Bosque secreto, por Javier Reverte

En esta primavera podemos pasear de cuando en cuando junto a un río secreto, en un bosque sin nombre.

Bosque secreto, por Javier Reverte
Bosque secreto, por Javier Reverte / Raquel Aparicio

Tras un invierno duro, frío, húmedo, desesperanzado por la situación económica y, en buena medida, muy poco humano, los campos y los montes castellanos se nos han llenado de flores, de olores, de arroyos jugosos, sabrosas setas y cantos de pájaros. Y las calles de las ciudades rebosan de bellas chicas -supongo que también de bellos chicos, algo en lo que no suelo fijarme- que florecen como claveles y huelen a azahar: vivimos a su arrimo, como bien podría vivir Marcel Proust, a la sombra de las muchachas en flor, si una tarde de estas se diese un paseo por el parque del Retiro madrileño.

Hay crisis. Pero la primavera tiene el don de recuperar la esperanza: al menos en la sangre, ya que no en los bolsillos. En el alba de los 70 años, muchos de los placeres de la sensualidad se retiran de tu vera. Mas no sucede así con el sentido de la vista. Yo aconsejo a los paisanos de mi generación que se apliquen al arte del flaneûr, esto es: el arte del deambulador, y que no dejen de asomarse a los parques de la ciudad en estos días. Porque, como atinadamente escribía en un artículo Camilo José Cela, hace medio siglo más o menos, "lo que se ve es de todos".

Ahora mismo me encuentro fuera de Madrid, en mi bosque secreto, a la orilla de un río cuyo nombre no digo nunca a casi nadie, el lugar en donde disfruto de mis dos cambios favoritos de estación; los finales del arisco invierno y del agobiante verano, que coinciden con la llegada de la gentil primavera y del elegante otoño. El invierno y el verano me proponen muerte; por su parte, la primavera y el otoño, vida y belleza. Y ahora, ya en plena primavera, huelo, luego existo.

Desde mi ventana contemplo una montaña de 2.430 metros de altura -no la nombro-, sobre cuyos hombros todavía refulgen las últimas nieves invernales. A menos de quinientos metros se abre un anchuroso parque de varias hectáreas de superficie en el que pastan decenas de caballos y, ocasionalmente, también algunas vacas. Hay robles centenarios y pinos cuyos troncos exhiben un impúdico brillo anaranjado. Y en los aires aprenden a volar y a cazar las crías de las aves rapaces instruidas por sus padres: milanos reales y negros, águilas calzadas, culebreras e imperiales, halcones, azores y gavilanes, alcotanes, cernícalos y unos pocos bandos de buitres negros y leonados. En el río abundan las truchas y las culebrillas de agua, y reptan malévolas víboras en los pinares y en los roquedales. En las charcas croan las ranas, nadan temblorosos los renacuajos y las libélulas huyen de las cornejas. Se oyen los primeros cantos de los ruiseñores y los jilgueros, y en las orillas de los arroyos empiezan a asomar las moras en los zarzales y a teñirse de rojo los majuelos.

Las mariposas salen de sus guaridas en busca de sal y, si un día repentinamente cae una súbita tormenta, miles de sapetes corren en los prados. Las golondrinas han arribado ya, junto con las cigüeñas, y mientras éstas construyen sus grandes nidos a toda prisa, aquellas limpian los cielos de insectos. Canta el cuco a voz en grito y a su eco responde el chotacabras.

Las endrinas se llenan de capullos, nace la delicada flor rosada del azafrán silvestre y los vencejos asoman en bandadas durante los atardeceres. Hay violetas y berros, botones de oro y peonías. Y el piorno serrano comienza a pintar de amarillo las laderas de las montañas.

La primavera me hace sentir que la nuestra vida está construida para la eternidad. Cierto es que la crisis nos niega felicidad en estos días amargos. Pero, al menos, en esta primavera podemos de cuando en cuando pasear junto a un río secreto, en un bosque sin nombre, al pie de una montaña cuyo apellido ocultamos, percibiendo olores de plantas que difícilmente reconocemos y escuchando trinos y gritos de aves libres que nos remiten a la gran belleza del mundo.

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