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RELIGIÓN Y VIOLENCIA: J. L. ALONSO DE SANTOS

Hay tres momentos de nuestra cultura, que han servido a la humanidad como referentes universales imprescindibles a la hora de entender la organización mental de nuestro logos y nuestro pathos, y que condicionan y organizan la comprensión del mundo, incluidas las variables que estamos analizando aquí de violencia y religión. Estos tres momentos son: la tragedia griega, Shakespeare y nuestro Cervantes. Como de estos dos últimos estamos celebrando estos días, además, los 400 años de su muerte, su evocación servirá a la vez para que el debate que hoy nos ocupa cobre más actualidad. Empecemos por la tragedia griega, ya que nuestra cultura se sustenta en ella, aunque no sea de una forma consciente, al ser el elemento básico en que se asienta, al nacer, la democracia, que tiene como tarea primordial controlar la violencia de la ley del talión, existente hasta ese momento. Necesita, pues, la democracia un marco regulador para las relaciones entre los hombres, primero, y entre estos y los dioses, después. La tragedia nace porque lo exige la democracia para controlar la violencia sin freno de la naturaleza espontánea, basada solo en el deseo inmediato, y nos invita, de algún modo, a tratar de resolver los difíciles problemas humanos con la menor violencia posible, aceptando que nuestras acciones son contradictorias y desconocidas en cuanto a sus resultados en el futuro. Así: “Ninguna decisión está libre de males”, como dirá Agamenón en la Orestiada.

La democracia griega nace como una democracia religiosa, es decir, regulada por los límites que nos imponen los dioses. Por lo tanto, la tragedia sigue esas mismas normas. Pero el héroe, dadas sus limitaciones humanas, escucha mal el mandato de los dioses y se equivoca, y ejerce violencia. Cuando el gobernante se cree más eficaz que los dioses, estos le castigan, como a Creonte en Antígona, ya que los conflictos de violencia solo se puede resolver con sofrosine (“la prudencia es la mejor de las posesiones”, dice Tiresias), o con amor (“no nací para compartir el odio, sino para compartir el amor”, dice Antígena), y con el respeto a los dioses, que son los únicos que conocen el futuro y el resultado de nuestras acciones (“nadie puede conocer y dominar la fuerza del destino”, dice Esquilo).

Vemos que la fragilidad y contingencia de todo lo humano, a la vez que la relación entre violencia y religión, aparece por primera vez formulado en las tragedias griegas. En ellas se muestra que el destino es imprevisible y nuestras metas inalcanzables, dadas nuestras limitaciones y ceguera en relación con nosotros mismos y el mundo que nos rodea. Y más aún en las relaciones con los dioses. Por consiguiente, nuestras acciones tendrán consecuencias inesperadas y dolorosas, tanto por la incertidumbre de un futuro que no está en nuestras manos, como por el entorno en que habitamos, lleno de hostilidad, violencia y dificultades, lo que le dará, según los trágicos griegos, un destino trágico a nuestra vida. Veamos cómo responden a esta cuestión formulada por los griegos, los dos grandes escritores citados, que inician el camino de la modernidad hace 400 años: Shakespeare y Cervantes.

Shakespeare nos dibuja en muchas de sus obras un panorama sombrío al que es necesario asomarse para no hacerse falsas ilusiones ni expectativas engañosas de lo que es la vida. La respuesta se vuelve en el autor de Hamlet un dramático “no”, arrancado, precisamente, desde el atrevimiento a mirar de frente al abismo. Es la inteligencia puesta al servicio de la única verdad que a él le parece evidente: no hay salida. Se enfrenta así, desde la soledad del egoísmo y la incredulidad del escéptico, al dilema del ser o no ser sin justificaciones o arreglos para ir tirando, aunque ello le cueste la aniquilación. El personaje no acepta el estado defectuoso del mundo injusto, violento y sin sentido que nos rodea, ni sus propias limitaciones. Nada bueno cabe esperar de la naturaleza de los hombres, ya que, nos dice: “Si se tratara a cada uno como se merece, ¿quién escaparía de ser azotado?”.

Hamlet va viendo a lo largo de la obra que su fe en mejorar las cosas, en lograr la justicia, o en la acción personal, sólo acarrea consecuencias funestas para él y quienes le rodean. Al final lo único que le queda es escucharse a sí mismo en sus largas y melancólicas quejas, ya que somos solo “como moscas en manos de los niños”, como nos dice en el Rey Lear, o “la vida es un cuento narrado por un idiota lleno de ruido y furia, que nada significa”, como dice en Macbeth. “Y el resto es silencio”, nos dirá Hamlet en su frase final, antes de morir.

Cervantes nos dará una respuesta completamente diferente al callejón sin salida de la tragedia griega. La meta será en nuestro gran autor la superación, desde la dimensión humana, de cualquier resultado obtenido en la batalla de la vida, por negativo y cruel que este sea. No se trata ya de buscar un ideal imposible y destruirnos después al no lograrlo, como en Shakespeare, sino de que, precisamente, sea ese responder a las dificultades de la vida, esa lucha contra el mal, venga de donde venga y se obtengan los resultados que se obtengan, lo que nos configure y dé sentido en cuanto humanos.

Esta segunda vía es el importantísimo camino que abre Cervantes, defendiendo así la reconciliación de cada uno con nosotros mismos a partir del derecho al fracaso, y, claro está, con los que nos rodean y con la vida en general. Nos hace vernos en un cruel espejo, como Shakespeare, pero nos da la metáfora como arma de defensa, como hace don Quijote en  todo momento, a pesar de los duros castigos que recibe, siendo capaz de dar una respuesta personal, con su palabra, en el choque con el mundo que le rodea.

Ese valor de lo narrativo, del relato como elemento de sustentación del yo, como manifestación humana más profunda y originaria, se manifestará de nuevo, siglos después, tanto en las más modernas corrientes filosóficas como en las teorías psicoanalíticas. El objeto del psicoanálisis tiene lugar en el tipo de relato personal que hagamos de nuestras vivencias. El “resto ya no es silencio”, como en Shakespeare, sino relato personal, como en Cervantes. En el Quijote, su protagonista jamás deja de relatar y defender su búsqueda de justicia ni de su ideal amoroso, ni su sentido de lo que debe ser nuestro paso por el mundo, le ocurra lo que le ocurra y fracase las veces que fracase. Da, así, su respuesta al desgarro existencial del hombre en su toma de conciencia de su fragilidad y contingencia ante la violencia y el sin sentido que le rodea, y muestra una personalidad humanística como horizonte vital.

La palabra abre así puertas de comunicación entre el misterio de lo informe y no razonado (que captamos únicamente mediante los sentidos y emociones), con la realidad cotidiana que vivimos, a través del vínculo de la comunicación. Y al hablar de palabra abrimos de nuevo la variable principal de relación entre el hombre y la divinidad. Hay que recordar, además, que la palabra, dentro de la literatura, es el instrumento que recoge principalmente la cultura de un pueblo, y que esta cultura es -como decía Ortega, primariamente-, “un acto de bondad”.

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