REVISTA ELECTRÓNICA DE ESTUDIOS FILOLÓGICOS


LA VERDAD SOBRE EL CASO SAVOLTA, LA TRANSICIÓN Y LA HISTORIA

Epicteto Díaz Navarro

(Universidad Complutense, Madrid)

 

RESUMEN

          En este trabajo se examinan algunos fundamentos interpretativos para evaluar la historicidad de la primera novela de Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta (1975). En opinión del autor, la fecha de publicación y el contexto han supuesto una búsqueda de la referencia histórica que en varios sentidos el texto bloquea y desvirtúa. En una clara tradición cervantina, la ficción no aspira a producir una verdad histórica y muy difícilmente la lección de la historia resulta aplicable al presente de la enunciación narrativa.

PALABRAS CLAVE: Narrativa española contemporánea. Historia.

 

ABSTRACT

In this article I review some basics elements in the historical interpretation of the first novel by Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta (1975). It is affirmed that the date and the context of the publication have stimulated the search of a historical dimension in the novel. However, in the Cervantes tradition the fiction does not try to focus in historical truth and the learning that can be obtained from History cannot be easily related with the text or the time when it was published.

KEY WORDS: Contemporary Spanish Narrative. History.    

 

 


 

La verdad sobre el caso Savolta (1975), la primera novela de Eduardo Mendoza, es una narración que ha llamado la atención de la crítica, ha tenido un gran éxito entre los lectores e incluso ha sido vista como un punto de inflexión en la historia de la novela española reciente. Como era de esperar, ha dado lugar a variadas lecturas, desde aquellos que la consideran una obra de gran calidad de su autor y de una época, a los que la definen como un producto de relativo interés artístico e ideología dudosa.  Para algunos, como ocurre con una buena parte de las narraciones del autor, ha de ser tomada como un ejemplo de narrativa posmoderna, pues al estar organizada como un conjunto de parodias literarias escaparía a cualquier afirmación ideológica. Sin embargo, para otros, sería un texto cuya referencia histórica transmite un claro contenido ideológico.

Aquí, quisiera, en primer lugar, recordar el contexto en el que se publica, en cierta medida el “horizonte de expectativas” del lector en aquel momento, y apuntar una selección de algunos elementos semánticos, y de referencia histórica que, en mi opinión, han sido sobrevalorados en diversas interpretaciones de la novela.

Así, puede parecer ocioso recordar que la novela se escribe y se publica antes de que desaparezca el régimen de Franco, es decir, que su redacción se da bajo una censura que, aunque ya debilitada, prohibía determinado tipo de contenidos y en un momento histórico complejo. Y, puesto que nadie parte para la guerra de los treinta años, hay que apuntar que se trata de un época en que la incertidumbre era dominante: en los años 1971 o 1973 resultaba difícil asegurar que pocos años después el país tendría una Constitución y un Parlamento democráticos, y que se iban a producir los rápidos cambios sociales que no es necesario enumerar. Desde otro punto de vista, sabemos que las novelas no se escriben para constituirse en signos de la historia y que nuestra lectura, en base a interpretaciones globales en las que pueda verse como un síntoma, no debería dejar de lado factores de índole estética o formal.

Desde el punto de vista cultural, en la narrativa de aquellos años hay dos fenómenos que han sido señalados por la crítica: ya avanzada la década de los sesenta algunos novelistas habían puesto de manifiesto el sentimiento de culpa de una parte de los vencedores y la necesidad de terminar la “cruzada” (Miguel Delibes, Cinco horas con Mario; Camilo J. Cela, San Camilo, 1936); mientras que, por otro lado, una buena parte de la cultura de la oposición, al menos desde comienzos de los setenta, era consciente de que la censura o la situación política no justificaban la mediocridad en la cultura nacional y tenía la sospecha de que, como se vería poco después, no se ocultaban en cajones y armarios obras maestras que cambiarían radicalmente el panorama artístico.

Decir, como afirman algunos críticos, que en el periodo en que aparece la obra de Eduardo Mendoza se vivía el “agotamiento del experimentalismo”, no parece muy cierto si prestamos atención a un periodo de relativa extensión y se mencionan algunos títulos: La saga fuga de J.B. (1972), de Gonzalo Torrente Ballester; Las lecciones de Jena (1972), de Félix de Azúa; Yo maté a Kennedy (1972), de Manuel Vázquez Montalbán; Travesía del horizonte (1972) de Javier Marías;  Recuento (1973), de Luis Goytisolo (1973); Si te dicen que caí (1973), de Juan Marsé; Escuela de mandarines (1974), de Miguel Espinosa.  No voy a extender la nómina, pero parece que ni hay agotamiento ni hay solo experimentalismo.[1] Resultaría así que años antes del cambio de régimen, cuando este solo parecía probable, se produciría la proliferación de diversas tendencias narrativas y la imposibilidad de encontrar un movimiento o corriente dominante, algo que se ha señalado como característica de la narrativa en la democracia o, según los gustos, en la posmodernidad.

Y antes de referirnos al texto quizá hay que detenerse un momento en este complejo término. Hay quien ha definido la posmodernidad como la conjunción del final de la vanguardia artística, por un lado, y el final del arte comprometido, por otro; no obstante, esto resultaría discutible en el caso de la literatura española. Por una parte, hay que tener en cuenta que el realismo social, tal y como se entendía en los cincuenta, había caído en prestigio y había perdido la posición dominante, en parte por el impulso de novelas experimentales como Tiempo de silencio (1962), pero una buena parte de la literatura se sigue escribiendo “contra” el régimen, en sus últimos años y, no es necesario precisarlo, en años posteriores. La crítica de índole ideológica o política sigue siendo perceptible durante los setenta y las décadas siguientes, y quizá no es equivocado entender como crítica social la descripción de la situación de la mujer en escritoras como Carmen Martín Gaite o Esther Tusquets.

La verdad sobre el caso Savolta, según han visto Santos Sanz Villanueva y otros, presentaba un claro influjo del experimentalismo, en su técnica compositiva, y al mismo tiempo es una narración que recordaba notablemente la narrativa decimonónica en la trama y construcción de caracteres. Pero lo cierto es que, según veremos, su interpretación es una tarea lejana de la de una novela popular, un tipo al que en ocasiones rinde un homenaje paródico. En mi opinión, la novela presenta toda una gama de usos del lenguaje y de referencias a la realidad, de juegos lingüísticos y alusiones históricas, de compleja interpretación.

Tanto el título como los paratextos, las citas de W. H. Auden y de Cervantes, según veremos, resultan significativos para la lectura. Lo primero que el lector encuentra es el término “verdad” como inicio en una ficción, y, también en el título, una especificación totalmente ficticia, pues el “caso Savolta”, nunca ha existido, aunque, como el autor ha señalado, la novela tuviera una base histórica.  La cita de Auden, no se dice de qué lugar de su obra, contiene en buena medida una antítesis. Su traducción, si se me permite la prosa, sería  la siguiente: “La clase de cuyos vicios se burlaba era la suya, ahora extinta, excepto por algunos supervivientes como él, que recuerda sus virtudes” (Mendoza, 2005, p. 9). ¿Qué clase social sería esta en el texto, la burguesía catalana de comienzos del XX? ¿El proletariado? O bien ¿podemos entender que se refiere a los años setenta, cuando se redacta el texto?

La cita de Cervantes, que no es un aislado homenaje en la narrativa de Mendoza, une lo humorístico y lo terrible: Don Quijote y Sancho  avanzan en la oscuridad por un territorio desconocido y, al percibir que hay un gran número de ahorcados, el caballero le dice a Sancho que esto es señal de que deben estar llegando a Barcelona, pues ahí se les ajusticia en grandes grupos. Las palabras, en este caso, no proceden de la literatura, de los libros de caballerías, del Amadís o del Palmerín, sino que corresponden a la realidad sociológica española, ya que en tiempos de Felipe II y Felipe III el bandolerismo fue un grave problema en la región y fue reprimido con extrema dureza.[2] Pero, además, aquí me interesa subrayar una frase del narrador del Quijote, continuación del párrafo citado, que en mi opinión resulta clave y que no aparece en el texto de Mendoza: “Y así era la verdad como él lo había imaginado” (Cervantes, 2005, p. 1007).

Resumiendo, con brevedad, el argumento de la novela relata las peripecias que vive un joven, Javier Miranda, que ha emigrado a Barcelona y se ve envuelto en unos sucesos que se denominan el “caso Savolta”. Después de trabajar en un modesto despacho de abogados, Miranda es contratado por un arribista y emprendedor ciudadano francés, llamado Paul André Lepprince, que se hará con el control de la empresa Savolta, una fábrica de armas para la que trabajaba. Como consecuencia de la investigación que realiza, casi al mismo tiempo que numerosos trabajadores de la fábrica resultan amenazados o golpeados, un periodista llamado Domingo Pajarito de Soto muere asesinado por unos sicarios. En poco tiempo, por otra parte, serán víctimas de diversos atentados los propietarios de acciones de la fábrica, en lo que parece ser una venganza de organizaciones anarquistas; y, de ese modo, se produce una espiral de violencia.  En la segunda parte de la novela, Javier Miranda se casa con una gitana a la que había conocido casualmente y que resultará, según se desvela después, la amante secreta del malvado Lepprince.

En cuanto a la forma hay que señalar que ya en los inicios, encontramos cartas, documentos y diálogos que transcurren años después de los hechos centrales del relato, y que irán desvelando progresivamente que son parte de un juicio que tiene como objeto el cobro de un seguro de vida que Lepprince (muerto en extrañas circunstancias) había firmado a favor de su mujer, María Rosa Savolta y su hija, y cuyo cobro había encargado a Javier Miranda.

Luego me detendré en otros detalles, pero estos hechos se relacionarían, según nos indica una nota que aparece justo antes del inicio, con la violencia que sufrió Barcelona después de la Primera Guerra Mundial, y, según se ha dicho, ha dado lugar a que se subraye la dimensión histórica del texto, siendo esta un elemento determinante en diversas lecturas.[3]

Sin embargo, si prestamos atención a tres elementos, creo que tiene mucha mayor relevancia la dimensión ficticia del relato que su posible contenido histórico: primero, me referiré a los “documentos” que incluye el texto; en segundo lugar, al narrador principal y a otros narradores;  y en tercer lugar, al orden de las acciones.

1-Los documentos. Tanto Eduardo Mendoza como sus lectores a mediados de los setenta disponen de una amplia tipología narrativa. Al comenzar la lectura vemos que un elemento importante en la composición es la yuxtaposición de secciones, una técnica que provenía de la narrativa neorrealista y experimental anterior y que había sido utilizada de muy distintas maneras. En La verdad sobre el caso Savolta el montaje de textos distingue, por un lado, “documentos”, que tienen un encabezamiento con mayúscula en donde se especifican sus datos, y por otro,  secciones narrativas en tercera o en primera persona.[4] En cierta medida, podemos decir que se indica, con las diferencia gráficas, que los primeros supondrían un grado mayor de reproducción objetiva de la realidad y, por tanto, de verdad, mientras que los demás reproducirían de una manera más estilizada esa realidad. Sin embargo, veremos que esto no ocurre.

En el comienzo de la novela, después de las dos citas, en la nota donde se enumeran varios textos históricos que, afirma el autor, habría utilizado para redactar ciertos pasajes del libro “en especial de aquellos escritos en forma de artículos periodísticos, cartas y documentos” (Mendoza, 2005, p. 10) [el subrayado es mío]. Este tipo de citas suele aparecer en muchas narraciones para exponer el origen de algún elemento, pero no hay que olvidar que no siempre deben ser tomadas al pie de la letra, porque también puede tener una función semejante a las fuentes del Quijote, como Cide Hamete.

El primer texto que aparece es una reproducción (“fotostática”)  de un artículo de  Domingo Pajarito de Soto que lleva una fecha precisa, 6 de octubre de 1917, que sitúa el inicio temporal de la novela, y poco después sabremos que trata de hechos ocurridos en Barcelona; a continuación aparece la transcripción de un diálogo como  “documento” de la declaración ante un juez llamado Davidson, en Nueva York, que nos daría una fecha límite, ya después de ocurridos los hechos centrales de la novela, 10 de enero de 1927, y luego, con otros fragmentos del puzzle, sabremos que el autor de la declaración es el protagonista de la novela, Javier Miranda. Por otro lado, otro “documento”, la declaración del comisario que investigó la muerte de Savolta, llamado Vázquez, señala que en el año 1920 este abandona su profesión para trabajar en una empresa de alimentación, y ese es justo el momento en que acaba el “caso Savolta”, fecha que, según veremos,  no corresponde con el final del periodo histórico de los atentados terroristas.

La intención irónica creo que resalta desde la primera página del primer documento, el artículo de Domingo Pajarito en el que denuncia irregularidades de la empresa Savolta, que no llega a precisar.[5] Se trata de un artículo publicado en La voz de la Justicia, un periódico que se supone de tirada muy escasa, que tendría como objetivo transmitir las ideas revolucionarias a la “mente sencilla” de los trabajadores. Sin embargo, vemos que su estilo retórico y alambicado, los lugares comunes y los incisos, no parecen ajustarse a ese objetivo; el periodista dice que va a ser objetivo y desapasionado, pero a continuación añade que la empresa Savolta “tiene una conducta incalificable y canallesca”, y que aprovechando la Gran Guerra se ha desarrollado “como la mosca que engorda y se nutre de la repugnante carroña” (Mendoza, 2005, p. 25).

El artículo, escrito antes de llevar a cabo la investigación de la empresa, contiene tópicos ya conocidos y su retórica “obrerista” serían marcas que le separan del presente. Domingo Pajarito es justamente uno de los personajes cuya intención es conocer la verdad, pero resulta demasiado ingenuo y, tal y como apunta Javier Miranda en alguna de las conversaciones que mantiene con él, su idealismo le convierte en un juguete de los poderes a los que se enfrenta. Además, si recordamos que el artículo es un elemento en un juicio que se celebra en Nueva York años después, podríamos preguntarnos ¿sirve para algo el “documento”? ¿con qué objeto se aporta en el pleito sobre un seguro de vida? Y, por otro lado, ¿resultaría la denuncia de Pajarito relevante para la España de los años 70? ¿los periodistas en la transición a la democracia serían los “pajaritos” ante la omnipotencia del régimen político?

Un problema no menor, si revisamos su argumentación en defensa de la clase trabajadora, es que los años del comienzo de la Primera Guerra Mundial resultaron muy beneficiosos para la economía española. En especial, para la economía catalana, son años de bonanza en los que mejoraron los salarios y las condiciones de trabajo. [6]

Esto nos hace revisar, de forma concisa, una serie de datos cuya insuficiencia, o parcialidad de enfoque, complica una interpretación “histórica”: Javier Tusell y otros historiadores han señalado que después de los tumultos de agosto de 1917, tal y como se dice en la novela de Mendoza, se encarga la formación de gobierno García Prieto, pero no se dice, por ejemplo, que la figura del mandatario resulta secundaria frente a La Cierva, que ocupaba el Ministerio del Ejercito. Un problema decisivo, que no se menciona en la novela, es el de las Juntas militares, que no se habían podido desactivar ni desde el gobierno ni desde el poder real, pues Alfonso XIII compartía el poder con el Parlamento. El resultado de la crisis de gobierno de marzo de 1918 fue la creación de un gobierno de concentración en el que figuran alguno de los más representativos de la época, pero cuyos resultados fueron prácticamente nulos. Después vuelve otro gobierno de García Prieto que muestra la interinidad y la descomposición del sistema político de la Restauración. A partir de 1918 se produce un crecimiento de los sindicatos y la conflictividad social produce un gran número de huelgas, muy importantes en los años 19, 20 y 21 y unos atentados terroristas especialmente graves, pero que no son un caso único en España, pues, por ejemplo, también en Alemania se da un gran número de atentados: 376 en 1921 (Tusell, 1998, p. 326).

Los anarquistas, en años en los que ya la CNT cuenta con un gran numero de afiliados, convierten Barcelona en el centro de la conflictividad política en esos años. Los juicios más ecuánimes señalan que la lucha sindical en ese periodo en Barcelona se convierte en simple terrorismo, aunque las bandas quizá tuvieron una importancia menor de la que se les ha atribuido. La seguridad ciudadana contaba con solo un millar de efectivos en la Ciudad Condal, al comienzo del conflicto, y en dos años se produjeron unos 200 atentados por los que fueron condenadas solo 8 personas, una de ellas a muerte que luego fue indultada. El periodo más terrible ocupa los años 1920 y 1921, con unos 600 atentados que causaron alrededor de 150 muertes, y la violencia, nos dicen los historiadores, fue también importante en Bilbao donde eran mayoritarios los comunistas, y no los anarquistas (Tusell, 1998, p. 335).

En realidad, primero fueron facciones sindicales las que se enfrentaron y la reacción del poder político fue titubeante. Los patronos actuaron luego por su cuenta, al margen de la facción sindical que coincidía con sus intereses, y la CNT se lanza a una campaña de atentados que causa –hasta el año 1923– unos 350 muertos de un total de mil, siendo el resto de difícil atribución. Luego Martínez Anido poniendo en práctica la tristemente célebre Ley de Fugas da lugar a una situación que efectivamente coadyuva a la proclamación de la Dictadura.

Teniendo todo ello en cuenta surgen varias dudas a la hora de verificar el análisis histórico que encontraríamos en la novela de Eduardo Mendoza: contando con que necesariamente cualquier novela supone un proceso de selección, faltan hechos importantes y no parece que la responsabilidad de la CNT esté indicada. Savolta podría entenderse como un industrial típico en la época, Miranda puede simbolizar la emigración que caracteriza a ese periodo, pero Lepprince, que es una figura decisiva, tiene un carácter puramente novelesco, que ha dado lugar a interpretaciones injustas como la de Gil Casado; y, según se ha indicado, no solo la representación de los anarquistas es insuficiente sino que casi siempre resulta folletinesca.

2- El narrador principal y otros narradores. En la historia del periodista con que comienza el relato hay elementos irónicos y paródicos que contrastan con su triste suerte, pero también, según la crítica ha señalado, hay una evidente influencia de la novela picaresca. Así, una buena parte del encomio de la figura ejemplar de Domingo Pajarito y de su idealismo, proviene de Javier Miranda, el protagonista, quien alegando que se trataba “del gran amor de su vida”, intenta atenuar unos hechos dudosos en su relación con Teresa, la mujer del periodista. Cuenta, de pasada, esa relación con Teresa y la justifica con una argumentación claramente especiosa:

 

Si hubo amor consciente, jamás afloró. Éramos almas unidas por la mutua necesidad de compañía y, si fingíamos los besos y ademanes del  amante lo hacíamos para crear un mundo ficticio de cariño que materializase nuestros sueños, como el niño que cabalga a horcajadas en el brazo de una butaca en busca de aventuras... (Mendoza, 2005, p. 75)

 

En esta misma confesión, afirma que Domingo fue el único amigo que ha tenido en la vida, pero el lector sabe que le ha traicionado y que en los mismos días que discute con él de política, de justicia social, sobre el anarquismo y los más diversos temas, Miranda ya trabaja para la empresa Savolta, como intermediario de Lepprince. También añade que, cuando estaban juntos los tres, era ella quien se permitía insinuaciones maliciosas y que sería en última instancia la responsable, pues le hizo ir a su casa el día en que comienzan sus relaciones sexuales. De este modo, su engaño resultaría doble; luego intenta centrar la atención de la narración en el advenedizo Lepprince, y dice que no puede  “pagar el precio de la dignidad” (Mendoza, 2005, p. 98), de modo que no podemos saber si, además de sus desfiguraciones, omite más información. Se trataría de un narrador poco digno de confianza, y que, por tanto, estimula la lectura crítica.

          Entre otros relatos poco fidedignos puede citarse también el del origen de la empresa Savolta. En esta ocasión, la narración proviene del abogado Cortabanyes, quien cuenta que la firma fue creada por un holandés llamado Hugo van der Vich en 1860 o 1865, que tenía como hombre de paja al entonces comerciante Savolta, y con él participaron también otros personajes de poco relieve en la vida económica de Barcelona. El abogado añade que el fundador tuvo un final trágico: había perdido el juicio y le dio por recorrer diversos lugares vestido de oso, hasta que en una cacería cayó abatido por unos disparos. Los hijos del holandés, Emma y Bernhard también se chiflaron y vivían amancebados hasta que fueron encerrados en un psiquiátrico. Él, después, pudo escapar para enrolarse en el ejército alemán (“donde alcanzó el grado de capitán de dragones”) y murió como un héroe al comenzar la Primera Guerra Mundial. Y añade el abogado: “Es posible que todo forme parte de una leyenda forjada en torno a la excéntrica y adinerada familia. Los ricos son distintos al resto de los mortales y es natural que atraigan sobre sí los más disparatados rumores y las más desbocadas fantasías” (Mendoza, 2005, p. 121).  De esta manera veríamos que junto a “documentos” poco objetivos y de relativa utilidad, los narradores son poco dignos de confianza, y en la novela siempre faltan elementos para que podamos contentarnos con la verdad alcanzada.

3- Las acciones. El antagonista y principal motor de la narración también reúne elementos conocidos y se aproxima a lo arquetípico y lo novelesco. Lepprince es el motor de la acción y un falsificador profesional, no solo por lo que se nos cuenta sobre sus andanzas, sino también por detalles secundarios. Sabemos muy poco de él, nada de su pasado, y solo se resume su imparable ascenso social, y su capacidad para representar un papel y engañar. Sus palabras a veces resultan singulares, y así, cuando Miranda entra por primera vez a su casa y se fija en un cuadro, su anfitrión le advierte “de que se trataba de una genuina reproducción de un Monet” (Mendoza, 2005, p. 88). Es decir, para él la copia ya es lo genuino y por tanto deberíamos preocuparnos por concepto de autenticidad; pero también hay que señalar su enorme habilidad y capacidad de adaptación, como símbolo del capital y del poder, y quizá por ello carecería de nombre propio y sería solo “el príncipe”.

Lepprince muestra su atractivo con detalles amistosos hacia Miranda, que no pertenece a su clase social, al que trata con frecuencia como un amigo, y muestra una sensibilidad ausente en casi todos los demás personajes: por ejemplo, en un momento comprometido le señala a Miranda que ya están a punto de comenzar la primavera por el aspecto de los árboles en las calles de Barcelona. En otras ocasiones muestra su agudeza con frases que sorprenden a sus interlocutores, como cuando dice, por ejemplo, para explicar su comentario sobre un personaje “el hombre solo ha inventado una docena de máscaras”.

De este modo resultaría singular que de él provenga una de las dos visiones globales del sistema político de la Restauración en esas fechas y que elabore un juicio suficientemente ecuánime y distanciado. El otro personaje que también opina con relativa extensión sobre política es el comisario Vázquez, ya que en la primera parte de la novela, desde un punto de vista “oficial”, diserta en torno al anarquismo. No hay que olvidar que se trata de un personaje ambiguo, pues está interesado en investigar la muerte de Savolta, en el ejercicio de su cargo, pero también sabemos que no le preocupa encontrar a los culpables de la muerte de Pajarito de Soto. Frente a Lepprince y a Vázquez, las conversaciones de la alta burguesía en la fiesta inicial en casa de Savolta resultan comidillas de salón, que podrían mostrar una falta de perspectiva o una inexcusable frivolidad.

          El inicio la segunda parte de la novela es un reflejo de la primera, pero la variación supone un cambio y no una repetición: Miranda, acompañado de su amigo Serramadriles visita el cabaret al que había ido con Lepprince al comienzo. En contraste con esa escena, asistimos a los preparativos de una nueva fiesta en la mansión de los Savolta, pero esta vez no es el viejo magnate el organizador, sino Lepprince y su nueva mujer, la rica heredera de la que espera un hijo. En esta segunda parte nos encontramos en 1919 y en esa ocasión se presenta un breve comentario político al hablar Miranda con su amigo que se acaba de afiliar, por quinta vez, a un partido político y se ha convertido en extremista.

          En mi opinión, por su desarrollo, resultaría difícil interpretar la novela como una novela de aprendizaje, entre otras razones porque una gran extensión de la segunda parte es el relato desde otra perspectiva de algo ocurrido en la primera y de hechos que desconocíamos en ella, pero que quizá no inciden en un supuesto aprendizaje.[7] Miranda también intenta dejar su papel secundario y pasar al mundo de la acción, pero ya ha aprendido que el dinero es necesario para que funcione la maquinaria social y a él le falta: si la primera visita al cabaret con Lepprince, según veremos, era narrada como una escena cómica, en su segunda visita tiene como objetivo volver a ver a la gitana María Coral, la bailarina acróbata, pues el protagonista se ha dado cuenta que la vida solo tiene sentido si puede gozar placeres como el que encarna ella, es decir, como el que ya había gozado Lepprince, que fue su amante entonces. No obstante, en una prospección (flashforward) describe su aventura con la atractiva bailarina como “una bajada a los infiernos”, y añade que si no la hubiera emprendido quizá “se habrían evitado muchas muertes” (Mendoza, 2005, p. 210). Evidentemente, si tenemos en cuenta el contexto histórico y los atentados terroristas resumidos antes, habría que entender como irónicas tanto esa afirmación –la narración personal de Miranda– como la de Nemesio Cabra Gómez, el chiflado que sufre alucinaciones y que, en medio de unas opiniones desordenadas, afirma que en Barcelona “no se respeta la ley”. A continuación, y con ello terminarían las referencias a la política, el discurso más desgarrado sobre la miseria de la clase obrera y la injusta situación social en la España de entonces lo enuncia un borracho que acompaña a Nemesio, y que propone, antes los humildes y temerosos parroquianos de un bar, el crimen y la violencia como solución; posteriormente sabremos que se trataba de Domingo Pajarito de Soto y creo que con ello se complica nuestra interpretación histórica.         

Además, en el contraste entre la primera y la segunda parte, deben señalarse algunas diferencias: por ejemplo, si volvemos a la citada primera escena en el cabaret vemos que destaca por un humor grotesco: en ella participan un marinero borracho, un oficinista vicioso, un vejete maquillado y varias mujeres que trabajan en el local. Lepprince y Miranda, sentados en una mesa aparte, son testigos de la brutalidad del marinero que caza a una paloma que formaba parte de un truco de magia:

 

El oficinista vicioso se aproximó al marino con los zapatos en la mano y lo insultó. 

                    –Haga usted el favor de devolver este animalillo a su dueño,

          desvergonzado.

El marino asió la paloma por la cabeza y la sacudió ante los ojos del oficinista.

–Suerte tiene usted de ser cegato, que si no, le daba....

El oficinista vicioso se quitó las gafas y el marino le dio con la paloma en ambos carrillos. Rodaron los zapatos y el oficinista se agarró al borde de la mesa para no caer.

–Soy un hombre instruido –exclamó– y miren a donde me ha conducido mi mal.

–¿Cuál es tu mal, hijito? –preguntó el vejete que había recogido los zapatos y sujetaba con ternura al oficinista.

–Tengo mujer y dos niños y mire dónde me hallo, ¡en qué antro! (Mendoza, 2005, p. 40-41)

 

Toda la escena es disparatada,  de un humor truculento y cruel, y lo que la convierte en ambigua es que el objetivo de Lepprince (en la órbita de la acción), en el que participa Miranda, es la contratación de dos forzudos que trabajaban en el cabaret para que den palizas a los obreros de la fábrica Savolta y así desactivar sus huelgas. 

          En vista de todo esto, debemos resaltar que surgen importantes dudas respecto a estos núcleos argumentales y su dimensión histórica. Hay varias preguntas que tienen difícil respuesta ¿por qué se sitúa esa escena humorística como antecedente de la violencia? ¿habla la novela del origen de las grandes fortunas de comienzo de siglo? O bien ¿el origen histórico sería melodramático, imaginario y ahistórico, y por tanto un falso origen? Si tenemos en cuenta la proporción de referencias y análisis históricos o sociológicos, con respecto a la totalidad del texto, podría decirse que no llega al diez por ciento y la intriga resulta casi siempre el único centro de interés.

No hay que olvidar que la ironía, la parodia o el humor no eran ignorados por Álvaro Cunqueiro, Luis Martín-Santos o Juan García Hortelano, por citar narradores distantes, y su aparición en la novela española de la época no es una novedad. La atracción de una fecha (1900, 1936, 1975) puede hacer que el arte, o la literatura que se produce alrededor de una fecha, sean interpretados según una construcción cultural posterior. Además, para “salvar” al texto y no interpretarlo como entretenimiento, o como reaccionario, resulta más adecuado consignar en él una dimensión trascendente, desde el punto de vista social y político o una lección moral inequívoca. Afirmar, como hace Santos Alonso que la novela “presenta una visión global y estructurada de una realidad para poder explicarla y describir su funcionamiento” (Alonso, 1988, p. 15), es ir más allá de lo que el texto permite. Según he señalado, la imbricación de la historia con la ficción es más problemática de lo que aparenta, y la dimensión ficticia permea incluso esos referentes históricos que resultan insuficientes y sesgados.

          Todo ello explicaría el airado –e injusto– comentario que le dedicó Pablo Gil Casado, pues la novela impulsa una expectativa que realmente no cumple, y un lector tan partidario de la novela social y del compromiso histórico, ve defraudadas sus expectativas por culpa de los elementos melodramáticos, novelescos y en definitiva, notoriamente ficticios. La verdad sobre el caso Savolta contiene una verdad semejante a la que encontramos en las extrañas andanzas de un hidalgo manchego que imaginó Cervantes. En definitiva, recordando las palabras de Paul Ricoeur en Temps et recit, la ficción reorienta la mirada hacia los trazos de la experiencia que ella inventa, es decir, a la vez descubre y crea (Ricoeur, 1984, p. 141).

 

 

BIBLIOGRAFÍA

Alonso, Santos. La verdad sobre el caso Savolta. Eduardo Mendoza. Madrid: Alhambra, 1988.

Cervantes, Miguel de. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. Madrid: RAE, 2005.

Dorca, Toni. “La verdad en La verdad sobre el caso Savolta”. En La verdad sobre el caso Mendoza. (coord.) José V. Saval. Madrid: Fundamentos, 2005,  p. 87-101.

García, Carlos Javier. “Las otras cartas de La verdad sobre el caso Savolta”. En Contrasentidos. Zaragoza: Tropelías, 2002,  p.71-87.

Gil Casado, Pablo. La novela deshumanizada española (1958-1988). Barcelona: Anthropos, 1990.

Mendoza, Eduardo. La verdad sobre el caso Savolta. (ed.) Nuria Plaza Carrero. Barcelona: Crítica, 2005 [1975].

Ricoeur, Paul. Temps et récit. 2. La configuration dans le récit de fiction. Paris: Seuil, 1984.

Tusell, Javier. Historia de España en el siglo XX. 1. Del 98 a la proclamación de la República. Madrid: Taurus, 1998.



[1] Nótese que Toni Dorca, en su interesante “La verdad en La verdad sobre el caso Savolta”, después de afirmar que la experimentación de los sesenta se había convertido en un “ejercicio de autocomplacencia”, dice que Mendoza combina el gusto por la narración con “la asimilación de técnicas narrativas entronizadas a lo largo del siglo XX (experimentación)” (Dorca, 2005, p. 88). También afirma algo parecido Nuria Plaza, en su edición de la novela (Mendoza, 2005, p. 18).

[2] La cita proviene de la segunda parte, capítulo LX, y puede contrastarse la anotación de la edición de F. Rico para la RAE, en 2005.

[3] Pueden consultarse al respecto, entre otros, los trabajos de Santos Alonso, Toni Dorca, Carlos Javier García, Pablo Gil Casado y Nuria Plaza, que aparecen citados en la bibliografía.

[4] La ficha policial de Andrés Nin (Mendoza, 2005, p. 104), personaje conocido y legendario en la España de la época, le da también un aire de verosimilitud, que confirma los anteriores “documentos”.

[5] Comenzando con el nombre del periodista, que no parece  casual,  a lo largo de la novela, encontremos  otros significativos: Nemesio Cabra, Rosita “la idealista”, etc.

[6] Véase, entre otros, Javier Tussel. Historia de España en el siglo XX. La bibliografía que recoge en 1998, p. 432-433, completa el análisis de los años a que refiere la novela.

[7] Puede señalarse que en buena medida la argumentación de Dorca se basa en este personaje, en la interpretación de su personalidad, y en citas de la segunda parte de la novela. De este modo, la ambigüedad y las referencias a la picaresca quedan oscurecidas, pero no conviene olvidar que la cumbre de la buena fortuna de Miranda se parece bastante al final de Lázaro, casado con la manceba del arcipreste.