Cairo, por Javier Reverte

Apenas hay turistas en estos días –el yihadismo acecha– y uno puede disfrutar de paseos solitarios a la vera del Nilo.

Cairo, por Javier Reverte
Cairo, por Javier Reverte / Raquel Aparicio

Hacía casi quince años que no pisaba una de las capitales más sugestivas del planeta, la egipcia El Cairo, y hace unos pocos meses, por circunstancias que no vienen al caso, pasé unos cuantos días en la ciudad. En ese tiempo de ausencia, el viento revolucionario de la plaza de Tahrirhabía pasado por la urbe, durante la llamada primavera árabe, y Cairo era otra. Seguían el tráfico caótico, la contaminación insufrible, la vitalidad extremada de una ciudad que es el alma misma del Islam, los secretos rincones de una metrópoli que gusta de ocultarse y que se va revelando al viajero como si éste fuera descorriendo velos... "Quien no ha visto El Cairo, no ha visto el mundo", decía un personaje de Las Mil y Una Noches. Es un juicio válido todavía. En Cairo, resulta curioso el hecho de que algunos de los mejores comercios y de los más exquisitos restaurantes se escondenen la segunda o en la última planta de un edificio de pisos, apenas sin anunciarse, como si la ciudad nos exigiera a los extranjeros el esfuerzo de descubrir sus encantos.

La noche, igual que antes, continúa tan viva como el día. Y tan solo por la misma razón banal: porque la escasez de vivienda es tal que las familias tienen que hacer turnos para dormir. De modo que, en la mayoría de ellas, a menudo muy numerosas, unos miembros trabajan de día y descansan de noche; y los otros, al revés. En cuanto al trazado de la urbe, sigue siendo tan caprichoso y tan grotesco como lo era hace treinta años. Casi nunca se da en Cairo por terminado un edificio y en las terrazas superiores asoman al aire, como lanzas, las vigas de sujeción de acero. Se sabe que, en poco tiempo, habrá que acoger con toda seguridad a nuevas familias y, en consecuencia, construir nuevos pisos en la altura. Así que, ¿para qué darlos por terminados? Cairo está llena de rascacielos muy frágiles y los muecines rezan contra los terremotos.

¿Qué ha cambiado? El ánimo de la gente. La primavera se esfumó y se transformó en una dictadura militar. Y eso lo consideran un fracaso los partidos de aquella revolución que quiso instalar un sistema democrático y moderno en el Egipto secular. Otro cambio se observa en la prepotencia social del islamismo. Los líderes de los Hermanos Musulmanes están en la cárcel y condenados, pero su presencia en la calle crece sin cesar. Como sucede en Estambul, en Cairo los velos femeninos florecen y la cerveza se esconde.

Lo que sorprende, cuando charlas con los revolucionarios de la primavera, es su confianza en que el futuro anhelado no ha muerto. O mejor que confianza, su ingenuidad. Les preguntas: "¿Qué queda de aquello?". Y te responden: "El alma de Egipto ha cambiado". Lo que nos asombra y enternece a quienes conocimos antaño y hemos vuelto ahora a la ciudad es la mirada de niño que observas en los jóvenes y viejos egipcios cuando hablas de aquella feliz primavera transformada, una vez más, en dictadura.

Por lo demás, la vitalidad de la ciudad llamada de Los Mil Minaretes y también conocida desde antaño como La Ciudad Victoriosa permanece intacta. Apenas hay turistas en estos días -el yihadismo acecha- y uno puede disfrutar de paseos solitarios a la vera del Nilo como no podía hacerse años atrás. O cruzar Tahrir jugándose la vida como un torero. O tomarse un té verde y fumar una pipa de agua con sabor a manzana en el viejo Café Horriya, en la plaza El Falaky.

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