Un canal, por Javier Reverte

La joya de Panamá no es un legado arquitectónico ni algo natural; es una obra de ingeniería: el Canal.

Un canal, por Javier Reverte
Un canal, por Javier Reverte / Raquel Aparicio

Lo más asombroso, al entrar en el atardecer en laciudad de Panamá, es el espectáculo que ofrece la carretera que corre junto al mar: cientos de pájaros marinos pescan en esa hora, lanzándose como puñales sobre las aguas quietas de la bahía. Cormoranes, alcatraces, golondrinas marinas y, sobre todo, grandes pelícanos de plumaje acerado compiten por hacerse con los peces que nadan cerca de la superficie. Las aves caen igual que obuses, entran en el agua en forma de cuchillo y regresan al aire con un poderoso batir de alas, a menudo con un pescado de relucientes escamas plateadas coleando en su pico. Es un espectáculo soberbio y, en cierta medida, también estremecedor, pues retrata como pocos la lucha por la vida en una naturaleza todavía salvaje en muy buena medida.

Por lo demás, Panamá es un país pequeño que tiene muy poco que ofrecer. A los turistas les gusta visitar a los indios kunas y comprar sus vistosas artesanías, especialmente en telas. Pero yo soy tan poco amigo de visitar etnias como de deambular entre viejas ruinas porque, con los años, uno tiene un cierto empacho de piedras y de pueblos. Hay unos viejos castillos y fuertes españoles de la época colonial en Portobelo, al norte del país, una selva intrincada en el Este, la del Darién, por donde a veces asoma la temible guerrilla colombiana de las FARC, y unas islas de esas que en los catálogos se definen casi siempre -con escaso ingenio- como paradisíacas, el archipiélago de las Perlas. Y poco más. La ciudad, que alberga a más de la tercera parte de la población total de este país de tres millones y medio de habitantes, tiene un bonito casco viejo siempre en obras, cuyo principal monumento, según los catálogos, es una horrorosa catedral de estilo quién sabe qué demonios. Hay también, junto al mercado, un barrio repleto de burdeles, con tarifas pactadas entre todos para evitar hostilidades: 15 dólares por 15 minutos, esto es, a dólar por minuto. Y pare usted de contar.

Pero el país cuenta con una verdadera joya. No es una creación de la naturaleza, ni tampoco es un legado arquitectónico del pasado. Se trata simplemente de una gran obra de ingeniería: el Canal de Panamá. Puede que, en toda la historia de la humanidad, y con la excepción de las pirámides de Egipto y la presa china de las Tres Gargantas sobre el curso del río Yangtsé, no se haya emprendido nunca una obra de semejante magnitud y de tamaña ambición.

Hace un par de meses, en el curso de un viaje por el país centroamericano, tuve la fortuna de embarcarme en un carguero y navegar el canal entre el Océano Pacífico y el Atlántico, un recorrido de 80 kilómetros, que dura unas ocho horas a causa de las seis esclusas que se encuentran en el camino. Mi buque, el NYK Deneb, era una nave india de 264 metros de eslora y cargada de contenedores. Realizaba la ruta entre los puertos de Madrás y Nueva York y era un barco nuevo y espacioso. Cuando llegó la hora de comer, fui invitado a disfrutar de un estupendo chicken tikka masala.

Lo mejor de la navegación es, sin duda, cruzar las esclusas, un sistema muy sencillo -en realidad es un juego de vasos comunicantes- ideado para salvar los desniveles del terreno entre los dos océanos. Partiendo del Pacífico, de un embarcadero llamado Diablo, se suben dos primeras represas, las de Miraflores, y unos tres kilómetros más adelante se sube otra más, la de Pedro Miguel. Después, el barco sigue por el lago Gatún, una extensión artificial de agua rodeada de selva, para llegar a las tres esclusas del mismo nombre, por las que se desciende hasta el Atlántico.

Pocos viajes hay de tal singularidad como la travesía de este canal, abierto en 1914. Y pocas cosas se han ideado tan ingeniosas en la historia humana.

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