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Clarín, espejo de una época

Filosofía y renovación estética en la segunda mitad del siglo xix

Por José Luis Mora

Pocas épocas de nuestra historia han sido tan privilegiadas para comprobar el profundo diálogo existente entre la literatura, la ciencia y la filosofía como la que se inaugura en los años cuarenta con las primeras reformas educativas y los esfuerzos por crear la Facultad de Filosofía, toma cuerpo en la ley Moyano de 1857 y encuentra sus posibilidades de desarrollo en la atmósfera de los aires revolucionarios de 1868. Quizá fue la pronta sensación de insuficiencia o fracaso cuya percepción se prolonga en el tiempo, hasta producir lo que Jover Zamora ha calificado, con mucho acierto, de frutos tardíos del sexenio, el catalizador decisivo que promovió ese encuentro. Como en otras ocasiones, lo que consideramos valioso habría nacido de una sensación negativa que habría fortalecido a la literatura hasta constituirla como elemento de compensación, rectificación o hasta de salvación colectiva. Ciertamente, fue, al menos desde una perspectiva intelectual, un periodo de «progreso de incalculable significación y de «progreso puramente espiritual» como lo definió Pérez Galdós en su artículo para la revista Alma española,1 frente a quienes se dejaban llevar por un pesimismo paralizante, emanado de un análisis externo de los acontecimientos, incapaz de ver el reflujo interno.

Periodo éste que comprende la vida de Clarín para quien las tres grandes formas de conocimiento rivalizan en alcanzar las mismas pretensiones de conciencia total del mundo bajo un aspecto especial de totalidad y sustantividad. No dudan, para ello, en invadirse mutuamente, en crear géneros híbridos transidos de historia y presente, de diálogos y narración, y si Baroja calificó de imperialista a la novela, la verdad es que casi todos los géneros lo fueron. Las fronteras nos aparecen así difuminadas para desasosiego de especialistas y fruición de lectores apasionados. La mayoría de los escritores de esta época no se resigna a escribir sólo de asuntos relacionados con su profesión sino que escriben ficción y no ficción generando un diálogo interno dentro de su propia producción de enorme riqueza y complejidad.

Mas este tiempo de la segunda mitad del xix no se explica sino como esfuerzo por retomar un proyecto interrumpido previamente y no será hasta el final de siglo cuando se noten los primeros síntomas de un viraje que se pretendía hacer sin ellos. Es decir, cuando se inicie el primero de los ajustes que el pensamiento ha hecho con el espíritu emanado de la Ilustración.

Para tomar conciencia de lo primero conviene recordar lo que, en un escrito que ya tiene bastantes años, señalaba José López Piñero: que «toda exposición de la ciencia española contemporánea debe comenzar con el punto de partida que la condiciona: el hundimiento de nuestro saber científico ilustrado. Todavía resulta excepcional en nuestro tiempo una información y una valoración adecuadas de la gran altura a que llegó la ciencia en nuestro país durante la segunda mitad del siglo xviii». Para añadir un poco más adelante: «La personalidad de Carlos IV y el impacto emocional de la Revolución Francesa fueron barreras decisivas para que continuara la decidida promoción ilustrada de la actividad científica, tal como se realizó durante el reinado de Carlos III» (...) «Los acontecimientos de la historia política agravaron casi inmediatamente esa tensión. Estos acontecimientos fueron, ante todo, la guerra de la Independencia y el reinado de Fernando VII, que juntos forman parte de lo que he llamado en otro lugar «periodo de catástrofe» de la historia contemporánea de la ciencia española. Es indudable el papel que tuvo la guerra en la desorganización de la vida y de las instituciones científicas. Pero a la destrucción hubiera seguido la reorganización durante la paz, de no mediar algo mucho más decisivo: la represión de la actividad científica durante la mayor parte del reinado del Deseado».2

Durante tanto tiempo se ha sostenido que en España no habría habido Ilustración y en realidad casi nada, que toda la historia la hemos visto de una manera presentista, nunca desde atrás. Y aunque quizá las palabras de López Piñero pudieran requerir hoy algún matiz, en todo caso, este diagnóstico es aplicable al campo del conocimiento en su conjunto y viene a demostrar la sensibilidad histórica de Pérez Galdós por explicar las causas que habrían hecho inviable la continuidad del liberalismo doceañista. La creación de todo un género de novela de la historia comenzando por La Fontana de Oro, El audaz (subtitulada «Historia de un radical de antaño») y Trafalgar hasta completar la primera serie de Episodios Nacionales, antes de iniciar las novelas contemporáneas, fue de una radical lucidez.

Antes, los liberales isabelinos habían iniciado una serie de reformas cuyo sello consistió en dotar a la sociedad de una organización racional para lo cual Pedro Gómez de la Serna, Ministro de la Gobernación apenas un par de meses, creó por Decreto en la Universidad de Madrid una facultad completa de Filosofía cuyo plan de estudios se inspiraba en el modelo de los ideólogos franceses de orientación sensista y ecléctica, clara referencia a su pretensión de reemprender la labor ilustrada interrumpida.

Sabemos que su sucesor dejó sin efecto esta creación que tuvo que esperar a la reforma de 1845. Mas el impulso estaba dado y de él surgió una de las acciones que todos los analistas han señalado como de las más importantes. Me refiero al famoso viaje de Julián Sanz del Río a Alemania (1843) para, según le indicaba la carta de Gómez de la Serna, ampliar «el conocimiento de la historia de la filosofía como el más adecuado para hacer conocer en este país los sistemas filosóficos más modernos, dando a conocer la parte de verdad y de error que hay en cada uno». Y le añadía: «el gobierno espera que aproveche su estancia allí para estudiar principalmente las causas que han dado en Alemania esta actividad y este admirable progreso a la actividad científica, gracias a los cuales sus escuelas y universidades han adquirido la primacía sobre todas las de Europa. Anote Ud. a este respecto los obstáculos que han producido entre nosotros un efecto contrario. Todo ello le dará sólidas convicciones acerca de los medios para reformar nuestro sistema de instrucción».3

La propuesta tenía, pues, aires de reconstrucción tras la primera guerra carlista y el periodo de Fernando VII antes mencionado en las palabras de José María López Piñero. Reconstrucción de una ilustración interrumpida que viraba ahora hacia Alemania siendo así que España se había mantenido, hasta entonces, en el círculo de influencia inglesa y francesa.

La apuesta por Krause ya ha sido explicada y puede serlo en la línea que sugerían en un libro de 1983 Diego Núñez y Peset, titulado Heterodoxos y Marginados, donde sostenían la necesidad de armonía en las circunstancias por las que pasaba España hasta llevarles a afirmar que «el krausismo español hubiera existido sin Krause» pues «Krause se nos antoja con frecuencia como el obligado punto de mira extranjero, como la mera autoridad foránea, que sanciona y prestigia al inseguro pensamiento español»;4 o bien en la explicación mantenida por Antonio Jiménez en su libro El krausismo y la Institución Libre de Enseñanza,5 tres años posterior, en que aún calificando de exagerada esa tesis, remite a razones de la propia historia de España la elección de Krause, por otra parte conocido con anterioridad por nuestros liberales gracias a la traducción del «Curso de Derecho Natural» de Ahrens.

Lo cierto es que se optaba por una filosofía de corte idealista que no era la kantiana, a pesar de que, por los estudios del propio profesor Núñez, sabemos que Ramón de la Sagra había expuesto ya en 1819 la novedad y el interés del pensamiento kantiano en la Crónica científica y literaria;6 y por Roberto Albares, en su estudio sobre Toribio Núñez,7 sabemos que este bibliotecario de Salamanca hablaba ya en 1813 de la excelencia del sistema kantiano en el Informe de la Universidad de Salamanca sobre Plan de estudios, o sobre su fundación, altura y decadencia, y sobre las mejoras de que es susceptible: con cuyo motivo presenta un proyecto de ley sobre la instrucción pública. Se trataba de un Kant en clave de Bentham de quien le interesaba el método de razonar y dar evidencia a los principios morales para, unidos con los principios de Bentham, como nos dice el propio Albares, «utilizarlos en bien de la patria». Los propios Núñez y Peset dan las razones de por qué no podía ser esta la filosofía a incorporar por estar «elaborada a partir de un sólido desarrollo científico natural» y por tanto poco viable en el contexto español. Otro tanto podríamos decir de las razones de por qué no Hegel o Comte y así sucesivamente hasta convenir que la clave estaba en la situación de la propia política española.

Esta apuesta se superponía al modelo más ecléctico, propuesto por Tomás García Luna en su Manual de Historia de la Filosofía de 1847,8 basado precisamente en que «ninguna escuela de filosofía domina en la actualidad de una manera absoluta9» y, por tanto, era necesario explicar la conexión y la dependencia de los sistemas entre sí de una manera histórica. Mas el escepticismo o el relativismo subyacente a esta propuesta no debió parecer atractiva a quienes optaron por una filosofía que garantizaba más una filosofía de la historia que la simple historia de la filosofía como referencia plural.

Así que se pospuso esta propuesta y el liberalismo progresista hizo una elección que produjo dos claros efectos: el primero consistió en la incorporación de un modelo extranjero que trataba de sentar las bases de la razón modernizadora al margen, en buena medida, de la propia historia de España. El segundo, como explicaremos más adelante, tuvo que ver con el retraso en la recepción del positivismo.

Sobre el papel de la tradición en la construcción del saber esta apuesta provocó la intervención, primero, de Laverde, de Menéndez Pelayo, más tarde. Así, y de manera indirecta, suscitaría la reacción de conservador Gumersindo Laverde quien ya en 1856 propondría la necesidad de elaborar una historia de la filosofía española. Su propuesta salió publicada en el Diario Español Político y Literario y poco después en la Revista de Instrucción Pública, Literatura y Ciencias con el título «De la filosofía en España». La polémica —la conocida como segunda polémica de la ciencia española, que tan bien ha estudiado Antonio Heredia (1999),10 veinte años anterior a la de 1876—, que se abriría con Juan Miguel Sánchez de la Campa, el catedrático de matemáticas que ejerció en varios institutos de enseñanza media y en la que, más tarde, terció el bejarano Nicolás Martín Mateos, daría carta de naturaleza a dos modelos de racionalidad: la histórica que parte no tanto de la filosofía cuanto del hombre que filosofa y la sistemática que responde a un modelo pretendidamente universal.

Esta polémica se trasladaría, veinte años después, impulsada, contra su voluntad, por Gumersindo de Azcárate y cambiando los protagonistas. Correspondería ahora al ardoroso Marcelino Menéndez y Pelayo enfrentarse con el propio Gumersindo de Azcárate y los neokantianos Manuel de la Revilla y José del Perojo dejando el flanco más reaccionario a los neoescolásticos Fonseca y Pidal y Mon. Más allá del tono de la polémica subyacían los modelos señalados cuya convivencia ha sido siempre difícil; en el caso de España se añadían aspectos locales que complicaban la situación. Recuérdese, a este propósito, el texto de Azcárate que dio lugar a la polémica: «Según que, por ejemplo, el Estado ampare o niegue la libertad de la ciencia, así la energía de un pueblo mostrará más o menos su peculiar genialidad en este orden, y podrá hasta darse el caso de que se ahogue casi por completo su actividad, como ha sucedido en España durante tres siglos».11

Con anterioridad, y en medio de ambas polémicas, fue el propio Valera quien, en 1862 y en el Congreso, criticó al marqués de Corvera porque, entre otras cosas, no había incluido una disciplina con el título de Historia de la filosofía de la ciencia en España. El texto de Valera decía así: «Pero al llegar a España, dice que se podía prescindir muy bien de su historia científica y explicarse la de la civilización del mundo en que ninguna parte hemos tenido. Yo siento mucho que se tenga esta idea de nosotros, y para evitarlo creo que debiera establecerse una cátedra en la Universidad Central, y algunas otras en diferentes universidades en que se enseñara La Historia de la filosofía y de la ciencia en España. Si este libro no está escrito, debiera escribirse, excitándose a ello por la Academia de Ciencias Morales y Políticas que ofreciera un premio conveniente en vez de premios de 8.000 reales con los cuales sólo puede exigirse que se escriban memorias y cosas ligeras».12

Aunque no sea directamente el tema de esta exposición, conviene recordar que por el tono del debate y la posición ideológica de los intervinientes (conservadores quienes defendían la historia de la filosofía española si bien no escolásticos como no lo era Menéndez Pelayo, un hombre amante del Renacimiento, y progresistas quienes defendían los modelos sistemático-universales), el carácter de la polémica ha condicionado durante mucho tiempo el estudio del pensamiento español. Sobre ello escribió Menéndez Pidal, y, más recientemente, lo han hecho Abellán y Diego Núñez en un intercambio en el que han terciado también Gustavo Bueno y Gustavo Bueno Sánchez.13

Precisamente, Laverde había puesto el acento en la tradición cuando señalaba lo que sigue: «La tradición es elemento auxiliar capitalísimo del progreso en todo. La falta de ella, la «solución de continuidad entre lo viejo y nuevo, explica por qué en la España moderna aparecen y mueren tan pronto los sistemas filosóficos sin llegar jamás a aclimatarse, y la facilidad con que sus adeptos pasan de unos a otros, como si en ninguno encontraran estabilidad y reposo. ¿A qué debe, en cambio, Alemania el vuelo y preponderancia de sus escuelas sino a haber permanecido fiel en lo que va de siglo el espíritu nativo de su ciencia, con tener ésta «tantos deslumbramientos y pantojos», como creación de los que Hamilton llama visionarios filosóficos». Podría pensarse que son palabras de un rancio pero no parecen muy diferentes de estas otras de José Rodríguez Carracido, quien fuera decano y rector de la Universidad de Madrid, primer bioquímico de renombre y hombre de talante liberal: «Ansío —decía Carracido— con impaciencia ver a España en el concierto de las naciones directoras de la civilización impulsada por el espíritu del progreso, pero sin desdeñar los preciosos antecedentes intelectuales de su personalidad nacional, porque nada viable brotará de lo presente que no tenga raíces en lo pasado».14

En resumen, quedan, pues, de ese largo periodo isabelino planteados, en el ámbito de la filosofía, eso dos aspectos vinculados a la cuestión central, historia o sistema, que condicionarían la orientación y los temas centrales de la segunda etapa que considero comprende los años setenta y ochenta. Son los siguientes: primero, el puesto de España en el marco de los países europeos —lo español y lo extranjero— o, dicho de otra manera, la cuestión de la universalización de España que da incluso lugar a la constitución de una liga a favor de una lengua universal;15 y, segundo, la articulación entre la explicación histórica: «el principio que informa la historia», lo denominará más tarde Galdós tras sus contactos con Fernando de Castro en cuya búsqueda compromete radicalmente su quehacer como escritor, y la fundamentación sistemática, es decir, la búsqueda de sentido basada en principios firmes. Creo que el gran valor de la literatura desde 1870 radicará, precisamente, en su apuesta por articular esos dos modelos de racionalidad sin renunciar a ninguno.

Ciertamente la propia literatura tenía como referente más lúcido, desde el que continuar la reflexión, a Larra.16 Su artículo «Literatura» publicado en El Español el 18 de enero de 1836 merecería un comentario largo a propósito de la función conferida a la literatura como «expresión del progreso de un pueblo», compromiso con la libertad moral a la par que la física, pues la una no puede existir sin la otra, vinculada a la historia y a la filosofía. Lo mismo ese tremendo artículo titulado «La Nochebuena de 1836», publicado el 26 de diciembre de ese mismo año en El Redactor General, dialéctica hegeliana del amo y el criado leída del revés, dejaba las cosas muy claras. Clarín —«El libre examen y la literatura presente»— se dio pronto cuenta que la renovación estética posterior enlazaba bien a las claras con este planteamiento. Pilar García Pinacho nos lo recordaba recientemente en su «Larra, pasión juvenil de Galdós», publicado en el Homenaje a Alfonso Armas Ayola.17

Pero, además, y esta es la segunda consecuencia de la opción por Krause, el positivismo tuvo un recepción tardía y en condiciones sui generis o peculiares que, sin embargo y en mi opinión, no impidieron sino más bien lo contrario, el desarrollo de la cultura española. Durante los años que van desde 1854, año en que se incorpora Sanz del Río a la cátedra, tras su vuelta de Alemania y la voluntaria reclusión en Illescas, hasta la revolución de 1868, el krausismo es la filosofía dominante en la Universidad de Madrid: es el tiempo de Fernández y González, Canalejas, Federico de Castro, Fernández Ferraz y Fernando de Castro, entre otros. A ellos seguirán después Francisco Giner, Salmerón, Azcárate, Labra, Figuerola también entre otros. Del tercer grupo o generación es ya la generación de Cajal, es decir, los nacidos en lo años 50 dentro de lo que algunos denominan krausopositivismo y otros institucionismo.

Pues de esta filosofía, aunque no en exclusiva, fue hija la propia revolución del 68, también de su naturaleza y de su inmediato fracaso y, no menos, de los efectos, unos inmediatos y otros diferidos como bien ha estudiado Jover en su libro Realidad y Mito de la I República18 en referencia explícita a la obra de Galdós y al que hacía referencia al comienzo de estas páginas. Entre los efectos tempranos estarían la atmósfera de libertad que permitió la recepción de la filosofía positiva y el aprecio por las ciencias que protagoniza esa generación que López Piñero ha llamado «intermedia», anterior a la de Cajal calificada como generación de los sabios. Los segundos se concretarían en el compromiso moral y político adquirido por sus protagonistas en su edad madura.

Si se puede resumir en pocas palabras el espíritu que guiaba a Sanz del Río y a sus discípulos recuérdense éstas del discurso que pronunció con motivo de la apertura del curso 1857-58: «No confundáis el saber empírico ni menos la ciencia llamada positiva del mundo, con el saber y la Ciencia sistemática. El primer es un ejercicio incompleto, el segundo es un ejercicio entero y sano del Espíritu; la Ciencia de las leyes es la luz, la de los hechos el movimiento; aquella es la raíz, ésta el fruto».19

Habría que esperar aún bastantes años para que se modificara esta orientación. Creo que, incluso, la renovación estética tomó la delantera al giro filosófico que podríamos fechar en el debate mantenido en el Ateneo de Madrid en el curso 1875-76 y a propósito de las consecuencias de la filosofía positivista. Se inicia entonces la segunda etapa con fuerte presencia en esa misma década y en la siguiente.

Mas un escritor como Galdós, decíamos, se adelantó a los filósofos en el giro realista, versión literaria del positivismo filosófico. Cuatro años antes de su texto «Consideraciones sobre la novela moderna en España» (1870) y dos antes de la propia revolución del 68 escribía estas cosas que anunciaban en la estética el final de la literatura de evasión y servían para cerrar los excesos de la época idealista: «Realidad, realidad: escríbannos la verdad de las miserias sociales esos escritores señalados por el dedo de la gacetilla, santificados por el repartidor, canonizados por el prospecto» (...) «Realidad, realidad: queremos un mundo tal cual es; la sociedad tal cual es, inmunda, corrompida, escéptica, cenagosa, fangosa... etc... Poco importa que las concordancias gramaticales sean un tanto vizcainas, y los giros un poquito transpirenaicos. ¡Realidad, realidad!» «Idealismo, idealismo falaz! Abajo la flor, el arroyo, la sonrisa, la lágrima. Basta de ternezas rimadas: no queremos ver hacer pucheros poéticamente. El plectro sonoro de la elegía es un instrumento mohoso y carcomido, que es necesario arrinconar».20 Parecía así buscar salida a un problema que denunciaba apenas mes y medio antes: «Aquí no se escriben libros de filosofía, ni de ciencias, ni d crítica; esto es cosa muy ardua» (...) «¡Cuánta novela, gran Dios, cuánta novela!».21 En ese breve intervalo pasa de la crítica a la propuesta.

Sus «Observaciones sobre la novela contemporánea en España», mencionadas anteriormente, y que publicó como prólogo al libro de Ruiz Aguilera, Proverbios ejemplares y proverbios cómicos, certificará el viraje cuatro años después.22 Entre Larra y estos últimos textos deberían ser recordados la respuesta de Valera al discurso de Nocedal: «De la naturaleza y carácter de la novela» (1860) y de Giner «Consideraciones sobre el desarrollo de la literatura moderna» (1862),23 precisamente cuando Galdós llega a Madrid y conoce al joven doctorando que viene de Granada.

En este artículo hay dos ideas que dan una gran relevancia a la literatura: la primera se refiere al importante papel que cumple como cordón umbilical de la vida de un pueblo; la segunda constata la necesaria unidad que debe existir entre la literatura reflexiva y la popular. Ambas están en el fundamento de esta profunda renovación que terminará por afectar a la cultura española en su conjunto y forman parte de esos principios a que me refería más arriba y en cuyo debate coincidieron filósofos y escritores.

Era, como decíamos, el primer aldabonazo acerca del agotamiento del idealismo. Con La Gloriosa y sus efectos más inmediatos se agudizó la crisis de la metafísica idealista. La década de los setenta asistirá a un cambio de tendencia importante que está en la base de la renovación filosófica, científica y estética que inaugura la llamada Edad de Plata de la Cultura Española. La progresiva introducción del Positivismo cuya puesta de largo habría tenido lugar en el debate del Ateneo, ya mencionado, muestra los primeros síntomas a comienzos de los setenta, si bien todavía a la defensiva. En estos términos se refiere Diego Núñez al preámbulo puesto por Gaspar Sentiñon a la traducción del libro de Büchner, Ciencia y Naturaleza, publicado en 1870: «El fundamento primordial de la democratización de los pueblos —señala— es la democratización de la ciencia para que sea una verdad la revolución en su base principal, la de las ideas».24 Urbano González Serrano —como ha estudiado Antonio Jiménez— hará lo propio en 1871 en su memoria de doctorado titulada precisamente Los principios de la moral en relación a la doctrina positivista.25 No hacían los filósofos y escritores sino recoger los ecos del debate que se está produciendo, ya por estos años, en el campo de la medicina y de las ciencias naturales. Téngase en cuenta que la Sociedad Antropológica Española había sido fundada por el doctor Pedro Antonio Velasco ya en 1865 mientras que el Museo Antropológico lo será en 1875. Ahí estarán algunos de los positivistas más representativos de la historia, la medicina y la antropología a través de la Revista de Antropología en cuyo primer número aparecieron varios artículos de Francisco María Tubino sobre Darwin y Haeckel; en 1871 se funda la Sociedad de Historia Natural que editará la revista Anales de la Sociedad Española de Historia Natural.26 Esos son los órganos difusores de los primeros ecos de las doctrinas darwinistas entre cuyos pioneros hay que citar a Rafael García Álvarez, el catedrático del instituto de Granada que incorporaba ya en 1867 las doctrinas transformistas en sus Nociones de Historia Natural para el uso de los alumnos de Segunda Enseñanza. La manifestación pública de estas posiciones la hará con motivo de la inauguración del curso 1872-73 y las continuará en los artículos publicados en La Revista de Andalucía. En Santiago de Compostela será su recién nombrado catedrático, Augusto González Linares quien —como señala Diego Núñez— provocó verdadero cisma en el auditorio al defender el transformismo. Rodríguez Carracido, en la obra ya mencionada recordaba el ambiente que rodeaba estas polémicas: «Con el mismo calor con que se discutía la soberanía nacional o la separación de la Iglesia y el Estado en los círculos políticos, en los intelectuales se discutía… la mutabilidad de las especies y el origen simio del hombre, no siendo raro oír a grupos de estudiantes, en los paseos por la Herradura, por la Rúa del Villar o por el Preguntorio, disputar acerca de la lucha por la existencia, de la selección natural y de la adaptación al medio, invocando los testimonios de Darwin y Haeckel».27 Y casi como pionero de todos ellos debemos citar al abuelo de los Machado, el médico Antonio Machado y Nuñez, quien —como nos recuerda Glick28— contribuyó a la propagación de las ideas darwinistas con una serie de artículos de divulgación favorables a la evolución, aparecidos en la Revista Mensual de Filosofía, Literatura y Ciencias (1869-1974), revista, por cierto, impulsada por uno de los teórico del krausismo que se mantuvo más en la vieja ortodoxia idealista, Federico de Castro, Catedrático de la Universidad de Sevilla.

Así pues, había suficiente caldo de cultivo hacia la mitad de los años setenta, cuando se oficializa la crisis de la metafísica idealista, para facilitar la implantación del positivismo que habría tenido cuatro orientaciones, si bien todas ellas permeables entre sí. El conjunto de ellas dio forma a las cuestiones más importantes de los setenta y ochenta y constituyó, por tanto, el ambiente doctrinal de los maestros de la generación de fin de siglo, es decir, por una parte los nacidos en los 50 como Simarro y Cajal, o Clarín Pardo Bazán (Galdós era de 1843 y Valera del 24) y, de otra, los nacidos hacia los setenta como Baroja, Antonio Machado... (Unamuno nacería en 1864). Pérez de la Dehesa, Blanco Aguinaga y Pedro Ribas, etc. han sabido ver muy bien cómo todos estos autores se iniciaron en el positivismo. Del otro lado quedaba la neoescolástica oficializada por la encíclica Aeterni Patris promulgada por León XIII en 1879.

Cuatro serían las líneas, como decíamos, en que se manifestó esta presencia de la mentalidad positiva en España a partir de mediados de los setenta:

  1. La que suele denominarse, no sin polémica, krausopositivista según el término que acuñara Adolfo Posada y que Antonio Jiménez utiliza para intelectuales como Urbano González Serrano, uno de los introductores de la Psicología y Sociología científicas. Se habría gestado en los debates del Ateneo de Madrid, en la Sección de Ciencias Morales y Políticas en respuesta a la pregunta «¿El actual movimiento de las ciencias naturales y filosóficas en sentido positivista, constituye un grave peligro para los grandes principios morales y religiosos en que descansa la civilización?» Esta línea encontró su plasmación doctrinal en los resúmenes que Gumersindo de Azcárate, Presidente de la Comisión, publicó en la Revista Contemporánea, apenas recién creada. Después, el prólogo «Consideraciones sobre los conflictos entre la religión y la ciencia» que Nicolás Salmerón puso a la traducción de 1876 del libro de Draper, Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia,29 escritos dos años antes; y sobre todo el que puso al libro de Hermenegildo Giner, Filosofía y Arte,30 al año siguiente. Creo yo que ésta es básicamente la línea dominante de los hombres que a partir de este año se vinculan a la Institución Libre de Enseñanza. Por eso algunos prefieren denominar a esta orientación «institucionismo».

    Esta primera opción era una fórmula armonizadora de la razón y la experiencia a la que alguna vía dejaba abierta la postura de Gumersindo de Azcárate en sus artículos de mayo y junio de 1876 en la Revista Contemporánea: «El positivismo en el Ateneo de Madrid» y «El positivismo y la civilización».31 A pesar de la línea muy conservadora que en materia filosófica (a diferencia de su pensamiento social) mantiene este autor, no puede dejar de reconocer que el positivismo «preparaba para la conciliación entre la ciencia y la vida, a causa de la separación que de ellas se hace». Pero será en los prólogos de Salmerón, antes citados, donde se manifieste ya claramente esta vía de mediación. Baste este ejemplo del escrito para el libro de Hermenegildo Giner:

    Mérito singular entre nosotros es ya del autor de esta obra haber considerado la Ética como parte interior de la Biología con que así se enlaza la doctrina moral al sistema universal de la vida: se corrige el carácter abstracto con que suele determinarse la libertad humana; se reconoce la ley como inmanente en el objeto mismo de la actividad; se integra el organismo del bien según la plenitud de las relaciones que radican en la naturaleza del hombre...32

    Lo más interesante de esta orientación estuvo en la atención prestada a las corrientes psicológicas experimentales que les lleva a rechazar el dualismo de estirpe cartesiana y la afirmación de una concepción monista de la realidad. No sólo, pues, monismo idealista sino positivo que favoreció el desarrollo de las ciencias naturales como explicara Alfredo Calderón en su ensayo: Movimiento novísimo de la filosofía natural de España y lo mismo debemos decir de la influencia en la educación y la ética. Su presencia, pues, en el ámbito de las creaciones culturales, incluida la literaria, fue manifiesta y muy positiva así como en la crítica literaria de un gran nivel en esta época cuyos textos constituyen verdaderos ensayos acerca de las condiciones de la producción del conocimiento y su significado.

  2. La segunda línea será la neokantiana que inauguró José del Perojo, el cubano que se había formado en Alemania con Kuno Fischer que publica en 1875 sus Ensayos sobre el movimiento intelectual en Alemania33 y crea, ese mismo año, la Revista Contemporánea que se va a convertir en el órgano difuso de las nuevas y más importantes doctrinas de la época. Los cuatro primeros años de esta revista quincenal, hasta que Perojo no pudo sostenerla económicamente, tuvieron un excelente nivel. A Perojo se sumará Manuel de la Revilla, proveniente de las filas krausistas, quien será el mantenedor de una sección fija de estupendo nivel, la «Revista Crítica». Aquí se hará la primera traducción de la Crítica de la Razón Pura que se sabe terminada en 1876 y se publicó en 1883; también aquí se editó El origen de las especies y la revista se convirtió en uno de los principales órganos de difusión del naturalismo germánico.34 Su propuesta básica es bien conocida: la reflexión filosófica vendría a cumplir dos funciones principales: una preliminar de carácter crítico gnoseológico y otra de signo afirmativo, constructora de síntesis totalizadoras o «concepciones del mundo» a partir de las aportaciones científico positivas, que a su vez, igual que las antiguas categorías filosóficas precientíficas de índole especulativa, pueden inspirar y estimular la formulación de nuevas teorías científicas, modo de supuestos conceptuales básicos. Se trata, en definitiva, de arbitrar buenas relaciones entre la filosofía y la ciencia positiva. Baste este texto de Perojo para ejemplificar la posición de esta escuela: «Si la Filosofía cumple bien su misión de «la Ciencia de las Ciencias» en el sentido más estricto de la palabra, no puede faltarle hoy objeto, y no dejará de dar una imagen fiel del movimiento científico de nuestra época a las generaciones futuras».35
  3. La tercera orientación corresponde al positivismo catalán. Por razones sociológicas, incluso de proximidad, el pensamiento comtiano que apenas había tenido presencia en España, excepto en españoles residentes en Francia como el amigo personal de Augusto Comte, José Segundo Flórez, periodista extremeño que publicara en 1863 Lecciones de religión y moral sí echó raíces en Cataluña. La traducción de El catecismo positivista es de 1886-87 en tres volúmenes y fue realizada por Antonio Zozaya. Pedro Estasén fue el expositor de esta doctrina en el Ateneo de Barcelona durante un ciclo de conferencias dictadas entre febrero y abril de 1877 bajo el título El positivismo o sistema de las ciencias experimentales. Este breve párrafo resume el espíritu que guiaba a su autor: «El edificio metafísico no puede levantarse ya un punto más, y es tanta su elevación y tan poca su base, que el mejor día, falto de equilibrio, se derrumba; y digo que el edificio metafísico no puede levantarse un punto más, porque este trabajo del entendimiento sobre sí mismo, ha llegado a un término extremo».36
  4. Y, finalmente, la orientación evolucionista que en España estuvo impulsada más que por el propio Darwin, por el naturalismo alemán de Büchner, ya mencionado, y sobre todo de Haeckel de cuya obra Los enigmas del Universo, publicada en la editorial Sempere de Valencia en 1903 se hicieron tres tiradas, una de seis mil y dos de cuatro mil cada una. Y por Spencer cuya obra Los primeros principios que en su versión inglesa es de 1866: A system of Syntetic Philosophy. I. First Principles fue traducida en 1879 por la editorial de José del Perojo.

    Ciertamente, la Biología fue la gran ciencia de la segunda mitad del xix como lo está siendo desde la parte final del siglo xx. El organicismo sociológico que propuso Spencer se volvió así enormemente atractivo para los intelectuales progresistas al unir a la visión monista la idea evolutiva. En este sentido, Serrano Fatigati, Sales y Ferré y hasta el propio Unamuno gustaron de la filosofía de este inglés que parecía ofrecer una buena fórmula para corregir una realidad social desajustada y desintegrada.

Junto a Spencer, el germano Haeckel cuyas obras fueron traducidas con bastante rapidez y gozaron del éxito que antes apuntábamos, se convirtió en lectura obligada de krausopositivistas y, por supuesto, de los naturalistas, médicos, etc. Sus teorías no sólo fueron influyentes en el campo de la historia natural sino en todos los órdenes de la vida y, principalmente, en la revitalización de la ciencia como instrumento de regeneración. Una mezcla de naturalismo y nietzscheanismo constituyó un revulsivo potente, poco ortodoxo ciertamente, pero eficaz para la realización de actividades sociales de carácter eugenésico, la creación del Instituto de Higiene, con secciones en todas las capitales de provincia, y en el campo de la enseñanza con la introducción de la historia natural en los Institutos de Enseñanza Media. El evolucionismo está en la base del gran desarrollo de la medicina y de la ciencia en general hacia finales del xix. Pero no menos, o al propio tiempo, del naturalismo literario que cumple su mayoría de edad con La desheredada que Galdós dedicó a los maestros de escuela sabiendo muy bien lo que se hacía y no queriendo eludir las metáforas tomadas de la propia ciencia biológica desde estas primeras líneas: «Saliendo a relucir aquí, sin saber cómo ni por qué, algunas dolencias sociales nacidas de la falta de nutrición y del poco uso que se viene haciendo de los beneficios reconstituyentes llamados Aritmética, Lógica, Moral y Sentido común, convendría dedicar estas páginas..., ¿a quién? ¿Al infeliz paciente, a los curanderos y droguistas que, llamándose filósofos y políticos, le recetan uno y otro día?... No; las dedico a los que son o deben ser sus verdaderos médicos: los maestros de escuela.» Firmado: enero de 188137.

Ahora bien, probablemente y dentro de un tono muy ideológico en toda esta polémica habría sido esta cuarta orientación la más afectada. Lo del mono no gustaba mucho a los predicadores de la época; y, por si fuera poco, se mezcló con toda la cuestión del darwinismo social.38

La literatura renovada, por su parte, se implicó decididamente en el desarrollo del conocimiento durante esta época. En verdad formó parte de ese desarrollo y se situó en el lugar donde se confrontaban algunas de las principales ideas que ya hemos apuntado, hasta alcanzar un punto de calidad que sólo se explica como fruto de un diálogo establecido horizontalmente entre ella misma, la ciencia y la filosofía.39 Difícil sería explicar el desarrollo de la filosofía y la literatura, por separado, durante un largo periodo desde la relación intensa que mantuvieron en estos años.

Muchas serían las cuestiones que podríamos traer a colación, referentes tanto a los contenidos abordados en novelas y ensayos como a las propias relaciones bilaterales, podríamos decir, en el plano de la propia justificación, o sea, en el plano de la definición como formas de conocimiento. La muy ulterior polémica de Baroja y Ortega a propósito del arte sería el repunte de un debate de largo recorrido en el tiempo. Bien conocidos son los muchos textos de la poderosa y espléndida crítica literaria de la época o las reflexiones acerca del papel del arte hechas desde la filosofía, primero desde la estética krausista luego desde estas otras orientaciones más próximas al positivismo. No me referiré ahora a ellas. Quería centrarme en algunas cuestiones de estas mutuas relaciones en las cuales los escritores se plantearon la ubicación misma de la literatura, y el papel relevante a ella asignado, reflexionando acerca del lugar de la filosofía. Si no podríamos explicar la evolución de la literatura sin el marco ideológico que la rodea, tal como hemos descrito brevemente, tampoco podríamos entender algunos giros producidos en el ámbito de la filosofía si no hubieran sido propiciados desde la literatura. A manera de resumen podríamos situar en los siguientes puntos el núcleo de ese debate: el primero tendría que ver con la función misma de la filosofía, qué filosofía y hasta dónde llegaría su capacidad de servir como elemento de cohesión social en comparación, por ejemplo, con el sentimiento religioso; el segundo versaría sobre los métodos del conocimiento científico y su articulación con el sentido moral de las acciones humanas; el tercero consistiría en una reflexión acerca de la función de la historia y de la capacidad del arte para introducir elementos de revisión que cuestionen su papel como maestra exclusiva de la vida; el cuarto, y último, se referiría a la contribución de la literatura en la construcción de la conciencia nacional o, dicho de otra forma, a la manera como debería articularse la propia tradición con las del entorno.40

Sobre los dos primeros puntos podríamos traer a colación innumerables textos en los cuales se interpela a la filosofía y a la ciencia. Así Clarín, de profesión catedrático de Derecho Romano, consideró siempre a la filosofía como el saber primero, necesario a toda sociedad moderna y tuvo de la literatura un concepción propedéutica, considerando que la novela era la forma de conocimiento adecuada para transmitir a la sociedad española el espíritu nuevo. Estamos hablando de la denominada por Clarín literatura filosófica o tendenciosa y que tiene un afán de totalidad. Esa concepción justifica las técnicas que permiten a temas y personajes superar el ámbito de una sola obra para extenderse a otras y crear esa sensación de construcción espaciotemporal que nada tiene que ver con lo fragmentario y sí con el sistema. Por otro lado, la técnica realista, heredera en parte del Siglo de Oro termina ahora por nutrirse de la influencia de las ciencias positivas cuya presencia afectó a todos los órdenes, como antes decíamos, hasta determina un nulo aprecio por el escapismo y la especulación y una gran estima por el dato y la explicación causal. Sin embargo, esto no significa que se renunciara, más bien lo contrario, a la reflexión moral en el sentido spenceriano que atribuía a las ciencias esa doble finalidad relacionada con el saber y el sentido moral. Bien fuera por la influencia krausista, más claramente en su versión krausopositivista, y más adelante del propio Spencer, lo cierto es que de este proyecto donde la ciencia y la moral se unen, nacen todas la novelas de Galdós que Clarín tanto valoró en sus tempranas reflexiones críticas y que constituyen breves ensayos sobre la literatura y, más aún, sobre la situación del pensamiento y la sociedad misma. No en vano se detuvo en Marianela, novela que podemos considerar el canon estético galdosiano, y que no le pasara desapercibida ninguna; y que lo mismo hiciera Galdós quien fue siguiendo con sumo interés la

creación de La Regenta, novela hija de la misma intención que Lissorgues calificó como la del Naturalismo, medio de conquista literaria de la realidad.

Clarín incluso se adentró en otros ámbitos del problema que tenían que ver con la posible existencia de una filosofía nacional. Tras hacer confesión de parte: «enfrascado en la lectura de filósofos y poetas alemanes, me parecían entonces poca cosa muchos de mis contemporáneos españoles... a quienes no leía» termina por matizar muy bien su posición aprovechando un comentario a la toma de posesión de Marcelino Menéndez Pelayo como miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Aun no estando de acuerdo con el cántabro en la «españolización» de la filosofía sostiene lo siguiente: «Si para negar la filosofía española, en vez de leer y rebuscar, si no parecen de buenas a primeras, a nuestros filósofos, vale ponerse a definir lo que ha de entenderse por ciencia y sacar en consecuencia que la filosofía es de una manera particular que no puede coincidir con lo que hicieron como pensadores los españoles de antaño, entonces no es posible la discusión, y lo mejor será que unos sigan negando a nuestros filósofos, y Menéndez estudiándolos en compañía de algunos extranjeros. Pero si hemos de ser todos humildes, como está mandado, aunque no sea más que por el imperativo categórico, y hemos de ser sinceros, preciso será reconocer que la principal razón que tenían los más para negar el valor de los libros filosóficos españoles era... que no los habían leído».41

La alta estima acerca de la filosofía no evita, sin embargo, que escriba su «Zurita». Pocos textos gozan de la agudeza de éste cuento que nos ofrece diferentes claves, unas más de época, otras acerca de la relación entre la escolástica y el krausismo, es decir, a propósito de la tradición española y, finalmente, otras más que tienen que ver con la oportunidad de la filosofía en relación con aspectos prácticos de la actividad cotidiana.42 No deja de sorprender el final que dispensó a este aprendiz de altos objetivos metafísicos relegado a satisfacer el paladar de los habitantes de Lugarucos en cuya memoria sólo quedó el sabor de sus calderetas y no sus enseñanzas de filosofía que más bien les distraían de aprendizajes más importantes para el arte de la pesca del cual vivían. En fin, para un estudio completo de la posición de autor zamoranovetustense en materia filosófica, el libro de Yvan Lissorgues continúa siendo la referencia43 y ahí están muy claramente estudiadas sus posiciones sobre diversos temas y también la evolución de su pensamiento.

De Valera ya dijimos algo y podríamos recordar aquí que su Pepita Jiménez está escrita a continuación de su «Racionalismo armónico». Si Pepita Jiménez debiera ser el nombre de la filosofía para que no se olvide nunca, como nos dijo Clarín, Valera nos recuerda en palabras del deán que «en nuestros días, los krausistas, que ven a Dios, según aseguran, con vista real, tienen que leerse y aprenderse antes muy bien toda la Analítica de Sanz del Río, lo cual es muy dificultoso y prueba más paciencia y sufrimiento que abrirse las carnes a azotes y ponérselas como una breva madura. Mi sobrino quiso ser bóbilis-bóbilis un varón perfecto y... ¡vean ustedes en qué ha venido a parar!».44 Así que el filokrausista que podríamos encontrar en Valera no deja de zaherir desde su obra de ficción los excesos de la propia filosofía y probablemente apostar, en definitiva, por el primado de la vida frente a la razón misma. No muy lejano, pues, del final del «Zurita» clariniano. Una idea que, como sabemos, tratará de reequilibrar Ortega desde una orientación más neokantiana, bastantes años después, con lo cual, y dicho sea de paso, mostraba su deuda con las reflexiones de los intelectuales del xix por los que no demostró explícitamente mucho aprecio.

El mismo Pérez Galdós, considerado como menos reflexivo en estos ámbitos, es decir, más escritor de ficción, mantuvo también un diálogo intenso y prolongado con la filosofía de su tiempo. Desde «La mujer del filósofo», la semblanza escrita para Las españolas pintadas por los españoles45 donde el canario sobresale por la ironía o mordacidad de un observador poco partidario de los saberes especulativos, más que nada porque no los considera útiles para la conservación de la especie, digámoslo así, realiza sucesivos ajustes con la filosofía.

Mas, quizá, es a partir de La familia de León Roch cuando comienza una reflexión más intensa. Critica ahí a los krausistas que se hayan embarcado en importar una filosofía cuya doctrina y métodos poco iban a corregir a la España más conservadora. Después El amigo Manso donde su posición varía hasta constituir, en mi opinión, una aproximación a las posiciones krausopositivistas. Convendría, en este sentido, recordar el juego de los personajes Manso-Peña y el papel que cada uno representa en las relaciones entre la conciencia y la realidad, uno de los temas centrales de la filosofía moderna...46 El diálogo continúa en otras novelas hasta su vejez donde se produce, en mi opinión, una convergencia con los principios de la filosofía gineriana en lo que podríamos considerar como la construcción de una moral social de carácter no religioso, en el sentido eclesiástico del término.

Pero donde expresa abiertamente sus puntos de vista es en el artículo enviado a La Prensa de Bueno Aires en 1885. El texto, muy citado, constituyó una reflexión sobre la historia de España, su decadencia, supuesta o no, y su tiempo presente. En esas páginas se refiere al papel jugado por la religión católica a lo largo de los tres últimos siglos (hasta el momento en que escribe) y su doble cara como factor de cohesión social, su capacidad de inspirar el arte y la literatura, la política, etc. y su poder, igualmente, para encorsetar el desarrollo científico y el filosófico. En este sentido, su punto de vista estaba próximo a las tesis de Revilla frente a Menéndez Pelayo cuya posición también demuestra conocer bien. Y es en este marco donde hace una valoración de la filosofía de su tiempo y, digamos, de la que considera su incapacidad para sustituir «los principios de unidad y generalización» que durante siglos habría generado el catolicismo. Éstas son sus palabras: «Y puesto que todo se ha de decir, diré que los estudios filosóficos no parecen oponer al principio católico en España una resistencia muy enérgica. Sea por falta de constancia o por la inseguridad de los sistemas de enseñanza, ello es que nuestros filósofos no cunden, si es permitido decirlo así. Cuando Sanz del Río importó de Alemania la filosofía Krausista, se formó un plantel de jóvenes de mérito, que hicieron iglesia, núcleo, familia. Pero el Krausismo se desacreditó pronto, no sé si por las exageraciones de sus sectarios o por falta de solidez de sus ideas. Como en esto de la filosofía hay modas casi tan repentinas y fugaces como las de los sombreros de señora, pronto vino el positivismo de Comte a decir que todo aquello de Krause era un delirio. Pasaron de moda en breves años, no solo Krause, sino Hegel, Fichte y demás germánicos.

El experimentalismo lo invadió todo, y no se habló más que de Hartmann y Darwin, y de si veníamos o no de los monos. Las teorías de la evolución barrieron el terreno, por fin Spencer se introdujo en los espíritus con su claridad y simpatía irresistibles. De todo esto resulta una inseguridad que no puede menos de ser favorable al principio católico, siempre uno y potente en la firme base de sus definiciones dogmáticas.

En resumen, que hoy la gran mayoría de los españoles no creemos ni pensamos; nos hallamos, por desgracia, en la peor de las situaciones, pues si por un lado la fe se nos va, no aparece la filosofía que nos ha de dar con que sustituir aquella eficaz energía. Faltan en la sociedad principios de unidad y generalización».47

La cita, un poco larga, nos permite conocer con detalle su diagnóstico sobre el papel desempeñado por la filosofía y, de soslayo, podríamos decir que por la literatura. En realidad, podríamos señalar que tampoco difiere tanto del realizado por Clarín durante esos mismos años que son los del «Zurita». Los matices estarían en la proyección de futuro donde la posición de Galdós respecto de las posibilidades de la filosofía, académica digamos, era más escéptica que la de su colega asturiano. Éste confiaría en que, en algún momento, la filosofía podría alcanzar el nivel propio de una sociedad moderna y libre mientras que la apuesta galdosiana siguió siendo, para cumplir la misma función central, por la novela y el teatro, casados por lo civil y por la iglesia, como dice con mucho gracejo para referirse a las modificaciones que ambos géneros estaban teniendo por entonces, y de las que salieron sus obras de los noventa.

Sobre las relaciones entre historia y novela mucho se ha escrito ya. Pérez Galdós, más que ningún otro escritor de su generación, tuvo presente la necesidad de echar la vista atrás. Quizá por su experiencia familiar estuvo dispuesto para sacar lecciones, y no sólo morales, de la historia. Si comienza señalando por qué el doceañismo tenía elementos de crisis en su seno que lo hacían inviable, termina con su Santa Juana de Castilla, sostenida hasta el final aunque fuera concebida, y no es ello casual, por los años del cuarto centenario, es decir 1892, como nos han dicho quienes han estudiado a fondo su teatro. Esa recuperación del personaje en clave de armonía entre el erasmismo representado por el Elogio de la locura a un lado de su lecho de muerte y la presencia de San Francisco de Borja era más que una metáfora. Si recordamos su «Prólogo» al libro Vieja España de Salaverría disponemos de suficientes claves para saber qué puesto asignaba Galdós a la historia y al arte, capaz no sólo de decirnos cómo hemos sido sino de cómo podríamos o deberíamos haber sido. Novelista y dramaturgo de la historia y del presente. España, decía Unamuno, se ha salvado muchas veces por el teatro. Por la novela también, podríamos añadir, como muy bien entendió María Zambrano, gran lectora de Galdós, probablemente la mejor de su generación. No sólo estaba en juego, en esa articulación, la construcción de España sino el hacerlo sobre bases de eficacia y sentido moral. Es el final de Misericordia, sin duda.48 Así pues, es difícil entender esta posición si no es como ilustrados tardíos, por decirlo de alguna manera, como al principio señalábamos.

Hacia el final de siglo, en lo que se ha dado en llamar «crisis del realismo»49 o en la proximidad al modernismo, es cuando Clarín percibe que se aflojaban los lazos entre la filosofía y la literatura. Este juicio lo encontramos en «Cartas a Hamlet» (1896)50 donde fija su posición a favor de la filosofía —metafísica más bien— frente al decadentismo y esteticismo modernistas pero, no menos, frente al positivismo filosófico al que ahora considera propio de boticarios o de quienes lo practican con el mandil puesto. Y lamenta profundamente que la literatura no quiera saber nada de la filosofía. Eso quiere decir, precisamente, que no renunció a su conciencia ilustrada.

Si acaso, la adapta a los nuevos tiempos al fijar su posición en términos que si bien no conducen a la renuncia del sistema suponen la duda de que pueda alcanzarse un tal sistema de cuya verdad podamos estar seguros: «Por eso —se atreve a decir— entre un sistema (que no sea el de la absoluta certeza) y una filosofía... de guerrillas, es acaso preferible esta última, desde el punto de vista de la independencia personal. Pero una cosa es eso y otra el filosofar demasiado aleatorio, sin propedéutica, o sea preparación y aclimatación intelectual, sin constancia ordenada, sin tradición de sabiduría, sin instrumentos auxiliares».51

Pero, aún da un paso más para fijar su posición final sobre la filosofía: «El espíritu nuevo (en las puras regiones de la reflexión filosófica) –termina afirmando– no consiste en haber descubierto que se puede conocer lo que tampoco el positivismo sabía si se puede saber o no. Lo que el espíritu nuevo cree haber descubierto es que no se puede vivir bien sin pensar eso. Lo metafísico es, por lo menos, un postulado práctico de la necesidad racional».52

El Galdós de «La sociedad presente como materia novelable» adopta, por su parte, una posición ligeramente diferente en el método, pero próxima en el fondo, por lo que se refiere al conocimiento mismo de las cosas. La variación estaría en que no alude directamente a la filosofía sino que se mantiene en el ámbito de la estética pero, por lo demás, apuesta igualmente por la verdad humana, por la vida en plenitud, por «los modelos humanos» ya que «en ellos debe el novelista estudiar la vida, para obtener fruto de un Arte supremo y durable».53En realidad de una lectura atenta de este discurso se deduce una posición cercana a la de Clarín y, aunque no renuncia al método realista, sus obras alcanzan en estos años una dimensión de universalidad que trasciende las referencias históricas y sociales que le sirven de base. Así lo supo ver la propia María Zambrano, antes citada, en la reelaboración que de estos textos hizo hacia los años sesenta.

Sin embargo, las cosas parecieron tomar otro sesgo diferente al que Clarín soñara en sus últimos años y al que ya no tuvo oportunidad de responder. Fue Galdós quien aún tuvo tiempo de ofrecer sus reflexiones en tiempos de modernismo y seguir acariciando esa pretensión de unidad cuya pérdida se iba haciendo progresiva. Fue el debilitamiento de la vigencia de tres grandes conceptos sobre los que se había construido el ideal ilustrado el que introdujo modificaciones profundas. Me refiero a la unidad psíquica de la humanidad, la unidad de la historia humana y la unidad de la cultura. Esto trajo consigo la pugna acerca de la autenticidad o inautenticidad de las culturas, por recordar el título de un famoso artículo de Sapir y condujo a percepciones diferentes de la historia y del propio papel de la filosofía y de la literatura.54 Mas esto nos aleja de los años en que vivió Leopoldo Alas Clarín y es ya otro tiempo.

Quedaba al final del siglo el espíritu renovador de quienes hicieron la revolución del 68, quisieron conformar un Estado liberal moderno y, quizá, se quedaron en su dimensión cultural sin acertar del todo en la política. Mas cualquiera que les lea con ojos honestos descubrirá en ellos una visión apasionada de España y un compromiso por su modernización pues desarrollaron unas energías que produjeron excelentes resultados en todos los campos del conocimiento. Pocas veces, decíamos al comienzo, se ha producido desde la literatura un diálogo tan intenso, orientado a fijar las propias posibilidades, con la ciencia y la filosofía para contribuir a objetivos de eficacia y sentido moral. Lástima que la unidad de esos principios se interrumpiera, que su fractura nos haya conducido a errores y que esté costando, de nuevo, tanto esfuerzo la reconstrucción.

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  • (1) B. Pérez Galdós, «Soñemos, alma, soñemos», Alma Española, 1:1, 8 de noviembre de 1903. volver
  • (2) J. M. López Piñero, «La literatura científica en la España contemporánea», Historia General de las Literaturas Hispánicas, v. VI, Barcelona, Vergara, 1968, pp. 677-678. volver
  • (3) Tomo la cita del artículo de Teresa Rodríguez de Lecea, «La aparición de un nuevo sistema filosófico», Letras Peninsulares, v. 4, n.1, 1991, p. 102. volver
  • (4) J. L. Peset y D. Núñez, «De la alquimia al panteísmo» en Heterodoxos y Marginados, Madrid, Editora Nacional, 1983, pp. 325-363. volver
  • (5) Madrid, Cincel, 1986. volver
  • (6) D. Núñez, La mentalidad positiva en España, Madrid, UAM, 1987 (2ª ed.), p. 83. Este libro, que tiene más de un cuarto siglo de vida, continúa siendo de referencia para el estudio del positivismo español en el xix. volver
  • (7) R. Albares, «Los primeros momentos de la recepción de Kant en España», Toribio Núñez Sesse (1766-1834), El Basilisco, n. 21, abril-junio 1996, pp. 31-33. Me remito también al estudio de Juan Miguel Palacios, «La filosofía de Kant en la España del siglo xix» en J. Muguerza y Rodríguez Aramayo (ed.), Kant después de Kant, Madrid, Tecnos, 1989, pp. 673-707. volver
  • (8) Madrid, Imp. de La Publicidad, a cargo de Rivadeneyra. volver
  • (9) Ib., p. 9. volver
  • (10) A. Heredia, «Debate sobre la filosofía española. La polémica de 1857», La ciudad de Dios, v. CCXII, n. 2, mayo-agosto 1999, pp. 415-439. volver
  • (11) Así transcrito de la propia Revista de España por el propio M. Menéndez Pelayo, «Indicaciones sobre la actividad intelectual de España en los tres últimos siglos», La Ciencia Española, Santander, CSIC, 1953, p. 29. volver
  • (12) Madrid, Imp. Nacional, 1862, p. 1667. Del propio Valera acerca de la misma idea, «De la filosofía española» en Disertaciones y juicios literario, v. VII, Madrid, Imp. M. Tello, 1890, pp. 291-331 (el texto es de 1873). V. Rafael Orden, «Los orígenes de la cátedra de Historia de la Filosofía», El Basilisco, n. 28, 2000, pp. 3-16. volver
  • (13) J. L. Mora García, «La proyección de la Historia del Pensamiento Español en la Universidad», Revista de Hispanismo Filosófico, n. 6, Madrid, 2001, pp. 33-35. volver
  • (14) J. R. Rodríguez Carracido, «Valor de la literatura científica hispano-americana» en Estudios histórico-críticos de la ciencia española, Barcelona, Alta Fulla, 1988, p. 218. El texto, de 1908, corresponde a su discurso de ingreso en la Real Academia Española. volver
  • (15) Boletín de la Sociedad de la Lengua Universal, dirigido por Lope Gisbert, n. 3, Madrid, 1862. volver
  • (16) El más débil vendría representado por el costumbrismo. volver
  • (17) Vol. II, Las Palmas, Cabildo Insular de Gran Canaria, 2000, pp. 355-385. volver
  • (18) Madrid, Espasa-Calpe, 1991. volver
  • (19) J. Sanz del Río, Discurso pronunciado en la Universidad Central en la solemne inauguración del año académico de 1857 a 1858, ed. de Antonio Jiménez, Madrid, Universidad Complutense, 1996, p. 44. volver
  • (20) B. Pérez Galdós, «Cantares por Don Melchor Palau», W. Shoemaker, Los artículos de Galdós en «La Nación», 1865-1866, 1868, Madrid, Ínsula, 1972, pp. 279-280. Corresponde al 25 de febrero de 1866. volver
  • (21) «Revista del Año», op. cit., p. 254. 31 de diciembre de 1865. volver
  • (22) B. Pérez Galdós, Ensayos de crítica literaria, ed. Laureano Bonet, Barcelona, Península, 1990. El estudio introductorio es magnífico. Puede verse también J. L. Mora, «La renovación estética en torno a 1868», Y. Arencibia (ed.), Homenaje a Alfonso Armas, t. II. Las Palmas, Cabildo Insular de Gran Canaria, 2000, p. 481-496. volver
  • (23) J. Valera, El arte de la novela, edición de Adolfo Sotelo Vázquez, Barcelona, Lumen, 1996, pp. 73-97; F. Giner en Juan Lópe Morillas, Krausismo: Estética y Literatura, Barcelona, Lumen, 1991, pp. 111-160. volver
  • (24) D. Núñez Ruiz, La mentalidad positiva en España, Madrid, UAM, 1975, p. 26. volver
  • (25) A. Jiménez García, El krausopositivismo de Urbano González Serrano, Badajoz, Diputación Provincial, 1996. volver
  • (26) Todo esto ha sido estudiado extensamente por Elena Ronzón, Antropología y antropologías. Ideas para una historia crítica de la antropología española, El siglo xix, Oviedo, Pentalfa, 1991. volver
  • (27) O.c., p. 276. volver
  • (28) Th. Glick, Darwin en España, Barcelona, Península, 1982. volver
  • (29) Draper, Historia de los conflictos entre la religión y la ciencia, Presentación de Diego Núñez, Barcelona, Alta Fulla, 1987. Puede leerse también en Revista de España, t. LI, n. 201, 1876, pp. 5-41. volver
  • (30) Revista de España, t. LIX, n. 236, 1877, pp. 462-468. volver
  • (31) Mayo y junio 1876, pp. 350-376 y 230-235. volver
  • (32) O. c., p. 479. volver
  • (33) Madrid, Imp. de Medina y Navarro, 187. volver
  • (34) Sobre José del Perojo contamos con una magnífica tesis doctoral de María Dolores Díaz Regadera, dirigida por el profesor Diego Núñez en la Universidad Autónoma de Madrid, desafortunadamente inédita. volver
  • (35) O. c., p 188. volver
  • (36) Pedro Estasen, El Positivismo o Sistema de las Ciencias Experimentales, Madrid, Carlos Bailly-Bailliere, 1877, p. XIV. Una orientación más próxima a Littré la representa Pompeyo Gener, La muerte y el diablo publicado en 1881 pero escrito, al menos, cinco años antes Barcelona, J. S., 1881. volver
  • (37) B. Pérez Galdós, O.C., t. IV, Madrid, Aguilar, 1966 (6ª ed.), p. 965. volver
  • (38) Diego Núñez, El darwinismo en España, Madrid, Castalia, 1977. volver
  • (39) Un análisis extenso de las muchas claves a que responde ese complejo magma de relaciones puede verse en Yvan Lissorgues y Gonzalo Sobejano (ed.), Pensamiento y Literatura en España en el siglo xix, Toulouse, Presses Universitaires du Mirail, 1998. volver
  • (40) Sobre algunas de estas cuestiones he escrito en otro lugar: J. L. Mora, «Verdad histórica y verdad estética. A propósito de Santa Juana de Castilla de Pérez Galdós», Martínez Millán, J. y Reyero, C., (coord.), El siglo de Carlos V y Felipe II. La construcción de los mitos en el siglo xix, vol. II, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2000, pp. 69-99. volver
  • (41) «Otro académico» en Obras Selectas, Madrid, Biblioteca Nueva, 1966, p. 1156. volver
  • (42) Leopoldo Alas, Clarín, Cuentos Completos/1, Ed Carolyn Richmon, Madrid, Alfaguara, 2000, pp. 290-318. Pueden verse otros cuentos también muy interesantes para este propósito: «Don Ermeguncio o la vocación (Del natural)», pp. 143-150; t. II, «El filósofo y la «vengadora» (Correspondencia), pp. 350-357, «Kant, perro viejo», pp. 459-464. volver
  • (43) Y. Lissorgues, El pensamiento filosófico y religioso de Leopoldo Alas Clarín, Oviedo, GEA, 1996. volver
  • (44) J. Valera, Pepita Jiménez, ed. de Demetrio Estébanez, Madrid, Alianza, 1995, pp. 181-182. volver
  • (45) B. Pérez Galdós, Obras Inéditas, ordenadas y prologadas por Alberto Ghiraldo, v. IX, Viajes y Fantasías, Madrid, Renacimiento, 1928, pp. 199-213. La publicación inicial es de 1871. volver
  • (46) J. L. Mora «La novela galdosiana como interlocutora de la pedagogía institucionista», J. López (ed.),La Institución Libre de Enseñanza: su influencia en la cultura española, Cádiz, Universidad, 1998, pp. 177-196. volver
  • (47) B. Pérez Galdós, «El sentimiento religioso en España» en W. Shoemaker, Las cartas desconocidas de Galdós en «La Prensa» de Buenos Aires, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1973, pp. 145-153. volver
  • (48) J. L. Mora, «Misericordia en La España de Galdós», en J. Sánchez Gey (coord.), Filosofía y Literatura, Madrid, Fundación Fernando Rielo, 1994, pp. 53-79. volver
  • (49) Yvan Lissorgues y Serge Salaün, «Crisis del realismo» en Serge Salaün y Carlos Seco, 1900 en España, Madrid, Espasa-Calpe, 1991, pp. 161-192. volver
  • (50) Leopoldo Alas «Clarín», Siglo Pasado, ed. y prólogo de José Luis García Martín, Gijón, Llibros del Pexe, 2000, pp. 125-138. volver
  • (51) Ib., pp. 130-131. volver
  • (52) Ib., p. 138. volver
  • (53) B. Pérez Galdós, ed. Laureano Bonet, op.cit., p. 164. volver
  • (54) José Luis Mora, «El valor filosófico de la literatura del 98» en Roberto Albares (coord.), Filosofía Hispánica contemporánea: el 98, Salamanca, Fundación Gustavo Bueno, 2001, p. 33-66. A este respecto es interesante el libro de Roberta Johnson, Fuego Cruzado, Filosofía y novela en España (1900-1934), Madrid, Libertarias/Prodhufi, 1997. volver
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