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Gestión y política pública

versión impresa ISSN 1405-1079

Gest. polít. pública vol.21 no.spe Ciudad de México  2012

 

Experiencias relevantes

 

La transformación social urbana: La acción comunitaria en la ciudad globalizada

 

Urban Social Transformation: Community Action in the Globalised City

 

Óscar Rebollo*

 

* Profesor del Institut de Govern i Politiques Publiques (IGOP) de la Universitat Autónoma de Barcelona, Departamento de Sociología. Su dirección postal es Edificio B- Campus de la UAB, 08193 Bellatera, Barcelona, España. Tel: 349 35 81 11 52. Correo-e: oscar.rebollo@uab.cat.

 

Artículo recibido el 12 de abril de 2011
Aceptado para su publicación el 5 de septiembre de 2011.

 

Resumen

El artículo presenta un diagnóstico sobre la cuestión urbana basado en la literatura académica vigente y en el desarrollo teórico y conceptual de la idea de transformación social urbana. Explora la transformación urbana contraponiendo los efectos de la globalización a los impactos de los procesos comunitarios. Presenta también el concepto de acción comunitaria y una tipología de acciones comunitarias basada en la investigación desarrollada en la ciudad de Barcelona (España). Finalmente, las conclusiones versan sobre las oportunidades y los límites de la acción comunitaria para ser sustento de una nueva institucionalidad inclusiva y participativa.

Palabras clave: transformación urbana, modelos de participación, acción comunitaria.

 

Abstract

With this article we aim to present an analysis of the urban question based on the existing academic literature and conceptual and theoretical development of the idea of urban social transformation. It explores the urban transformation by comparing the globalization effects and the impacts of community processes. Moreover, it introduces the concept of community action and a typology of community actions based on the research developed in the city of Barcelona (Spain). Finally, the conclusions point out the opportunities and the boundaries of community action in order to be a support of a new institutional approach more inclusive and participatory.

Keywords: urban transformation, modes of participation, community action.

 

INTRODUCCIÓN

El propósito principal de este artículo es analizar el modo en el que la acción comunitaria puede contribuir a la transformación urbana. Más concretamente, en qué medida y en qué condiciones la acción comunitaria puede ser portadora de una nueva institucionalidad que sea capaz de hacer contrapeso a la vieja institucionalidad, tal y como lo plantean los editores en la introducción de este volumen monográfico, y cuáles serían las potencialidades que proyecta dicha nueva institucionalidad comunitaria ante los retos que hoy en día plantea la nueva cuestión urbana: incremento de la degradación urbana en las periferias (Wacquant, 2007; Castel, 2010; Sassen, 2010), en el contexto de una creciente desigualdad (Wilkinson y Picket, 2009) y de todo un conjunto de cambios sociales que nos hacen hablar de una nueva época: cambios demográficos y migratorios, cambios en las estructuras familiares, profundos cambios en el empleo, en las formas de articulación y movilización de la sociedad civil, o en el papel que desempeñan las ciudades, el territorio a escala local, en la globalización.

Para avanzar en la discusión recién propuesta se empezará por tratar la cuestión de la transformación urbana. Primero desde un punto de vista conceptual, ¿qué entendemos por transformación social urbana?, ¿qué dimensiones comprende?; para pasar, inmediatamente después, a presentar un somero diagnóstico sobre la cuestión urbana actual, basado en la literatura especializada: las principales dinámicas que condicionan hoy la transformación de las ciudades globalizadas, y las consecuencias sobre las condiciones de vida de sus habitantes.

En seguida, presentaremos una aproximación al concepto de acción comunitaria, junto con un análisis de las experiencias de acción comunitaria de la ciudad de Barcelona. En este punto nos basaremos en el trabajo de investigación que venimos desarrollando desde el año 2008 en el seno del Instituto de Gobierno y Políticas Públicas (IGOP) de la Universidad Autónoma de Barcelona. (Rebollo y Carmona, 2009; Morales y Rebollo 2010a y 2010b) y que más adelante explicaremos con detalle.

La articulación de todos estos argumentos nos ha de permitir plantear, al final del artículo, algunas conclusiones en relación con la capacidad de la acción comunitaria, a través de la generación de nuevas formas de institucionalidad comunitaria, para ser hoy día sustento de transformaciones urbanas inclusivas y políticamente fortalecedoras de los grupos sociales y de los territorios menos favorecidos.

 

QUÉ ENTENDER POR TRANSFORMACIONES SOCIALES URBANAS: PROCESOS Y CONTENIDOS

Dos aspectos nos parecen centrales a la hora de comprender la transformación urbana. El primero subraya su dimensión sociopolítica, y la presenta como un proceso, o un conjunto de procesos, que implican a actores diversos —por eso hablamos de transformación social— y que se desarrollan en distintas escalas, más que como el resultado de una planificación tecnocrática perfectamente unificada bajo el control de las administraciones públicas. Desde este punto de vista, incluso la dimensión territorial y física de lo urbano es analizada como resultado de los procesos de espacialidad (Soja, 1989, 76-93): la organización del espacio como producto social.

El segundo aspecto se interroga sobre los contenidos de la transformación, que tienen que ver con una importante diversidad de cuestiones que van más allá de la dimensión física o espacial de la arquitectura y el planeamiento y que, de un modo u otro, inciden sobre las condiciones de vida en la ciudad, afectando el bienestar y el malestar de sus habitantes.

Así pues, desde nuestro punto de vista, la transformación urbana tiene que ver de un modo central con los procesos de la estructura social que protagonizan la pluralidad de actores urbanos, tanto estatales, como económicos o de la sociedad civil, en sus relaciones de cooperación y conflicto (Miguélez et al., 1997); aunque quizás hoy, en un mundo globalizado, cueste identificar con precisión cuáles pueden ser todos esos actores, incluso los principales (Sassen, 2007, 235-264). Esta visión se contrapone, como decíamos, a otras de corte más tecnocrático, que entenderían la ciudad y sus transformaciones como resultado de la planificación operada desde las administraciones públicas, o también a visiones deterministas que puedan ver la ciudad como producto enteramente de las lógicas del mercado. Quiérase o no todos los actores urbanos no tienen la misma capacidad de incidencia, la misma fuerza o capacidad de movilización de recursos; las ciudades se van reconstruyendo, y a veces destruyendo, según sea la relación de fuerzas en cada momento histórico y según los intereses representados por esas fuerzas sociales, políticas y económicas; siendo la lógica de la globalización neoliberal la que hoy impera.

Esta concepción de lo urbano y sus transformaciones entronca en parte con la visión de Soja cuando afirma que "existe una homología espacial con las relaciones de clase que [...] puede encontrarse en la división regionalizada del espacio organizado en centros dominantes y periferias subordinadas" (Soja, 1989, 76-93). Así pues, en nuestro análisis de las periferias urbanas no podemos perder de vista que éstas son el resultado de relaciones de dominación entre grupos sociales, que el espacio y la organización política del espacio expresan esas relaciones sociales, pero que, tal y como mostró Lefebvre, el proceso también opera a la inversa, lo que ocasiona, igualmente, que sea la organización del espacio la que influya sobre las relaciones sociales (Lefebvre, 1970, 25).

Si nos fijamos ahora en el segundo aspecto que hemos señalado, el de los contenidos de la transformación social urbana, la literatura viene identificando dos tipos de contenidos principales: las condiciones materiales de vida y las relaciones de poder y dominación.

Conviene, en este punto, señalar que en muchos discursos político-metodológicos alrededor de la participación comunitaria, la idea de transformación social nos remite a un proceso social que debe dar como resultado un mundo alternativo, pero que no queda concretizado. Se trataría en cierto modo de una visión casi utópica de la transformación social. Este es también el uso que le hemos dado al término en algunos textos anteriores sobre participación ciudadana y comunitaria (Rebollo, 2003), al hablar de procesos comunitarios que bien sirven para transformar o para legitimar el statu quo. Esta idea de transformación social nos remite a casi cualquier tipo de cambio respecto a la situación dominante.

La tradición marxista de la sociología y la geografía urbana, representada por autores como Lefebvre (1970), Castells (1972), Harvey (1973) o Soja (1989), fija su atención en la relación dialéctica entre usos del espacio y relaciones de poder, con lo que la transformación urbana podría ser contemplada desde esas dos dimensiones dialécticamente relacionadas: cómo se transforma el espacio urbano y cómo se transforman las relaciones de poder y dominación entre los grupos sociales que lo habitan o usan.

Por su parte, los principales aportes a la idea de transformación social provenientes de campos disciplinarios que tienen una clara intencionalidad práctica, de intervención social —nos referimos a las contribuciones del trabajo social y comunitario (Barbero y Cortés, 2005; Barbero, 2008), de la educación social y popular (Ander-Egg, 1965 y 1981), a los de la psicología comunitaria (Montero, 2003) y a los análisis de políticas públicas (Blanco y Gomà, 2003)— señalan al menos dos ideas, comunes en todos ellos, a la hora de construir el significado de la transformación social: se trata siempre de una transformación que incide sobre las condiciones de vida de la gente (hábitat, vivienda, empleo, servicios, seguridad, etc.), y que pasa por una modificación de las relaciones de poder entre grupos sociales a través de la educación, de la organización comunitaria y la participación ciudadana y, en definitiva, del fortalecimiento político de las grupos menos favorecidos.

Así que hablar de transformación social urbana quiere decir hablar de procesos sociales de transformación que tienen que ver con la manera en que se dibuja y construye el espacio urbano, con la forma en que viven en él los distintos grupos sociales, y con las relaciones de poder y dominación que en su seno se recrean.

Una visión más detallada de esa transformación nos puede llevar a fijar la atención sobre el planeamiento urbano, sobre la cuestión de la vivienda, o sobre la dotación de servicios y equipamientos en la ciudad (Hernández, 2000), por supuesto; o sobre la importante temática de la regeneración urbana (Roberts y Sykes, 2006); pero también sobre las formas y estilos de vida; sobre las desigualdades sociales y los procesos de exclusión; sobre las formas de gobierno, con más o menos oportunidades de participación de la gente en el espacio público; sobre las actividades dominantes en el espacio urbano, con funciones y especializaciones según las zonas, con barreras, segregaciones y guetos. Lo urbano se transforma cuando cambian los actores sociales de la ciudad o emergen nuevos sujetos sociales, o cuando cambian las formas de la expresión cultural, o las formas de relación entre generaciones, o la composición sociodemográfica de las gentes que habitan el espacio urbano, aunque no se mueva una sola piedra en la ciudad. La transformación social urbana tiene pues múltiples dimensiones que van más allá de lo meramente físico o espacial, por mucho que esta dimensión tenga en algunas ocasiones gran capacidad de condicionar todo lo demás. Así que la transformación urbana tiene distintas capas. Las más visibles nos hablan de aeropuertos, polígonos industriales y zonas comerciales, hoteles y palacios de ferias y congresos, de circunvalaciones, parques centrales o de centros de investigación y tecnología. Las capas más finas y ocultas nos remiten al microurbanismo, a la vida comunitaria, a la accesibilidad y a las periferias.

En nuestro trabajo hemos diferenciado tres tipos de impactos para analizar la incidencia que es esperable de las prácticas de participación comunitaria en la transformación urbana:

1. Transformaciones en el proceso de gobierno de la ciudad: cuando el impacto lo podemos ver en la participación de la gente en la construcción/definición de los problemas pertinentes para las políticas públicas, en la elaboración de diagnósticos, en la deliberación sobre alternativas, en la incorporación de nuevos sujetos al proceso, en la propia toma de decisiones, etcétera.

2. Transformaciones en las condiciones de vida y el acceso a los recursos: aquí el impacto tiene que ver con que los procesos comunitarios den lugar a mejoras en las condiciones de vida de la gente: mejores equipamientos y servicios, mejores viviendas, mejor transporte público, nuevas oportunidades de empleo, desarrollo de economía social o popular, etcétera.

3. Transformaciones en las relaciones de poder: cuando lo que ocurre es que personas o grupos sociales se ven fortalecidos políticamente al contar, como resultado de los procesos de participación ciudadana, con más posibilidades de organizarse y de expresar sus intereses, con más espacios de autonomía o con más capacidad de iniciativa o propuesta, con una mayor predisposición a la protesta, etcétera.

 

GLOBALIZACIÓN Y TRANSFORMACIÓN URBANA

Las grandes tendencias estructurales de transformación de la vida urbana producen ciudades en constante crecimiento, con importantísimos volúmenes de población flotante, migrante o desarraigada (Sassen, 2010); ciudades depredadoras del territorio, preñadas de infraestructuras al servicio del crecimiento económico y la competitividad global, y de las cuentas de resultados de las grandes empresas; ciudades que pierden su memoria y su identidad al transformarse en escaparates todos iguales de mercancías y servicios cada vez más estandarizados; ciudades con enormes dificultades para integrar, para incluir volúmenes de población que, en número creciente en los últimos años, se ven condenados a una vida marginal o periférica. Soja se refiere a estos procesos y los vincula con la globalización del capital, del trabajo y de la cultura (Soja, 2004), como una nueva "geografía fractal en constante cambio", resultado de la transición posmetropolitana acaecida en los últimos 30 años (Soja, 2004, 278) y que se distingue de los cambios anteriores precisamente por su vinculación con los procesos de globalización y con la reestructuración económica de las ciudades del primer mundo. Wacquant, por su parte, en sus estudio de las periferias americanas, apunta también la idea de una transición, en su caso del "gueto comunitario", característico de Estados Unidos de mediados del siglo XX, al "hipergueto" que puede observarse en las ciudades americanas a finales del mismo siglo: mucho más descentrado espacialmente y diferenciado institucionalmente, pero también con un mayor deterioro de las condiciones sociales en el centro del gueto tradicional ("aumenta la magnitud del desastre") (Wacquant, 2007, 69-71). Existe un amplio consenso en todo tipo de análisis en el que la globalización ha transformado a la ciudad en la dirección de más exclusión y más polarización a la vez espacial y social, más heterogeneidad, más dispersión y menor control local sobre los procesos de cambio que se viven localmente.

Por nuestra parte, en un informe para el Plan Estratégico de Barcelona (Rebollo y Pindado, 1999), con motivo precisamente de una posible política de expansión de procesos comunitarios en la ciudad de Barcelona, propusimos, con base en el análisis de los fenómenos de exclusión social (Castel, 1997), tres tipos de espacios urbanos diferenciables en la ciudad: el espacio urbano integrado, el vulnerable y el marginal.

El espacio urbano integrado se caracterizaría por aspectos como la combinación de usos (residencial, económico y comercial, de servicios, etc.), por tratarse de un espacio habitado principalmente por personas también integradas desde el punto de vista socioeconómico (con alta presencia de clases medias), dotado con equipamientos y servicios, en el que el espacio público suele ser amable y de calidad, la ciudad es segura, etc. Bastantes barrios de la ciudad de Barcelona son así.

En el extremo opuesto, las zonas marginales serían aquellas en las que todas o casi todas las características de la inclusión se revierten: falta seguridad, una parte significativa de la población padece a su vez la exclusión o la pobreza, el tejido económico y comercial es escuálido; las viviendas y el espacio público son de mala calidad, los equipamientos insuficientes, etcétera.

Los espacios vulnerables nos aparecían entonces como espacios intermedios en los que "no todo está perdido", pues en ellos se combinan amenazas con oportunidades: mientras ciertos elementos, normalmente asociados a infraestructuras (mala calidad del espacio público y de la vivienda, falta de equipamientos, mala comunicación, etc.), podían empujar a dichos territorios hacia la exclusión, el mantenimiento de ciertos niveles de vida comunitaria, el papel de la sociedad civil, y sobre todo las características socioeconómicas y sociodemográficas de la población residente (clase obrera integrada), podían suponer un anclaje suficientemente sólido hacia la inclusión.

Vale decir que nuestra hipótesis de trabajo apostaba claramente entonces por impulsar los procesos comunitarios, precisamente, en los territorios vulnerables. A los incluidos los dábamos en cierto modo por "no necesitados", y a los marginales los dábamos por "perdidos para la acción comunitaria", reclamando que fuesen las intervenciones contundentes del Estado las que tuviesen todo el protagonismo de la transformación en esas zonas de la ciudad metropolitana. Hoy hemos de reconocer que el tiempo no nos ha dado la razón: la política pública de acción comunitaria impulsada por la administración no ha distinguido entre territorios. El Ayuntamiento de Barcelona la ha querido impulsar en todos los distritos de la ciudad, desde Sarrià-Sant Gervasi hasta Ciutat Meridiana, pasando por el Casc Antic; aunque, claro está, con un impacto desigual (Morales y Rebollo, 2010a y 2010b).

Hoy los distintos actores que protagonizan la vida urbana llevan vidas paralelas en distintas escalas. Mientras los más poderosos e influyentes dirigen las grandes transformaciones que tienen que ver con infraestructuras, planeamiento urbano o equipamientos, con las formas de producir, con cuáles han de ser los principales sectores económicos y las formas de trabajo, o las formas de comunicación y los valores acordes con el modelo neoliberal, en escalas micro, en los barrios y entre la gente corriente, desde entidades y asociaciones seguramente poco influyentes, o desde equipamientos públicos de proximidad, se tejen relaciones y vínculos que son también vida urbana. Nuestra hipótesis de investigación es que este segundo tipo de procesos comunitarios no tienen la capacidad de contrarrestar la incidencia de los primeros. Se trata más bien hoy, en la mayoría de las ocasiones, de "vidas paralelas" en una misma ciudad: unos destruyen la vida comunitaria para bien de sus intereses y negocios, y otros intentan reconstruirla para conseguir mejorar de algún modo sus vidas diarias.

Si hablamos de distintos procesos en diferentes escalas, o de "vidas paralelas", es porque "las grandes operaciones urbanas", por un lado, y "los parches de la política social" y "los pequeños procesos comunitarios", por otro, no suelen confrontarse directamente en un mismo proceso, lo que permite que las primeras vayan adelante mientras los segundos, con su actividad micro, escasamente pueden suponer en verdad un contrapeso, por más que los objetivos, las aspiraciones o las consecuencias de unos y otros sean teóricamente contrapuestos. Podríamos decir que las respuestas comunitarias inciden, no tanto sobre los procesos que configuran de modo dominante la vida urbana, como sobre algunas de las consecuencias de dichos procesos.

 

EL SENTIDO DE LA ACCIÓN COMUNITARIA

La idea de participación comunitaria se ha plasmado en la vida urbana a través de múltiples enfoques (a veces contradictorios entre sí) y de una gran diversidad de experiencias, al menos en estos últimos años de cierta extensión de las mismas como resultado de la financiación pública. Todo esto introduce a veces confusión sobre el significado de la acción comunitaria y vale la pena, por lo tanto, detenerse mínimamente a señalar algunos de sus elementos centrales.

La acción comunitaria consiste en esencia en "trabajar de forma colectiva objetivos colectivos" (Rebollo, 2010). Se trata, por lo tanto, de un enfoque participativo de lo social que da a la participación ciudadana una fuerte perspectiva grupal, de organización, autonomía y fortalecimiento de la sociedad a través del poder de los grupos (Montero, 2003; Barbero y Cortés, 2005).

La participación comunitaria provoca fortalecimiento político cuando produce mayores posibilidades de expresión y de influencia políticas, de acceso a recursos políticos o control de los mismos, por parte de las personas que individual o colectivamente participan, como resultado concreto de participar, pero más allá del momento concreto de su participación. Y lo que más interesa es el fortalecimiento político de aquellas personas, grupos u organizaciones que tienen menos poder y oportunidades en el sistema político.

Con la acción comunitaria las personas y los grupos se fortalecen políticamente y ganan protagonismo en la transformación de sus entornos de proximidad. Es importante señalar que el fortalecimiento del que hablamos "es producido, no recibido, por las personas involucradas en procesos comunitarios autogestionarios" (Montero, 2003, 68), entendiendo que el poder "es un logro de la reflexión, conciencia y acción de las personas interesadas [...] a través de un proceso colectivo [...] y no un regalo o donación de un otro poderoso" (Montero, 2003, 62). Esto explicaría la diferencia entre el bienestar otorgado —que igual que se da se quita— y el bienestar conquistado.

Los actores que protagonizan la acción comunitaria, los contenidos que le dan sentido y los contextos sociales en que ésta se ha de desenvolver pueden variar de una experiencia a otra; aunque normalmente nos referimos a procesos que implican cuatro tipos de actores (ciudadanía, profesionales y servicios públicos, agentes económicos de proximidad y gobiernos locales), a unos contenidos, tanto relacionales como materiales, y a los barrios, al territorio más próximo, como contexto por excelencia de la acción comunitaria. Esto no quiere decir, insistimos, que no pueda haber acción comunitaria en un centro hospitalario, por ejemplo, protagonizada por los profesionales de la salud que trabajan en él, las familias y los internos, con el objetivo de impulsar formas colaborativas de promover la salud y el bienestar dentro de la institución.

Hay que subrayar, finalmente, que la participación comunitaria no siempre es promovida por las organizaciones de la sociedad civil. De hecho, las administraciones locales acostumbran ser importantes promotoras, muchas veces las principales, a través de sus políticas y de los equipamientos de proximidad (centros cívicos). Pero decimos siempre que se trata de una participación que ha de ir "de abajo hacia arriba", y esto se tiene que entender en la práctica como facilitar, en vez de entorpecer, las condiciones para que las voces menos sentidas se puedan expresar, y las personas con menos poder se puedan organizar (Rebollo, 2010). La experiencia nos demuestra que aquí surge precisamente una de las principales dificultades.

 

TRES MODELOS DE PARTICIPACIÓN COMUNITARIA

Dada la gran diversidad de experiencias comunitarias que se han producido en los últimos años, se hace necesario encontrar criterios de análisis de esas prácticas que nos permitan diferenciar entre ellas. Los puntos de vista para hacerlo pueden ser también diversos. Desde la perspectiva del fortalecimiento político, que es la que venimos adoptando en el análisis de la acción comunitaria, pensamos que es posible identificar tres tipos ideales de procesos comunitarios. Si hablamos de tipos ideales es precisamente porque en la práctica es casi imposible encontrar experiencias que respondan íntegramente a uno de esos modelos.

Los tres modelos de participación comunitaria son:

a) El modelo fortalecedor

b) El modelo asistencial

c) El modelo instrumental

A su vez, la casuística acumulada, no sólo en procesos comunitarios, también en otras estrategias y métodos de participación de la ciudadanía, (Font, 2001; Blanco y Gomà, 2002) nos ha permitido identificar tres aspectos clave o dimensiones de análisis de la estrategia participativa adoptada, que son las que nos dan los elementos principales para construir esa tipología. A saber:

Dimensiones clave en la estrategia participativa:

a) Los tipos de liderazgos que se practican y promueven

b) La estrategia ante el conflicto que se adopta

c) Los métodos y los principios operativos que rigen la cotidianidad, el día a día de los procesos

El análisis del liderazgo ha sido ampliamente resaltado como uno de los elementos clave para analizar las experiencias de participación y, en general, en el discurso sobre el gobierno relacional, la función de liderazgo ha sido destacada como una dimensión estratégica (Brugué y Jarque, 2002; Haus et al., 2005). En los debates entre operadores y estudiosos de los procesos comunitarios ocurre otro tanto y, de hecho, una de las preguntas recurrentes al plantear requerimientos sobre buenas prácticas en la acción comunitaria tiene que ver con la manera en que debe ejercerse el liderazgo para que el proceso avance (Rebollo y Carmona, 2009).

Cuando hablamos de liderazgo no nos referimos solamente a las formas de hacer que una persona concreta esté en la cúspide del poder político; estamos hablando de cómo funcionan los liderazgos efectivos, que pueden ser individuales o colectivos, en la promoción del proceso comunitario. Así, hemos visto procesos en los que el liderazgo es del tipo facilitador. Se ejerce con la intención de promover que sean varios los que hagan cosas y tomen decisiones, y acaba dando lugar a formas organizativas más horizontales o de tipo red.

El tipo de liderazgo facilitador se entiende mejor en contraposición al otro tipo que llamamos controlador, propio de organizaciones muy jerarquizadas y de personas que tienen interiorizados esos principios de jerarquía, pues se trata, las más de las veces, de un liderazgo personalista. La idea central de este tipo de liderazgo es que "nada se nos escape", "que nadie se mueva sin que lo sepamos" o "que todo esté bajo control". El liderazgo controlador funciona como embudo sobre los procesos, limitando la capacidad de estos para crecer e innovar. Por supuesto, en los procesos con un liderazgo fuertemente facilitador, el precio que hay que estar dispuesto a pagar por ser creativo e innovador es que nadie puede decir que tiene el control sobre todo lo que pasa.

Aunado a estas dos formas de ejercer el liderazgo, emerge un tercer modo que llamamos tecnocrático. Muchas veces está protagonizado por técnicos o profesionales, aunque no siempre ni necesariamente. Se busca en todo caso resultados, eficacia y eficiencia. Lo que más caracteriza este tipo de liderazgo es su falta de flexibilidad y capacidad de adaptación o apertura a cambios o a nuevos objetivos que se aparten de las metas fijadas originalmente. El seguimiento escrupuloso de procedimientos, de métodos claramente pautados para la participación, es también muy importante en los procesos conducidos tecnocráticamente.

La segunda dimensión de la estrategia participativa que nuestra casuística nos revela como central se relaciona con el tipo de posicionamiento que se adopta ante el conflicto. Muchas experiencias comunitarias y de participación nacen como resultado de prever situaciones de conflictividad alrededor de ciertas actuaciones públicas, y la relación entre participación ciudadana y gestión del conflicto también es recurrente en los debates políticos y metodológicos sobre las prácticas de participación ciudadana (Rebollo y Carmona, 2009; Fundación Kaleidos, 2008). Lo que hemos visto en nuestros casos es que los promotores de participación ciudadana adoptan tres tipos de posiciones ante el binomio participación-conflicto. No se trata de posicionamientos puros, ya que puede predominar una forma de abordar el conflicto más que otras, que estén presentes también. En todo caso, sí podemos construir tres tipos ideales de posicionamiento o gestión del conflicto que sirven para señalar las principales formas de operar de los distintos promotores.

El primer tipo se basa en el reconocimiento del conflicto, que se ve como oportunidad. Se asume que se requiere tiempo y esfuerzos para conseguir avances, que habrá que ceder y que es posible que no todos los participantes queden satisfechos.

El segundo tipo reconoce también la existencia del conflicto, no lo niega, pero tampoco se trabaja especialmente sobre él. El objetivo es el consenso. Se trata de procesos que no ponen en juego grandes intereses ni fuertes dilemas, más bien se centran en construir espacios donde el clima del consenso prime sobre todo lo demás. El objetivo es evitar la confrontación y sustituirla por proyectos comunes y fuertemente compartidos entre los participantes. Sin embargo, el conflicto no puede siempre desaparecer, cuando esto ocurre se acostumbra gestionar de forma expeditiva a partir de votaciones que den paso al establecimiento de mayorías, prioridades, etcétera.

El tercer tipo aparece cuando se desarrollan procesos que niegan directamente el conflicto, lo expulsan de su seno. Se trata de conseguir la participación de personas y organizaciones que compartan y asuman de entrada objetivos e intereses, que no serán replanteados ni puestos a discusión. Se trata de procesos comunitarios que movilizan voluntariado, personas y grupos que aportan y colaboran más que deliberar. Se trata de sumar esfuerzos, conocimientos y experiencias para conseguir propuestas de calidad y mejora urbana.

Finalmente, el tercer elemento o dimensión clave de la estrategia participativa es el que hemos llamado cotidianidad del proceso, y se refiere a cómo funciona el día a día de la experiencia. Este día a día lo componen múltiples aspectos, tales como la existencia o no de continuidades y rutinas en el proceso, lo que permite crear hábitos y aprendizajes, eliminar las barreras subjetivas que todos construimos ante las experiencias sorpresa (Berger y Luckmann, 1968) e ir afianzando la construcción de la confianza; lo contrario sería una cotidianidad escasamente regular, con base en momentos puntuales y excepcionales. También forma parte de la cotidianidad la existencia o no de espacios estables de trabajo, y de espacios para las relaciones informales (fundamentales en todo lugar para crear vínculos y confianza en el proceso; y claves en los procesos comunitarios), o si se consignan y formalizan acuerdos y propuestas y se hace el seguimiento de su cumplimiento. No podemos desplegar aquí todos los elementos que contiene esa cotidianidad de la que hablamos, pero la experiencia nos demuestra que se trata de un aspecto clave. Muchas veces los métodos comunitarios que se proponen no son más que propuestas de arquitecturas participativas: el diseño de un conjunto de espacios (taller, comisión de seguimiento, asamblea, grupo de impulso, etc.,) en los que habitará la participación. Pero cada uno de esos espacios puede luego ser habitado de modos distintos: por gente que dialoga, habla y escucha, o por gente que se grita o ignora; por gente que trabaja, llega a acuerdos y rinde cuentas, o por gente que habla y habla y cada día vuelve a empezar de cero porque no se llegó a ninguna conclusión la última vez que se vio; por grupos cerrados o por grupos abiertos, etcétera.

Hemos agrupado todos estos elementos de cotidianidad a partir de tres categorías o principios: autonomía, dependencia y eficacia.

Cuando en la cotidianidad predomina el principio de autonomía, nos encontramos con procesos altamente creativos, en los que prima la elaboración e implantación de propuestas novedosas; aunque también es cierto que esa creatividad puede estar acompañada a veces de cierto caos y casi siempre de cambios organizativos o de nuevas organizaciones comunitarias.

Cuando predomina en la cotidianidad el principio de dependencia, lo que vemos son procesos comunitarios que funcionan muy de la mano de las entidades que los financian, normalmente los gobiernos locales y autonómicos, y que tienen un fuerte contenido en la prestación de servicios.

Finalmente, cuando la cotidianidad responde al principio de eficacia, lo que observaremos serán talleres de trabajo y otros mecanismos de captación de opiniones o elaboración de diagnósticos sin ir más allá, muchas veces conducidos por profesionales externos.

La combinación de todos estos elementos es lo que nos permite establecer finalmente los tres tipos o modelos de participación que se sintetizan en el cuadro 1.

Cuando las experiencias de participación comunitaria se acercan al modelo fortalecedor tienden a fortalecer a las personas y a los grupos sociales con menos oportunidades y con menos poder político. Para cumplir su misión, este tipo de prácticas necesitan liderazgos compartidos y facilitadores: que la gente con responsabilidad o poder, en la medida que sea, facilite que otros también se sientan activos, protagonistas, actores que toman decisiones, que se equivoquen incluso. El conflicto es reconocido de antemano y se dispone de espacios y estrategias para trabajar sobre su desarrollo y desenlace. Este, entendemos, es el modelo con mayor potencial de transformación social urbana en el sentido definido en el apartado anterior. ¿Hasta qué punto ese es el modelo predominante en la ciudad de Barcelona?

 

LA ACCIÓN COMUNITARIA EN BARCELONA

En los últimos quince años se ha producido en Cataluña, principalmente en la provincia de Barcelona, una importante eclosión de procesos y experiencias de participación comunitaria financiados o promovidos por la administración publica en colaboración con entidades sociales y vecinales, y que han venido a sumarse a los procesos comunitarios que de manera más autónoma emergen de la propia vida social y comunitaria. Nos referimos a los planes comunitarios (Blanco y Rebollo, 2002; Martí et al., 2005), pero también a otro tipo de procesos relacionados con el aterrizaje en el territorio de ciertas políticas educativas (Diputació de Barcelona, 2009) o de inclusión social (Generalitat de Catalunya, 2010) a redes diversas de intercambio (Ubasart, 2009), al trabajo desde algunos equipamientos de proximidad (Ajuntament de Girona, 2007), al trabajo comunitario de los equipos municipales de servicios sociales (Morales y Rebollo, 2010a), o a ciertos procesos de regeneración urbana (Martí-Costa y Parés, 2009; Martí-Costa, 2010).

Llevamos ya algunos años estudiando todos estos procesos (Blanco y Rebollo, 2002; Martí et al., 2005). Más concretamente, para el periodo 2009-2011, venimos realizando una investigación, fruto de un convenio de colaboración institucional entre el Ayuntamiento de Barcelona y el IGOP, con un triple objetivo: 1) realizar un análisis de la acción comunitaria en la ciudad de Barcelona que permita conocer su alcance real y las características principales de las experiencias que se desarrollan en el territorio (quién las impulsa, qué temas tratan, con qué dificultades se encuentran, etc.) (Morales y Rebollo, 2010a y 2010b); 2) sistematizar, en forma de guía operativa, los elementos metodológicos vinculados a las buenas prácticas comunitarias (Rebollo y Carmona, 2009), y 3) dar soporte, asesoramiento y formación a equipos sobre el terreno. Para el desarrollo de la investigación, se han formado diversos grupos de trabajo constituidos por académicos y técnicos externos a los procesos, por profesionales y técnicos vinculados al impulso de procesos comunitarios, y por ciudadanos participantes y líderes vecinales. Además, se han realizado entrevistas con cuestionarios semiestructurados a todas las experiencias comunitarias que reciben financiación municipal1 y, a través de procesos de investigación-acción-participativa, se han analizado con profundidad diversos casos. Más allá de estas estrategias de investigación, el contacto casi cotidiano con multitud de profesionales en las sesiones de formación e intercambio de experiencias también ha sido una fuente de conocimiento muy útil para nuestra tarea. El análisis que se expone a continuación es una síntesis de todos estos trabajos. Vale la pena insistir en que nuestra investigación se ha centrado en los procesos promovidos o participados por las administraciones públicas, local y regional, sin entrar a analizar las experiencias también de tipo comunitario (trabajar colectivamente objetivos colectivos) que se puedan estar promoviendo autónomamente desde la sociedad civil.

En los más de 30 años de ayuntamientos democráticos, desde 1979, podemos distinguir tres etapas de la acción comunitaria promovida o participada por los gobiernos locales en el entorno urbano de Barcelona, y también en otros lugares de Catalunya y España:

Primera etapa. En muchos de los primeros ayuntamientos democráticos se produce una importante ruptura con las visiones asistenciales y benéficas del bienestar en el periodo franquista a través de la incorporación de la cultura de la participación comunitaria a muchas estructuras técnicas y políticas de los nuevos consistorios (Berenys et al., 1986). Los ayuntamientos, en las primeras legislaturas, desarrollan propuestas de trabajo social comunitario (Rueda, 1988), o de descentralización administrativa y política de sus estructuras, servicios y equipamientos, como por ejemplo en Barcelona. Resulta clave en este proceso la incorporación a esas nuevas corporaciones locales de técnicos, profesionales y cargos electos que provienen de la sociedad civil organizada contra el régimen franquista.

Segunda etapa. Pero pronto se empieza a producir el abandono de estos planteamientos comunitarios o su relegación a un segundo plano, con la llegada, a finales de la década de 1980 y en los años noventa, de la nueva gestión pública (NGP), basada en las ideas de management privado, que trata con casos, con usuarios o con clientes a los que se debe satisfacer uno por uno, y no con grupos comunitarios. Se trata de una etapa, postolímpica, en el que el llamado "modelo Barcelona" toma una orientación marcadamente neoliberal (Blanco, 2009).

Tercera etapa. Sin embargo, a finales de la década de 1990 se empieza a poner de manifiesto que los planteamientos de la NGP no sirven para trabajar la cohesión y la inclusión social en las zonas más problemáticas, en las periferias urbanas, como tampoco sirven ante los retos de las nuevas complejidades que aparecen asociadas a todos los ámbitos de nuestra vida (la educación, la salud, la sostenibilidad urbana, la convivencia de la diversidad y otros), que exigen más negociación que eficiencia y que parecen inabordables sin la implicación de la gente para hacer frente colectivamente a los retos. Es el momento de un nuevo impulso para la acción comunitaria.

Hoy en Barcelona, más a modo de listado que como una tipología cerrada, podemos hablar de diversas estrategias de promoción de procesos comunitarios, tal y como se refleja en el cuadro 2.

Para los procesos comunitarios promovidos o participados por las administraciones públicas, nuestra investigación pone de manifiesto toda una serie de aspectos que aquí señalaremos esquemáticamente.

1. ¿Qué incidencia tienen todos estos procesos? ¿Son realmente fortalecedores? Pensamos que el modelo dominante, con honrosas y significativas excepciones, que también comentaremos brevemente, es el asistencial. La presencia de las administraciones no es fácil de articular cuando su papel no es de liderazgo: cuesta encontrar procesos a los que la administración se suma, pero no lidera. Se genera una sobrevaloración del consenso, con dificultades manifiestas para incorporar a procesos comunitarios exitosos situaciones y procesos con una significativa presencia de conflictos. La centralidad de las subvenciones y del principio de jerarquía a la hora de organizar los procesos es bastante evidente. Muchas actividades, por más que busquen juntar gente que hace cosas, no escapan a la lógica de la prestación de servicios y la organización de actividades para ofrecérsela a los vecinos y vecinas. Esto no quiere decir que no existan experiencias comunitarias en la ciudad que representen el modelo fortalecedor: sí que las hay. Como las hay también absolutamente instrumentales, pero pensamos que el modelo asistencial es el dominante.

2. Que la acción comunitaria sea fortalecedora parece depender más de la presencia de una red cívica que funciona, tiene proyecto, cierta base social o capacidad de movilización y, especialmente, voluntad de trabajar desde la diversidad, que de las actitudes de la administración. De entre las estudiadas, las experiencias que más se ajustan a este perfil son las de ciertas redes de intercambio y algunos casos de planes comunitarios.

3. Los planes de desarrollo comunitario (PDC), bandera de la política pública de acción comunitaria, son hoy un producto-proceso bastante estandarizado en lo formal que garantiza ciertos niveles de financiación de acciones comunitarias en los barrios si se siguen las condiciones institucionales que establece el programa gubernamental del cual dependen.2 El día a día varía de unos a otros PDC según sea la fortaleza de las entidades cívicas y vecinales involucradas. Como la tónica general suele ser entidades más bien débiles socialmente, pero con financiación gracias al PDC, el resultado acostumbra a responder más a una lógica de prestación de servicios que a la de autoorganización fortalecedora de la gente.

4. Los equipos de base de los servicios sociales están hoy en día atrapados por la lógica de la atención de casos, y por la presión que ejerce una demanda de ayudas que no deja de crecer. Se nota la falta de tradición en el trabajo comunitario. Muchos profesionales dicen que "les suena de cuando estudiaron", pero que nunca lo han llegado a poner en práctica. Con todo, sí que hay equipos que consiguen superar todos estos retos y dificultades, sobre todo si pueden sumarse a procesos en el territorio que ya funcionen. Específicamente, los servicios sociales de base encuentran más fácil sumarse a acciones comunitarias que liderarlas; aunque su papel ha dependido en muchos casos de voluntades personales más que de encargos institucionales.

5. En relación con los ámbitos de actuación de la acción comunitaria, se priorizan aspectos como la convivencia, la cultura, las actividades relacionales y de tiempo libre, el voluntariado hacia necesidades de determinados colectivos como las personas mayores o los inmigrantes, o en ocasiones la salud comunitaria o la educación-formación. Llama la atención la escasa presencia de objetivos sustantivos vinculados a la creación de empleo y al desarrollo económico local.

6. Finalmente, una mirada global, que comprenda el conjunto de las experiencias, aconseja no idealizar la acción comunitaria destacando sólo sus aspectos más virtuosos, y reconocer, en cambio, que muchas veces se organizan y financian actividades sin tener ninguna perspectiva, no ya de alterar el poder, sino de incidir en las decisiones. Así que la participación no siempre es una participación política, pues se puede quedar muchas veces en el consumo instrumental de servicios (cursos y talleres, uso de locales, formación y acceso a tecnologías, etc.) de forma que los participantes, más que sujetos de acción política son, operan y se expresan como clientes: reclamando más plazas, mejores condiciones de uso o precios más bajos en las actividades que consumen.

 

CONCLUSIONES

Hoy por hoy, el resultado que es posible esperar de la acción comunitaria hay que buscarlo en las escalas más micro de la vida urbana. Si adoptamos una visión global, y se compara la incidencia de los procesos comunitarios con la que hayan podido tener otros actores y otros procesos dominados por las lógicas más del mercado y de la globalización, no parece que los primeros, los comunitarios, tengan la capacidad que tienen los segundos para dejar huella en la ciudad.

Pero si nos fijamos en esas escalas más micro, en relaciones concretas de vecindad en los barrios, en algunos proyectos llevados adelante por pequeños colectivos, y que seguramente tienen un alcance territorial y poblacional muy limitado, podremos descubrir cómo la vida de algunas personas mejora de manera sustancial gracias a su implicación o participación en algunos de esos procesos comunitarios. Seguramente se trata de una mejora limitada y parcial, más basada a veces en elementos afectivos y relacionales que directamente materiales, pero no podemos olvidar que la dimensión relacional, la pertenencia a redes de proximidad en el territorio en el que se habita, es un resorte para la inclusión social (Subirats, 2005), más aun si lo acaba siendo también para la participación política.

Del mismo modo, algunas prácticas comunitarias pueden llegar a ser portadoras de una nueva institucionalidad alternativa, que ponga en cuestión los principios de autoridad, jerarquía, especialización y burocracia que son propios de la vieja institucionalidad. Pero se trata de una nueva institucionalidad parcial y limitada. En primer lugar, porque no se trata de una consecuencia necesaria de todos los procesos y experiencias comunitarias, sino sólo de algunos, los más potentes, que consiguen funcionar desde las lógicas del fortalecimiento que hemos descrito en apartados anteriores, y que requieren un tipo particular, y escaso, de liderazgo y de cotidianidad en los procesos.

En la reflexión reciente sobre el desarrollo de los procesos comunitarios se ha venido otorgando una gran centralidad al papel del consenso, como si aquí pudiésemos encontrar uno de los pivotes para la construcción de esa nueva institucionalidad que se presentaría de este modo como una fuerza más horizontal y menos jerárquica que la vieja institucionalidad. Para el caso de los Planes Comunitarios en Barcelona, por ejemplo, se ha defendido que estos procesos demuestran su mayor potencial cuando son capaces de poner de acuerdo a actores diversos, incluso contrapuestos, remando en una misma dirección. Parecería que el consenso, más que el conflicto, es el que atesora las energías necesarias para hacer posibles determinadas transformaciones urbanas. Nuestra experiencia en Barcelona nos muestra que, efectivamente, el consenso se demuestra como una gran tecnología para el cambio, pero con ciertas condiciones.

En primer lugar, el consenso no debería pensarse como un instrumento disuasorio o de mera legitimación, si no como un artefacto altamente complejo y delicado, que debe ser cuidadosamente atendido, más si cabe en contexto de creciente diversidad y de aumento de las desigualdades sociales. En segundo lugar, siempre y cuando el consenso sea un instrumento, no la finalidad. En la prácticas comunitarias con fuerte presencia de la administración pública no es extraña la visión que tienen muchos operadores de que este tipo de procesos debería limitarse a la construcción de un clima local de consenso que permita, a los que de verdad saben, decidir lo que hay que hacer y cómo hacerlo, dejando si acaso alguna oportunidad para la aportación popular de elementos de diagnóstico, pero sin ir más allá.

Hay que subrayar que el ensalzamiento del consenso como premisa metodológica para la acción comunitaria nunca querrá decir que los intereses de los pequeños grupos y que los conflictos desaparezcan, como tampoco nos debería hacer pensar que lo único o lo principal que pueden aportar los procesos comunitarios a la transformación urbana es un determinado clima de consenso.

En todo caso, la cuestión política que parece central, y que suscita un alto grado de acuerdo entre todos los participantes en los grupos de discusión, a la hora de construir nuevas formas de gobernanza urbana (y por lo tanto, una nueva institucionalidad), es la que tiene que ver con el papel que deben desempeñar los diversos actores presentes en el proceso para que sean posibles las transformaciones sociales buscadas: ¿cuál debe ser el papel de los políticos electos, el de la ciudadanía, asociada o no, y el de los técnicos y profesionales? ¿Cuál el papel de los servicios públicos? ¿Con qué grados de autonomía y dependencia respecto a los demás debe operar cada uno? ¿Cuál debe ser el papel de la administración local en relación con el liderazgo de los proceso en el territorio y en relación con el resto de las administraciones? Para las personas más activas en los procesos comunitarios, la nueva institucionalidad consiste básicamente en una redefinición de los papeles tradicionales de los actores urbanos.

Finalmente, cabe señalar que hemos podido identificar tres tipos principales de resistencia para que los procesos comunitarios fortalecedores avancen: las resistencias políticas, que tienen que ver con la forma en que se distribuye el poder; las organizativas, que se refieren al peso de las burocracias, los corporativismos, las rutinas y formas de hacer asentadas; y finalmente las afectivas o emocionales, que ponen de manifiesto cómo la educación que hemos recibido, los valores y la ideología dominantes, etc., actúan de barrera invisible pero muy eficaz contra el desarrollo de actitudes que son del todo necesarias para construir este tipo de procesos, como acompañar, reconocer, colaborar, confiar, resolver la conflictividad, aventurarse, no tener miedo, ser creativos, etc. ¡Por eso es tan importante que la metodología comunitaria trabaje los tres niveles de resistencias!

 

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NOTAS

El autor agradece los importantes comentarios de Ismael Blanco, que han servido para mejorar ostensiblemente las primeras versiones de este texto. También agradece las aportaciones y comentarios de Ernesto Morales, investigador del equipo de acción comunitaria del IGOP.

1 La relación completa de los más de 60 participantes en estos grupos de discusión, así como el cuestionario utilizado, puede consultarse en Rebollo y Carmona (2009).

2 Véase Planes (2009).

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