William Henry Hudson, por Javier Reverte

Leyéndole uno vuelve a sentir pasión por la Patagonia, una región que no se parece a ninguna otra del mundo.

William Henry Hudson
William Henry Hudson / Raquel Aparicio

Cuando los lectores damos con un gran escritor del que desconocíamos prácticamente todo, el hecho nos supone una suerte de celebración. Es casi como enamorarse otra vez cuando ya crees que estás curado del mal de amores. Pero el derecho a amar jamás desfallece, igual que tampoco mueren los grandes escritores escondidos que nos esperan en algún recodo de la vida. Me acaba de suceder con uno.

Me refiero a William Henry Hudson, escritor angloargentino -nacido en Argentina de padres norteamericanos y muerto en Inglaterra en 1922, con 81 años-, a quien los argentinos reivindican como escritor propio y llaman Guillermo Enrique. Y lo he descubierto en un libro de los casi cincuenta que escribió y que acaba de publicar la editorial La Línea del Horizonte. Se llama Días de ocio en la Patagonia y relata la temporada que hubo de pasar en la región del Río Negro en su camino hacia el sur del continente americano. Hudson fue, sobre todo, un escritor naturalista y, en particular, un apasionado de la ornitología. Muchos de sus libros tratan sobre ello, hasta el punto de que fue llamado El príncipe de los pájaros, un bellísimo nombre. Pero su literatura sobrepasó con creces el territorio del naturalismo y, como le sucedió a Darwin en su famoso libro del viaje a bordo del Beagle, en sus trabajos Hudson habla también de hombres y mujeres, de peripecias y de aventuras, además de incorporar interesantes reflexiones. Todo ello, además, con una prosa excepcional, mucho mejor que la de Darwin, aunque su importancia en la ciencia no alcance ni de lejos la del gran teórico de la teoría evolucionista. Ford Madox Ford dijo de él que era "el más grande narrador vivo de la lengua inglesa". Y así lo juzgó Joseph Conrad: "Escribe como crecen los pastos".

Leyéndole, por otra parte, uno vuelve a sentir pasión por la Patagonia, como la sentí al leer el relato del viaje de Magallanes en la pluma el cronista italiano Antonio Pigafetta, en los textos ya señalados del libro de Darwin y, en menor medida, En la Patagonia, de Chatwin. Aquella es una región en la que he tenido la suerte de poner el pie y que no se parece a ninguna otra del mundo. Hudson la conoció y la explicó muy bien, probablemente mucho mejor que ningún otro.

Pero, fuera de sus observaciones naturalistas, lo que me ha gustado más de este libro es la capacidad literaria de este escritor y viajero. El texto comienza como un apasionado relato de aventuras, cuando el cochambroso barco en el que el naturalista viaja hacia Patagonia se enroca en unos arrecifes y a punto está de naufragar. Hudson observa cómo los oficiales del barco quieren abandonarlo en un bote, dejando a los pasajeros a su suerte, y relata cómo un bravo inglés los disuade amenazándoles con un revólver. El barco se libera de milagro de una prisión de rocas y vuelve al mar, para finalmente quedar encallado en un arenal de una costa plena de dunas. Desde allí, varios hombres, entre ellos Hudson, saltan al agua, llegan a tierra y el escritor, al pisar las dunas, clama: "¡La Patagonia, al fin!".

Al paso de las páginas, el libro va transformándose: peripecia, reflexión y observaciones se mezclan con la aventura. Y el libro alcanza su tono más lírico precisamente en su final, cuando Hudson nos habla extensamente del sentido del olfato, "un sentido emocional de alto valor comparado con los demás...; como la vista y el oído, un sentido culto, (aunque) a diferencia de ellos, sus sensaciones se olvidan". Hudson es de los escritores que enseñan a escribir.

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