Psicoperspectivas. Individuo y Sociedad, Vol. 9, No. 2 (2010)

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ISSN 0717-7798
ISSNe 0718-6924

VOL. 9, Nº 2, (JULIO-DICIEMBRE) 2010

 

 

 

 

 

 

LA MODERNIDAD Y SUS DILEMAS EN LA ERA DEL MERCADO: ¿HAY ALGÚN FUTURO POSIBLE?

 

MODERNITY AND ITS DILEMMAS IN THE AGE OF MARKET: IS THERE ANY POSSIBLE FUTURE?

Eduardo Ibarra-COLADO (*)
Universidad Autónoma Metropolitana, México

Resumen: El trabajo discute a la globalización como el momento moderno que exacerba sus contradicciones, en tanto, proyecto civilizatorio basado en la ética de la dominación. Al iniciar en la conquista, se plantea la esencia de la modernidad como un proyecto basado en la fuerza y la violencia. Al imponerse hacia fuera, la modernidad inició sus propias disputas internas, que se tradujeron en la confrontación de dos proyectos, el basado en la razón instrumental y el mercado; y el basado en la razón de estado y la política. Estos proyectos y sus variaciones se han disputado la modernidad en los últimos doscientos años. Finalmente, se ha impuesto el primer proyecto. Sin embargo, se cuestiona la viabilidad de la globalización como proyecto sustentado en la violencia del mercado, pues la dominación ha dejado de tener viabilidad y sentido al conducir cada vez más, no al sometimiento, sino a la destrucción. La construcción de una nueva ética basada en la defensa de la vida, el respeto de las diferencias y la negociación de acuerdos básicos que posibiliten la convivencia en la diversidad, se transforma en la única opción del futuro.

Palabras clave: modernidad; globalización; dominación; mercado; ética.

Abstract:The paper discusses globalization as the moment in Modern Age that exacerbates its contradictions, as a civilizing project based on domination ethics of domination. Initiated during the Conquest, the essence of Modernity is a project based on force and violence.  As it was imposed outwards, Modernity began its own internal disputes,. which resulted in the confrontation of two projects; one based on instrumental rationality and market-driven; and another based on the rationality of the state and politics. These projects and its variations have disputed Modernity during the last two hundred years. Finally, the first project has prevailed. However, we question the viability of globalization as a project sustained on the violence of the market, since domination has ceased to be viable and to have sense since it has driven, increasingly, not to submission but towards destruction. Buildinga new ethics based on the defense of life, respect for differences and negotiation of basic agreements that enable coexistence in diversity, becomes the only option for the future.

Keywords: modernity; globalization; domination; market; ethics.

(*) Autor para correspondencia: Profesor-Investigador del Departamento de Estudios Institucionales de la Universidad Autónoma Metropolitana, Unidad Cuajimalpa. Correo de contacto: ibarra57@gmail.com

 


1. Introducción

Vivimos en un mundo dislocado en el que se enfrentan, cada vez con mayor fuerza, discursos que imaginan una realidad inexistente a realidades existentes que escapan a los discursos. La globalización se proyectó inicialmente como la promesa renovada de la modernidad, en la que el progreso permitiría finalmente garantizar el desarrollo y bienestar de la sociedad, realizando así los valores de la Ilustración. Sin embargo, en contra de sus festivas declaraciones, este proyecto ha dado lugar a la reedición de la exclusión, llevando al extremo desigualdades largamente incubadas, que proyectan al mundo como espacio fragmentado en el que unos se benefician a costa de otros. Se trata de un mundo que habla de paz, democracia y desarrollo, pero que opera desde la guerra, el totalitarismo y la exclusión, tolerando una desmedida concentración de la riqueza que somete a muchos a vivir en los márgenes de la “civilización”.

Para comprender esta nueva configuración global es necesario reconocer que sus ventajas y sus promesas han sido narradas desde el Centro, imponiendo al resto del mundo las verdades y el proyecto de Occidente, amparados en el uso de la fuerza y el mito de la Razón. Pero también, es indispensable reconocer que no estamos ante una nueva realidad, sino más bien en la etapa de exacerbación de un proyecto largamente incubado, que encontró su origen en la constitución misma de la modernidad: hace 500 años, con la invención de América y el inicio de la Conquista del “Nuevo Mundo”, se ejercitó una “ética de la dominación” que sometió a los pueblos indígenas, imponiéndoles el totalitarismo del “yo moderno”. No hemos salido de este proceso en el que la conquista del Otro, invalidando su identidad originaria y su propia historia, permitió ampliar y expandir el imperio de la razón occidental, estableciendo y perpetuando hasta nuestros días la modernidad como proyecto sustentado en la dominación. Por ello la globalización representa esta modernidad exacerbada, modernidad llevada al extremo, hasta sus últimas consecuencias, en la que opera el cálculo racional como único fundamento del progreso, mostrando el predominio del ego-centrismo como encubrimiento de lo no europeo (Dussel, 1992).

Sin embargo, la modernidad parece aproximarse a sus propios límites, expresados en el agotamiento de sus modos de dominación. En primer lugar, la estabilidad económica encuentra sus límites en la vulnerabilidad asociada a una economía especulativa que destruye las capacidades productivas, y con ellas, el empleo, el consumo y las posibilidades de ampliar los espacios de desarrollo y bienestar. El movimiento de capitales se constituye como un arma de sometimiento de las grandes corporaciones, que imponen condiciones a gobiernos y naciones enteras. De la misma manera, el manejo de la deuda externa ha sido utilizado por los acreedores como palanca de dominación para imponer reformas económicas consistentes con el proyecto global en curso. ¿Cuánto más podrá aguantar una civilización que favorece la concentración de la riqueza, orillando a sectores cada vez más amplios de la población al desempleo, la pobreza y la criminalidad?

Por su parte, la producción industrial encuentra sus límites en la ausencia de mercados suficientemente dinámicos debido a la disminución de la capacidad de compra de amplios sectores de la población, y a un consumo suntuario, selectivo y dispendioso, de los sectores minoritarios que concentran la riqueza. Este patrón de producción y sus modos de consumo, sirve más a los deseos de quienes pueden pagar, que a las necesidades básicas de quienes poseen una capacidad muy limitada de compra. El predominio de este “consumo chatarra” encuentra sus límites en el uso irracional de la energía, provocando la enfermedad acaso irreversible del planeta, que protesta mediante el cambio climático, el calentamiento de la tierra, la desaparición de infinidad de especies de fauna y flora y la destrucción de la capa de ozono, por señalar sólo algunas de sus manifestaciones más evidentes (Sarukhán y Whyte, 2005; Singer, 2003). ¿Cuánto más podrá aguantar una civilización que favorece el consumo suntuario, desatendiendo las necesidades básicas de la población y las exigencias de supervivencia del planeta?

Finalmente, el conocimiento encuentra sus límites en la estandarización de las mentalidades de amplias masas de individuos, dominados por una educación basada en el “saber hacer” (hoy reintroducida discursivamente bajo la etiqueta de las “competencias”), la saturación informativa y la frivolidad de los medios masivos de comunicación. Esta fuerza contra cultura ha producido una “ignorancia ilustrada” que se ha desprendido de su memoria histórica y sus raíces culturales, y que actúa, cada vez más, a partir de sus emociones y temores, degradando su capacidad reflexiva y sus valores. ¿Cuánto más podrá aguantar una civilización que favorece la ignorancia, las respuestas condicionadas, las identidades de plástico y la cultura McDonald’s?

No cabe duda, el mundo moderno se encamina hacia una encrucijada, pues prometió propiciar el desarrollo, prevenir la violencia, preservar el planeta y cultivar la razón, cuatro aspiraciones reiteradamente incumplidas que la mantienen en jaque. Las contradicciones se multiplican tensando las narrativas del progreso con las realidades de la marginación, lo que muestra que el predominio del conquistador no ha logrado resolver los problemas del desarrollo ni acallar a los vencidos, que siguen presentes desde su propia memoria histórica, resistiendo, actuando y exigiendo justicia. ¿Cuánto tiempo más podrá el mundo tolerar esta historia de violencia, exclusiones y dominación?

Esta encrucijada obedece también a la consolidación de un momento histórico en el que el mundo se enfrenta a los límites del uso de la fuerza para preservar la dominación, pues se ha superpuesto la capacidad de destrucción sobre la capacidad de sometimiento. La razón se vuelve contra sí misma, al producir los saberes desde los que se practica la barbarie de la modernidad, entre invasiones, despotismos y resistencias. El poderío militar de las grandes potencias enfrenta sus límites en su creciente vulnerabilidad frente a enemigos más pequeños, que han encontrado la manera de burlar los sistemas de seguridad, provocando graves daños. Una de las características del terrorismo es su capacidad de movilización, de aparecer, actuar y esfumarse para reagruparse y volver a atacar, utilizando la sorpresa, aprovechándose de la ambivalencia de la tecnología, jugando con los propios recursos de defensa de sus enemigos.

Esta vulnerabilidad de los sistemas complejos ha sido posible gracias a tres productos de la propia modernidad. Primero, la economía ilegal, que se dedica a comerciar armas y materiales necesarios para la creación de poderosos artefactos de ataque. Luego, el tráfico de drogas y el lavado de dinero, que se constituyen como fuentes de recursos para financiar las actividades de resistencia. Finalmente, las nuevas tecnologías, que han permitido una circulación amplia e incontrolada de conocimientos e información, mostrando la creciente fragilidad de los sistemas de seguridad. Debido a esta debilidad endémica, la modernidad ha quedado atrapada en un interminable círculo vicioso de destrucción; seguridad-vigilancia-control; destrucción, del que pareciera no poder escapar. Esta capacidad destructiva hoy diseminada por el planeta entero, ha generado la conciencia de que, si bien no se puede ganar, es posible evitar el triunfo del adversario, lo que conduce a un callejón sin salida: la irracionalidad de la dominación se encuentra en la capacidad de la destrucción mutua y, en consecuencia, en la cancelación, para unos y para otros, de todo posible futuro.

En suma, la modernidad confronta sus límites como proyecto de dominación debido a la ausencia de reglas compartidas que propician el movimiento discrecional de los capitales, la manipulación de mensajes e informaciones y el fomento del consumo irracional, todo lo cual ha conducido a la confrontación y a la violencia. Si nuestro argumento es correcto, la globalización es ese momento histórico de la modernidad en el que la dominación deja de tener viabilidad y sentido, abriendo las puertas, como única opción, a la construcción de una nueva ética bajo los principios del respeto de las diferencias y la negociación de los acuerdos básicos para con-vivir. No hay más alternativa que recuperar la razón, apoyados en un diálogo sin exclusiones que se fundamente en la responsabilidad compartida. Para ello, la reinvención del proyecto ético de la humanidad resulta esencial.

Pero las encrucijadas de la modernidad no concluyen aquí. Más allá de este primer momento fundacional de dominación hacia fuera, de este empeño reiterado de sujeción de lo que es exterior al yo moderno, de sometimiento del extraño y el extranjero, la modernidad ha operado también una conquista hacia dentro. Este otro momento supone la disputa del proyecto de la modernidad a partir de la confrontación del significado mismo de la Razón y, por tanto, de las formas que debieran adquirir las instituciones económicas, sociales y políticas que prometen el progreso para garantizar el desarrollo y el bienestar de la sociedad. La modernidad, que se proyecta como universal hacia fuera, es en realidad particular y diversa a su interior (Dussel, 2004). Lo que se ha estado debatiendo es el proyecto que establece qué significa un buen gobierno (Foucault, 2007) y cuáles son los principios bajo los cuales se debe organizar la sociedad, determinando en distintos momentos el balance entre libertad individual e intervención gubernamental.

El proyecto que se ha ido imponiendo y que se manifiesta en la expansión inescrupulosa y egoísta del capitalismo a nivel global, tiene una connotación eminentemente instrumental que se sustenta en el dominio de las cosas y los hombres a través de la competencia y el cálculo racional (Ibarra,  2008). Se trata de un mundo concebido y organizado desde la esfera de la economía, en la que cada individuo compite contra los otros, movilizando sus habilidades y recursos para alcanzar el mayor beneficio personal; sus condiciones de posibilidad se encuentran en la protección de la libertad económica bajo el espíritu de iniciativa que sintetizaría, desde este proyecto, la vocación de triunfo y la identidad de excelencia de los modernos. Por ello, garantizar la libertad individual, por encima de cualquier consideración, resulta clave en este proyecto de dominación.

Su contraparte se expresa en un proyecto distinto que asume a la Razón como realización plena del Espíritu humano, es decir, como posibilidad de emancipación del hombre, no en tanto individuo particular, sino como integrante de una colectividad que hace posible la realización de la cultura y la civilización. Más que el cálculo racional, lo que debe imperar es una razón sustantiva como acto intersubjetivo desde el que se construye la orientación ética del comportamiento humano en beneficio de todos, es decir, en donde el acto individual y la economía operan como medios para alcanzar el progreso y el bienestar de la sociedad. Se trata de un mundo organizado desde la esfera de la política y los ideales democráticos, en la que los individuos renuncian a una parte de su libertad, para constituirse en Estado con la finalidad de preservar el interés general. Por ello, bajo este proyecto es indispensable garantizar la supremacía del Estado como totalidad absoluta desde la que se regule el comportamiento de los individuos, preservando así los derechos y el bienestar del conjunto social.

Entre estos dos extremos ha oscilado el péndulo de la historia de la modernidad, generando tensiones entre la libertad de los individuos que persiguen su beneficio personal mediante la dominación y la fuerza, y los derechos de la sociedad que busca el buen vivir en comunidad mediante el diálogo razonado, la cooperación y la justicia. Se trata de la historia de las disputas de los modernos por la conquista de la Modernidad y su subsecuente proyección hacia fuera. Nos referimos, para decirlo en otros términos, a la confrontación permanente entre la razón contable y la Razón Ilustrada, lo que deriva en dos proyectos de civilización muy distintos, basados el primero en el utilitarismo propio del comercio, la producción y las transacciones financieras, y el segundo en la justicia, la solidaridad y la responsabilidad frente al Otro. El balance parcial de esta disputa se inclina a favor de esa racionalidad contable expresada en el intercambio mercantil que ha conducido al mundo, a lo largo de los últimos doscientos años, hacia su actual conformación global.

Primera gran privatización: La corporación como “Persona”

La globalización se presenta hoy como el desequilibrio más radical entre los intereses individuales y el bienestar general de la sociedad. La dominación de la política por los mercados se expresa en el peso relativo que el Estado y la gran corporación han adquirido en las últimas décadas, en un desbalance sin precedentes que favorece, como componentes de una misma ecuación, el despojo y la acumulación. Este predominio es el resultado de un largo proceso de lucha entre proyectos y razones distintas, que dio lugar al establecimiento de la corporación como personificación del individuo y su libertad. Como señalara Peter F. Drucker, la corporación: “fue claramente una innovación... Ella fue la primera institución autónoma en cientos de años, la primera que crea un centro de poder que, aunque dentro de la sociedad, es independiente del gobierno central del Estado nacional” (en Sampson 1995, p. 26).

Desde esta postura, la primera tarea era derrotar al Estado como poder absoluto, otorgando a los individuos, comprendidos esencialmente como agentes económicos, la libertad para actuar al margen de toda regulación que afectara la marcha “natural” de los mercados. La pieza clave de este proceso fue lo que podríamos calificar como la primera gran privatización impulsada desde el proyecto gubernamental liberal (Foucault, 2007). Nos referimos a la privatización de la corporación, entidad creada originalmente por el Estado para llevar a cabo tareas públicas que, por su alto costo y envergadura, por el riesgo que implicaban o por la baja utilidad que representaban, no podían ser realizadas por particulares. Eran instituciones semi-públicas que funcionaban muchas veces como concesión del Estado, por lo que suponían “una duración determinada y una fuerte regulación gubernamental” (Roy 1997, p. 71). Su privatización, impulsada a lo largo del siglo XIX, dio lugar al establecimiento de un marco normativo que le otorgaría su condición como “entidad natural”, con derechos muy semejantes a los de los individuos. En Estados Unidos, por ejemplo, la Suprema Corte de Justicia estableció en 1886 la catorceava enmienda, que indica que una empresa privada debe ser considerada como persona, con lo que adquiere “el derecho de disfrutar, como cualquier otro ciudadano, de la protección que la Constitución otorga” (Bowman 1996, p. 37). Este reconocimiento legal de la corporación como “persona”, “estableció las condiciones para el ejercicio del poder corporativo, con la finalidad de poder actuar siempre en provecho propio” (Korten, 2000, pp. 286-288).

Este y otros ordenamientos legales establecidos desde entonces, han consolidado el poder de las grandes corporaciones privadas frente al Estado, liberándolas de sus responsabilidades para con la sociedad. Ellas cuentan con el marco legal que les permite acudir a la corte para defenderse de acciones de particulares o de decisiones de gobiernos que en su opinión vulneran sus derechos y su libertad. Su “derecho a la privacidad”, desde la que se protege la identidad de los miembros de la “sociedad anónima”, y su prerrogativa de mantener en secreto la información sobre sus decisiones y sus actos, dificultan grandemente cualquier intervención del Estado o de grupos organizados de la sociedad, para conocer y valorar tanto sus proyectos como sus resultados.

Por otra parte, la normatividad se ha encargado de reducir los riesgos de los inversionistas que, bajo la figura de la “responsabilidad limitada”, ven protegidas sus fortunas de los efectos de un negocio malogrado, al afectarse sólo el monto de lo invertido (Roy, 1997, p. 158). En este caso, además de que la sociedad se ha visto legalmente impedida para vigilar las prácticas de las empresas, se produce también una socialización de sus pérdidas, pues los activos de la corporación no alcanzan generalmente a resarcir los daños provocados. A su vez, los gerentes pueden sortear fácilmente su responsabilidad por ineficiencias y errores cometidos, sin verse obligados a reparar el daño social o el deterioro ambiental producido, pues las leyes responsabilizan a la corporación en su condición de individuo jurídico, “con lo que el castigo tiene poco impacto” (Bakan, 2004, p. 79).

Finalmente, las leyes se han encargado también de proteger los derechos de los accionistas frente al poder de los gerentes, estableciendo límites a su capacidad de decisión. De acuerdo con esta determinación, la corporación privada está organizada esencialmente para producir utilidades para los accionistas. Cualquier decisión que afecte este precepto, intentando alcanzar finalidades distintas, constituye una violación a la ley y es considerado como “un comportamiento desleal ante la corporación” (Bakan, 2004, pp. 35-36). El control de las decisiones de los gerentes se apoya además en el diseño de una estructura de gobierno de la corporación centrada en la creación de valor para los accionistas, por lo que la evaluación del desempeño de los gerentes y la decisión sobre su permanencia se realiza siempre en términos de los dividendos producidos. Nuevamente en este caso se asume el postulado liberal de que el derecho individual debe ubicarse por encima de todas las cosas y, en consecuencia, que las corporaciones deben administrarse siempre para propiciar el mayor beneficio para sus propietarios.

De esta manera, la privatización de la corporación implicó el intercambio de lugares entre la economía y la sociedad, anteponiendo los intereses privados sobre el bienestar general. La protección de la libertad de las personas, es decir, la desregulación de la actividad económica, se logró paradójicamente a través de la regulación de los límites de la intervención del Estado y la sociedad, estableciendo ordenamientos legales que dificultaron el control público de las actividades privadas.

Estas transformaciones fueron posibles gracias a la diseminación del liberalismo como mentalidad y proyecto de una época, la Europa del siglo XIX, en la que se empezaban a cuestionar los alcances de la acción gubernamental y sus efectos sobre la libertad de los individuos (Foucault, 2007). Se trata de un proceso que modificó las representaciones imaginarias de la sociedad sobre el papel de las instituciones y los derechos de los individuos como personas libres frente al Estado y a la sociedad.

El Proyecto Liberal: La “mano invisible” y su contenido ético marginal

Las disposiciones legales creadas para regular el poder corporativo a lo largo del siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial, se encargaron de traducir los tres principios básicos del liberalismo en términos operativos. Nos referimos a la “libertad de los individuos”, el “libre mercado” y el “Estado limitado”. El orden constitucional estableció con precisión y detalle los alcances de la acción libre de los individuos en sus empeños hacia la creación de valor, protegiendo jurídicamente la libertad contractual y el derecho fundamental a la propiedad privada. Además, estableció con el mismo rigor y detalle los límites de la acción gubernamental y las funciones básicas que debe cumplir el Estado en una sociedad liberal.

Este sistema normativo proporcionó las bases institucionales y reglamentarias que facilitaron la consolidación de la gran corporación privada, como unidad básica de organización de la economía a principios del siglo XX. Por su parte, tal sistema y sus reformas sucesivas son pieza indispensable para comprender el creciente poder que han alcanzado las corporaciones en la actualidad, lo que les ha permitido impulsar un proceso de globalización fundado en la conquista y la dominación. El liberalismo sintetiza los fundamentos y supuestos que sostienen y legitiman este poder corporativo de contenido ético marginal.

De acuerdo con el proyecto liberal, el funcionamiento natural de la economía se sustenta en la libertad de los individuos, que actúan racionalmente para tratar de satisfacer sus intereses particulares. Se trata de individuos autónomos que, atendiendo sus preferencias y sus valores, son capaces de elegir lo que más les convenga. Desde esta postura, el único deber moral del individuo reside en el aumento, tanto como sea posible, de sus beneficios, y su único límite se encuentra en la libertad de los otros expresada en la ley.

Así, el mercado proporciona, a través del sistema de precios, la información requerida por los agentes económicos para maximizar su utilidad a través del intercambio voluntario. La voluntad de cooperar se sustenta en la creencia de las partes de que tal intercambio los beneficiará, con lo que la coordinación de sus actividades económicas queda a cargo de la “mano invisible” de la competencia, que conduce al equilibrio general. Se trata de un proceso natural desde el que se identifican y transmiten las preferencias y recursos de infinidad de individuos, produciendo de esta manera un orden social espontáneo (Friedman, 1966; Hayek, 1978).

Bajo esta perspectiva, el liberalismo concibe la libertad como libertad operativa, ya que el individuo, ese homo oeconomicus abstracto o imaginario, puede actuar como lo desee para maximizar su utilidad, siempre y cuando se ajuste a las reglas y procedimientos del intercambio. De esta manera, el acto económico es despojado de su contenido valorativo sustantivo, pues su única motivación, reconocida como naturalmente dada, es la búsqueda del beneficio propio. Por ello, para el liberalismo no tiene sentido preguntarse ¿para qué competir?, pues la única respuesta que nos puede proporcionar se deriva de un comportamiento económico impulsado por el egoísmo: ¡se compite para ganar!

Así, la preocupación por las consecuencias sociales del intercambio no tiene cabida, pues cada individuo es responsable de sus propios actos y realizaciones. No sólo se elimina toda consideración a la responsabilidad frente al otro como fundamento del comportamiento económico, sino que además se naturaliza la desigualdad al menos en dos sentidos. En primer lugar, la desigualdad se naturaliza en la competencia, al indicar que las reglas aplicadas son las mismas para todos. Con ello se establece un principio de justicia formal, que niega las diferencias reales entre los individuos y desconoce las condiciones en las que realmente opera la competencia. En segundo lugar, la desigualdad se naturaliza socialmente, pues el éxito económico corresponderá sólo a “aquellos los individuos que mejor se adapten al mercado, en un proceso aleatorio de selección” (Hayek, 1978, pp. 34-37). Sólo así se comprende por qué para el liberalismo la desigualdad es un valor positivo y el desempleo un mecanismo necesario de toda economía de mercado eficiente (Friedman y Friedman, 1983; Mises, 1994).

Desde este punto de vista, la economía funciona a partir de relaciones naturales de intercambio, en las que cada parte obtiene lo que “le corresponde”, sobre una base justa dictada por la igualdad formal. Con ello desaparece el poder y no queda espacio alguno para la consideración de finalidades distintas a las de la ganancia. Por ello “el bien común” o “la justicia social” son expresiones que para el liberalismo carecen totalmente de fundamento, pues aluden a objetivos ambiguos que conducen al abandono del estado de derecho y al totalitarismo, atentando así contra una sociedad libre (Hayek, 1978). Tales “espejismos de carácter ilógico y fraudulento” (Hayek, 1979, pp. 2-3) son defendidos por grupos de interés como los sindicatos, con la finalidad de obtener beneficios particulares –por ejemplo, el aumento artificial de los salarios o la redistribución del ingreso–, que son interpretados como una forma de discriminación y trastorno de la libertad.

De esta forma, todo acto individual, sustentado en la inteligencia, la iniciativa y la libertad, es considerado como un acto ético que no debe verse limitado por la moral social. Sin embargo, el liberalismo asume un concepto restringido de ética, digamos un concepto de ética marginal, que comprende básicamente el conjunto de normas que guían al hombre hacia el cumplimiento de su fin. Si tal fin es el propio bienestar, entonces el comportamiento de los agentes económicos será esencialmente ético, no importando las consecuencias que se deriven de sus actos frente a los otros. En un orden espontáneo basado en la selección natural de los mejores, sostiene Hayek, no hay lugar para la responsabilidad, pues las “consecuencias imprevistas” no han sido deliberadamente provocadas por nadie y no existe individuo alguno al que podamos responsabilizar de que tales realidades “se produzcan” (Hayek, 1979, p. 123).

Por otra parte, para el liberalismo económico la libertad es también una libertad irrenunciable pues se trata de una condición natural que obliga a los individuos a actuar siempre en provecho propio. Este es el estado natural de la economía, que encuentra su fundamento teocrático en la “mano invisible” de la competencia y su complemento operativo en la burocracia. En consecuencia, el Estado no ha de prescribir nada al individuo. Su única obligación es la de preservar la libertad, limitándose a proteger la armonía de los factores de la producción y a remover los obstáculos para que la propiedad privada pueda actuar en provecho propio. Es un Estado limitado pues sus funciones deben restringirse a la protección de los derechos de las personas, esos que potencian la autonomía del individuo para elegir y actuar. Con ello, el Estado vuelve a ser derrotado, pues debe confrontarse con la sociedad que le dio origen, convirtiéndose en el guardián o policía que vigila que cada participante respete las reglas del juego de la competencia. En su precariedad, el Estado queda así al servicio del individuo persona y, sobre todo, del individuo corporación.

Esta postura, en su versión más extrema o salvaje, conduciría a la disolución de la política y los espacios de lo público, es decir, a la desaparición de la sociedad y el interés general, todo ello en aras de una libertad individual ilimitada, regida por la ley “natural” del más fuerte y su axioma de que “el fin justifica los medios”. Este individualismo es el principio y fin de toda explicación, por lo que no queda espacio para la organización social y la acción colectiva, o para el reconocimiento de las diferencias entre sociedades que responden a identidades, costumbres y culturas distintas. Más aún, al adoptar un evolucionismo lineal que ubica a la sociedad moderna como su punto culminante, se eliminan los contenidos histórico-sociales que nos explican la genealogía de la modernidad, estableciendo un totalitarismo atemporal que limita cualquier posibilidad de cambio que nos conduzca a un futuro distinto.

Segunda gran privatización: La “empresarialización” del mundo

El proyecto liberal está muy lejos de haber cumplido sus promesas. Sin embargo, sus ideas y argumentos ganaron aceptación a lo largo del siglo XIX, con lo que las prácticas de los agentes económicos encontraron en la racionalidad del mercado la manera de establecer los límites al Estado, definiendo los alcances de la política. Como ya indicamos, no se trataba de eliminar al Estado, pues sus fortalezas como mecanismo de regulación eran bien conocidas y apreciadas por los propios liberales. Lo que se perseguía, más bien, era reforzar la posición de la gran corporación como espacio básico de estructuración de la actividad humana, subordinando la acción estatal y las necesidades de la sociedad a la lógica de la competencia.

El predominio liberal, que fue consecuencia de la primera gran privatización, se mantuvo sin grandes sobresaltos hasta la Primera Guerra Mundial, momento a partir del cual se fortalecen visiones alternativas en torno al funcionamiento de la economía y al papel del Estado para garantizar el progreso social. La crisis de 1929 fue la puntilla de este debilitamiento, pues marca el momento en el que el péndulo de la modernidad cambia su sentido, para oscilar hacia un proyecto distinto (Keynes, 2003). A partir de entones y durante las siguientes cuatro décadas, el Estado se constituye como una instancia esencial de regulación de la actividad económica, promoviendo un conjunto de acciones de gobierno para propiciar el desarrollo y compensar a los sectores de la población afectados por el funcionamiento imperfecto de los mercados. El creciente intervencionismo estatal, que dio lugar a la conformación del Estado del bienestar (Jacoby, 1997), inauguraba una época en la que operaron un conjunto de normas e instituciones para proteger los intereses generales de la sociedad frente a la libertad económica individual. Parecía claro, por tanto, que la fórmula liberal era invertida en sus términos, restituyendo el predominio del Estado y la política sobre el poder de las corporaciones y el mercado: en las decisiones de lo público, la sociedad iba primero, por lo que se debía actuar siempre en su provecho. Desde este punto de vista, la actividad económica se subordinaba a los fines de bienestar de la sociedad, ubicando a la empresa como uno más, entre otros muchos, de sus medios de realización.

Sin embargo, esta nueva mentalidad de gobierno fue cuestionada de manera frontal por los ideólogos del liberalismo, que afirmaban que se trataba de un error histórico que pronto demostraría su fracaso. A partir de la Segunda Guerra Mundial, autores como Mises (1994), Hayek (1978, 1979) y Friedman (1966) sostuvieron que las políticas intervencionistas de inspiración keynesiana atacaban las libertades individuales, trastornando el “funcionamiento natural de los mercados” (Gamble, 1996, pp. 151-159). Esto conduciría tarde o temprano a profundas crisis económicas que demostrarían que el asistencialismo estatal, en lugar de resolver los problemas, los agrava.

A pesar de los éxitos momentáneos de una forma de gobierno sustentada en el gasto público y el fomento de la demanda, sus males asociados se expresarían en bajos niveles de crecimiento con altos índices de inflación y, en plazos más largos, en problemas de estancamiento económico y recesión. A partir de los años setenta aparecen ya claros síntomas del fracaso del asistencialismo estatal, pues la atención de las necesidades sociales se tradujo en un creciente endeudamiento público, provocando una severa crisis fiscal para la que no se apreciaba solución alguna. En esos momentos, los economistas liberales reforzaron sus ataques con la finalidad de restituir el “buen gobierno” basado en el libre mercado. El péndulo de la modernidad oscilaría nuevamente, gracias a los vientos favorables a una economía de mercado, que se impondría políticamente a partir del impulso de un régimen de libre competencia en el que, con el apoyo del aparato estatal, las grandes corporaciones pudieran abarcarlo todo.

Se empiezan a poner en práctica un conjunto de recetas que prometían la reanimación de un crecimiento económico estable y duradero, dando lugar a un proceso de apertura comercial que, complejo y desigual, se ha diseminado paulatinamente a todos los rincones del planeta. Iniciaba así la ruta hacia lo que podemos denominar como la “empresarialización del mundo”, producida por una segunda gran privatización intensiva, que posibilitará que nada escape al mercado y a los irrefrenables deseos de conquista de la gran corporación.

La fórmula neoliberal se estructuró a partir de diversas políticas de privatización entre las que destacan la venta de las empresas públicas en sectores tan diversos como la banca, las telecomunicaciones, la petroquímica, la siderurgia, los puertos, los ferrocarriles, la minería, los ingenios y los aeropuertos. Con ello el Estado pierde el control sobre los recursos energéticos y naturales de la sociedad y sobre sectores estratégicos que debilitan la soberanía nacional.

En una segunda generación de privatizaciones se encuentran los servicios públicos tradicionalmente proporcionados por las agencias del gobierno –alumbrado público, agua, alcantarillado, servicio de limpia, seguridad, etc.– y servicios que resguardaban los derechos básicos de la sociedad –alimentación, salud, educación, vivienda, esparcimiento–, haciendo de todos ellos negocios redituables a disposición sólo de quienes por ellos puedan pagar. Este proceso se vería reforzado por la disciplina fiscal y la estabilidad monetaria que garantizarían la restricción del gasto público y, consecuentemente, el fortalecimiento de los mercados en los que empezaban a operar los sectores previamente privatizados.

Finalmente, la privatización alcanza su forma extrema cuando se promueve que las instituciones públicas o las organizaciones sociales funcionen como si ellas mismas fuesen empresas. Esto se logra mediante la creación de mercados artificiales por la competencia de recursos escasos, que operan a través de diversos mecanismos de regulación a distancia. Al imponerse la competencia como su lógica de funcionamiento, las finalidades originarias de las agencias públicas y las organizaciones sociales se ven distorsionadas por la exigencia irrenunciable de preservar su capacidad de supervivencia económica.

A la ola de privatizaciones en sus distintas modalidades, su suman procesos de desregulación que persiguen remover límites y trabas establecidos en las leyes, que limitan la competitividad de las corporaciones y sus niveles de ganancia. De lo que se trataba era de ampliar los grados de libertad de las empresas al momento de invertir sus recursos, de establecer o cerrar plantas, de ajustar su plantilla de personal, de trasladar su capital de un país o región a otro, o de asumir sus responsabilidades frente al consumidor o al medio ambiente. Estas reformas legales se completaban con nuevas disposiciones que favorecían la reducción de impuestos sobre ingresos altos y la eliminación de los controles sobre los flujos financieros. 

La flexibilización de la legislación laboral jugó un papel especialmente significativo ya que posibilitó la reducción de los costos de mano de obra de las empresas y su utilización más intensiva. Esto se tradujo en la modificación de los alcances de los contratos colectivos de trabajo, o incluso en su eliminación y sustitución por modalidades individuales de contratación, en las que la jornada, la movilidad y la remuneración son manejadas discrecionalmente por la empresa. La contención de los salarios, la limitación de la acción de los sindicatos y la restitución de un nivel de desempleo “natural” que posibilitara la existencia de un amplio ejército de reserva, garantizarían la disciplina, el orden y la ganancia.

En este contexto debemos ubicar el otro elemento clave de la estrategia neoliberal, la apertura comercial y el establecimiento de acuerdos de libre comercio, proceso disimétrico que resultó en el impulso de un neoliberalismo proteccionista en los países del centro, representado ejemplarmente por los Estados Unidos (Krugman, 2004), frente a un neoliberalismo auto-destructivo sustentado en una agresiva política de apertura comercial en los países periféricos, como lo demuestran abundantemente las experiencias de diversas naciones en América Latina (Demmers, Hogenboom y Fernández, 2001).

¿Hay algún futuro posible?: Hacia una ética transmoderna

La incorporación de los llamados “países en desarrollo” a los mercados globales ha sido un proceso difícil que implica profundas tensiones entre los imperativos económicos y las demandas sociales, pues resultan materialmente irreconciliables. La globalización de los mercados ha sido conducida por las grandes corporaciones y los organismos financieros internacionales, que se autoproclaman como instancias reguladoras “neutrales” del orden mundial. Bajo sus dictados, los gobiernos nacionales han aplicado las recetas económicas que han recomendado, a pesar de que han dado lugar a la profundización de las asimetrías entre naciones y al agravamiento de los problemas sociales que prometían resolver. La economía ha sido colocada nuevamente a la cabeza del proceso, de tal manera que las desigualdades sociales de antaño, en vez de encontrar solución en el corto plazo, se han profundizado con el argumento de que primero hay que producir la riqueza para luego repartirla.

La brecha entre el proyecto liberal y su realización se ha ensanchado con el paso de los años, mostrando un mundo global caracterizado por minorías privilegiadas frente a mayorías subordinadas y excluidas: la concentración de la riqueza ha alcanzado niveles sin precedentes, mostrando su contraparte en la ampliación de la pobreza; los problemas de desempleo no parecen tener solución; el estrangulamiento de las naciones pobres no tiene límites pues su deuda externa las ahoga, mientras el control de su territorio, sus recursos naturales y su planta industrial se encuentran crecientemente en manos de corporaciones transnacionales. Todo esto se ha traducido en una creciente violencia material y simbólica que ha hecho de la sociedad “post-”moderna una sociedad de encierro y control. Así, ante las promesas de progreso y bienestar tenemos exclusión recurrente y violencia endémica.

Más aún, los problemas que originalmente se circunscribían a los “países en desarrollo” han alcanzado dimensiones planetarias, de tal manera que los países más ricos del mundo comienzan a enfrentar dificultades similares, si bien en grados menos severos. Pobreza, desempleo, falta de atención a la salud y déficit educativo, así como delincuencia y corrupción, ahora son también problemas propios de los países del centro (Bauman, 1999; Chossudovsky, 2003).

Ante un escenario como el que hemos delineado, debemos preguntarnos: ¿Hay algún futuro posible? ¿Podemos pensar en un nuevo proyecto civilizatorio capaz de recrear la modernidad y de posibilitar un proceso de integración global que destierre asimetrías y exclusiones? ¿Hay lugar para imaginar un planeta que trascienda la dominación como modo de existencia  y establezca la defensa de la vida como su razón de ser? Veamos.

Como afirmábamos desde el inicio de nuestra argumentación, no cabe duda que la modernidad se encuentra en los límites de su viabilidad histórica como proyecto civilizatorio de la humanidad. La conquista ejercida desde una ética de la dominación ha dejado de tener viabilidad y sentido. Desafortunadamente, tal proyecto se encuentra respaldado aún por Estados Unidos, que se esfuerza en extremo por eliminar a sus adversarios, bajo las viejas banderas de la fuerza, la ocupación y la dominación, intentando no dejar rastro de la memoria histórica y los valores de los vencidos.

En contraste con estas posturas, es necesario construir nuevos caminos para la auto-defensa de la sociedad contra esa globalización inestable que desea apropiarse y controlar la riqueza y los recursos de la humanidad para el beneficio privado de unos cuantos. No parece haber más alternativa que transitar hacia una globalización incluyente y justa que se sustente en una nueva ética bajo los principios del respeto de las diferencias y la negociación de acuerdos básicos entre comunidades y naciones para colaborar y con-vivir. En lugar de una ética de la dominación, el mundo necesita una nueva ética basada en la protección de la vida (Dussel, 2004). Para ello es necesario restituir a la sociedad su lugar primordial frente a la economía, es decir, transitar de este inescrupuloso reduccionismo economicista basado en la libertad individual en provecho propio, hacia una ética basada en el reconocimiento del otro en provecho de la sociedad.

La ética marginal de la economía liberal debe ser definitivamente desplazada por una ética material transmoderna (Dussel, 2004; Dussel e Ibarra, 2006) que permita a las comunidades del mundo actuar comprendiendo que el planeta está ya saturado y que no hay más lugar para la conquista y la dominación (Bauman, 2004). La única opción es aprender a vivir juntos y construir una verdadera civilización planetaria con el propósito fundamental de preservar la vida y propiciar las condiciones para una mejor existencia de la humanidad (Singer, 2003). Así, el enfrentamiento de los dilemas de la modernidad dependerá de la capacidad de cada comunidad y cultura, cada una al lado de las otras, para reinventar los compromisos éticos de la humanidad a fin de transitar hacia un nuevo proyecto civilizatorio en el que quepamos todos.

Este complejo dilema debe ser enfrentado tanto por los habitantes del Centro europeo y estadounidense como por las comunidades y naciones ubicadas en las periferias. La transición de la modernidad hacia un mundo diverso, incluyente y justo exige la conciencia del “yo moderno” sobre los efectos de sus propios actos, encubiertos hasta ahora por sus propias narrativas (Mignolo, 2003; Ibarra, 2008). Es necesario comprender que los fracasos de la modernidad no son simplemente el precio que se tuvo que pagar para alcanzar el progreso como aspiración universal; tales fracasos han sido más bien la condición bajo la cual las naciones del Centro ha sustentado su propio progreso particular, mostrando la necesidad histórica de la conquista y el sometimiento para edificar el “Imperio de la Razón” (Galeano, 2003). Para trascender esta ética de la dominación es necesario que el Centro mismo rompa de manera radical con el euro-centrismo, aceptando que la modernidad, para constituirse realmente como tal, debe fundarse en el reconocimiento y aceptación de la diferencia. En última instancia, la modernidad necesita enfrentar un proceso de des-modernización, recuperando todo aquello que el mundo de los otros le ofrece para alcanzar el buen vivir en comunidad.

Por su parte, la apertura de la modernidad a su recreación exige también que los pueblos y naciones conquistados y dominados, reconozcan su condición híbrida, pues su origen no-moderno se ha recreado a partir de los avatares de su accidentada colonización. Es necesario comprender que las comunidades que habitan el planeta, ni son totalmente occidentales, ni son totalmente lo que fueron antes de sus contactos con la modernidad; ellas son “suma mestiza de aportaciones, encuentros, asimilaciones, metamorfosis” (Fuentes, 1997, p. 93). Por tanto, en lugar de un choque de civilizaciones (Huntington, 1997), el mundo necesita un nuevo encuentro basado en la comprensión y el respeto de las diferencias, reconociendo sus complementariedades.

Así, si reconocemos que el mundo es un mosaico de diferencias, tanto modernos como no-modernos deben confrontarse críticamente con la historia de la modernidad; unos y otros deben revisar el papel que desempeñaron, las responsabilidades en las que incurrieron y los efectos que su presencia y sus relaciones generaron. Sólo así se podrá responder a los desafíos del presente: ¿cómo restituir el valor de las identidades originarias de los pueblos conquistados a la vez de preservar los ideales modernos de libertad e igualdad?; ¿cómo conservar el sentido de comunidad al lado del principio moderno de autonomía individual, logrando su reconciliación? En suma, el dilema compartido por los habitantes del planeta consiste en sustituir la ética de la dominación por una nueva ética que aliente una convivencia plural, incluyente, sustentada en la tríada indisoluble de libertad, justicia y solidaridad.

La nueva ética debe ser una ética transmoderna pues supone la posibilidad de crear, desde fuera, un mundo culturalmente multi-polar que recupere lo mejor de la revolución tecnológica moderna, rechazando aquello que sea anti-ecológico y exclusivamente occidental, y lo ponga al servicio de mundos que se rigen por valores diferenciados. Esta postura implica un proyecto que va más allá de la modernidad en le medida en la que reconoce lo multicultural, polifacético, híbrido, post-colonial, plural, tolerante, democrático y la condición afirmativa de las identidades heterogéneas que conforman el mundo.

La nueva ética es una ética material pues parte del reconocimiento del principio universal de que todos somos seres humanos, una condición obvia e irrefutable en cualquier cultura y en cualquier momento. Por ello, el objetivo sustantivo de la existencia humana es la producción y reproducción de las condiciones materiales para la vida, de tal manera que todo ser humano pueda desarrollar sus capacidades como miembros de comunidades sociales. De acuerdo con este principio básico, cualquier organización creada por los seres humanos debe favorecer la protección de la vida atendiendo las necesidades humanas expresadas en alimentación, vestido, salud y conocimiento para una buena existencia en comunidad. Cualquier acción individual o colectiva que atente contra cualquier forma de vida plantea un problema ético. El ejemplo más obvio es la guerra, pero podríamos pensar también en las organizaciones que generan problemas como el desempleo, la desnutrición, la ignorancia o cualquier relación social que despoje a los seres humanos de sus condiciones de existencia, obstaculizando su desarrollo y, en condiciones extremas, provocando la muerte.

La nueva ética es una ética incluyente pues es producida por la participación simétrica de todos, tanto de  quienes están a cargo del gobierno y las organizaciones, como de quienes se han vistos afectados o excluidos por ellos. Para decidir cómo debe la sociedad producir y preservar las condiciones de vida, es necesario garantizar la participación de todos a través del diálogo basado en la razón, en lugar de la imposición de verdades unilaterales a través de la fuerza y la violencia. El debate y la interpretación de la realidad (el tipo de acciones que preservan la vida contra aquellas que la atacan) entre diferentes comunidades, culturas y naciones, es el único camino para arribar a nuevos consensos con la finalidad de establecer los acuerdos mínimos que garanticen la equidad y la justicia para todos. Una condición básica para construir tales acuerdos sobre lo que necesitamos hacer, es la consideración reflexiva de su propia factibilidad económica, social, técnica, política y organizativa.

Finalmente, la nueva ética es una ética crítica pues reconoce que toda acción humana produce siempre algunos efectos negativos y, en consecuencia, algunas víctimas. En su recursividad, la organización social nunca llega a un punto final y siempre produce costos para alguien, que tiene el derecho de exigir los cambios necesarios para mejorar sus condiciones de existencia. La reconstrucción recursiva de los principios y reglas de la comunidad global se debe fundamentar en el reconocimiento de tales efectos negativos, dando la palabra a los afectados, de tal forma que la sociedad pueda mejorar constantemente sus modos de organización. La condición reflexiva de la sociedad descansa en su capacidad para reconocer críticamente qué es lo que no está funcionando adecuadamente, recordando la condición falible de la existencia humana. Por ello esta nueva ética supone un deseo de re-organización como proceso colectivo incluyente de destrucción creativa para producir un mejor planeta para el buen vivir.

Sólo queda señalar que la disputa de la globalización entre una ética de la dominación y una nueva ética basada en la protección material de la vida no está decidida, mostrándonos las encrucijadas de la modernidad entre la dominación/destrucción que padece y el acuerdo/producción/convivencia planetaria que desea. La solución de este dilema dependerá de la capacidad de las comunidades del mundo para reconocer esos principios universales en los que la humanidad puede coincidir. En ello descansan las posibilidades de construir una globalización distinta, una globalización civilizada que destierre su vocación por la dominación para asumir una nueva ética que garantice el buen vivir de esa comunidad planetaria llamada humanidad.

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