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Juan Ruiz, Arcipreste de Hita > Índice del II Congreso > J. M. Bellido
Arcipreste de Hita

Juan Ruiz, Fellini Satyricon y la literatura ramésida

José M.ª Bellido Morillas. Granada

Son llamativas las semejanzas entre el Libro de buen amor y Fellini Satyricon. Ambas son trípticos de la avaricia, la lujuria y la muerte. Ambas están decoradas con vestigios antiquísimos (en el caso de Fellini Satyricon, menhires, monumentos cuneiformes, ídolos neolíticos; cuentos cuyo origen se pierde en los albores de la Humanidad, tanto en el Satyricon de Petronio como en Juan Ruiz). Ambas son satyra y satura. Ambas tratan sujetos obscenos con desenvoltura pero sin vulgaridad, recurriendo a ingeniosas imágenes léxicas, plato importante en el banquete filológico que ofrecen al erudito y demostración de su sabia combinación de primitivismo y sutileza. Puede verse claramente esto último si comparamos las versiones que hacen Juan Ruiz y Fellini del engaño del cesto con la que hizo Richard Strauss en Feuersnot: la sensibilidad burguesa de la época no estaba hecha de la misma pasta que la de los espectadores de Vernacchio, y logró del libretista Ernst von Wolzogen1 una auténtica «sublimación» de la historia, recibida a través de una roma tradición de la ciudad de Audenarda2; esto, a pesar de que la obra fuera una venganza del compositor muniqués (que se considera un «schlimmer Nietzschebruder»3) contra la Sklavenmoral de su ciudad4.

Pero son llamativas también las diferencias. Luca Canali, asesor de lengua latina en Fellini Satyricon, escribe:

Il mondo del Satyricon è carnevalesco, policromo, ruotante, intorno a un centro motore priapeo; perciò, per fenomeno ottico delle rapide combinazioni di colori, esso risulta nero, buio, una terra senza cielo e senza dio, anzi senza dèi. Uniche entità numinose, ne sono il danaro, il sesso, la morte5.

Llama a Encolpio «chierico vagante»6, pero hace ver que su única divinidad es Príapo, un dios menor y vengativo.

Sin embargo, en Juan Ruiz sí hay un Dios, con una Madre piadosa a la que canta repetidas veces. Esto es decisivo para el color y el tono del Libro de buen amor, y lo une profundamente a algunos de los monumentos de época ramésida que encontramos en su decorado. Esta edad de las letras fue de oro mientras que la de Petronio fue de plata, y es mucho más brillante y optimista que la del Arcipreste: y no nos referimos al mérito o valor de las obras, que es inmenso en los tres casos (monumental y extraordinario, de todas formas, en el caso egipcio), sino al ánimo que condujo a su realización.

Gran diferencia hay, desde luego, entre el perverso Príapo que se goza del ludibrio de sus fieles y la Madre a la que clama Juan Ruiz; o el Amón-Ra entendido como «Dio […] una divinità pietosa e provvidenziale, che protegge il povero e il debole»7 (en palabras de Edda Bresciani) de las misceláneas escolásticas ramésidas, que no sólo contienen oraciones al patrono Thôt y al Faraón divinizado, sino una verdadera profundización teológica y moral.

En el tríptico que presentamos, por tanto, la tabla más antigua y la más moderna se enfrentan a la intermedia por el optimismo religioso. No obstante, esta simetría tampoco es perfecta. Se ve claramente en el pasaje más fatalista de Juan Ruiz, el del hijo del rey moro Alcaraz, que tiene un prototipo ramésida: el cuento conocido desde la traducción de Charles Wycliffe Goodwin como «El príncipe predestinado» (Pap. Harris 500).

El fatalismo es uno de los muchos tópicos que se integran en el gran tópico del orientalismo. Por oriental tomaron este enxiemplo José Amador de los Ríos, Marcelino Menéndez y Pelayo y Julio Puyol y Alonso, y, a pesar de que Félix Lecoy no los tomara en serio8, es innegable no sólo que los precedentes orientales existen9, sino que tanto el ejemplo castellano como el cuento egipcio se revisten de orientalismo. Un orientalismo dentro del Oriente, si adoptásemos la perspectiva geográfica de los estudiosos americanos, que incluyen, antietimológicamente, el Magreb en el Oriente (y Juan Ruiz roza el Magreb). Para el caso del cuento conservado en el papiro, es patente que, si bien por el título real de su padre el príncipe predestinado parece ser egipcio, la acción se desarrolla en Naharina, tierra de los hurritas, Mitanni; aunque el topónimo también puede estar usado desde una perspectiva «orientalista» amplia, e indicar vagamente toda la región de Siria.

En este cuento «del príncipe predestinado á ser muerto por la serpiente, por el cocodrilo ó perro», como se refería a él Menéndez y Pelayo10 (quien lo conoció a través de la versión de Maspero), no tenemos los vaticinios de unos tecnócratas de la astrología, como en la versión castellana11, ni de un héroe tenebroso como Lailoken o Merlín, como en la tradición céltica y su continuación, sino una profecía divina: la de las Siete Hathor.

Mateo de Vendôme reducirá el número de deidades a tres, Febo, Marte y Juno, acorde con el número de vaticinios que ofrece toda la tradición, independientemente de cuántos sean los profetas, aunque dará dos series de juicios, llegando al número de seis: «femina, vir, neutrum, flumina, tela, crucem»12. La innovación narrativa de presentar tantas cabezas como opiniones es sorprendentemente tardía. Juan Ruiz lo hace, como sabemos, en número de cinco.

Tenemos, pues, de entrada, esta importante diferencia entre el ejemplo castellano y su prototipo ramésida: de un lado, está el designio divino; del otro, la predicción científica basada en la observación de la naturaleza. El desarrollo de las dos historias es aún más esclarecedor. El hijo del Rey Alcaraz no escapa a su hado. En el cuento egipcio, mientras el príncipe duerme, llega la serpiente de su destino, se bebe una copa de vino y otra de cerveza que había al lado, con lo que no queda en condiciones de cumplir tal destino, y la mujer del príncipe la despedaza con un cuchillo. El príncipe había estado acompañado desde su infancia por un perro que le regaló su padre para aliviar las restricciones impuestas por las profecías. La escasa inteligencia del rey se pone de manifiesto cuando el perro, de repente, habla, y acaba llevándose al príncipe al agua, donde encuentra al cocodrilo de su destino. Sin embargo, el cocodrilo le ofrece la libertad si mata a un nekhet, genio o demonio, que lo atormenta. En todas estas ocasiones, su mujer le manifiesta que ha sido su dios, Ra, quien lo ha liberado de su destino.

La explosión de un polvorín en Alejandría afectó al texto (del que sin embargo se dice que fue descubierto intacto), y no sabemos cómo termina el cuento. Gaston Maspero y J. Honti sugieren la posibilidad de un desenlace fatal provocado por el perro; pero son mayoría los autores13 que, como Georg Moritz Ebers, M. Pipers o George Posener, atendiendo al tenor de la historia y las continuas invocaciones a Ra, abogan por un final dichoso favorecido por el dios. G. Lefebvre propone, sin embargo, que la solución la proporcione un mago. La magia prolifera en las tres tablas de nuestro tríptico: Zazamankhu, mago de una antigüedad que debió ser degustada por los eruditos ramésidas, y que, precursor mundano de Moisés, apiló bloques de agua para hallar la joya de una de las remeras de grandes pechos vestidas con una red que, como médico, había prescrito para la depresión del Rey; Virgilio en Juan Ruiz, y Enotea en el Satyricon. Pero no parece ser el caso de nuestro cuento, marcado claramente por un optimismo religioso mayor que el de Juan Ruiz, que cose al final de su ejemplo unos versos para mostrar su confianza en la Providencia de Dios, en contradicción con las cosas que tanto se ha esforzado (y divertido) en demostrar.

Este carácter fragmentario que se presta a tan dispares interpretaciones es otro elemento que une las tres tablas de nuestro tríptico. Pero de nuevo las tablas laterales se oponen a la central: dicho carácter es querido en el Arcipreste y en los papiros misceláneos ramésidas, e involuntario en Petronio, aunque Fellini se sirva de él para una escena final que es la representación más fiel que ha podido ofrecerse nunca de un texto fragmentario: un hermoso fresco destrozado por el tiempo, de vivos colores desvaídos, desde el que nos contemplan rostros y figuras misteriosos mientras el viento ensordece los resquicios de los muros arrumbados; de todas maneras, el Satyricon, como dijimos al principio, es satura, y el prosímetron, por ejemplo, un testimonio elocuente de esto.

La satura lo es a veces de lenguas. Juan Ruiz latiniza y arabiza. Petronio heleniza, y hay quien ve en Trimalquión la raíz semítica de ‘rey’; las misceláneas escolásticas ramésidas abundan en palabras cananeas. Salvo en el caso del latín y del griego épico de los homéridas, se trata, no de una demostración del dominio de lenguas cultas y muertas, sino de otro tipo de cultura, cosmopolita, moderna y chic.

Pero no todo es frivolidad y pedantería en estos autores. Una mezcla de humildad y amor apasionado por la belleza y la sabiduría trasluce cuando Juan Ruiz proclama que «en feo libro está saber non feo» (16c). A los eruditos ramésidas se lo había enseñado el antiguo sabio Ptahhotep, que resuena así en traducción de Edda Bresciani: «Una bella parola è più nascosta del feldspato verde / ma la si può trovare presso la schiava alla macina»14. En el mundo del Satyricon, en cambio, «Sola pruinosis horret facundia pannis, / atque inopi lingua desertas invocat artes» (LXXXIII). La obra, tal como ha llegado a nosotros, comienza con el lamento de un letrado por la decadencia de la oratoria.

El altísimo valor que se concede a las letras y a la sabiduría conlleva unas obligaciones morales para quienes las poseen. Así, son frecuentes los reproches de escribas egipcios a compañeros o discípulos que se dan a la pereza15, la cerveza16 y las mujeres disolutas, como una a la que se llama «la Casita» y que, según Edda Bresciani, «Doveva essere una donna di cattiva fama»17. El clérigo Juan Ruiz condena los siete pecados capitales y satiriza a quienes viven con mujeres como Orabuena (1698a), digna sucesora de La Casita: pero, naturalmente, es el deber religioso el principal impulsor de estas críticas.

«Clérigo», sin embargo, no estaba en los comienzos por persona recibida de órdenes mayores o menores, sino simplemente por ‘letrado’ (palabra que, a su vez, ha restringido lamentablemente su aplicación a los juristas, como «doctor» a los médicos). Así, son compatibles con el celibato sacerdotal las disputas sobre quiénes son más dignos del amor de las mujeres, si los caballeros o los clérigos. Naturalmente, ganan los clérigos, que para eso son los que las escriben.

En el Egipto ramésida abundan las sátiras de todos los oficios (como ya se veía en el antiguo Castigamiento de Kheti), tenidos en nada al lado del cargo de escriba. Se menosprecia a los sacerdotes y los otros funcionarios, e incluso hay rivalidad y burlas sobre la preeminencia de los escribas civiles sobre los militares. La confrontación entre hombre de armas y hombre de letras se concreta en la carta del escriba Amenofis al escriba Pabes sobre las incomodidades de la vida de soldado; en otra de Amenemope a Pabes se compadece directamente a los oficiales de caballería18. Otro autor recomienda abiertamente:

Sii scriba: ti salva dalla fatica e ti protegge da ogni tipo di lavoro. Ti tiene lontano dal portare la zappa e la marra, e dal portare un cesto. […] il profeta sta come coltivatore, il sacerdote-uab fa il servizio e passa il tempo —ve ne sono tre (di servizi giornalieri)— a immergersi nel fiume, e non distingue tra inverno ed estate, se il cielo è ventoso o piovoso. Ma lo scriba, lui, è alla testa di tutti i tipi di lavoro in questo mondo19.

Cicerón en el poema De consulatu suo exigirá (fr. 6): «Cedant arma togae, concedat laurea laudi». No sabemos qué hubiera dicho César. Cuando es Cervantes, militar y letrado, el que juzga, son las armas las que ganan.

De vez en cuando hay una cosa nueva bajo el sol. En la Edad Media europea, a diferencia del Antiguo Egipto, las letras también son poseídas por mujeres, que igualan y superan la regalada vida de los escribas hasta extremos que los propios escribas hemos visto que censuran. En épocas de corrupción y de clérigos fornicamonjas y estupramonaguillos no asombran textos como el Concile de Remiremont20, que narra hechos reales, como confirma una bula de Eugenio III de 1151. Ramón Menéndez Pidal escribe:

Así Phillis y Le Jugement aluden sólo a clérigos con corona y hábito negro, que rezan el salterio; y debemos, piadosamente pensando, tenerlos por clérigos menores, no obligados con votos de castidad; la aludida refundición del Jugement (Bibl. Nat., fr. 795) declara expresamente que el clérigo de que trata es un abogado («un clerc, maistres estoit de lois»). Pero la palabra «clérigo» olvidaba cada vez más su sentido de «letrado» para quedarse sólo con el sentido fundamental de «sacerdote». Hueline trata con la más confiada desenvoltura del amor de un clérigo de vida y confesionario, y lo mismo hacen ya todas las versiones posteriores21.

Mucha piedad es la de Pidal, quizá. Piedad en el sentido de celo religioso y no de compasión ni manga ancha es la que tienen los autores de los poemas anglonormandos Melior et Ydoine, donde, aunque ganan los amores clericales, son salvajemente criticados, y Blancheflour e Florence, donde vence el caballero y muere de pena la barragana del clérigo. Menéndez Pidal supone un fin parecido a Elena y María22, aunque ocurre con esta obra exactamente lo mismo que con el cuento del Príncipe predestinado. Juan Ruiz, en parte por sátira de costumbres y en parte por el punto de galán de monjas que tiene, hace que ganen la preeminencia en el amor las llamadas vírgenes consagradas. Novedad, como decimos, con respecto al Antiguo Egipto, esta de que el puesto relacionado con las letras más apetecible y regalado lo ostenten mujeres.

Esta mezcla de sátira y de deseo se dejan sentir también en el Satyricon, donde los amores son, como sabemos, en su mayoría homosexuales o pederásticos. Hay, como en el Jin Ping Mei, ánimo de ridiculizar a una juventud y una sociedad corruptas, y esto se ve claramente en escenas como la de Gitón y la navaja o la violación de Paníquide: pero se ve también claramente, como en el Jin Ping Mei, la atracción del autor por lo escabroso y lo sensual. No son obras de pulcros escribas egipcios que viven el sueño de la piedra, sino de hombres de carne y hueso, y menos hueso que carne. Por eso, aunque con los egipcios comparten el acoso de la avaricia y la lujuria, son sólo el autor romano y el autor romance quienes verdaderamente sufren la acuciante y agónica angustia de la muerte23.

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NOTAS

  • (1) Ernst von Wolzogen, Feuersnot. Ein Singgedicht in einem Akt. Musik von Richard Strauss, op. 50, Berlín, W. Adolph Fürstner, 1901. volver
  • (2) Según John Webster Spargo, Virgil the Necromancer. Studies in Virgilian Legends, Cambridge (Massachusetts), Universidad de Harvard, 1934, p. 174, se trata la de Oudenaarde de una tradición popular, sin relación con las versiones literarias y literaturizadas de Dirc Potter, Jan van Paffenrode o Melchior Fockens. Sin embargo, debe tenerse en cuenta que el origen último sí debe ser literario, y, para nuestro caso, que a Strauss le llega a través de una reelaboración literaria, seguramente un artículo que remite, en última instancia, a Johann Wilhelm Wolf, «Das verloschene Feuer von Audenaerde», en Niederländische Sagen, Leipzig, Brockhaus, 1843. volver
  • (3) En carta a Cosima Liszt del 30 de octubre de 1901; cfr. Morten Kristiansen, «Richard Strauss before Salome: The Early Operas and Unfinished Stage Works», en Mark–Daniel Schmid, The Richard Strauss Companion, Westport, Praeger-Greenwood, 2003, p. 252. Esta etiqueta, tanto como el «Epicuri de grege porcum» de Horacio, demuestra una apropiación demasiado ligera de un sistema filosófico. volver
  • (4) Venganza para la que es fundamental el Minnegebot (cfr. Morten Kristiansen, op. cit., p. 252) inventado por nuestro Arcipreste: «On notera toutefois que le supplice de la femme perfide ne se termine dans Juan Ruiz que lorsqu’elle consent à se plier aux exigences du magicien: c’est un détail qui n’apparaît pas ailleurs», Félix Lecoy, Recherches sur le «Libro de buen amor» de Juan Ruiz, Archipretre de Hita, ed. de A. D. Deyermond, Westmead, Gregg International, 1974, p. 169. Pero, a pesar de estos pujos vitalistas, Ernst von Wolzogen sublima freudianamente el relato, haciéndolo (según cuenta en sus memorias) alegoría del artista, que, como Prometeo, debe robar el fuego, pero no del cielo, sino de la tierra y de la carne. Morten Kristiansen (op. cit., p. 253) comenta acertadamente: «In addition to the idea of sexuality as a source of artistic inspiration, his fanciful yet conventional image of the Promethean artist shows his allegiance to the antimetaphysical principles of Realism. The artist needs no metaphysics for his creation, but can derive it all from his sexuality. In the passage of his memoirs following the one cited above Wolzogen spoke of paying “loving” attention to “the beast within us”, a pseudo-Nietzschean view of instincts that makes Wolzogen sound like a writer unafraid of putting our instinctual drives on display in his literary works, but an examination of these show that his concept of morality was quite old-fashioned for a writer who considered himself “modern”. Significantly, this suggests that the sexual emphasis of the Feuersnot plot came from Strauss rather than Wolzogen». Así, en Wolzogen todo queda en una emanación subconsciente de moral burguesa, mientras que es en la idea y en la música de Strauss donde debemos buscar el verdadero vitalismo y la verdadera rebeldía. «C’est une œuvre toute rieuse, toute gaie, souvent bouffonne, parfois un peu polissonne, parfois d’un goût douteux, mais d’une bonne humeur et d’un entrain endiablés», dijo Romain Rolland, «Feuersnot de Richard Strauss», en Revue d’art dramatique, París, 1902, p. 220; resolviendo en la p. 223: «Mais ces vulgarités son rachetées par une qualité qui compense toutes les autres: par la vie. Que m’importe le bon goût d’une œuvre qui ne vit point?»; aun así, las coplas de Strauss le resultaban (y nos resultan) demasiado cazurras. volver
  • (5) Petronio Árbitro, Satyricon, ed. de Luca Canali, Milán, Bompiani, 2001, p. VIII. volver
  • (6) Ibídem, p. IX. volver
  • (7) Edda Bresciani, Letteratura e poesia dell’antico Egitto. Cultura e società attraverso i testi, Turín, Einaudi, 1999, p. 322, n. 19. volver
  • (8) Félix Lecoy, op. cit. p. 160. volver
  • (9) Cfr. E. Mallorquí Ruscalleda, «El príncipe predestinado por la astrología. Tradición y fortuna de un motivo literario y folclórico», en M. Freixas y S. Iriso (eds.), Actas del VIII Congreso de la Asociación Hispánica de Literatura Medieval. Santander, 22–26 de septiembre de 1999, Santander, Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria/ Año Jubilar Lebaniego/ Asociación Hispánica de Literatura Medieval, 2000, pp. 1161-1174, referencia que conozco gracias a la inmensa amabilidad de María Jesús Lacarra, quien a su vez disertó sobre «El cuento de los astrólogos y el hijo del rey Alcaraz (Libro de buen amor, 128-141) entre Oriente y Occidente» en el seminario internacional Incontro di culture: La narrativa breve nella Romània medievale celebrado en la Universidad de Verona del 29 al 30 de mayo de 2006 (actas en prensa). volver
  • (10) Marcelino Menéndez y Pelayo, Orígenes de la novela, Madrid, Bailly-Baillière, 1905, p. IV. volver
  • (11) Deberían por tanto los castellanos, y los reyes cristianos y moros en general, mirarse en el espejo antes de criticar a los egipcios. cfr. Alfonso X de Castilla, el Sabio (dir.), General Estoria. Cuarta parte, ed. de Pedro Sánchez-Prieto Borja, Alcalá de Henares, Universidad, 2002, XXVIII, «De como llegaron los mandaderos de Nabuchodonosor al Rey uaffre yl dieron las cartas»: «La tierra del mundo en que a aquella sazon mas se trabaiauan del saber de las estrellas. & o mas estrelleros & adeuinos & fechizeros auie; egypto era. & por el seso. & por el guiamiento destos andauan & fazien todos sos fechos los Reys de Egypto & los ricos omnes & aun los otros pueblos». volver
  • (12) Félix Lecoy, op. cit., p. 160. volver
  • (13) Cfr. Edda Bresciani, op. cit., p. 390. volver
  • (14) Edda Bresciani, op. cit., p. 42. volver
  • (15) Edda Bresciani, op. cit., p. 328. volver
  • (16) Edda Bresciani, op. cit., p. 330. volver
  • (17) Edda Bresciani, op. cit., p. 336. volver
  • (18) Edda Bresciani, op. cit., p. 327. volver
  • (19) Edda Bresciani, op. cit., p. 324. volver
  • (20) Cfr. Félix Lecoy, op. cit., p. 266. volver
  • (21) Ramón Menéndez Pidal, Textos medievales españoles. Ediciones críticas y estudios, en Obras completas de R. Menéndez Pidal, Madrid, Espasa-Calpe, 1976, tomo XII, pp. 137-138. volver
  • (22) Ramón Menéndez Pidal, op. cit., p. 139. volver
  • (23) Esta comunicación se debe económicamente a la Junta de Andalucía, que me mantiene como investigador contratado en el grupo Historiografía y Etnografía Antigua y Renacentista del departamento de Filología griega de la Universidad de Granada; pero más bien se debe a dos años consecutivos de lectura del Satyricon en la Universidad de Jaén y a una pregunta de Teresa González Soto, a quien conocí por aportarle el verso del De consulatu suo. La Junta de Andalucía paga, ciertamente: pero Alá es más sabio. volver
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