Nuestro Santiago por Javier Reverte

Nunca había visitado hasta ahora Santiago de Chile. Y sentí una cálida emoción de hombre libre caminando por sus alamedas.

Javier Reverte
Javier Reverte

?No creo que existan, en el corazón de las gentes de mi generación -me refiero a los llamados progres de mi tiempo, naturalmente-, muchos lugares que nos convoquen tanto a la tristeza, la melancolía y a la admiración como Santiago de Chile. Hace ya casi 40 años que se cometió allí uno de los más bárbaros atentados contra la dignidad humana y la libertad, cuando se arrebató el poder en un golpe de Estado militar al presidente Salvador Allende, democráticamente elegido por su pueblo. Pero aquel putsch no se detuvo allí sino que segó la vida de muchos demócratas chilenos y a otros muchos miles los arrojó hacia el exilio y la desesperanza. Muchos de nosotros sentimos entonces una enorme rabia por la suerte de Chile y una inmensa admiración ante el valor mostrado por el presidente Allende al enfrentarse a la muerte. Se nos grabaron en la memoria algunas palabras de su último discurso: "Volverán a abrirse las alamedas por donde paseará el hombre libre", afirmó, más o menos presagiando un futuro democrático. Y todos anhelábamos, con nuestros amigos chilenos, que se cumpliera aquel hermoso augurio cantado por Mercedes Sosa: "Yo pisaré las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentado y, en una hermosa plaza liberada, me sentaré a llorar por los ausentes".

Nunca había visitado Santiago de Chile. Pero, por una serie de circunstancias que no vienen al caso, el pasado octubre pasé un par de días en la ciudad. Me alojé en el centro de la urbe y, la misma tarde de mi llegada, me fui paseando por la espaciosa calle de la Alameda -en realidad llamada O''Higgins por el héroe de la independencia chilena- hasta alcanzar el Palacio de la Moneda. Era un día de temperatura fresca y cielo soleado. Y sentía una cálida emoción de hombre libre caminando por las alamedas abiertas de Santiago. No obstante, como la realidad se empeña en ocasiones en no ser tan poética como nos gustaría, no había ningún álamo en la famosa calle sino que casi todos eran plátanos y castaños de indias. De todos modos, puesto que el diccionario español acepta como alameda cualquier avenida sombreada por cualquier tipo de árboles, alameda era la calle, al fin y al cabo.

Llegué al Palacio de la Moneda, que tantas veces había visto en los documentales bombardeado durante el golpe militar por los aviones de Pinochet. Las plazas adonde dan sus dos fachadas, la frontal y la trasera, estaban vacías de gente, tal vez porque era domingo, y vigiladas por una escasa guarnición de soldados. Me llamó la atención la cantidad de perros que había en el lugar, ya que no parecían ser canes entrenados para las labores policiales sino chuchos vagabundos.

La estatua de Allende, que aparece plantada en el extremo de la derecha de la fachada principal, no me pareció una obra de gran calidad. Yo creo que las estatuas, como los retratos, deben de transmitir algo del propio ser humano al que representan. Y la de Salvador Allende en la Plaza de la Moneda no emana energía ni valor sino que es, sencillamente, una peana con un tipo encima que lleva unas gafas parecidas a las del presidente.

Pero lo importante es que la estatua estaba en el Palacio de la Moneda ("La Monea", dicen los chilenos) y no hay rastro ni en piedra ni en bronce de Augusto Pinochet. La historia cumple a veces este tipo de venganzas, que pese a todo no son de ninguna manera suficientes para lavar la sangre derramada y las esperanzas frustradas. Pero algo es algo. Si hubiera sido cristiano, habría rezado una oración al pie de la estatua. Como no era el caso, repetí para mí las últimas palabras de Salvador Allende y canté en voz baja las estrofas de la popular canción de Mercedes Sosa a la que antes me referí.

Luego regresé al hotel caminando de nuevo por la Alameda. Me sentía confortado. Tengo 66 años y cuando Allende murió asesinado por los golpistas, y los demócratas chilenos comenzaron a ser torturados y a morir por miles, no había cumplido aún los 30. Recuerdo que entonces deseé que existieran las brigadas internacionales para ir a luchar por Chile. Cosas de la juventud. Pero nadie levantó entonces un banderín de enganche y quizás fuera mejor así; para poder pasear sin dolores en el alma ni viejos rencores por una ciudad libre en una fresca tarde de luminoso sol.

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