Morir entre los hielos, por Javier Reverte

Si es usted viejo, no se le ocurra irse a vivir a las islas Svalbard porque allí no le dejarán morir.

Morir entre los hielos, por Javier Reverte
Morir entre los hielos, por Javier Reverte / Raquel Aparicio

Uno de los lugares más extraños de la Tierra es el archipiélago de las Svalbard, de soberanía noruega, cuya isla principal es Spitsbergen. Se trata de uno de los recodos más septentrionales del mundo, una singular geografía en la que, en condiciones muy extremas, habitan cerca de tres mil seres humanos. En aquel puñado de islas batidas por los mares árticos -el de Groenlandia al Oeste, el de Barents al Este- la población se reparte en cuatro establecimientos humanos, todos ellos en la isla principal de Spitsbergen: Longyearbvyen, la capital administrativa, con algo más de dos mil habitantes; Barentsburg, una ciudad minera rusa con una población de unas cuatrocientas personas, y dos estaciones científicas, Ny Alesund y Hornsund, que no suman entre las dos más allá de cien habitantes durante los larguísimos inviernos polares.

En todo el archipiélago no hay más que 53 kilómetros de carreteras asfaltadas y el número de osos polares supera en un par de cientos al de personas. Los osos están protegidos, pero siempre hay que ir armado cuando uno camina por las Svalbard e, incluso, en las calles de las afueras de Spitsbergen, la urbe más poblada. Porque estos plantígrados, que pueden llegar a pesar mil kilos y a medir más de dos metros y medio de altura, al ver a un hombre no lo miran con respeto o curiosidad sino como quien contempla una hamburguesa a la hora del almuerzo.

Las Svalbard, que durante siglos fueron explotadas por la riqueza de sus aguas en focas y grandes cetáceos y, más tarde, como cazadero de osos y renos, y a la postre como región minera carbonífera, cuenta con un peculiar estatus jurídico: reconocidas por la Organización de las Naciones Unidas como territorio noruego, otras naciones tienen derecho a mantener allí establecimientos propios, sobre todo Rusia, con una larga tradición en la explotación de sus recursos mineros. Incluso España y Francia mantienen todavía antiguas reclamaciones de derechos de pesca, ya que entre los primeros que llegaron allí a cazar la ballena se encontraban pescadores vascos.

En las islas puede establecerse quien lo desee a condición de que trabaje y edifique su casa. No se admiten vagos en Spitsbergen: los impuestos resultan mínimos y las ayudas sociales son al tiempo muy escasas. En Longyearbyen, la capital del archipiélago y principal núcleo de población, existen numerosos ucranianos, rusos, bielorrusos y, por supuesto, noruegos. Pero también cuenta con una importante colonia de tailandeses, que controlan casi todo el negocio de hostelería. Es más fácil comerse un plato de ballena al curry, en Longyearbyen, que un buen asado de reno.

Si es usted viejo, amigo lector, no se le ocurra ni por un momento irse a vivir al archipiélago de las Svalbard. Las autoridades hacen allí todo lo posible para que no se establezca una población de la tercera edad. No hay atención médica especializada, ni geriátricos y ni siquiera escaleras mecánicas para entrar con carrito de ruedas en los comercios o en las viviendas de pisos. Y no porque falte buena calefacción, farmacias o supermercados con todo lo necesario. Es que no está permitido morirse en las Svalbard.

Me explico:

Hace unos años, por algún motivo que ignoro, unos médicos forenses abrieron una tumba de comienzos del siglo XX para realizar algún tipo de investigación. Y descubrieron que, a causa del hielo y el frío de la tierra, el cadáver se encontraba en perfecto estado de conservación. Corrió la voz sobre el hallazgo. Y decenas de personas pidieron ser enterradas en las islas, en la creencia de que, si algún día la ciencia encuentra medios para devolver la vida a los muertos, será mejor un cadáver bien conservado que un puñado de cenizas.

Y es que morir está prohibido en las Svalbard para quienes creen en la resurrección de la carne y en la vida perdurable.

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