Un guepardo, por Javier Reverte

La vieja África sigue resistiéndose a desaparecer, por más que los masai alternen ahora la lanza con el móvil.

Un guepardo, por Javier Reverte
Un guepardo, por Javier Reverte / Raquel Aparicio

Hace poco regresé de un último viaje africano, en esta ocasión por Uganda y Kenia, territorios que conocía de bastante años atrás, desde la década de los años 90 del pasado siglo. Visité de nuevo las fuentes del Nilo, en Jinja, un imponente y mítico lugar al Este de Kampala, la capital ugandesa, y luego las cataratas de Murchinson, en donde el Nilo Blanco, llegando desde el lago Victoria, se desploma en un largo canal que va a parar al lago Alberto. Todo ha cambiado muy poco en casi veinte años y esa zona de África sigue mostrando esa mezcla tan propia de vitalidad y tristeza, de jolgorio y miseria, de alegría y llanto. La vieja África, con toda su belleza y su tragedia, sigue resistiéndose a desaparecer, por más que ahora se vean muchos más chinos en el continente y los guerreros masais alternen la lanza con el teléfono móvil y usen zapatillas falsificadas de la marca Addidas en lugar de las artesanales alpargatas fabricadas con viejas suelas de neumático.

Lo único novedoso de este viaje de ahora fue mi visita al Masai Mara, uno de los parques más famosos de África. En realidad no es un parque propiamente dicho, sino un pedazo, el más pequeño, de la inmensa reserva natural del gran Serengeti. El ecosistema es el mismo, la sabana africana, y la vida natural no difiere en absoluto entre los dos territorios. Solo son distintos por las banderas. Cuando los imperialismos europeos, a finales del siglo XIX, decidieron repartirse África en la Conferencia de Berlín lo hicieron como quien divide un pastel, trazando rayas a menudo horizontales, valiéndose de una regla y un lápiz. No atendieron a razones antropológicas ni mucho menos al respeto de los ecosistemas. De ese modo, los masais, por ejemplo, que eran una etnia con tradiciones, lengua y religión propias, quedaron convertidos en masai-kenianos o masai-tanzanos. Y así siguen. Lo mismo sucedió con el paisaje: el Mara y el Serengeti son un mismo territorio, pero los separa una frontera puramente gratuita.

No obstante, para los animales no hay fronteras, sean peces, aves, reptiles, insectos o mamíferos. Y en esto manifiestan mayor inteligencia, o al menos mayor sensibilidad, que los seres humanos. Nadie te dirá nunca este es un león keniano o tanzano, de la misma manera que no existen atunes belgas o británicos.

Por eso, los animales saltan del Serengeti al Mara, y viceversa, según las lluvias y según crecen los pastos, porque la razón para vivir de un animal no es otra que alimentarse y procrear: cuando surge la hierba, los herbívoros tienen comida y se desplazan en su búsqueda, seguidos de los depredadores que se nutren de su carne y de los carroñeros, que se ocupan al final del festín de la limpieza de los platos.

Esta vez en el Mara he visto un guepardo que, oculto entre las altas hierbas, en la frontera entre los dos parques, espiaba a una manada de antílopes. Una hembra copi estaba pariendo. Y cuando la criatura salió de su vientre, el guepardo de levantó, dio un trote largo, sin prisas, mató al recién nacido y se lo llevó ante las narices mismas de la madre.

El felino espiaba a la manada en terrenos del Masai Mara y los copis pastaban en el Serengeti. Nadie le pidió su pasaporte al guepardo. Cruzó la frontera en Tanzania, cazó al indefenso animal y regresó cargándolo en sus fauces a Kenia, para proceder a devorarlo. Luego llegaron buitres de los cielos de los dos países y dejaron los huesos del pequeño antílope mondos y lirondos.

La gran sabana no tiene patria. La muerte no tiene patria. ¿Por qué se la ponemos a la vida?

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