Número 21 | Diciembre de 2012
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La integridad nouménica de la obra plástica
Miguel Mainar, Metamorphose, Palacio de Montemuzo del Ayuntamiento de Zaragoza, 30 de octubre – 9 de diciembre de 2012
 
 

 

La obra y la trayectoria de Miguel Mainar nos han sorprendido muy gratamente, sobre todo por el hecho de que su actividad plástica fuese poco conocida en su ciudad natal –Zaragoza- al haberse formado y trabajado en París en las décadas de 1960 y 1970, y en Argelia en la siguiente de 1980 (concretamente en Argel y Adrar para trabajar como profesor de pintura), para finalmente retornar no a Zaragoza exactamente, sino algo más al norte, en Ipiés (Huesca). Debemos tener en cuenta que, muy probablemente por estas circunstancias y a pesar de pertenecer a la generación de aquellos artistas formados en la década de 1960 y que empezaron a trabajar en la siguiente, su nombre no está contemplado en el Diccionario Antológico de Artistas Aragoneses (1947-1978) publicado en 1983 por la Institución Fernando El Católico, ni encontramos referencias suyas en los manuales principales de arte aragonés. Si repasamos su carrera, vemos que su obra fue expuesta en la capital aragonesa en 1975, y no volvimos a disfrutar de ella hasta 2004 en una colectiva celebrada en la Casa de los Morlanes del Ayuntamiento de Zaragoza, y tres años más tarde en una individual que le dedicó la Fundación Arte y Gastronomía. Naturalmente, su carrera ha estado más vinculada a Francia y a Huesca, pero esto no es óbice para que, como en el caso de los artistas aragoneses que han desarrollado su carrera fuera de Aragón, por ejemplo Pablo Serrano, Antonio Saura, José Luis Balagueró, etc., no complemente el panorama artístico de la región junto con artistas de su generación que han trabajado en Aragón: Sergio Abraín, José Luis Cano, Enrique Larroy, Paco Simón, Paco Rallo, etc., etc.

            Este mismo significado de Miguel Mainar en la historia del arte contemporáneo aragonés, se enriquece con sus aportaciones al haberse formado en la capital europea de las artes por antonomasia, y en una cultura tan diferente a la nuestra como la argelina, impregnada, -como bien advierte Manuel Pérez-Lizano Forns en el catálogo de la exposición-, de la sensibilidad religiosa islámica.

            El París artístico que conoció Miguel Mainar estaba dominado por lo que Bernard Lamarche-Vadel denominó “abstracción analítica”, la cual tuvo su primera manifestación con el colectivo BMPT (Buren, Mosset, Parmentier y Toroni) en enero de 1967, y su máximo desarrollo en el movimiento “Supports-Surfaces” de Daniel Dezeuze, Claude Viallat, Bernard Pagès, Louis Cane, André Valensi, Patrick Saytour, etc. Este último movimiento citado basó su decálogo en una nueva concepción de la obra plástica, concretamente de la pintura como una “topología”, lo que conllevaba la separación de imagen y pintura al tiempo que, en tanto que nueva unidad física -entre el soporte material y la superficie visible-, este arte se prestaba como un objeto de conocimiento, lo que permitía trabajarlo a partir de la disgregación de sus elementos pictóricos. Precisamente encontramos cierta aproximación en la obra presentada por Miguel Mainar, al construir sobre la diversidad material, -especialmente los materiales reciclados-, la obra desde el soporte y establecer la imagen a partir de las rugosidades y diferentes facturas derivadas, en un encuentro mágico pero pragmático entre lo fortuito y lo volitivo, tanto en la acción como en lo cognitivo. En este sentido, su obra responde de manera bastante más fidedigna al concepto ético de “soportes-superficies”, que su versión española conocida como “pintura-pintura” y abierta por el grupo Trama en 1973, aunque antes debamos advertir paradójicamente que esta apreciación es nuestra y que muy probablemente Mainar no se ha propuesto responder a las necesidades éticas de un movimiento artístico concreto. De hecho, quedan elementos que barroquizan enormemente la unidad de sus obras y que contradicen el reduccionismo de la abstracción analítica: calidades, signos, restos de una actividad previa, del artista, de otros desconocidos, accidentes de lo fortuito que afloran en la unidad compleja en un intento por balbucear y cobrar una vida orgánica dispuesta a desplazarse en todas las dimensiones posibles. Su dialéctica en este sentido es la misma que  la de “soportes-superficies”, aquella entre la materia y el trabajo, entre el adentro y el afuera, entre el signo y la cosa, entre la unidad y la dispersión, aunque sin necesitar de su apoyo teórico, el cual es sacrificado en su caso en beneficio de la respiración: la geometría proviene de las facultades del material y obedecen a anteriores presencias, a materiales perdidos y ahora ausentes; y sobre todo esa escritura, entre la facultades mecánicas de la imprenta y la manualidad del proceso siempre, lo que logra la alquímica subordinación del automatismo de los encuentros del material reciclado al organicismo de la actividad. Este protagonismo de la palabra que quizás no haya disfrutado de toda su dimensión en las corrientes reduccionistas de la abstracción europea de la década de 1970, encuentra con Mainar modelo en la palabra coránica por ser revelación de Dios, su actividad no tanto creadora sino ordenadora de una materia sobre la que imprimir su huella. De esta manera la obra se revela hacia delante, mientras que la voluntad quiere penetrarla para conocerla, hasta que los órganos de nuestros cuerpos impenetrables contaminen en su consideración los elementos de la pintura, dado que se trata en verdad dada de una batalla entre piel y superficie pictórica. La obra artística, propia de la fisicidad de la segunda mitad del siglo pasado (Fautrier, Dubuffet, Simon Hantaï, Rauschenberg, etc.), se compone de una serie de capas acostadas una sobre otras para preparar el ritual de los desvelamientos. Vive como noumenon, es decir, como objetividad pura y misterio, y muere al ser desvelado con el fin de que sus cenizas nutran una nueva vida. En este sentido, lo que nos propone Miguel Mainar es una cadena de encuentros que comienzan entre los elementos propios de la pintura, que se alimentan de lo no artístico en calidad de un principio exogámico básico, y que culmina entre la materia y la conciencia, ahí precisamente donde nace la forma en tanto que realidad primigenia y siempre efímera, como si Mainar hubiese sustituido el postestructuralismo de la revista Tel Quel por el nuevo positivismo deleuziano que baila sobre las presencias sin sentido:

« Tout mot est physique, affecte immédiatement le corps. Le procédé est du genre suivant : un mot, souvent de nature alimentaire, apparaît en majuscules imprimées comme dans un collage qui le fige et le destitue de son sens ; mais en même temps que le mot épinglé perd son sens, il éclate en morceaux, se décompose en syllabes, lettres, surtout consonnes qui agissent directement sur le corps, le pénètrent et le meurtrissent. Nous l’avons vu pour le schizophrène étudiant en langues: c’est en même temps que la langue maternelle est destituée de son sens, et que les éléments en deviennent singulièrement blessants. Le mot a cessé d’exprimer un attribut d’état de choses, ses morceaux se confondent avec des qualités sonores insupportables, font effraction dans le corps où ils forment un mélange, un nouvel état de choses, comme s’ils étaient eux-mêmes des nourritures vénéneuses bruyantes et des excréments emboîtés. Les parties du corps, organes, se déterminent en fonction des éléments décomposés qui les affectent et les agressent »

Gilles Deleuze, Logique du sens, 1969. 

Manuel Sánchez Oms
Miembro de AECA y de la junta directiva de la AACA

Fecha de Entrega: 31/12/2012
Fecha de Admisión: 31/12/2012


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