Memoria, olvido e histoira en Corazón tan blanco

de Javier Marías
 
 

Oscar Calvelo

Universidad de Buenos Aires




El fisgón

En Corazón tan Blanco, de Javier Marías, hay un recurso utilizado obstinadamente: es el del escucha escondido, o el que ve, o trata de ver algo desde un lugar que lo oculta. Como elemento motor del despliegue de las tramas, tal recurso reconoce una larga existencia: fue profusamente utilizado en la literatura occidental de los siglos XVIII y XIX. Lo que lo modifica en Corazón tan Blanco, es precisamente la persistencia con que se lo usa. Esta persistencia permite relacionarlo con el grupo de los procedimientos de los que nos habla Carlos Javier García:

Se produce de este modo un movimiento textual que establece conexiones, por yuxtaposición o por contigüidad, entre situaciones cuya afinidad viene dada por la agitación de la mente de quien no puede frenar la diseminación de significados que acaban confluyendo, por analogía, en su propia situación. [Se refiere al narrador del texto].

Dicha diseminación semántica convierte la digresión, la alusión y la analogía en principios constituyentes del discurso, y por su práctica se interrumpe la acción narrativa a la vez que quedan vinculados tiempo y circunstancias diferentes. La acción narrativa se expande por medio de interpolaciones discursivas e intertextos que, lejos de alejarse del tema, actúan de complemento iluminador" (1)

El recurso a que nos estamos refiriendo ahora, el del escucha u observador oculto, toma preferentemente en la novela la forma de "escena de balcón". Llamamos así a un grupo de seis escenas de la novela, en las que Juan, secretamente, fisgonea diálogos u acciones de los demás personajes. Actitud llamativa en quien declara haber sabido sin quererlo, pero de presencia innegable en el texto. Las múltiples declaraciones del protagonista en el sentido de lo peligroso que puede ser el saber, son así al menos parcialmente desmentidas por sus acciones.

Es el propio protagonista quien se encarga de constituir la serie de escenas de balcón que "acaban confluyendo, por analogía, en su propia situación". Lo dice así, mientras escucha a Ranz haciendo su confesión a Luisa:

A continuación [Ranz] añadió: ´Cerré la puerta de la alcoba y salí y bajé a la calle, y antes de montar en el coche me volví a mirar la casa desde la esquina, todo estaba normal, era ya de noche, había caído de golpe y aún no salía humo (¨Ni le vería nadie desde lo alto´, pensé, ´desde el balcón o ventana, aunque se parara delante de ellos como Miriam cuando esperaba, o un organillero viejo y una gitana con trenza para hacer su trabajo, o como Bill primero y yo luego ante la casa de Berta aguardando ambos a que el otro se fuera, o como Custardoy una noche de lluvia de plata bajo la mía´). Pero eso fue hace mucho tiempo¨ añadió Ranz (...). (2) La serie, de la que Juan recuerda cuatro eslabones, está constituida en realidad por seis, que pasaré a enumerar según su orden de aparición en el texto.

Las escenas de balcón

Escena primera: En Cuba, durante el viaje de bodas. A similitud del narrador de "Sarrasine", de Honoré de Balzac, inolvidablemente leído por Roland Barthes en S/Z, Juan se encuentra en un balcón límite entre un adentro oscuro y silencioso donde descansa Luisa, y un afuera bullicioso y claro donde Miriam espera impacientemente. Juan vigila a ambas: a Luisa, para controlar el curso de su sueño y de su enfermedad. A Miriam, porque le ha llamado la atención esa cubana con particulares rasgos físicos que está detenida entre la multitud en movimiento. La avidez de saber de Juan es tal como para que no responda al llamado de Luisa, desde el lecho, "porque a lo que no me atrevía en aquel instante era a abandonar mi puesto en el balcón, ni a apartar siquiera la vista de aquella mujer". (p. 27) Infructuosamente, Juan tratará de ocultar a Luisa esa vigilancia y sus consecuencias.

Escena segunda: En Madrid, casa de Juan. Éste trabaja en su escritorio cuando un organillero y una gitana lo distraen. "Me levanté y me asomé a la ventana para ver...", pero sólo puede ver a la gitana. Entonces "salí a la terraza para ver si desde las plantas divisaba al organillero". (p. 103) El acecho de Juan culmina en su descenso a la calle, donde se trama una situación que lo hará reflexionar sobre el poder y el dinero. Volveré sobre este tema.

Escena tercera: En Madrid, casa de Juan. Luisa deambula por las habitaciones interiores. Desde la ventana y bajo la lluvia, Juan observa a Custardoy hijo, quien a su vez observa la ventana del dormitorio conyugal. La situación despierta los celos de Juan (si es que tan frío personaje puede ser objeto de esa pasión), quien guardará el secreto de la situación que ha descubierto. Esta vez, lo logra, y ninguno de los otros dos personajes sabrá nunca lo que Juan vio. (3)

Escena cuarta: En New York, casa de Berta. Juan vigila desde la calle los movimientos del interior de la casa, ya que está preocupado por el encuentro furtivo de Berta y Bill. Es posible que Berta sepa que Juan está afuera, Bill sólo puede imaginarlo. Las sospechas de Juan son infundadas, y esta vigilancia del protagonista-narrador no tiene consecuencias narrativas. Parece ser sólo un eslabón más de la serie.

(Estas cuatro escenas de balcón son las que Juan recuerda mientras se desarrolla la escena quinta). Escena quinta: en Cuba, casa de Gloria y Ranz, cuarenta años antes. En ella, Ranz trata de verificar, a través del "balcón o ventana", como agregará Juan, las consecuencias del incendio que ha provocado luego de su asesinato.

Escena sexta: en Madrid, sala de la casa de Juan. Confidencia (y confesión) de Ranz, ante Luisa. El texto llega acá a un punto de tensión extremo: es el momento en que Juan (y Luisa) habrán sabido lo que "No he querido saber...". Es la segunda vez que Ranz cuenta su asesinato (aunque la primera narración, la que hizo a Teresa Aguilera, no está representada en la novela). Correspondiéndose con la gravedad y la importancia de la confesión, el balcón se ha interiorizado: Juan fisga desde el lugar más íntimo de la casa, y en la oscuridad. Ranz no sabe que Juan está allí. Luisa sí lo sabe, pero no puede saber si está escuchando, aunque ha creado ella misma las condiciones propicias para que esto pudiera ocurrir. (4)

Las escenas de balcón tienen destacables rasgos comunes. Comienzo por puntualizar que en el texto que examino, desde el título, desde los acápites que preceden al comienzo de la narración y desde la narración misma, existe un diálogo consecuente con La tragedia de Macbeth de Willliam Shakespeare. La abundancia de escenas de balcón remite, sin embargo, a la seguramente más famosa y más bella escena de balcón de la historia de la literatura. Me refiero a la escena segunda del acto segundo de La tragedia de Romeo y Julieta.

Como en ésta última, las escenas de balcón de Corazón tan blanco se componen siempre de tres personajes. Volveré sobre la excepción que parece darse en nuestra quinta escena de balcón. El tercer personaje en la obra de Shakespeare es la nodriza, quien desde fuera de escena, llama dos veces a Julieta para que entre a la habitación. El escasísimo texto de la nodriza ("¡Julieta!" "¡Julieta!" [5]) no debe ser causa de menosprecio respecto de su importancia. La nodriza representa allí la voz de las conveniencia, del orden y de la ley, frente al apasionamiento de los futuros amantes.

Juan es el escucha escondido o el curioso observador de todas las escenas. Al menos uno de los personajes que son vigilados (y a veces los dos) desconoce la presencia de Juan. En su defecto, como en la escena primera, los dos personajes que completan el trío ignoran mutuamente su presencia. En todas las escenas la curiosidad de Juan es determinante para que el fisgoneo se prolongue y perfeccione. La escena segunda ironiza sobre la fisgona vocación de Juan, mostrando la banalidad del objeto de su curiosidad: "Escuché un buen rato, primero un chotis, luego algo andaluz irreconocible, después un pasodoble y entonces salí [a interrumpir el plebeyo concierto]." (p. 103)

La escena quinta es, como ya señalamos, capital para la resolución de la trama -es el momento en que conocemos la existencia de un crimen, anterior en cuarenta años al momento de la narración. También conocemos allí al asesino, y con él, al causante del suicidio de Teresa. (6) Además de estas características, es la única escena en que: a) intervienen aparentemente dos personajes, en lugar de tres, b) Juan no es su indiscreto fisgón y c) está enmarcada dentro de otra escena de balcón, la sexta. Intentaré sacar provecho de esas diferencias.

En primer lugar: ¿por qué se diferencia del resto? Porque es la escena fundante del relato. Ella inicia el sujet, ocurre en el tiempo más remoto a que el texto nos lleva. Sin ella, la narración no existiría. Podríamos decir con absoluta certeza, e imitando al propio Juan, que sin ella tampoco él existiría. La condición de la existencia de Juan es la de la ocurrencia del crimen y del suicidio (y no solamente de la ocurrencia del suicidio, como Juan supone erróneamente en el inicio del apartado segundo de la novela [p. 103]). Juan es, textualmente hablando, el hijo de esas dos muertes.

En segundo lugar: en varias oportunidades las escenas de balcón son recordadas, incluso durante el transcurso de otras escenas de balcón. Pero esta es la única que está contenida dentro de otra. Como efecto de ese encuadre (escena de balcón enmarcada en escena de balcón) Juan es testigo oculto de su representación oral. Allí se constituye el tercero fisgón, que en este caso es múltiple. Asisten a esa representación Juan, pero también Luisa, pero también nosotros, los lectores. La escena pone al texto en abîme, y resuelve una contradicción que se inficiona en el texto desde su primera frase. En efecto, al decir "No he querido saber, pero he sabido...", el narrador se coloca en posición absolutamente opuesta a la del lector, que justamente quiere saber: para eso abre el libro y comienza su lectura. Ya hemos señalado que pese a sus negativas a saber, el narrador es un curioso compulsivo. Lo mismo que Luisa, lo mismo que el lector. Asistimos todos ellos (ocultos en el dormitorio, escudados detrás de las artes envolventes y seductoras de Luisa, separados de la escena por la mediación del relato de Juan, transformado en texto, en libro) a la representación que Ranz hace de la escena de balcón del asesinato. Nunca el espacio del tercer fisgón estuvo tan poblado.
 

Dinero, poder

La segunda escena de balcón introduce el tema del dinero, y sus relaciones con el poder. Se trata de un episodio minúsculo, pero que perturba considerablemente a Juan, y lo sume en una serie contradictoria de pensamientos: Juan da un billete a una pareja (organillero y gitana) para que dejen de distraerlo con su música. Como el protagonista reflexiona repetidas veces en el texto, para no ver basta con cerrar los ojos, pero los oídos no poseen un dispositivo de utilidad semejante. Entonces debe pagar a los músicos para que se retiren. Paga para no oír.

Las reflexiones de Juan se orientan en un doble sentido. Por un lado, tanto los organilleros como él han hecho un trato conveniente: ellos recibieron de un golpe un dinero que les hubiera costado mucho juntar entre los pocos y avaros transeúntes, y él se libra de su molestia, con la suma que "para ellos fue un dinero fácil". Pero por el otro, ha comprado la voluntad de los músicos "por tener dinero", "porque tenía dinero", "porque me dio la gana". (pp. 105-6)

Para decirlo de otro modo: si bien es cierto que el trato convino a los organilleros, quienes hubieran preferido en todo caso ese pago a cualquier otra forma de proceder de Juan para que se alejaran (como por ejemplo, piensa Juan, pedírselo por favor y educadamente), también es cierto que el dinero otorga poder sobre los demás, otorga la posibilidad de cometer una violencia: la de forzar la voluntad del otro. La meticulosidad del razonamiento de Juan, los esfuerzos reiterados que realiza para analizar la situación, sus ires y venires entre el estar conforme y disconforme con su actitud, ponen al personaje en uno de los momentos que no abundan en el texto todo: lo ponen frente a un problema moral. (7)

Sin dejar resueltas sus dudas, Juan pasa a relatar otro episodio: reflexiona sobre una joven de su edad, hija de los propietarios y luego propietaria de una librería cercana a la casa de su niñez, de quien en aquella época estuvo enamorado. El meollo del episodio es este: si Juan hubiera querido, y gracias a su dinero, ella no tendría ese destino mediocre, sería "distinta y mejor". En el razonamiento y en las creencias de Juan, el hombre que tiene dinero tiene el poder de cambiar el destino de los demás. Para su bien.

En el comienzo de la escena de los organilleros, el narrador estampa dos veces este sintagma: "dinero llama dinero". La reflexión es ocasionada porque es posible que las monedas que tiene la gitana en el platillo hayan sido puestas allí por ella misma, para que los transeúntes imiten esa actitud. De elemental engañifa, el procedimiento toma entidad absoluta, con brutalidad gramatical: "dinero llama dinero".

Es lo que ocurre en el texto: una vez lanzado a hablar sobre el dinero, el discurso de Juan es incontenible, y pasará sucesivamente -a continuación de los dos episodios sobre los que nos hemos ya detenido-, a hablar de su dinero y del de Ranz. Así como en el primero de los no numerados capítulos el narrador establece su genealogía biológica, acá establece la de su fortuna. Su dinero es, en realidad, el de Ranz. Ya lo poseía cuando era niño: Ranz no fue avaro con él. El joven Custardoy tuvo otra manera de tener dinero desde joven: ayudando a su padre en el taller de copias y falsificaciones de cuadros. No así el joven Juan, ni siquiera este adulto que ahora nos relata:

"...yo siempre he tenido dinero y curiosidad, (8) curiosidad y dinero, incluso cuando no dispongo de grandes cantidades y trabajo para ganármelo, como ahora y desde que salí de la casa de Ranz hace ya tanto tiempo, aunque ahora trabaje sólo seis meses al año. Quien sabe que lo va a tener ya lo tiene en buena medida, la gente se lo adelanta, sé que dispondré de mucho cuando mi padre muera y que entonces podré no trabajar apenas si no quiero, lo tuve de niño para comprar muchos lápices y heredé ya una parte a la muerte de mi madre, y una parte menor ya antes, a la de mi abuela..." (p. 111) Juan es generoso en cuestiones de dinero, si de lo que se trata es de hablar de ellas. El tono ligero con el que relata cómo se produjo la acumulación de la riqueza de Ranz, compuesta principalmente por obras de arte, no le impide tener fija su mirada en ella: "espero que a su muerte deje un informe de experto exacto [de su herencia en obras de arte]" (p. 117)

Sigamos el recorrido de esa acumulación: Ranz, apasionado por el arte, "...durante muchos años (años de Franco y también luego) fue uno de los expertos de plantilla del Museo del Prado", su condición de experto es utilizada por "instituciones e individuos que poco a poco se fueron enterando de sus virtudes y lo contrataban", "Al cabo del tiempo era consejero de varios museos norteamericanos" y también de "delictivos bancos sudamericanos". "A lo largo de los años fue haciendo cada vez más dinero, no solo por los porcentajes -que cobraba por esas intervenciones-, sino por su corrupción paulatina y ligera" y sus "prácticas semifraudulentas", de las que se jacta ante Juan. Esos deslices tan benignamente calificados por el hijo, "consiste(n) simplemente en pasar a representar los intereses del vendedor, sin que lo note ni lo sepa, en lugar de los del comprador". Una traición en la que la mentira pasa primero por el ocultamiento (de un defecto, de un retoque, de una mala restauración de la obra de arte con que se comercia) para llegar al engaño liso y llano ("mi padre posee joyas que no le costaron nada y de algunas de las cuales nada se sabe"), para timar a vendedores confiados. "Yo no afirmo ni niego nada -dirá Juan-, pero creo que en la colección de dibujos de Ranz hay tres que juraría son de Durero". Esos dibujos desaparecieron de la Kunsthalle de Bremen, en Alemania, en 1945. Consejero de falsificadores, arranca de allí su amistad con Custardoy padre, quien llegó a ser detenido pero "sin duda mi padre hizo llamadas desde su despacho del Prado a personas que tras la muerte de Franco no habían perdido enteramente su poder" (y a las que, debemos suponer, podía también llamar para pedirles sus favores, más fácilmente obtenibles en vida del tirano). Ranz sabe aprovechar oportunidades ("por ejemplo durante y después de una guerra, en esos períodos se entregan obras maestras por un pasaporte o por un tocino" [pp. 112/116])

En materia de aprovechar oportunidades y tener amigos influyentes, Ranz es verdaderamente un experto: medró también en la Cuba pre-revolucionaria y, según el Profesor Villalobos, "siempre he pensado que debió ser algo así como asesor artístico de Batista". (pp. 224/250) El fruto de semejante actividad, compuesta de deslealtades, falsas tasaciones, contacto con las dictaduras de Franco y Batista, negocios sucios con bancos sudamericanos, operaciones con robos de obras de arte al fin de la segunda guerra mundial y gangas obtenidas durante la guerra civil española y poco antes de la caída de Batista, ese fruto, es el que Juan espera sea bien tasado por Ranz antes de su muerte, para su mayor comodidad.
 
 

Política, historia

Si me he detenido largamente en la formación de la fortuna de Ranz y en las "great expectations" que Juan tiene para con ellas, no es para fundamentar la condena moral del despreciable padre ni del pusilánime hijo, sino para ponerla en contacto con algunas fechas que de la novela se infieren. Sesgadamente, la novela nos suministra esas fechas. El hoy del último capítulo se aproxima al del momento de la escritura, ya que un episodio ocurrido después del casamiento de Juan con Luisa, pero antes del final del texto, ocurre en un momento en que Felipe González es todavía Presidente de Gobierno Español, en tanto que Margaret Thatcher ya ha finalizado su actuación como primera ministra.

Ya que Ranz tiene 71 años en ese hoy narrativo, nació entonces alrededor de 1920. Conoció la dictadura de Primo de Rivera, la Segunda República, la guerra civil, el franquismo y la transición democrática. Tenía 20 años al fin de la guerra civil: construyó su fortuna durante (y con) la guerra civil y el franquismo, y la siguió acumulando a posteriori de la muerte del dictador, gracias a sus influencias y a las operaciones realizadas en otra dictadura (¿otras dictaduras?), ahora latinoamericana.

Su caso es el de un superviviente del facismo. Como el de Casaldáliga, protagonista de la novela El Siglo, del propio Marías. Casaldáliga nació, en realidad, en 1900, pero su longevidad le permite vivir todos los períodos de la vida española que vivió Ranz. Como éste, es un self made man exitoso. Leamos un resumen de su historia moral, que nos proporciona el propio Javier Marías en su Prólogo a la reedición de 1995:

A la búsqueda de un destino ´nítido e inconfundible´ [Casaldáliga], intenta primero ser mártir por amor, luego héroe de guerra, para finalmente convertirse en delator. Aunque más que intentar los dos primeros destinos, acaricia la idea de que se lo empuje a ellos, ya que esta es la historia de un abúlico, un cobarde, un pasivo y un indeciso, al menos hasta ese año de 1939 en que por fin empezó a ser activo". (p. 18) (9) En el mismo sentido, puede leerse en el texto: "La mañana de agosto en que Casaldáliga decidió intervenir definitivamente en su destino y ofrecerse como delator..." (p. 27) Hago notar que el personaje es denostado por Marías a causa de su pasividad y abulia, y que comete un acto positivo ("empezó a ser activo", "decidió intervenir definitivamente en su destino") en el mismo momento en que comete un acto moral condenable: una delación (que Marías, en el Prólogo de El Siglo, asocia con la delación que sufrió su padre, Julián Marías en el mismo año de 1939, y con la postulación a delator a favor del franquismo, inmediatamente después de la guerra civil, por parte de Camilo José Cela).

Casaldáliga es un delator, y es también un padre terrible. Ranz es traidor y es asesino, pero su hijo no puede verlo como padre terrible: la benevolencia de Juan respecto de él proviene tanto de su pasividad y abulia (con lo que Juan se viste con los ropajes de Casaldáliga antes de la delación), como de su interés acomodaticio: la herencia bien tasada que lo espera a la futura muerte de su padre, evocada con totales cálculo y frialdad.

En el conjunto de las dos historias, tenemos a Casaldáliga abúlico y pasivo antes de 1939, a Casaldáliga y a Ranz activos y dueños de su propio destino a partir de 1939, y a un Juan abúlico y pasivo que tiene 39 años en 1990.Hubo, entonces, en la historia de España, un período de decisiones, de actividad, un período heroico, de pasiones. Ese período está en el pasado. Son "pasiones pasadas", para decirlo en términos del propio Marías.

El libro de Javier Marías, Pasiones Pasadas (10), no remite, en realidad, a apasionamientos tales como los de Casaldáliga y Ranz, sino que, como lo explica el autor en el prólogo, se trata de un recopilación de artículos publicados en periódicos, en un pasado cercano, y con "un grado mayor o menor de pasión". Pasiones módicas: posfranquistas.

Lo cierto es que de las dos historias contadas en Corazón tan blanco (la del asesinato y la de su revelación), sólo en la primera hay un acto de amor, que es un asesinato. Aunque la calidad moral de ese asesinato se le escape a Juan ("Lo único nuevo es que ahora lo veo más viejo y menos irónico, casi un viejo, lo que nunca ha sido" [p. 297], dirá el protagonista, para contar su reacción luego de conocida la terrible noticia), será difícil para el lector no observar que aquella pasada pasión anula cualquier mérito ante el acto homicida a que conduce. Amor y asesinato intercambian sus valores, los confunden o anulan mutuamente. O, para decirlo de otra manera: las cualidades positivas de la pasión neutralizan a las negativas del delito. O son su envés.

Las pasiones pasadas de la historia de España, y también las de Ranz, conducen directamente a la guerra civil (que él vivió, aunque, al parecer, sin mezclarse en su apasionamiento: estaba ya amasando su fortuna). Período de pasiones que resultó en violencia, torturas, asesinatos, ajusticiamientos (que se prolongaron durante el período posfranquista, esto es, durante la dudosa carrera de Ranz), parece decir el texto, y que por lo tanto ahogó todo heroísmo: un acto nulo, esa guerra, en la que todo ideal condujo al fratricidio.

Desde luego esto pone a las dos fuerzas enfrentadas, la de los republicanos y la de los sediciosos, en un plano de igualdad. La culpa se difumina: responde a un condenable apasionamiento, juzgada desde el punto de vista de Juan, ese desapasionado por excelencia. "Lo que oí aquella noche de labios de Ranz no me pareció venial ni me pareció ingenuo ni me provocó sonrisas, pero sí me pareció pasado". (p. 298. Las bastardillas son mías) Pasado, y por lo tanto, olvidable para el narrador: un mundo ajeno ya que "la débil rueda del mundo es empujada por desmemoriados que oyen y ven y saben lo que no se dice ni tiene lugar ni es cognoscible ni comprobable" y que "todo se va perdiendo. Jamás hay conjunto, o acaso es que nunca hubo nada." Esta concepción del tiempo y de la historia concede un primer lugar a la función no querida, pero inevitable, del olvido. Pero ante ella se alza el poder del relato, tampoco querido, aunque fatalmente todo termine por saberse, aunque no se quiera: "Sólo que también es verdad que a nada se le pasa el tiempo y todo está ahí, esperando a que se lo haga volver, como dijo Luisa" (p. 294)

Al igual que el narrador de Todas las almas (11), el pensamiento de Juan oscila entre la fatalidad del olvido y la probabilidad -que a veces se transforma también en fatalidad- de que todo suceso renazca en el relato. Es la pasividad de Juan la que permite que Luisa interrogue a Ranz. Esa pasividad esconde un convencimiento temeroso: el de que "La boca está siempre llena y es la abundancia" (p. 144) Nos encontramos pues son esta contradicción: la boca, abundante de palabras, está dispuesta a contar lo que no se quiere saber. Pero eso que se cuenta es el pasado, y está radicalmente separado de nosotros: "Jamás hay conjunto".

En la composición del personaje de Juan, esta contradicción se articula así: lo que no ha querido saber ha sido finalmente dicho, pero como no hay conjunto, ese saber no repercute sobre el narrador. Ha escuchado un relato incómodo, sin fuerzas para detenerlo, o bien, equilibrando su deseo de saber (fisgón al fin) con su deseo de desconocer. Sobre la existencia de esa falta de repercusión, es altamente ilustrativo el último capítulo de la novela, en el que la vida de Juan sigue desarrollándose igual que antes de saber que su padre fuera un asesino. Cuando pienso esa contradicción en clave histórica y política, lo que el narrador nos dice es que no hay conjunto entre la época pasional de la guerra civil y la España modernizada de los 90. Luisa y Ranz participan de ese convencimiento:

"Descuide", le respondió Luisa con valor y humor (valor para decirlo y humor para haberlo pensado), "yo no me voy a matar por algo ocurrido hace cuarenta años, sea lo que sea." Ranz tuvo los mismos valor y humor para reír un poco. Luego contestó: "Lo sé, lo sé, nadie se mata por el pasado. Es más, no creo que tú te mataras por nada, aunque te enteraras ahora mismo de que Juan acaba de hacer algo como lo que yo hice y le conté a Teresa. Tú eres distinta, los tiempos son distintos, más leves, o más duros, lo encajan todo". (p. 269) Es difícil juzgar este extrañamiento radical entre el pasado y el presente, esta negación absoluta de la influencia o el valor de la historia en los hechos del presente. Forma parte del juicio acomodaticio de los tres personajes principales de la novela, pero también de otros, como el caso de Berta, cuya sucesión de amantes es no sólo olvidable, sino olvidada por ella misma. Pero no puede decirse que se trate del "mensaje" del texto. Tampoco negarlo. La pulcritud de la escritura, la frialdad del protagonista, la falta de conexiones entre la figura del narrador en primera persona y la del autor (lo que debe entenderse como un elogio a la composición novelística de Javier Marías), lo impiden.

El texto que Juan escribe, el relato que Juan nos cuenta, lo define como personaje. Este personaje tiene una idea del mundo como conjunto imposible en el tiempo, armado de piezas donde la memoria no juega papel alguno, por más que la boca se empeñe en relatar lo ya ocurrido. Ese personaje es deleznable, pero este aserto me pertenece, no pertenece al texto. En él, todos los valores morales, todos los juicios éticos, están borrados.
 
 

Notas

(1). Carlos Javier García, "La resistencia a saber y corazón tan blanco, de Javier Marías", en Anales de la Literatura Española contemporánea, Vol. 24, Issues 1,2, 1999, págs. 107/108.

(2). Javier Marías, Corazón tan blanco, Barcelona, Anagrama, 1992, pág. 288.

(3). Javier Marías, op. cit. Pág. 201 y sgtes.

(4). Javier Marías, op. cit. Págs. 265 y sgtes.

(5). Cito por la traducción de Luis Astrana Marín para Aguilar, Madrid, 1945, págs. 246 y sgtes.

(6). Corazón tan blanco acepta una lectura en clave de novelística policial, aunque claramente esa sería una lectura sería claramente reduccionista. Se narran en ella la investigación no querida de un crimen que no se sabe que se haya cometido. Como señala Todorov en "Tipología de la novela policial" (en Daniel Link, comp. El juego de los cautos, Buenos Aires, La Marca, 1992), la novela encierra dos relatos: el del crimen, ocurrido hace cuarenta años, y el de la involuntaria investigación, en el hoy narrativo.

(7). Efectivamente, los problemas morales están casi ausentes en la novela, excepto en uno de sus momentos culminantes: el del comienzo, el del suicidio de Teresa Aguilera. Teresa, cuya voz no será nunca transcripta, alcanza su mayor estatura moral en el instante de su suicidio: es la que no transige, lo que la pone en el lugar opuesto al de todos los otros personajes de la novela.

(8). Aunque "No he querido saber, pero he sabido..."

(9). Javier Marías, El siglo, Barcelona, Anagrama, 1995, págs. 8/9

(10). Javier Marías, Pasiones Pasadas, Barcelona, Anagrama, 1991

(11). Javier Marías, Todas las almas, Madrid, Alfaguara, 1998