Cambio climático por Javier Reverte

El planeta no volverá a ser nunca lo que fue... Estamos matando la vida en la Tierra y nos encogemos de hombros.

Cambio climático por Javier Reverte
Cambio climático por Javier Reverte / Raquel Aparicio

El problema con el cambio climático, que va aparejado al calentamiento de la Tierra y al deterioro del medio ambiente, no es que no pueda detenerse, porque ya es irreversible, sino tratar de embridarlo y evitar que vaya a peor. El planeta no volverá a ser nunca lo que fue -mientras exista la especie humana, por supuesto-, pero al menos podemos intentar contener su destrucción total. La raza humana, sin embargo, es tan hostil a lo razonable que una y otra vez volvemos la espalda a los datos que los científicos nos ofrecen a diario. Estamos matando la vida en la Tierra, lentamente, y nos encogemos de hombros. Parece que dijéramos: "Si nosotros no vamos a ver el fin del mundo, ¿qué más nos da? Que se ocupen las generaciones siguientes de resolverlo".

El otro día, leyendo sobre ello, me enteré de un asunto turbador. Ya sabemos que el hielo está retrocediendo en los Polos y que, de seguir a este ritmo, puede que el Polo Norte (que es agua helada y debajo no tiene tierra firme, al contrario que la Antártida) vaya camino de convertirse en una gran piscina, sin pizca de hielo, a mediados de este siglo. Pero ese problema, que de por sí ya resulta muy grave, no es nada al lado de otro: en todos los territorios árticos, el hielo no solo está en el agua sino también debajo de la tierra, debajo de los paisajes desolados de la tundra en Siberia, norte de Canadá, norte de Alaska, Groenlandia... Y bajo ese hielo hay ingentes cantidades de turba. Si ese hielo se diluye y la turba, por cualquier accidente, se incendia, no habrá manera humana de detener tan gigantesco incendio, que resecará una buena parte del planeta Tierra.

Además de eso, todos los gases liberados afectarán seriamente al aire y reducirán la presencia de oxígeno en la atmósfera, lo que sin duda pondrá en una situación de enorme peligro de extinción a numerosas especies de flora y a una buena cantidad de especies animales, quién sabe si entre ellas la nuestra. Ese es uno de los muchos riesgos que corremos. Y sin ser unos expertos en cuestiones medioambientales, todos percibimos, o al menos intuimos, que lo que está sucediendo es muy grave. No hay que ser un sabio para darse cuenta de ello: ¿no recuerda el amigo lector las grandes nevadas que, por ejemplo, caían sobre la ciudad de Madrid hace cincuenta años? Compárelas con las de hoy. ¿Y qué decir del mundo animal? Yo recuerdo cuando, siendo niño, si iba a un parque en primavera, encontraba decenas de orugas y saltamontes. ¿Dónde han ido a parar? Y en todas las charcas del campo de los alrededores de la ciudad abundaban las ranas y renacuajos. ¿Se les ve ahora? En los arroyos y ríos serranos nadaban los galápagos, hasta el punto de que incluso hay un pueblo muy próximo a Madrid que lleva el nombre de Galapagar. ¿Adónde se han marchado esas simpáticas tortuguitas de caparazón casi negro?

¿Y los bandos alegres de verderones y jilgueros?, ¿y los solitarios ruiseñores que cantaban junto a los arroyos?, ¿y las enamoradas tórtolas de primavera? No hay que esperar muchas generaciones para darse cuenta de lo que está sucediendo. Hace ya dos años que un pavoroso incendio de turba subterránea estuvo a punto de acabar para siempre con las Tablas de Daimiel. Por fortuna, es una superficie de terreno no muy grande y pudo controlarse, gracias también a la ayuda de la lluvia. Pero los incendios de turba que sufrió Rusia hace más o menos dos años se convirtieron también en un desastre medioambiental de gran envergadura.

En Chernóbil, miles de personas murieron por un desastre radiactivo y en un radio de cien kilómetros alrededor de la central de Fukushima, afectada por el tsunami de hace unos meses, no podrán residir seres humanos durante centurias.

Pero aún no nos damos cuenta en toda su dimensión del desastre que tenemos encima, de que el cambio climático es mucho más que una subida de la temperatura en los termómetros. Quizás, dentro de unos años nuestros nietos, si les compramos un osito blanco de peluche, nos pregunten: "¿Es un diplodocus, abuelo?". Porque es posible que al oso polar le quede muy poco para extinguirse.

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