Carlos Vaquero
La regulación del sistema financiero.
Greenspan, por fin, entendió a Hobbes

(Página Abierta, 199-200, enero-febrero de 2009).

            No es posible entender la crisis financiera actual sin remitirnos a los procesos de desregulación y liberalización del sistema financiero que comienzan en los años setenta del siglo pasado. Al mismo tiempo, todo ese proceso de cambio se enmarca dentro de las transformaciones diversas que cobran fuerza en los años ochenta, y que en la economía supuso un cambio de ciclo en las ideas económicas.

            El “fundamentalismo de mercado” fue un movimiento que se basó en la creencia, a veces entendida como fe, de que el principio o cimiento de la sociedad era el mercado, y cuyo objetivo fue construir una globalización basada en los mercados libres y desregulados, y que se sustentaba en varias tesis: 1. El mercado siempre es más eficiente que el Estado. 2. El Estado es un obstáculo a la libertad, entendida ésta en una acepción negativa (1). 3. El mercado, libre de cualquier traba, es el fundamento de lo social.

            Este movimiento se dotó de la misión histórica de difundir las instituciones de mercado hasta el límite de lo políticamente posible, y de asentar en la cultura pública una inquebrantable legitimidad a favor de los mercados liberalizados (2).

            El neoliberalismo es un fundamentalismo de mercado, pero, además,  un programa económico que a lo largo de veinte años de auge ha ido adaptando sus propuestas en algunos puntos. El proyecto dominante de  globalización se basó en la “revolución silenciosa” producida por la implantación de las políticas económicas neoliberales, sistematizadas en lo que John Willianson denominó el Consenso de Washington. Con él quería hacer referencia «no sólo al Gobierno de EE UU, sino a todas aquellas instituciones y redes de líderes de opinión concentradas en la capital mundial de facto: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, los think tank, los banqueros de inversiones políticamente sofisticados y los ministros de finanzas de todo el mundo, todos aquellos que se reúnen en Washington y definen de forma colectiva el saber convencional del momento» (Krugman, 1995: 10).

            Como vemos, la fuerza real de este programa ha residido en las agencias que lo han impulsado mediante un proyecto político de ingeniería social y económica (Gray, 1992, 2000; Zaldivar, 2001), cuyo fin era conseguir una reconstrucción social de gran envergadura, un cambio del paisaje social e institucional en el conjunto del planeta y una transformación de las mentalidades dominantes que surgieron en los años sesenta del siglo pasado.

            En la práctica, el Consenso se estructuró sobre cuatro pilares: la liberalización comercial y financiera, la moneda sólida, las privatizaciones y la austeridad fiscal. Y esto fue así porque, básicamente, esta política económica, más allá de que pudiera tener efectos sobre el crecimiento económico y el desarrollo de los países en que fue aplicada, sirvió para, prioritariamente, pagar la deuda externa a los acreedores del Norte y desarrollar los mercados financieros internacionales. El Consenso, que propugnaba la privatización de empresas públicas; las fusiones de empresas y la concentración empresarial; la liberalización de sectores en régimen de monopolio del Estado: telecomunicaciones, transporte, energía...; la eliminación de las restricciones cambiarias y de la cuenta de capital de la balanza de pagos, contribuyó decisivamente al “hervidero financiero” y, por tanto, al cambio de papel de las finanzas en relación con el desarrollo económico.

            Este proyecto se ha hundido porque ha generado demasiadas inestabilidades y porque su teoría económica ha mostrado sus profundas debilidades. El mundo se mostró mucho más complejo que ese pensamiento simple que quería reordenar la complejidad. Empezaron a surgir procesos globales altamente incontrolables –algunos denominan a esto sociedad del riesgo–.

            Los sucesos que se inician en 2007 con el pinchazo de la burbuja inmobiliaria en EE UU y la crisis consiguiente de las hipotecas subprime han clausurado definitivamente el proyecto fundamentalista, que tenía en los mercados financieros su reducto más consistente.

La revolución en el mundo de las finanzas

            Desde mediados de los años setenta, pero con gran fuerza desde finales de los ochenta, se ha producido un cambio en la posición de las finanzas en relación con el desarrollo económico. Según Torrero (2008: 26), éste ha consistido en «el paso desde una posición secundaria, que llegaba a considerarlas como coste, servidumbre, disfunción e incluso obstáculo para el desarrollo económico, hasta erigirse lo financiero en el sector esencial cuya adecuación condiciona el crecimiento económico, no sólo de los países industriales, sino de los emergentes».

            Para este autor (2008: 120), tras la Segunda Guerra Mundial y teniendo en cuenta la experiencia traumática de la Gran Depresión de 1929, el nuevo orden financiero que se crea lo hace sobre tres grandes ideas: «La primera, una gran desconfianza hacia las finanzas y los financieros; la segunda, el recelo hacia los desequilibrios que pueden generar la libre circulación de los recursos financieros a nivel internacional; la tercera, la conveniencia de preservar la estabilidad de los sistemas bancarios».

            Estas ideas tuvieron su primera concreción en la Conferencia Monetaria y Financiera de las Naciones Unidas, realizada en Bretton Woods en 1944, donde se pusieron las bases del sistema financiero de la posguerra, cuyo objetivo era garantizar los intercambios comerciales entre países. Además de la creación del FMI y del BM, entre los acuerdos que se adoptaron podemos destacar dos: el establecimiento de un sistema de tipos de cambios fijos pero ajustables entre las monedas de los diferentes países y la adopción del dólar como instrumento de reserva, medio de pago y unidad de cuenta internacional. De esta forma, «los tipos de cambio se expresarían en oro o en dólares de EE UU, según peso y ley vigentes el 1 de julio de 1944. La relación entre los valores en oro de dos monedas determinaban el tipo de cambio oficial o paridad entre ellas, en torno al cual sólo se permitía una fluctuación del +/-1%. Ello implicaba que la Administración estadounidense se comprometía a garantizar la convertibilidad de su moneda en oro a un precio fijo (35 dólares por onza), mientras el resto de los países garantizaban la convertibilidad de sus monedas en dólares, obligándose igualmente a intervenir en los mercados de divisas cuando los tipos de sus monedas se aproximaran a esos límites superior e inferior de fluctuación. Para ello era necesario disponer de un volumen mínimo de reservas en oro o divisas y, en determinadas circunstancias, acceder a la asistencia financiera del FMI» (Ontiveros, 1997: 19).

            Asimismo, hay que tener en cuenta que en la estructura original de los acuerdos no figuraba la liberalización de las corrientes internacionales de capital, «porque se consideraba que la movilidad del capital no era compatible con la estabilidad de las monedas y con la expansión del comercio y del empleo» (UNTAD, 2001: 57). Incluso en el artículo VI  se permitía recurrir a controles de capital, siempre que no afectaran a las transacciones corrientes de bienes y servicios. Se consideraba que los movimientos de capital a corto plazo eran fundamentalmente especulativos y generaban inestabilidad en el intercambio comercial. En definitiva, la «clave del éxito del sistema de Bretton Woods fue haber montado explícitamente un control de capitales y de cambios muy estricto, tanto a escala internacional como a escala interna. De ello resultó la característica esencial de esa época: una movilidad de los capitales financieros muy reducida, tanto en el interior de los países como en el ámbito internacional» (Jetin, 2005: 13). 

            Este sistema generó una fuerte estabilidad económica y un aumento de las transacciones comerciales entre países que, unido al desarrollo del Estado de bienestar y al precio barato de la energía, dio de sí lo que se ha conocido como época dorada del crecimiento económico. Hacia finales de los años sesenta empieza a mostrar signos de agotamiento, que estallan en la década siguiente.

            En agosto de 1971, el presidente de EE UU, Richard Nixon, pone fin a la convertibilidad del dólar con el oro. El valor del dólar estaba establecido en relación con una cantidad de oro fija y EE UU se comprometía a comprar los dólares a cambio de oro a ese precio. El  comercio internacional se realizaba fundamentalmente en dólares y EE UU garantizaba liquidez internacional inundando el mercado de esa moneda. Hacia finales de los sesenta era tal la cantidad de dólares fuera de EE UU, que este país sólo podía respaldar, al tipo de cambio establecido en oro, uno de cada diez  que circulaban en el mundo.

            El fin de la convertibilidad supuso el fin del cambio fijo entre monedas. El valor del dólar va a empezar a fluctuar, dependiendo de los mercados financieros internacionales y de la política interna de EE UU, pues aparte de ser la divisa de referencia internacional es la moneda de ese país. Dos efectos importantes va a tener esa medida: el primero es que la política económica interna de EE UU va a tener incidencia sobre el precio del dólar y va a afectar de una manera determinante a otros países; el segundo es que la flotación entre monedas va a desarrollar un poderoso mercado de divisas que va a incidir sobre la política interna de cada país (3). James Tobin es uno de los primeros economistas que va a alertar sobre las consecuencias negativas para la independencia económica de los países de esta medida, y propuso un impuesto sobre las transacciones financieras correspondientes a las monedas con el objeto de estabilizar los tipos de cambio.

            Además, la subida del precio del petróleo y la crisis económica de los años setenta en los países occidentales se van a convertir en precipitantes del auge del papel de las finanzas.

            Los países exportadores de petróleo, debido al aumento del precio de esta energía, van a disponer de un gran superávit de dólares, que depositan en bancos occidentales y que se conocerán con el nombre de petrodólares. Estos bancos se encuentran con un gran aumento de liquidez, que no pueden reinvertir en las economías de sus países, pues están pasando por un periodo de estancamiento. Sin embargo, los petrodólares van a ser reinvertidos en algunos países del Tercer Mundo, a un tipo de interés variable muy bajo. En esto está el origen de la primera gran crisis financiera provocada por un aumento de la liquidez internacional: la deuda externa.

            A ello hay que unir, como afirma Palazuelos (1998: 23), dos elementos más. El primero es los crecientes déficits presupuestarios de los países occidentales, provocados por el estancamiento del crecimiento económico y el gasto creciente del Estado. Los países buscaron formas de financiación de sus cuentas públicas en los mercados internacionales, mediante préstamos y emisión de deuda pública. El segundo es el cambio en la estrategia financiera de las grandes corporaciones transnacionales, que buscaron «las mejores posibilidades para encontrar recursos crediticios o emitir títulos, según las ventajas fiscales o financieras que se presentaban en cada país, de forma que fueron independizando cada vez más el origen y el destino de su financiación».

            Lo financiero alcanza su esplendor con la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca y con el comienzo de la revolución neoconservadora. Como bien describe Palazuelos (1992: 45-46), este hervidero financiero tuvo su base en las emisiones sucesivas de letras y bonos del Tesoro para financiar los déficits fiscales crecientes provocados por un aumento de los gastos militares y una disminución de los impuestos, que se convirtieron en un atractivo reclamo para los inversores nacionales e internacionales; en las facilidades concedidas a las empresas para que buscaran financiación a corto plazo mediante la emisión de títulos, en un contexto de disminución de la presión fiscal y de extrema liberalización de las prácticas financieras. Una buena parte de estos recursos se utilizaron, más que para fomentar nuevas inversiones, para aumentar los beneficios de propietarios y accionistas, revalorizándose el mercado de acciones y el papel de la Bolsa en las actividades económicas; en el desarrollo de las instituciones financieras no bancarias, en un contexto de declive de los bancos comerciales debido a la crisis de la deuda externa (4); y en una participación cada vez mayor del sector nacional en el juego financiero.

            Los años noventa suponen la extensión progresiva de estas prácticas financieras a un conjunto cada vez mayor de países, facilitado, a su vez, por la revolución tecnológica en el ámbito de la información y la comunicación. Este proceso de liberalización financiera ha supuesto, según Torrero (2008: 151), la combinación, en alguna medida, de los siguientes aspectos:

            1. Eliminación de los controles sobre los tipos de interés.
            2. Rebaja del nivel de liquidez requerido al sistema bancario para cubrir sus crecientes actividades.
            3. Reducción de la interferencia de las autoridades en la asignación de recursos por parte de los bancos.
            4. Privatización de los bancos públicos.
            5. Apertura del mercado a la competencia de los bancos extranjeros.
            6. Autorización y estímulo a las entradas de capital del exterior.
            7. Potenciación de las bolsas nacionales para facilitar y fomentar las entradas de capital, incentivar la competencia y la diversidad, aumentar las opciones de obtener financiación y hacer posible los procesos de privatización de las empresas públicas.

Las inestabilidades financieras

            Si hay una cosa que podemos afirmar con rotundidad es que el proceso de liberalización financiera, tal como se ha producido, ha generado un incremento en el número y en la magnitud de las crisis financieras (ver recuadro).

            El rasgo común que está detrás de estas crisis es el aumento extraordinario de la liquidez (5) que, unido a los procesos de innovación financiera, a la fuerte competencia entre mercados e instituciones financieras, y a la supresión de cualquier obstáculo a la movilidad de capitales,  ha aumentado la especulación (6) y el riesgo.

            En las diferentes crisis han incidido alguno de los aspectos que reseñamos a continuación, normalmente combinándose unos con otros:

            – La liberalización de la cuenta de capital de la balanza de pagos ha generado flujos de capital volátil a corto plazo. La retirada de ese capital, provocado por un temor a una devaluación de la moneda del país receptor, debido a un empeoramiento de su comercio exterior, ha generado inestabilidades económicas profundas. Los casos de la crisis de México (1994) y de la crisis asiática (1997) son paradigmáticos.
            – Los desajustes y volatilidades de los tipos de cambios de las monedas, unidos a ataques especulativos, tuvieron fuertes repercusiones económicas, como las que provocaron la crisis del sistema monetario europeo en 1993.
            – El exceso de liquidez y la competencia entre mercados e instituciones financieras ha llevado a la concesión excesiva de préstamos respaldados por activos inmobiliarios o acciones. Esto ha provocado fuertes burbujas especulativas en el contexto de una floja regulación y supervisión del sistema financiero. También ha conllevado una laxitud en la evaluación de riesgos.
            – Las innovaciones financieras, sobre todo las ligadas a los productos derivados, con un alto grado de apalancamiento, han extendido el riesgo, en un contexto de internacionalización, al conjunto del sistema financiero (por ejemplo, la crisis del hedge found  Long-Term Capital Managemente, las hipotecas subprime).

Contener y reprimir lo financiero

            Aunque el objetivo fundamental de los mercados financieros es asignar recursos para el desarrollo económico, transfiriendo fondos entre quienes tienen exceso de ellos a quienes los necesitan, la innovación y desregulación financiera han situado los riesgos, y su gestión, en el centro de las finanzas.

            Los riesgos van ligados al hecho de que las finanzas se relacionan con el futuro. La esencia de las finanzas es el compromiso de pagar en el futuro una cantidad determinada. Así, se cede liquidez a cambio de la promesa de recibir un mayor valor en el futuro. Pero la cuestión es que cuando hablamos de futuro necesitamos incorporar la posibilidad de que no se cumplan las condiciones establecidas, de que cambien las condiciones o de que las promesas se incumplan. «Las transacciones financieras implican una promesa de pago en el futuro; incorporan, pues, la incertidumbre como elemento esencial. Además, muchas de las características de las transacciones financieras no son observables: la verdadera intención del prestatario; la calidad del proyecto financiado; el riesgo que se asume, y la cualificación del directivo para gestionar la empresa cuando ya se ha realizado la inversión» (Torrero, 2008: 191).

            Más a esto hay que añadirle el que las finanzas incorporan un núcleo importante de factores de riesgo implícitos al comportamiento humano. Por ejemplo, la avaricia, que presiona y pone a prueba la integridad o la honradez. Alan Greenspan, el presidente de la Reserva Federal de EE UU y el máximo defensor de la desregulación, afirmaba que ésta no había sido la responsable de la crisis, que no había existido un fallo de mercado, sino de las personas que actúan en él, que se han vuelto avariciosas y han perdido la integridad y la honradez. Y agregaba: «En un sistema de mercado basado en la confianza, la reputación tiene un valor económico significativo».

            Greenspan, seguidor de la novelista Ayn Rand, cuyo movimiento es una de las fuentes más populares en EE UU del movimiento neoliberal, y cuya obra se basa en un retrato del poder colectivo como fuerza maligna y contrapuesta a la virtud del egoísmo individualista racional, tenía una fe inquebrantable en que los participantes en los mercados financieros se autorregularían y actuarían de una manera responsable. Sin embargo, de repente parece haber descubierto al Tomas Hobbes del Leviatán cuando afirmaba que en la naturaleza del ser humano encontramos tres causas de disputa, peleas y disensiones: «La primera: la competición; la segunda: la falta de confianza; la tercera: la gloria». Con la primera actuamos por interés para obtener ganancias; con la segunda buscamos seguridad, pues nos empuja a los seres humanos unos contra otros, y con la tercera intentamos defender nuestro honor y reputación. Greenspan intenta defender el suyo, aunque para ello tenga que apelar a la concepción de la naturaleza humana de Hobbes, y no a su corolario: si las partes privadas tienen que autorregularse, el desastre está garantizado. Porque cuando hablamos de desastres, no lo hacemos sólo de aquellos que participan directamente en esas transacciones de riesgo, sino de su repercusión en el conjunto de la economía de tu propio país, de otros y de los ciudadanos, que harán bien en desconfiar de nuevo de las finanzas y de los financieros.

            En definitiva, las finanzas tienen características que las hacen generadoras de desequilibrios y posiciones inestables; el sistema financiero es propenso a la desestabilización, a la exuberancia irracional, a las manías, a los pánicos y miedos, a los ciclos de euforia y caída; protegerse de ellos es fundamental, contenerlos y reprimirlos, también. Hay que volver, por lo tanto, a una sana desconfianza hacia lo financiero, y contener la especulación, restringir las actividades de corto plazo, disminuir la liquidez, estabilizar la volatilidad y reducir los riesgos.

La regulación posible

            En un mundo en el que la finanzas están fuertemente internacionalizadas, su regulación presenta serias dificultades. Dificultades que en parte son comunes a otros asuntos transfronterizos, donde la acción unilateral del Estado-nación no es suficiente para su control. Mecanismos reguladores internacionales existen: el Fondo Monetario Internacional, el Foro de Estabilización Financiera, el Banco de Pagos Internacionales, el Comité de supervisión  bancaria de Basilea... Sin embargo, algunos como el FMI tienen una parte de responsabilidad en el caos actual por algunas de las políticas que han impulsado, y han sido incapaces de prever algunas de las crisis de los últimos años, cuando no han contribuido a agravarlas con sus intervenciones; en otros sólo participan una parte de los Estados, y dejan fuera algunas de las economías emergentes más potentes. Los más, sólo lanzan recomendaciones sobre regulación que no tienen fuerza legal y que cada Estado tiene que incorporar a su legislación, y que cuando lo hacen muchas veces se han convertido ya en obsoletas. Y todos han fallado estrepitosamente en la prevención de las crisis.

            Y esto es así, no sólo por la complejidad de un sector donde la innovación financiera ha ido por delante de los acuerdos alcanzados en diversos momentos, sino también, y como sucede con otros tratados internacionales, es arduo alcanzar compromisos entre países con intereses diversos y muchas veces divergentes, y una vez alcanzado el acuerdo, ponerlo en práctica. Si unos países lo aplican y otros no, puede haber competencia desleal, que en el área de las finanzas puede imposibilitar algunos de los acuerdos conseguidos. Además, y esto es clave, no hay ningún mecanismo general de sanción de la violación de las reglas que sea aplicado por igual a todos los países.

            “Nacionalizar” las finanzas en un mundo cada vez más interconectado no es posible, lo cual no significa que no se puedan aplicar mecanismos de limitación de la movilidad de capitales, como, por ejemplo, medidas de control de la cuenta de capital de la balanza de pagos.

            Después de cada gran crisis el sistema financiero ha sido regulado con la intención de prevenir, o contener, las crisis venideras. Muchas son las propuestas que actualmente se están discutiendo, y que podemos articular en tres niveles: las que pretenden mejorar la regulación de las diversas instituciones financieras, del sistema bancario y de los instrumentos financieros; las que buscan la mejora de los mecanismos de regulación internacional; y las que intentan reducir el cortoplacismo de las finanzas, la volatilidad de los flujos de capital y estabilizar los tipos de cambio.

            Entre las primeras podemos destacar: el aumento de los requisitos de capital mínimo para cubrir las actividades de las instituciones financieras; la prohibición de las actuaciones fuera de balance; la limitación y el control de los procesos de titulación; la reducción del apalancamiento; la regulación estricta de los productos derivados; la mejora de la transparencia de los sistemas financieros en relación con su exposición al riesgo y a la suficiencia de fondos propios. También la reforma de las Agencias de Calificación de Riesgos, aumentando su independencia y con control público. En este nivel de discusión habría que tener en cuenta, además, que cualquier regulación que limite y controle las actividades financieras se vería seriamente dificultada por la existencia de centros territoriales off shore y paraísos fiscales, pues suponen un mecanismo efectivo de boicot de cualquier legislación. Asimismo, habría que desarrollar mecanismos judiciales para hacer frente a la responsabilidad de los directivos en las crisis, así como evitar que su remuneración esté ligada al valor en Bolsa de las acciones de las empresas en el corto plazo, ya que favorece la formación de burbujas especulativas.

            Entre las segundas, creo que la regulación internacional se vería favorecida si se aprovechase los procesos de regionalización económicos en curso. Ningún proceso de integración puede avanzar si no potencia mecanismos regionales de control y gestión monetaria y financiera que garanticen la vigilancia, que regulen las instituciones, los flujos financieros y controlen la liquidez. En esta línea, se podrían crear fondos de reserva comunes que puedan servir como prestamistas de último recurso en situaciones de crisis. Además, estas áreas podrían estabilizar los tipos de cambio mediante sistemas regionales de relación entre monedas, parecido a lo que fue el Sistema Monetario Europeo antes de la adopción del euro. Las monedas de cada país se ligarían a una divisa  de la zona, con la que tendría una banda estrecha de fluctuación. A su vez, las divisas fuertes de las distintas áreas se ligarían entre ellas de una manera estrecha, evitando fluctuaciones descontroladas.

            En esta propuesta, la regulación internacional se podría hacer mediante negociaciones entre las diversas áreas geoeconómicas. Para ello, una institución que podría servir de base sería la ONU. Una ONU renovada en la línea de las propuestas que planteó el PNUD en 1998 y su anterior secretario general, Kofi Annan. Y, en concreto, con la creación de un Consejo de Seguridad Económico.

            Entre las terceras, podemos destacar aquellas que gravarían mediante diversas tasas las transacciones financieras de corto plazo, las más ligadas a la especulación (tasa Tobin). Y cuya recaudación podría ser utilizada para diversos fines, entre ellos, por ejemplo, para  facilitar el cumplimiento de los Objetivos del Milenio.

            Es evidente que donde más avances se van a producir es en el primer nivel. La reunión del G-20 en Washington se planteaba ese objetivo, cuyas líneas generales deberían estar para la próxima reunión en marzo. El segundo nivel es más complicado, aunque se han producido algunos avances, sobre todo en el sudeste asiático, y algunas discusiones en la reciente cumbre de países latinoamericanos. Las dificultades para llevarlas adelante son claras, como se puede observar en la actuación de la Unión Europea ante la crisis, y, sobre todo, lentas. Por último, el nivel tres, las medidas irán más por poner en cuarentena como valor universal la política de liberalización de la cuenta de capital a corto plazo. Más difícil es la implantación de la tasa Tobin, ya que, aunque ha sido propuesta por diversas instancias de la ONU y por algunos países y la discusión técnica sobre su aplicación está muy avanzada, la fuerza de las agencias que la pueden impulsar todavía es limitada.

 

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(1) La libertad negativa tiene que ver con la “libertad de”, con la ausencia de interferencias. Como la definía Isaiah Berlin: «Entiendo por libertad en este sentido el hecho de no ser obstaculizado por otros. Cuanto mayor sea la zona de no interferencia, mayor será mi libertad» (1958: 218).
(2) También incluyó una promesa: si quitamos las trabas que impiden el libre desarrollo del mercado, el bienestar será el premio.
(3) El valor de la moneda de un país se va a calcular respecto a una referencia externa, y ese valor es el tipo de cambio. La referencia externa son otras monedas. La subida o bajada en relación con otras monedas, y en concreto con el dólar, es clave para el comercio exterior, para la inversión extranjera y afecta a los tipos de interés y a la tasa de inflación de un Estado.
(4) Bancos de inversión, sociedades financieras, sociedades hipotecarias, compañías de seguros de múltiples tipos y otros intermediarios e inversores institucionales entre los que destacaban los fondos de pensiones y los fondos mutuales.
(5) Para la economía es un problema la falta de liquidez, pero también el exceso, porque puede favorecer comportamientos imprudentes, actividades de riesgo y especulativas, burbujas y exhuberancias irracionales diversas que suelen tener consecuencias muy negativas para la economía productiva.
(6) Por especulación se entiende «cualquier operación de compra (o venta) de un bien con la intención de la reventa (o recompra) en una fecha ulterior cuando la acción es motivada por la esperanza de una modificación del precio vigente y no por una ventaja ligada al uso del bien, o a cualquier transformación, o a una transferencia de un mercado a otro» (Jetin, 2005: 22).

Bibliografía citada

- BERLIN, I. (1958): “Dos conceptos de la libertad”, en Anthony  Quinton, Filosofía política, México, FCE, 1974.
- GRAY, J. (2000): Falso amanecer. Los engaños del capitalismo global, Barcelona, Paidós.
- JETIN, B. (2005): La Tasa Tobin, Barcelona, Icaria.
- KRUGMAN, P. (1995): “Los tulipanes holandeses y los mercados emergentes”, en AA.VV., La cultura de la Estabilidad y el Consenso de Washington, Barcelona, La Caixa, Colección de estudios e informes, nº 15.
- ONTIVEROS, E. (1997): Sin orden ni concierto, medio siglo de relaciones monetarias internacionales, Escuela de Finanzas Aplicadas.
- PALAZUELOS, A. (1998): La globalización financiera, Madrid, Síntesis.
- TORRERO MAÑAS, A. (2008): Revolución en las finanzas, Marcial Pons.
- UNTAD (2001): Informe sobre el comercio y el desarrollo, 2001. Hacia la reforma de la arquitectura financiera internacional: ¿qué camino seguir?
- ZALDÍVAR, C. A. (2001): Al Contrario. Sobre Liderazgo, Globalización e Injerencia, Madrid, Espasa Calpe.

 Las crisis financieras

· La crisis de la deuda externa (1982).
· Crash bursátil en EE UU (1987).
· Crisis de las cajas de ahorro en EE UU (1989).
· La burbuja inmobiliaria en Japón (1989).

· La crisis inmobiliaria de Suecia (1991-1992).
· La crisis del sistema monetario europeo (1993).
· La crisis de México (1994).
· La crisis asiática (1997).
· La crisis de Rusia (1998).
· La crisis de Argentina y Brasil (1998-1999).
· La crisis del Long-Term Capital Managemente (1998).
· Explosión de la burbuja tecnológica en EE UU (2000).
· Escándalos de corrupción empresarial en EE UU (2001).
· Hipotecas subprime (2007).
· Explosión burbuja inmobiliaria en España (2008).