Zugarramurdi, por Luis Pancorbo

El Santo Oficio acusó de prácticas de brujería a 300 habitantes de la zona. Zugarramurdi pasó a ser sinónimo de averno.

Zugarramurdi, por Luis Pancorbo
Zugarramurdi, por Luis Pancorbo / Ximena Maier

Sitio más bucólico que Zugarramurdi no es fácil de encontrar. Las ovejas triscan hierbas jugosas en los prados de los aquelarres. Los cielos son azules como si no existiese la culpa divina ni humana del mundo. La chica de la taquilla, de un rubio angelical lejos del cliché de una sorgiña que vuela en escoba, dice que Zugarramurdi puede ser una combinación de olmo (zumar en euskera), fresno (lizarra), incluso de un santo ramo de laurel (erramua). Más atendible parece la etimología de Koldo Mitxelena: "Lugar abundante en olmos ruines". No se diría que aquí los olmos sufran grafiosis ni maldiciones. Todo lo verde esplende.

El epicentro es la cueva, la catedral de las brujas con dos ojivas grandes a ambos lados aptas para salir en escuadrón. Esa anti-caverna es atravesada por el Infernuko Erreka, un Arroyo del Infierno saltarín, espumoso, un poco caprino también él. Lo demás es una naturaleza idílica, con abundancia de prímulas y oxalis a las que algún chef vasco ya habrá echado el ojo.

Para algo más sustancioso se aguarda el 18 de agosto, cuando las fiestas patronales. Más que la Asunción, lo que celebran algunos paisanos es una verbena de brujas con una comilona en la cueva. La gran noche es la del zikiro-jate, carnero asado al espeto, y para acompañar, piperrada, vino y coñac, pues los vapores son buenos para imaginar a las brujas en las estalactitas. Domingo Peri, un emigrante que volvió de Argentina, trasplanta a la cueva la técnica del espeto, y las carnes jugosas y bravías de los carneros hacen el resto. A esa cuchipanda hay que llevar cuchillo (y pagar 35 euros), nada del otro mundo considerando que igual se ve la reencarnación de Graciana Barrenechea, la reina de las brujas. Peri es el jaun o señor del caserío Barrenechea, siempre de la familia de un ilustre linaje brujeril de Zugarramurdi.

Eso pasa en las amables colinas entre Navarra y Francia. En la misma raya queda Sara, el pueblo donde se tuvo que exiliar durante el franquismo José Miguel Barandiarán, el padre de la etnografía vasca. En 1935 encontró en Zugarramurdicerámica y láminas de pedernal del periodo magdaleniense. La cueva no fue necesariamente habitada por magos prehistóricos. En su túnel kárstico, de 120 metros de largo y 12 de ancho, no había pinturas rupestres.

Luego un día se echó el horror sobre un sitio tan inocuo. El Santo Oficio acusó de practicar la brujería a 300 habitantes de la zona. Zugarramurdi pasó a ser sinónimo de averno. En el proceso de Logroño de 1610, cuarenta personas, la mayoría mujeres, fueron acusadas de provocar tormentas marinas y de ayuntarse con el diablo. Al fin once fueron quemadas, seis en carne mortal y cinco en efigie, es decir, en retrato, porque ya habían muerto. Para los inquisidores, quemar en efigie no tenía ese regusto del asado humano a mayor gloria de su divinidad y de sus finanzas, porque se quedaban con el patrimonio de las víctimas.

Zugarramurdi fue preludio y emblema de represión y vesania, incluyendo ahí la de los inquisidores. ¿Quién era el malo y el bueno en materias de imaginación escatológica? Salazar, un inquisidor inteligente, no descartó que se tratara de una epidemia psiquiátrica, nada del triunfo del macho cabrío. Aún en 1692 se ahorcaba a una veintena de mujeres en Salem (Massachussets) acusadas de brujería. Otra vez se aliaron rumores y delirios, y la cura era la horca o la tea. Hoy, frente a la iglesia de Zugarramurdi hay un bar donde se celebra la vida, con chistorra y un pacharán de Burlada.

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