Maputo, por Javier Reverte

Maputo exhibe esa exuberante vitalidad que rezuma todo lo africano, suavizada por el carácter relajado de lo portugués.

Maputo, por Javier Reverte
Maputo, por Javier Reverte / Raquel Aparicio

A veces me preguntan cuáles son las ciudades más bellas de África y, aunque no las conozco todas, suelo señalar unas cuantas: Argel, Essaouira, Gardaia, Bulawayo, Harare, Maputo... Pero si me aprietan y me piden que, entre todas ellas, escoja una sola, me quedo sin dudarlo con Maputo, la capital de Mozambique.

Para mí, la belleza de una ciudad no reside simplemente en su arquitectura o en la singularidad de su trazado urbanístico. Me sucede lo mismo que con las personas: no me bastan, para admirarlo, unos rasgos regulares del rostro y unas proporciones perfectas del físico. En la belleza de la gente cumple un papel importante lo que trasciende de su alma. Y lo mismo sucede con las ciudades, porque las ciudades, sin lugar a duda, poseen un alma propia.

Hay otro elemento, en mi opinión, que también hace hermosas a las urbes y a los seres humanos: el carácter, una cierta fuerza y seguridad en ellas mismas que dibuja una suerte de halo invisible alrededor suyo. Es lo que se llama, de otro modo, personalidad. A mí, por ejemplo -lo digo siempre-, no me gusta nada Viena, sobre todo porque su belleza me parece impostada, pastelera. Y hay ciudades de las que huyo nada más pisar sus calles, como me sucedió con Heraklión, la capital de la isla griega de Creta, de una fealdad que parece buscada a propósito.

Muchas veces me preguntan por qué amo algunas ciudades que resultan horribles, como la tanzana Dar-es-Salaam, y detesto otras tan bonitas como la citada Viena. Y yo siempre respondo lo mismo: que con las ciudades sucede como en el amor, que puedes enamorarte de una mujer que los otros consideran falta de todo atractivo y no echar ni siquiera un ojo a una fémina que los demás encuentran deslumbrante. Tan ciego es el amor...

En el continente africano, lo repito, mi ciudad es Maputo. Todo el centro histórico, levantado en la época en que era colonia portuguesa, no se ha desvanecido entre ruinas, como ha sucedido con Nairobi, Kampala o Malabo, por traer a la mano tan solo algunos ejemplos. Por el contrario, ese centro histórico continúa vivo y bullicioso, con los viejos edificios portugueses aún en pie y sin que se aprecie en ellos el paso del tiempo en exceso. La estación del ferrocarril, por ejemplo, es sin duda la más bonita de África. Y eso que no llega más que un tren al día... cuando llega.

Maputo cuenta, además, con un alma propia. Podría decirse muy bien que es una ciudad con dos almas: la africana en su raíz y la lusa en su cultura y en su lengua. A la postre y al paso de los años, esos dos espíritus han logrado fundirse en uno solo, integrarse con naturalidad; y la gente de Maputo exhibe esa exuberante vitalidad que rezuma todo lo africano, suavizada por el carácter relajado de lo portugués. Los habitantes de la capital mozambiqueña aman el bullicio y, al tiempo, se comportan con una pasmosa dulzura. Es una alegría teñida de saudade la que parece dominar a toda hora la vida de Maputo.

Y por eso mismo la urbe posee un carácter y una personalidad fuera de toda duda. Una integración como la que he señalado no puede encontrarse, por ejemplo, en ninguna ciudad de Sudáfrica ni tampoco en Zambia o en Kenia, países en donde se vivió un extenso período colonial y en donde permanecen amplias comunidades de origen europeo que no han querido o sabido integrarse con las comunidades africanas. En Ciudad del Cabo, Nairobi y Lusaka, por ejemplo, los blancos viven en una suerte de jaulas doradas, apartadas de los populosos barrios negros.

En la ciudad mozambiqueña de Maputo apenas quedan colonos de la antigua metrópoli portuguesa. Pero, curiosamente, queda intacto el espíritu de lo portugués, esa tierna melancolía y amabilidad que destilan nuestros vecinos peninsulares y que tanto admiramos algunos españoles.

¡Ay, Portugal, por qué te quiero tanto! ¡Ay, Maputo, por qué me gustas tanto!

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