Birmania, el país de los templos de oro

El mes de abril de 2012 puede marcar un hito en la historia de Myanmar pues, tras muchos años de vivir bajo una férrea dictadura, el país –al que muchos siguen llamando por el más evocador nombre de Birmania– celebra unas elecciones que pueden iniciar el camino a la democracia. Los birmanos serán los primeros beneficiados, pero también los viajeros, pues la nueva situación facilitará, sin duda, la visita a este precioso y apasionante territorio, budista hasta la médula y rebosante de templos dorados, donde casi todo puede pasar.

Pagodas de Bagan.
Pagodas de Bagan. / Francesc Morera

Seguro que físicos y geólogos tienen su propia teoría para explicar el inestable equilibrio en el que se mantiene la Roca Dorada, un enorme pedrusco que desafía a la gravedad desde el borde mismo de un precipicio. Sin embargo, para la mayoría de los birmanos, que han convertido al lugar en uno de sus principales destinos de peregrinación, lo más convincente a la hora de justificar tal fenómeno es que esta mole, en lo alto del monte Kyaikto, pende de un pelo de Buda.

Y es que Birmania, o Myanmar según su nombre oficial desde 1989, es un singular rincón del sudeste asiático, fronterizo con China, Tailandia, Laos, India y Bangladés, donde puede que la fe no mueva montañas, pero sí mueve casi todo lo demás. Basta levantar la vista en cualquier punto de los casi 680.000 kilómetros cuadrados del territorio para toparse con una pagoda budista, con su inconfundible estupa o relicario monumental, una estructura en forma de campana y, a menudo, dorada, a la que pueden rodear varios templos secundarios. La más venerada del país, por contener también, dicen, varios cabellos de Buda, es la de Shwedagon, en Yangon, antaño Rangún y capital nacional desde la conquista británica en 1885 hasta que en 2005 las autoridades locales otorgaron ese honor a la más céntrica población de Nay Pyi Taw.

En busca de la reencarnación. También hay santuarios budistas en pleno campo, coronando colinas, asomándose a los ríos o aprovechando otras creaciones de la naturaleza, como en Pindaya, en el centro, donde las cuevas abiertas por la erosión y el tiempo en la escarpada ladera que protege la población rebosan hoy con figuras de Buda de todos los materiales, posturas y tamaños. No en vano, quizás no haya para invertir en una casa nueva o en otras necesidades básicas -Birmania tiene una de las rentas per cápita más bajas del planeta-, pero casi nunca faltará para contribuir a la construcción de un templo, porque eso proporciona méritos para la reencarnación. Y si los ciudadanos de a pie lo hacen, los gobernantes no pueden ser menos. Como ejemplo, el monarca Bodawpaya, que, víctima de una febril megalomanía, se empeñó en convertir en 1790 su pagoda Mingún en la más alta del mundo. A pesar del trabajo de miles de esclavos, su sueño no pudo cumplirse, pues murió cuando apenas se había concluido la base, un montículo de ladrillos de cincuenta metros de altura que aún puede verse asomado a las aguas del Irrawaddy, el mayor río del país. Otros monarcas se inclinaron más por la cantidad que por el tamaño de los templos, y así fue creciendo y creciendo Bagan, una auténtica joya arqueológica en el corazón del territorio birmano y donde entre los siglos XI y XIII se edificaron más de cinco mil pagodas, de las que casi la mitad sobrevive.

Oro en papel. Con idéntico fin, es decir, mejorar en una vida futura, los fieles compran pan de oro para pegarlo sobre las imágenes de Buda, como la de Mahamuni, en Mandalay, que ha aumentado su contorno más de 20 centímetros con las pegatinas doradas que le han incorporado sus seguidores a lo largo de los años. Para ello, en los talleres especializados de la ciudad, la segunda mayor urbe del país y su última capital antes de la conquista británica, los esforzados trabajadores pasan horas y horas golpeando con el mazo una diminuta pepita de oro hasta convertirla en decenas de láminas de reluciente papel votivo. Y por si fuera poco, en esta tierra poblada por densas junglas y favorecida por minas de rubíes y zafiros, hay otra vía para granjearse méritos para la posteridad: ofrecer comida a los bonzos o monjes budistas, que son más de un millón entre 52 millones de habitantes, aunque la mayoría lo son temporalmente. Para ser buen seguidor de Buda todo hombre birmano ha de pasar algún tiempo -más o menos largo, según su voluntad o la de sus padres- en un monasterio, rapándose la cabeza y actuando según los preceptos exigidos por la fe, pudiendo ingresar o salirse de la orden cuantas veces quiera.

Agasajar a los espíritus. Las mujeres, que no tienen esa opción -si toman los hábitos, lo hacen de por vida-, y el resto de los varones mientras no visten la túnica color berenjena salen cada amanecer a dar alimento a sus respetados congéneres, que, ordenados en largas filas y cuenco en mano, deambulan por las calles de pueblos y ciudades en espera de lo que les ofrezcan para aplacar sus estómagos. Un buen lugar para ver la procesión es Bago, al noreste de Yangon, donde reside asimismo un gigantesco Buda tumbado de 55 metros de largo.

Pero aunque el budismo es la principal fe, no es la única. De hecho, a Buda recurren los birmanos para lo grande, pero para las cosas mundanas hay muchos que prefieren a los nats, espíritus que pueden contribuir, siempre y cuando se les agasaje lo suficiente, a disfrutar de un buen viaje, aprobar un examen o triunfar en un negocio. Además, es habitual consultar a los astrólogos, como los que recomendaron en los años 80 del pasado siglo al máximo dirigente del país, el general Ne Win, fiel amante de la numerología, que emitiese billetes de 15, 35, 45, 75 y 90 kyats, valores de difícil uso y poco o nada corrientes en el papel moneda mundial, pero cuyas cifras, según los citados asesores, auguraban un buen futuro a la nación y a su líder.

Claro que en este rincón del sudeste asiático, donde las mujeres se cubren el rostro, por coquetería y salud, con el polvo blanquecino extraído de la corteza de un árbol llamado thanakha y fuman gruesos puros elaborados con hojas de maíz, hay cosas que incluso a los no creyentes puede incitarles a abandonar su escepticismo. Por qué no sorprenderse al visitar el precioso lago Inle, una alargada porción de agua rodeada por montes y poblada por numerosas etnias, como los intha, que, de pie en sus canoas, manejan los remos con una pierna e inexplicable equilibrio mientras sumergen en el lago sus enormes redes de pesca cónicas.

Pero aquí lo sobrenatural es que estas aguas dulces no solo dan peces sino tomates, coles, guisantes, berenjenas... Y es que los habitantes del área, muchos de los cuales viven en casas sobre pilares en las orillas, se las ingenian para cultivar multitud de verduras y hortalizas -y venderlas luego en los mercados que rotan por las distintas aldeas- sobre curiosos huertos acuáticos fabricados con plantas flotantes, algas y lodo, y fijados al fondo con largas pértigas de bambú.

Naturaleza fértil. Aunque el alimento para el espíritu está más que servido, el estómago de los birmanos se resentiría sobremanera si no pescasen en el Inle, en los numerosos ríos o en sus casi dos mil kilómetros de litoral; si no cultivasen extensos arrozales, sobre todo en los deltas que convierten en un vergel gran parte de la región meridional del territorio; o si no sacasen partido a sus bosques tropicales, cazando y utilizando sus árboles como combustible. Estas masas forestales también dan maderas valiosas como la teca, que se exporta legal o ilegalmente -como las piedras preciosas o la heroína-, pero rara vez de manera sostenible, ocasionando un enorme deterioro al medio ambiente. Sea como sea, más de la mitad de los habitantes de esta nación, que fue escenario de cruentos combates durante la Segunda Guerra Mundial, vive aún del sector primario y, al contrario que en otros países vecinos, el éxodo rural es escaso. Como lo es la esperanza de vida, apenas 61 años, frente a Indonesia o Vietnam, donde supera los 71. Pero a pesar de que las cifras se empeñan en desmentirlo, hay evidencias para creer que los birmanos han encontrado el ansiado elixir de la eterna juventud. Basta con observar el juvenil aspecto que a sus 66 años luce la Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi. Hija del general que lideró la independencia del país y condenada a arresto domiciliario durante tres lustros por oponerse a la Junta Militar que ha regido Myanmar, espera ahora, como muchos birmanos, que las próximas elecciones abran la puerta a un nuevo futuro.

El festival del Kandawgyi

Cada año, en septiembre u octubre según lo marque el calendario lunar que rige las festividades y otros muchos acontecimientos en este rincón de Asia, el lago Inle se viste de gala con la celebración del Festival del Kandawgyi, uno de los más espectaculares y coloridos de Birmania. Durante casi tres semanas, un enorme cortejo de barcazas dirigidas por decenas de remeros, engalanadas para la ocasión y acompañadas por centenares de músicos, recorren los diferentes templos budistas del litoral lacustre llevando en procesión a los venerados budas de la pagoda Phaung Daw U. En realidad, de las cinco pequeñas imágenes sagradas -que, tras lustros en que los fieles han ido pegando sobre ellas pegatinas de pan de oro, son ahora amorfas figuras redondeadas- solo salen cuatro, pues la otra permanece en el templo desde que, según cuentan, tras haberse hundido hace años durante un festival, apareció repentina y milagrosamente en su altar sin que nadie la hubiese podido rescatar del fondo.

El Monte Popa, un volcán extinto de 1.500 metros de altura cuya inconfundible silueta cilíndrica se levanta solitaria en medio de una amplia llanura en el centro del país, es el principal santuario de los nats. Presentes en el territorio birmano mucho antes de la llegada del budismo, estos personajes tienen su origen en los antiguos espíritus de la naturaleza, es decir, los que, según los ritos animistas, residen en ríos, montes, árboles... Sin embargo, han ido evolucionando hasta convertirse en seres sobrenaturales con multitud de poderes, que pueden ser favorables o desfavorables según se les trate, y que en ciertos casos extremos pueden llegar a poseer a una persona obligándola a actuar en contra de su voluntad. Pero a pesar de su influencia, el panteón de los nats está sometido al budismo desde que el rey Anawrahta declarara éste, en el siglo XI, como la religión oficial del Estado y pusiera a la cabeza de estos genios un rey que tenía

que rendir pleitesía a Buda.

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