” por parte de Gormaz puede entenderse mejor sobre el trasfondo de la ideología de la lengua estándar, de acuerdo con la cual, como ya explicamos, la actuación lingüística “correcta” se reduce al modelo ideal de lengua, de modo que las innovaciones surgidas en variedades regionales o sociales son catalogadas como error o producto de una mera falta de competencia idiomática: es decir, al “no saber hablar”. La innovación, en este caso, queda casi condenada de antemano a una valoración negativa, por considerársela equivalente a error, a confusión, a equivocación, a desvío de respecto de una conducta esperada, desvío que obstaculiza la unidad.
El discurso “Formación del Diccionario Hispano-americano”, de Ramón Sotomayor (1866), toca un aspecto muy concreto de la ideología lingüística del XIX hispanoamericano: el papel que asignaba esta comunidad al diccionario en el proceso de estandarización. La intención de Sotomayor queda clara al comenzar su discurso: proponer la creación de un diccionario de lengua española hecho por hispanoamericanos, con el propósito de “evitar la degeneración del idioma castellano en las diversas secciones de la América antes española” (p. 665). Para este autor es de especial necesidad levantar esta autoridad lingüística en Hispanoamérica, pues en este contexto contribuyen en particular a dicha “degeneración”: 1) la idea generalizada de desespañolizar América (asociada, según nuestro autor, a la adopción de extranjerismos léxicos y el calco del estilo literario extranjero), 2) la inmigración extranjera, fuente de disrupción de “la unidad i la fisonomía clásica de nuestra lengua, inundándola de elementos que no ha menester i que, con conservar su forma estrambótica, la van desfigurando caprichosamente” (p. 667) el mal manejo del idioma por parte de los periodistas, quienes, en la urgencia exigida por la contingencia noticiosa, escriben con poco cuidado.
Para Sotomayor, el modelo idiomático que debe servir como foco de la convergencia es la lengua literaria. Fijar el carácter propio del idioma, por otra parte, para él igual que para Bello, contribuye a darle la capacidad de ir a la par del “progreso de las ideas i […] las novedades que ocurren en la vida social” (Sotomayor, 1866, p. 669), capacidad necesaria, pues “si el lenguaje no es mas que el conjunto de signos para manifestar las ideas, preciso es que su horizonte se estienda al par del pensamiento” (p. 669).
Esta consideración le abre espacio para plantear el problema del neologismo, que es un tipo específico de innovación que concentra gran parte de la atención de estas reflexiones (indirectas) acerca del cambio lingüístico por parte de los intelectuales chilenos de la segunda parte del siglo. Sotomayor considera que el neologismo es prerrogativa de los escritores y que la introducción de nuevos vocablos debe ir por la senda de la necesidad denominativa y el ajuste a una especie de “genio” del idioma. La lengua castellana para Sotomayor debe ser selectiva precisamente por haber ya alcanzado un alto grado de cultivo literario (es “un idioma ya formado”), de modo que “es bueno juntar la puerta, aunque sin condenarla” (Sotomayor, 1866, p.670). El autor considera que en realidad muchas de las innovaciones léxicas se deben a simple desconocimiento de la tradición del idioma, y estas innovaciones por tanto son prescindibles.
En el Diccionario de chilenismos de Zorobabel Rodríguez (1875), se pueden apreciar claramente, a lo largo del cerca de millar de entradas léxicas que lo conforman, los criterios utilizados comúnmente por los integrantes de esta comunidad discursiva para declarar aceptable una innovación lingüística propia del castellano chileno. A modo de ejemplo, Rodríguez tolera la existencia de provincialismos en el nivel culto si estos aluden a un referente o concepto para cuya denominación la lengua castellana no posee ningún equivalente exacto. Lo anterior se refleja claramente en la monografía sobre pirca. El dato que sirve a Rodríguez para concluir que es un uso aceptable consiste en que existe una laguna denominativa en la lengua castellana con respecto a este referente (un tipo de pared de piedras con barro), ya que para llamar a este tipo específico de pared no existe otro equivalente exacto. Consecuentemente, un provincialismo que satisfaga dicho vacío, como pirca, será considerado por el autor como una “voz útil”, pues su adición al caudal léxico español responde a una necesidad denominativa.
Además de préstamos léxicos provenientes de lenguas indígenas, como pirca, también hay innovaciones americanas de raigambre hispánica que merecen, en opinión de Rodríguez, incorporarse a la lengua ejemplar (el resalte con negritas es nuestro):
DICTAMINAR. El señor Salvá pone a esta voz la nota: “Provincialismo de la América Meridional, dar dictamen”, aseveración confirmada por el silencio que acerca de ella guarda el Diccionario de la Academia. De desear sería que se procediese cuanto antes a otorgarle carta de ciudadanía; pues es lo cierto que si se eliminase no quedaría, para expresar la idea, más arbitrio que recurrir al circunloquio dar dictamen, y sabido es que nunca debe desterrarse un vocablo correctamente formado, aunque sea nuevo, para servirse de circunloquios o de frases. EMPASTAR, EMPASTADOR. Significa el primero encuadernar libros en pasta, y el segundo la persona que tiene por oficio el de encuadernarlos así. Son provincialismos de la América Meridional, segun Salvá; pero mui dignos de conservarse porque, además de bien formados, no tienen equivalentes castizos.
Frente a los testimonios lexicográficos y el carácter provincial de la voz, cobra mayor importancia para Rodríguez la satisfacción de una necesidad de denominación resuelta por el vocablo en cuestión. Así, en el primer caso, a pesar de que dictaminar sea considerado un provincialismo, la alternativa es un circunloquio, lo que va en contra de la economía de expresión, que es una virtud para Rodríguez. Es importante notar que a propósito de dictaminar nuestro autor hable de “otorgar carta de ciudadanía” a un vocablo, frase con la cual activa una metáfora conceptual compleja según la cual la lengua española es un Estado-nación y los vocablos son los ciudadanos de la nación, además de haber un procedimiento legal de nacionalización que permite a un vocablo “no ciudadano” convertirse en ciudadano, por los servicios que ofrece. Es una metáfora interesante porque alude a ámbitos culturales de gran significancia para los intelectuales chilenos del siglo XIX, como son la nación y el orden legal que configura al Estado.
Incluso un extranjerismo, que Rodríguez en principio rechazaría violentamente, puede ser aceptado en el estándar si llena un vacío denominativo. Tal es el caso de expreso, el que, aunque sea “chilenismo tomado del inglés”, es considerado por Rodríguez “útil” por su doble función de sustantivo referido a una casa de comercio que transporta encomiendas y de adjetivo aplicado a trenes que hacen su viaje de manera más rápida que los comunes.
Los ejemplos anteriores de Gormaz, Sotomayor y Rodríguez ilustran la tónica general de los autores de esta comunidad discursiva conformada por los epígonos de Bello de la segunda parte del siglo XIX. Si hubiera que escoger una imagen general que represente la visión que tenían estos sujetos del devenir histórico del lenguaje en el marco de las naciones americanas, más allá de creencias particulares, aquella imagen sería la del progreso sometido a un orden, la del cambio sometido a principios reguladores. Varios de estos intelectuales se distanciaban conscientemente del purismo extremo que rechaza toda innovación, por considerarlo poco apto para el contexto de la consolidación del Estado chileno. En cambio, abrazaban la posibilidad de incorporar innovaciones, pero siempre y cuando estas cumplieran con ciertos requisitos de calidad, que contribuirían a mantener la lengua dentro del cauce impuesto por lo que era considerado como una especie de “genio del idioma” (aunque varios de nuestros autores jamás usan este concepto).
La posibilidad de admitir innovaciones en el idioma, por otra parte, aseguraba para la élite hispanohablante chilena un espacio de participación en el marco más general de la política y planificación lingüísticas del conjunto de naciones que compartían esta lengua, incluida España. En el texto programático de Sotomayor, sobre todo, se puede apreciar el deseo de participación que motiva a los hispanohablantes chilenos a intervenir en la reflexión metalingüística del XIX. No debe perderse de vista, de cualquier modo, que este deseo de inspiración revindicacionista es muy distinto del separatismo propugnado por románticos como Sarmiento durante la primera mitad del siglo. Los autores de la segunda mitad del siglo se sienten parte de una comunidad transnacional, con la cual quieren activamente compartir lo que sentían como un patrimonio común, a saber, la lengua castellana y sus monumentos literarios y culturales. Es decir, eran prototípicamente racionalistas e hispanistas en cuanto a la lengua. De ahí el empeño que ponen en la necesidad de difundir y acatar los principios que actúan como “filtros” para seleccionar unidades léxicas y otros rasgos lingüísticos con miras a integrarlos a un estándar supra-nacional. Sin embargo, los autores se atribuyen y reconocen un lugar subordinado o periférico (en relación con España) dentro del concierto glotopolítico internacional.
Lo que tienen de común los autores estudiados puede entenderse como una versión históricamente contextualizada de la ideología de la lengua estándar, que se manifiesta acá al considerarse como parámetro de corrección un objeto ideal platónico hacia el cual deben tender las conductas idiomáticas para ser consideradas socialmente válidas. El modelo ideal es objetivado a través de una serie de principios que reflejan el “genio del idioma”, así como a través de los códigos de la Academia española. Son estos los parámetros, entonces, que orientan la conducta lingüística deseable, la cual, por otra parte, corresponde con la variante propia del grupo que goza de mayor nivel socioeconómico y de mayor prestigio social, el habla de los cultos, grupo al cual pertenecen los autores que hemos estudiado. Finalmente, este modelo (un español culto internacional, de raigambre literaria y castellanizante) es erigido de manera exclusiva como el único hablar legítimo. Los autores de nuestro corpus a menudo hablan de “la lengua”, como si esta tuviera unos límites bien definidos que sirven para separar tajantemente entre las conductas que caen dentro de su espacio imaginario y las que no. Para estos intelectuales, “esta lengua de Estado se convierte en la norma teórica con que se miden objetivamente todas las prácticas lingüísticas” (Bourdieu, 2001, p.19), lo cual se refleja en el quisquilloso escrutinio al que son sometidas las variantes percibidas como innovaciones particulares de la comunidad hispanohablante chilena, alteradoras de la unidad.
Como ha destacado Huisa (2013), no puede obviarse que la reflexión metalingüística de la época, en Chile y en otros lugares de América, tiene por marco el proceso de formación del Estado y de la “invención de la nación”. La instrumentalidad política, precisamente, es el sentido que tiene para nuestros autores preocuparse por el lenguaje. Y aquí política debe entenderse en un sentido amplio, en que ocupa un lugar fundamental la educación. Varios de nuestros autores conciben sus propias obras como tareas al mismo tiempo patrióticas y educativas. Las formas expositivas que adoptan sus discursos, entonces, se relacionan con la utilidad que se les asignaba.
Coincidimos con Huisa (2013) en que, en lugar de la oposición historiográfica tradicional entre conservadores y liberales, resulta más productivo para el caso que estudiamos considerar el republicanismo7 como paradigma explicativo. La mayoría de los miembros de la comunidad discursiva que caracterizamos tuvo adscripción política al Partido Conservador, pero hay que tener en cuenta que el conservadurismo chileno igualmente funciona dentro de esquemas republicanistas. En efecto, la inspiración del ideario liberal resulta clave, por ejemplo, para entender la prominencia del ideal educativo en la reflexión metalingüística. Y esto, como destaca Arnoux (2008, p.9 y ss.), tiene que ver con el deseo de formar ciudadanos funcionales a los intereses del Estado y el progreso de la nación.
El lema “Lengua oficial y unidad política” (Bourdieu, 2001, p.18) sintetiza muy bien la relación entre lenguaje y política que subyace a los discursos de esta época. La unidad idiomática, deseada y garantizada por la ideología de la lengua estándar, tiene directa relación con la unidad política. La estandarización lingüística, proceso al cual respondían los textos lexicográficos, gramaticales y ortográficos que tanto abundaron en la segunda parte del Chile decimonónico, se enmarca en la homogeneización del Estado. Las palabras del sociólogo francés, nuevamente, sirven muy bien para explicar lo que sucede en el caso chileno:
La lengua oficial se ha constituido vinculada al Estado [...]. Es en el proceso de constitución del Estado cuando se crean las condiciones de la creación de un mercado lingüístico unificado y dominado por la lengua oficial: obligatorio en las ocasiones oficiales y en los espacios oficiales (escuela, administraciones públicas, instituciones políticas, etc.), esta lengua de Estado se convierte en la norma teórica con que se miden objetivamente todas las prácticas lingüísticas. Se supone que nadie ignora la ley lingüística, que tiene su cuerpo de juristas, los gramáticos, y sus agentes de imposición y control, los maestros de enseñanza primaria [...]. Para que una forma de expresión entre otras (en el caso de bilingüismo una lengua, un uso de la lengua en el caso de la sociedad dividida en clases) se imponga como la única legítima, es preciso que el mercado lingüístico se unifque y que los diferentes dialectos de clase [...] se midan en la práctica por el rasero de la lengua o según uso legítimo [sic]. La integración en la misma “comunidad lingüística”, que es un producto de la dominación política constantemente reproducida por instituciones capaces de imponer el reconocimiento universal de la lengua dominante, constituye la condición de la instauración de relaciones de dominación lingüística (Bourdieu, 2001, p.19-20).
Hay que volver a Andrés Bello para comprender cabalmente el sentido de estos discursos metalingüísticos en cuanto manifestaciones de proyectos de política cultural. Las creencias y actitudes acerca del lenguaje que hemos identificado, a pesar de la inspiración liberal, son culturalmente conservadoras. Es muy relevante el hecho de que una acción clave tanto para Bello como para sus epígonos autores era la de conservar, mantener, es decir, una remisión a la tradición. Los autores que estudiamos se sienten parte de una comunidad culta transnacional articulada, tanto en el nivel simbólico como en el nivel de las prácticas, en torno a la lengua culta literaria castellana. Por pertenecer a esta comunidad, disfrutan de los beneficios derivados de ella (prestigio social, por ejemplo), pero también asumen responsabilidades (las “tarea patriótica”), entre las cuales se encuentra el preservar la tradición (lo cual implica conocerla, es decir, ser culto), que constituye en gran medida el fundamento de legitimidad de la misma comunidad. De ahí la necesidad percibida de cultivar el idioma, para mantenerlo dentro de los cauces delineados por la tradición, a pesar de las novedades exigidas por el progreso.
Pues bien: Bello fue el gran conservador cultural de la época. Según la interpretación de Jaksić (2010), la ley (no solo entendida en términos legales) se convirtió para él en la única garantía de estabilidad dentro de un nuevo Estado independiente. Para comprender cómo funciona el imperio de la ley, Bello acudió a la tradición: los cantares de gesta de la Europa medieval, el derecho romano y su supervivencia en las tradiciones hispano-visigóticas, etc. La marcha del progreso debía ser estabilizada sobre fundamentos firmes que al parecer solo podían ser garantizados por un importante apego a la tradición. Gradualismo, más que transformación, era lo que deseaba Bello. El gramático chileno-venezolano aplicó fielmente estas ideas a su labor lingüística, y sus epígonos no hicieron sino continuar esta postura intelectual.
4. Conclusión
El cambio lingüístico, para los intelectuales chilenos del XIX, no implicaba por necesidad ni progreso ni decadencia, sino que dependía de sus posibles consecuencias para la unidad del idioma. Si el cambio quedaba encauzado dentro de los principios de aceptabilidad, si cumplía con las cualidades deseables determinadas por el perfil del modelo ideal de lengua, era concebido como progreso, en cuyo caso se entendía como inocuo para la conservación de la unidad idiomática. Por tanto, la actitud hacia este tipo de cambio era positiva. Por el contrario, si el cambio transgredía estos márgenes, la evaluación era negativa, pues se lo percibía como introductor de caos y como potencial amenaza a la unidad de la lengua.
Es decir, lo que importaba era la medida en que el cambio se daba dentro del orden, lo que no es sorprendente si se considera la importancia que este último concepto tuvo en la formación y consolidación del Estado independiente chileno, tanto en los discursos como en las prácticas de diversas esferas de la cultura y la vida cívica (Ruiz, 2015). En resumen, la diferencia radicaba en si el cambio era entendido como “progreso” o como “decadencia”, para usar los términos del conocido trabajo de Aitchison (2004) que inspira el título de la presente comunicación.