Francisco Castejón
Fukushima: improbable, pero ha sucedido
16 de mayo de 2011.
(Página Abierta,  214, mayo-junio de 2011).

  El terremoto y el tsunami del 11 de marzo pasado no solo afectaron a los seis reactores de la central de Fukushima-Daiichi, sino a 12 de los 54 reactores japoneses. En particular, los cuatro reactores de la central de Fukushima-Daini  sufrieron también daños importantes. Tras el accidente cabe preguntarse cómo un país tan sísmicamente activo como Japón ha optado por el uso masivo de la energía nuclear.

            Todos los reactores de Fukushima-Daiichi son de agua en ebullición y el número 1 es idéntico al de la central nuclear de Garoña (Burgos), mientras que el número 3 es muy similar al de Cofrentes (Valencia). Este tipo de centrales tiene unas características que las hacen especialmente vulnerables a sucesos externos como el que nos ocupa. En ellas el vapor radiactivo del circuito primario sale del edificio del reactor, de hormigón, y llega a las turbinas, que están situadas en un edificio civil ordinario. Además, las barras de control, verdaderos frenos de la central, se insertan desde la parte de abajo de la vasija, por lo que es imprescindible que el accionador neumático funcione, puesto que las barras no podrán caer solas por gravedad.

            Cuando se produjo el terremoto, funcionaban los reactores número 1, 2 y 3, mientras que el número 4 estaba en recarga y los números 5 y 6 en mantenimiento. Obviamente, si hubieran estado los seis reactores en funcionamiento, el accidente habría sido mucho más grave. Durante el terremoto, cuando los sensores detectaron el temblor, los reactores pararon automáticamente mediante la inserción de las barras de control. Sin embargo, no salieron indemnes, en contra de lo que la industria nuclear ha proclamado, puesto que investigaciones recientes han revelado que muchos de los sistemas de emergencia fueron dañados por el temblor de tierra.

            El tsunami que siguió al seísmo destrozó los edificios auxiliares y dejó inservibles el circuito primario de refrigeración y los sistemas de emergencia de alimentación y de refrigeración. En estas circunstancias, no había forma de extraer el calor de los reactores 1, 2 y 3.  El calor es muy alto por la radiactividad del combustible y es, por tanto, imprescindible enfriarlo por cualquier medio para que el núcleo no se funda y el combustible nuclear no acabe por salir al exterior. Por ello se decidió rociar los reactores con grandes cantidades de agua de mar. Pero esto se hizo unas 20 horas después del terremoto, demasiado tarde, porque los reactores ya sufrían fusión parcial. La decisión de rociar los reactores con agua salada equivalía a condenar a muerte la central. Por eso, los responsables de TEPCO (Tokio Electric Power Company), propietaria de la central, tardaron tanto en tomar esta decisión.

            El accidente más grave que puede ocurrir en una central es la fusión del núcleo, porque se rompe la integridad de las barras de combustible, con lo que la reacción nuclear no se puede controlar. Cuando ocurre esto, la temperatura del núcleo aumenta indefinidamente y se perforan una tras otra todas las barreras, con lo que la contaminación puede salir al exterior. Esto fue lo que sucedió en el accidente de Chernóbil (Ucrania) el 26 de abril de 1986, en el que enormes cantidades de combustible gastado, con sustancias radiactivas durante cientos de miles de años, escaparon a la atmósfera.

            La temperatura de los reactores siguió aumentando hasta más de 2.000 grados, por la falta de refrigeración. A esta temperatura se produce hidrógeno a partir del agua. Este gas es muy explosivo, por lo que, al reaccionar con el oxígeno, se produjeron las tres grandes explosiones que lanzaron materiales hasta unos 100 metros de altura. Esto provocó los primeros escapes de radiactividad al medio.

            Hay cuatro barreras que separan el combustible nuclear de la biosfera. De dentro a fuera, son las vainas de los elementos combustibles, la vasija del reactor, la contención primaria, de hormigón, y el edificio del reactor, también de hormigón. Las explosiones habían destruido la última barrera en los tres casos y las vainas estaban también fundidas. Solo quedaba confiar en la integridad de las contenciones. Durante el accidente se produjo una fuga radiactiva masiva de sustancias ligeras como el yodo-131, de 8 días de tiempo de semidesintegración, o el cesio-137, cuyo periodo de semidesintegración es de 30 años, o el tritio, con un periodo de 13 años. Pero la situación empeoraría mucho si se escapara combustible gastado, que contiene sustancias como el plutonio, que son radiactivas durante decenas de miles de años. La contención del reactor número 2 se rompió y se produjo la fuga de plutonio en las cercanías de la central. La radiactividad que se escapó alcanzó aproximadamente el 20% de la que se fugó en el accidente de Chernóbil.

            En estos momentos se continúan enfriando los tres reactores y se reconoce que la situación no está controlada ni mucho menos. Los nuevos terremotos y las posibles explosiones pueden favorecer más escapes radiactivos. A pesar de que todos los expertos, incluida la propia TEPCO, decían que los reactores iban a estar bajo control en unos días, la empresa ya reconoce que hasta la primavera de 2012 no se tendrán los reactores en parada fría segura.

            Un problema adicional lo constituyeron las piscinas de residuos de alta actividad, situadas en la parte superior de los edificios de los reactores. El combustible gastado debe estar cubierto permanentemente con agua para ser refrigerado y para que la capa de agua sirva de blindaje frente a la radiactividad. El fallo de la alimentación eléctrica que se produjo tras el tsunami provocó que se evaporara el agua de los reactores 3 y 4 dejando al descubierto los productos muy radiactivos. Estos se calientan y se podrían haber llegado a fundir, por lo que fue necesario verter agua de mar constantemente. Por otra parte, al quedar desnudos estos productos, se emitió mucha radiactividad al medio.

            Por si esto fuera poco, se desveló al mes del accidente la existencia de una piscina común para todos los reactores, lo que introducía un riesgo nuevo.

La nube radiactiva

            Las emisiones radiactivas han contaminado el agua, la leche y los alimentos a más de 40 kilómetros de la central. La nube radiactiva ha llegado a Tokio, donde se registraron ocho veces las dosis normales y se contaminaron cinco depuradoras de agua. La ciudad de Tokio es inevacuable, puesto que tiene 34 millones de habitantes. Además se ha detectado plutonio en los alrededores de la central y estroncio a distancias de unos 40 kilómetros. Esta nube viajó miles de kilómetros y se llegó a detectar en España.

            La zona de exclusión, inicialmente, llegó a 20 kilómetros en torno a la central. Y se recomendó a la gente que no saliera de casa hasta un radio de 30 kilómetros. Pero el penacho radiactivo, impulsado por los vientos del noroeste, pronto llegó más allá de los 40 kilómetros, lo que obligó a las autoridades a evacuar algunas poblaciones como Litate, de 7.000 habitantes. Las evacuaciones se produjeron un mes después del accidente, por lo que estas personas han recibido dosis por encima de lo permitido. Quizá en 10 o 20 años se pueda apreciar un aumento de cánceres, deformaciones congénitas  y otras enfermedades entre las personas damnificadas.

            A la nube radiactiva que afecta a miles de personas, hay que sumar los vertidos al océano de agua contaminada. Se trata del vertido voluntario de unas 11.500 toneladas de agua radiactiva y del vertido accidental de agua altamente radiactiva, que duró más de 48 horas, de unas 336 toneladas. El vertido voluntario procedía del enfriamiento de los reactores y estaba contaminado sobre todo por radionucleidos ligeros como yodo, que emitirá radiactividad durante unos 160 días, y de cesio, que será radiotóxico durante unos 120 años. La fuga accidental es mucho más grave, pues la contaminación radiactiva de esta agua es gigantesca, tanto que en unas pocas horas se recibe una dosis mortal en sus proximidades. Si esta agua ha arrastrado consigo compuestos procedentes del combustible gastado, la radiactividad podría persistir durante miles de años.

            Si bien la procedencia y la causa de la fuga accidental son desconocidas, el vertido voluntario de unas 11.500 toneladas cabe achacarlo a la falta de previsión de la empresa TEPCO, que refrigeró los reactores con agua de mar sin haber habilitado suficiente espacio para almacenarla. El agua debería haber sido tratada como un residuo radiactivo y almacenada como tal.

            Los vertidos radiactivos al mar constituyen un hecho muy grave e inédito que introducen una nueva variable en este tipo de accidentes. La contaminación afectará a los ecosistemas marinos y es muy difícil evaluar sus efectos, puesto que no existen precedentes. Pero es claro que las sustancias radiactivas tendrán un enorme impacto en los ecosistemas marinos hasta que el agua se diluya suficientemente para que los niveles de radiactividad sean admisibles. La extensión de la contaminación dependerá de la distribución de corrientes marinas en la zona y va a afectar probablemente a cientos de kilómetros cuadrados. A esto hay que añadir el hecho de que los peces se desplazarán extendiendo la radiactividad mucho más allá de la zona del vertido. Pero, además, hay que tener en cuenta el efecto de la acumulación de la contaminación en las cadenas tróficas. Y, no hay que olvidarlo, el eslabón final de la cadena es el ser humano.

            La contaminación del océano y de los bancos pesqueros de la zona introduce una nueva variable en el accidente de Fukushima. Se desconoce cuál será el alcance y los efectos de estos vertidos, aunque parece claro que impedirán el consumo del pescado procedente de Japón de forma normal. La contaminación fuerza una veda de la pesca en la zona por tiempo indefinido.

La comunicación y las reacciones ante el accidente

            El de Fuskushima ha sido el segundo accidente nuclear más grave de toda la historia, tras el de Chernóbil. Finalmente ha sido calificado como de nivel 7 en la escala INES de sucesos nucleares (*), a pesar de las reticencias iniciales de las autoridades japonesas, obstinadas en quitarle gravedad a lo que estaba ocurriendo, sea por la deficiente información transmitida por la empresa propietaria TEPCO, sea por su empeño en salvaguardar los intereses de la industria nuclear nacional. Tras esta calificación, se está discutiendo la posibilidad de añadir un nuevo nivel a la escala para adjudicárselo al accidente de Chernóbil y poderlo distinguir de los desgraciados sucesos que nos ocupan.

            La reacción en Japón se caracterizó por el secretismo y la falta de información. Sorprendió el hecho de que el accidente fuera calificado como de nivel 4 en la escala INES los primeros días, y eso a pesar de que luego se ha conocido que sus técnicos penetraron en el reactor en la noche del día 11 y pudieron apreciar la desastrosa situación. La tradición económica japonesa conlleva la protección del Gobierno a sus grandes empresas y la colaboración de estas con aquel. De esa forma se produce la protección de TEPCO y, de paso, de la industria nuclear japonesa frente a los embates a que está sometida. Sin embargo, esa estrecha relación se quiebra cuando las autoridades japonesas van tomando conciencia de la gravedad del accidente y se descubren mentiras anteriores de TEPCO. El resultado es la calificación del accidente como de máximo nivel en la escala INES.

            El hecho nada habitual de que miles de personas se manifestaran en Tokio contra la energía nuclear pudo tener mucho que ver. Las encuestas revelaron un aumento de la opinión antinuclear en unos 20 puntos porcentuales, pasando del 59% al 39% los que se mostraban a favor de las centrales nucleares. En estos momentos, el pueblo japonés está en contra del uso de la energía nuclear tanto para uso civil como militar. Tampoco es ajeno a este estado de opinión el que el Gobierno japonés decidiese el cierre de los tres reactores en funcionamiento de la central de Hamaoka, situada en una zona de gran actividad sísmica a 200 kilómetros al suroeste de Tokio. Esta es, junto con los reactores alemanes, la primera víctima del accidente de Fukushima.

            La industria nuclear ha visto cómo sus éxitos de comunicación anteriores al accidente se desvanecían. Todo el espacio ganado entre los Gobiernos y opinión pública mundial usando el argumento del cambio climático se perdía ante la tozuda realidad. A diferencia de Chernóbil, esta vez se ha producido el accidente en una rica potencia tecnológica y en un reactor con un diseño muy común homologado en los países industrializados. La política de comunicación de esta industria consistió en asegurar que este tipo de sucesos son rarísimos y que los reactores habían resistido al terremoto, pero no al tsunami. Y que era muy improbable que un terremoto y un tsunami de tanta magnitud se presentasen juntos. Sin embargo, las investigaciones muestran que el terremoto, que no era tan raro en un país como Japón, ya produjo importantes daños en los reactores. Una vez más, hay que poner en cuarentena las afirmaciones del lobby nuclear, que se hace a sí mismo un flaco favor, pues no deja de perder credibilidad.

            La Unión Europea aparece dividida ante el accidente. Frente a Austria, que se convierte en el país abanderado de la exigencia de pruebas de seguridad de las centrales nucleares, aparece la potencia nuclear francesa intentando rebajar estas exigencias. No en vano Austria cerró sus reactores nucleares tras un referéndum celebrado en 1978. La postura de Austria es secundada por Italia, que decide paralizar sus planes nucleares, y Suiza, que hace lo propio y abre el debate sobre el destino de sus cinco reactores nucleares, que proporcionan el 39% de su electricidad.

            Especial atención merece Alemania, donde se producen grandes movilizaciones el día 12 de marzo, justo después del terremoto y el accidente. Es tan notable la conciencia ecológica y antinuclear de la sociedad alemana que las vacilaciones de su canciller, Angela Merkel, le costaron el länder de Baden-Wuttenberg, cuyo partido gobernaba desde los años 50, y es posible que le cuesten la presidencia de la República. Angela Merkel planteó la anulación de la ley que limitaba la vida de los reactores nucleares, pactada por Los Verdes y el SPD, y que implicaba el cierre de las 17 centrales alemanas tras 32 años de vida operativa. El anuncio de la presidenta Merkel del cierre temporal de los siete reactores más antiguos no ha sido suficiente para recuperar su popularidad.

            El pulso entre impulsores y detractores de las centrales nucleares continúa en Europa. En España contrasta la verborrea de los expertos sobre el tema con el silencio de los políticos. El empeño de los primeros, salvo honrosas excepciones, fue quitarle importancia al accidente y a los escapes radiactivos asegurando que, en realidad, los reactores resistieron el terremoto, aunque no el tsunami, y argumentando que las fugas radiactivas eran insignificantes para la población. Así, esta actitud privó a buena parte de la población de un conocimiento de lo que estaba ocurriendo en realidad.

            Los mismos políticos, como Miguel Sebastián, que declaró antes del accidente que «temerle a una nuclear era como tener miedo a un eclipse», permanecieron callados sin entrar en el debate ni explicar si lo que acababa de ocurrir tenía algún efecto sobre la filosofía de la seguridad nuclear y su postura ante esta energía. Lo mismo cabe decir de los líderes de CiU, PSOE y PP, que pactaron poco antes del accidente la retirada de la limitación de la vida de las nucleares a 40 años del borrador de la Ley de Economía Sostenible. La postura del Consejo de Seguridad Nuclear (CSN) dejó también bastante que desear en cuanto a la falta de información sobre lo que estaba ocurriendo y a su blanda actitud en la solicitud de más pruebas de estrés a las plantas nucleares españolas.

            El lobby nuclear español esgrime el déficit de tarifa eléctrica como elemento de presión contra cualquier Gobierno. Según la contabilidad del mercado eléctrico, les debemos unos 20.000 millones de euros a las eléctricas por ese concepto. No es de extrañar que cualquier Gobierno sufra unas enormes presiones. 

El escabroso problema del riesgo nuclear

            El riesgo nuclear tiene las mismas difíciles características que esos fenómenos que ocurren muy raramente pero con consecuencias muy impactantes. En efecto, un accidente nuclear con escape radiactivo es algo realmente infrecuente, pero cuando ocurre tiene unas consecuencias tan catastróficas y unas características tan complejas que parece de locos haberse embarcado en semejante aventura tecnológica.

            Los cálculos teóricos predicen que la probabilidad de accidente grave con fusión del núcleo es tal que debería producirse uno cada 200 años. Sin embargo, desde el accidente de Harrisburg (1979) al de Chernóbil (1986) pasaron casi 17 años, y de éste al de Fuskushima casi 25. Todo indica que la probabilidad real de accidente es diez veces mayor que la calculada. Esto se debe a que esos cálculos no tienen en cuenta todos los sucesos posibles, como el terremoto o los errores humanos, ni los condicionantes políticos, económicos y sociales, como la existencia del déficit tarifario antes citado.

            Cuando las centrales funcionan normalmente y los organismos reguladores (el CSN en el caso español) hacen su trabajo de forma rigurosa, parece que no debería producirse ningún accidente. Sin embargo, en Fuskushima hemos visto que siempre hay imponderables que no se pueden tener en cuenta. Tras un accidente, la industria nuclear proclama que ha aprendido las lecciones y que las incorpora a los nuevos diseños, aunque esto suponga un encarecimiento de la energía. Pero después de cada accidente sucede otro por motivos que antes no se habían sospechado. Las acciones de la industria se convierten en una imposible carrera hacia la perfección.

            En el mundo de hoy estamos sometidos a múltiples riesgos. Algunos de ellos creados por nuestra propia forma de vida, de consumo y de producción. Sin duda es más probable un accidente de tráfico que un accidente nuclear. Pero la diferencia entre ambos es que uno decide asumir el riesgo de montar en coche, mientras que no tiene potestad alguna sobre el riesgo nuclear. A menudo se nos dice que los trabajadores de una planta nuclear van a trabajar a esa instalación sin temor a los accidentes y que son el ejemplo de la irracionalidad de las protestas antinucleares. Pero es que ellos son beneficiarios de esta actividad y esto les compensa y, por tanto, deciden enfrentar el riesgo. Al igual que en otras actividades profesionales, se cobra un plus de peligrosidad; los trabajadores de la industria nuclear están francamente bien pagados.

            Es necesario que en todas las actividades humanas se dé una asunción democrática del riesgo. Que las personas podamos decidir qué riesgos deseamos asumir y cuáles no.

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(*) La escala INES (International Nuclear Event Scale) se instauró por el OIEA (Organismo Internacional de la Energía Atómica) para tratar de objetivar la comunicación de la gravedad de los sucesos nucleares, y va de 0 (incidencia) hasta 7 (accidente muy grave con salida masiva y dispersión a larga distancia de material radiactivo). La existencia de la escala INES, dado su carácter caritativo, no ha conseguido objetivar los debates sobre la gravedad de los sucesos nucleares y menos aún sobre el riesgo nuclear.