Lanzarote de Saramago por Luis Pancorbo

Lanzarote fue para Saramago una especie de exilio, o de protesta, tras el escándalo de "El evangelio según Jesucristo".

Lanzarote de Saramago por Luis Pancorbo
Lanzarote de Saramago por Luis Pancorbo / Ximena Maier

Al ir desde el mar a la casa de Saramago en Tías hay que bordear hacia la izquierda una rotonda con césped. Tías es un pueblo de Lanzarote nacido en la lava, con calles sin paseantes y casas de un blanco cegador. La línea azul del mar parece imaginaria en el despacho que usaba un escritor que amaba los viajes, especialmente porque no acaban nunca. Tras recorrer tantos lugares, el hombre que vio la luz en Azinhaga, de familia tan pobre que a veces metían los cochinillos en la cama para tener calor, decidió poner su dedo sobre el polvo rojo y negro de Lanzarote. Esa es la única nieve de una isla que fue su hogar desde 1993 hasta su muerte el 18 de junio de 2010. Otra cosa es que sus libros estén llenos de vitalidad.

El día de San José de este año que ahora acaba se inauguró A Casa, un chalé blanco con un jardín de escorias y árboles escogidos: un olivo para recordar su tierra natal, un membrillo en homenaje a López y Erice... No hay planta ni objeto en A Casa que no siga un hilo sentimental. Ahí están sus libros más acariciados, ya sea un tomo de Luís de Camões, encuadernado en cuero con filetes de oro, o la Vida de Samuel Johnson, Doctor en Leyes, de James Boswell. Y retratos, fotos y libros de Pessoa, Borges y Kafka, su particular trinidad. Todo como si Saramago estuviese a punto de entrar en su despacho y encender el ordenador.

Su viuda, Pilar del Río, es la mano oculta que hace de A Casa un museo alegre, sin adherencias de culto mortuorio, de obsequiosidad y otros parásitos. Dan un café portugués a los visitantes en la misma cocina donde Saramago recibía a los amigos. En el recibidor pisas una alfombra de piedra volcánica, incrustada en el suelo, y eso pone en sintonía con el mundo de objetos con que el escritor quiso rodearse. Sus colecciones de cerámica de Caldas da Rainha, de estilográficas, de piedras cogidas en tantos lugares del mundo... Y una escultura tribal que compró en Sudáfrica, una familia de siete personas mirando de frente, y con el padre que fuma en pipa. Y pinturas en todas las estancias y paredes de la casa, de César Manrique, de Tàpies, de Ildefonso Aguilar, del cubano Juan Moreiro, del portugués Santa Bárbara... En una repisa de la entrada llama la atención un Cristo yacente, una talla italiana metida en una urna. Saramago era ateo, pero le gustaban piezas del imaginario cristiano; por ejemplo, un limosnero pintado con almas del purgatorio abrasándose ingenuamente, como los muslos de pollo que asan en el Islote de Hilario, con el fuego de un volcán de Timanfaya. La hora es lo que más depende. En A Casa son siempre las cuatro de la tarde en un reloj dorado, redondo y grande, con agujas solo un poco más pequeñas que las que empleó Harold Lloyd para colgarse del tiempo en Nueva York. Así huía Lloyd de la policía en Safety Last (1923), pues la seguridad era lo último para El hombre mosca, título en español de esa película esencial. Saramago se colgó de las cuatro de la tarde cuando conoció a su mujer, Pilar del Río, la que le hizo una casa confortable, una isla entre el mar y los volcanes para seguir escribiendo en paz. Lanzarote fue para él una especie de exilio, o de protesta, tras el escándalo suscitado en Portugal por El evangelio según Jesucristo (1991). Otros escritores no pudieron escoger: Miguel de Unamuno fue condenado al confinamiento en Fuerteventura. Saramago, el hombre de la aldea verde, apostó por las coladas de lava y el viento que las esculpe en Lanzarote. Hasta morir suavemente a los 87 años de edad en una alcoba modesta, con su colcha bordada y un cuadro de Alberti sobre el cabecero de la cama.

"El viaje no termina jamás. Solo los viajeros terminan", escribía Saramago, y otra cita han puesto en camisetas y en una máquina que expende refrescos junto a su biblioteca de 12.000 volúmenes, en un edificio enfrente de A Casa:"El fin del viaje es solo el inicio de otro viaje". José Saramago lo cultivó, ahí está su Viaje a Portugal, una guía llena de sorpresas. La ermita de San José, en Azinhaga, tiene "bellísimos azulejos azules y amarillos". Y la leyenda de una viga que había en la carretera y que atrapaba a la gente por la pierna: "Por aquí no se pasa". Después de todo, viagem -viaje en portugués- es femenino.

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