Antonio Linage Conde. Correspondiente de la Academia de Buenas Letras de Barcelona
¿Fortuna audaces iuvat? Lo admito con tal de que se incluyan en el auxilio si es el caso lecciones de humildad, de arrepentimiento de la audacia incluso, hasta de represión de la misma para las venideras ocasiones. Yo estoy ahora teniendo la audacia de hablar del Arcipreste ante la más sapiente asamblea imaginable de arciprestistas de las siete partidas del mundo. ¿Acaso porque ya me queda poco margen al arrepentimiento eficaz? Eso sí, soy de veras sincero si doy fe de que mi única ambición en este trance es la comunicación de unas impresiones de lector, cum amore, eso sí, pero nada más.
Nos encontramos ante un libro que requiere un autor. Individual, queremos decir. De lo que no hay duda, teniendo en cuenta su extensión y complejidad, por muy generosa que sea su apertura a la oralidad y la elaboración popular.1 Tanto el título como la identificación del escritor resultan de sendas menciones en el curso del texto. Libro de buen amor, buen amor dice el libro. Que no conste al principio, como en los tiempos modernos, no nos extraña. Lo raro más bien en el contexto medieval es que se le llegue a titular, aunque sea de esa manera implícita. Y teniendo en cuenta que el nombre y su adjetivo en cuestión tienen varios sentidos en el curso de la obra, como que en ello está la clave de la interpretación de su mensaje, no cabe duda de insertársenos el mismo título en la dificultad del problema de por sí, debiendo ser valorada en ese orden de cosas la tal inserción. El autor se identifica en la estrofa final que apostilla unas admoniciones del Amor a él mismo: Juan Ruiz, arcipreste de Hita. Por eso se ha visto en ella el explicit de un ars amandi como pieza separada.2
En fin, el libro está incompleto. La última estrofa consiste en el resumen de una parte del relato titulado la Cantica de los clérigos de Talavera, pero aun así no lo termina. Corominas en la útima nota de su edición crítica3 apostilla que «en todo caso, la pérdida involuntaria de la hoja final de un manuscrito es siempre fácil». Pero ¿cómo sabemos que sólo falta una hoja, y que a esa pieza, una de tantas del libro, no seguían otras?
Porque, si bien el Libro de buen amor tiene cierta unidad, por mucho que a veces parezca el autor esforzarse en que la misma se nos escape, formalmente es un delicioso cajón de sastre. El Arcipreste canta, cuenta y enseña, dándosele un ardite del encabalgamiento armónico de sus materiales, tan poco como le importa cambiar de métrica.
Mas antes de proseguir, todavía hemos de decir algo de las intuiciones a que se presta la transmisión textual de la obra. Consistente la tal en tres manuscritos enteros y algunos fragmentos y citas. Las diferencias del códice de la Universidad de Salamanca con los otros dos, que son el de la Catedral de Toledo y el llamado Gayoso de la Real Academia Española, dieron pie a la tesis de una doble redacción de la obra, vigente4 hasta 1974, cuando el editor Charini la sustituyó por la de un arquetipo común de redacción única,5 si bien inmediatamente Corominas, en otra edición falta de sensibilidad y seca, estimó ser compatible con el arquetipo.
Mi osadía no llega hasta adentrarme en la malla textual. En la cual, sin embargo y de paso quede dicho, tuvieron mucha pereza para adentrarse estudiosos que sí poseían las precisas capacidades, de manera que a Alberto Vàrvaro debemos advertencias y llamamientos novísimos que nos asombran. Pero yo además pienso que tanto la doble redacción, en la que desde luego no me inclino a creer,6 como la modificación posterior a la primera y un tanto incógnita, servirían casi por igual a mi visión de lector a la busca de alguna claridad en la espesura. Los fragmentos conservados aparte se encuentran en una versión humanística portuguesa y en el programa de un juglar cazurro, o sea ínfimo. La cita, en el libro de otro arcipreste, el Corbacho, del de Talavera, también de la diócesis primada toledana. Salta pues a la vista la popularidad de la obra. De la que pueden aparecer sorpresas de las que hacen época, tal algún impreso incunable o cuasi. Bien maridada desde luego esa difusión con las tales variantes en su transmisión. ¿También con la sospecha de haberse perdido más manuscritos de la cuenta? ¿Y otras piezas además del final de la última conocida?
El autor nos había comunicado su decisión de poner punto a su librete con cuatro cantares a la Virgen. Pero inmediatamente no se conforma con ello. Añade otras piezas, y es más, expresamente nos advierte de que ese supuesto punto final no llevaba consigo la terminación de la obra, mas non la cerraré.7 Una apertura que poco más adelante explica generosamente: cualquier lector que sepa escribir bien puede adicionarlo o enmendarlo. Sirviéndose de la imagen de las mujeres que se lanzan unas a otras la pelota cuando a ella juegan.8 Así, de esa manera, siempre propicio a su enriquecimiento, quiere que circule su obra. Tanto que está prevenido contra el lector codicioso y acaparador, pidiéndole que la preste gustosamente.9
Por supuesto que en la Edad Media no se era, ni mucho menos, tan celoso de la originalidad y la propiedad intelectual en exclusiva cerrada como ahora. Prueba de ello que literatos doctos, como Enrique de Villena en Los doce trabajos de Hércules, y Juan de Mena en su Laberinto, hacen la misma concesión, aunque naturalmente limitada a los lectores equiparables a ellos mismos. Por eso Leo Spitzer, a propósito de este pasaje, trae a colación la perfectibilidad de la propia creación que, como el Arcipreste, había sentido María de Francia. Mas ése, a pesar de su condición clerical, con la carga implicada no sólo de posición social sino de ciencia eclesiástica, se siente hombre del pueblo, que quiere sumergirse en los goces de la gente sencilla. Por lo cual, le entrega su libro, distinguiendo además en él el texto y la glosa. Fizvos pequeño libro de testo, mas la glosa non creo que es chica, antes es bien grand prosa.10 ¿Acaso tenía la esperanza de que, a la par que el pueblo los cantara, otro docto de su talante continuara también su parte erudita?
A este propósito, hay que recordar cómo los poetas de inspiración folklórica han estimado la recompensa máxima a su tarea y el signo definitivo de su consagración, el que alguna de sus canciones llegase a circular en la boca del pueblo como anónima, o sea indiferenciada tácitamente por él del acervo de la creación perdida en la transmisión tradicional de las generaciones que a su vera literaria se van sucediendo a sí mismas.
Por eso fue feliz la intuición de Juan Goytisolo cuando, teniendo en preparación un ensayo sobre nuestro Libro, se acordó de él durante el que llama su período de aclimatación a su futura querencia de la plaza de Xemaá el Fná de Marrakech, poblada de los «números» de los juglares de la halca. Insertando la obra del Arcipreste «en esas lecturas callejeras en las que el texto funciona como una partitura, concediendo al intérprete un amplio margen de libertad, incluso desempeñando un papel primordial los cambios de voz y del ritmo de la declamación, las expresiones del rostro y los movimientos corporales».11
De ahí que la discusión en torno a lo que al Libro de buen amor falta afecte nada más que a un aspecto secundario del problema. Pues aunque hubiese sido la Cantica de los clérigos de Talavera la última que salió de la pluma de Juan Ruiz, por la propia concepción que él tenía de su libro era imposible que con ella le diera por concluso. De manera que, a estas alturas de solazarnos con él, podemos seguir afirmando que el Libro de buen amor no está terminado y sigue abierto. Tanto como el buen amor mismo y la vena literaria al servicio de su música. Lo que yo me complazco en pregonar en este que creo ser el pueblo del Arcipreste.
Y aun adelantando algo, me parece adecuado traer a colación la referencia inicial que él hace de la cárcel en que se encuentra, la petición al Altísimo de sacarlo de allí, de su mala prisión. No cabe duda de haber sido el Arcipreste un hombre irresistiblemente enamoradizo. Y a la vez un creyente en la fe católica y en principio deseoso de estar a bien con la Iglesia. Así las cosas, que cuando comenzó a escribir su obra se sintiera aquejado, ora de alguno de sus crónicos males de amores ora de alguno de los corrrelativos escrúpulos de conciencia, parece lo más natural. Pero todavía se me ocurre una interpretación complementaria, desde luego cumulativamente con la anterior y entrañada en la simbiosis de la literatura y la vida que es de todos los libros y los hombres pero muy particularmente de nuestro culto juglar. ¿No denotaría también ese estado de encarcelamiento el anhelo creador por dar a luz el propio poema, por alcanzar a ponerlo en forma concretamente, lo que lleva consigo los correspondientes dolores de parto?
Y antes de proseguir, me veo precisado a hacer una confesión que puede parecer osada, pero que en todo caso está exenta en mi ánimo de cualquier frivolidad. La doctrina de la Iglesia y su disciplina, incluida la relativa al amor y los amores y amoríos, varió poco desde los días del Arcipreste —de los anteriores no hemos de decir— hasta el Concilio Vaticano segundo y la mentalidad a su vera suscitada, por otra parte de una manera definida por la confusión y con muchas reservas y ambigüedades. De manera que, peinando yo ya canas y habiéndome pasado la juventud en tierras y ambientes en que esa voz eclesiástica se dejaba oír muy fuerte, me creo capacitado para intuir algunas explicaciones a la ambivalencia de nuestro poema. Desde luego estoy seguro de que la tarea me resultaría mucho más difícil de tener la edad de mis hijos o haberme criado en otro contexto. ¿Acaso por eso mismo Menéndez y Pelayo12 no se planteó de frente el problema en su crítica,13 como dándolo por resuelto pese a la evidente contradicción si se apuran los cabos?
Así las cosas, tengo que confesar mi radical incapacidad para entender a Américo Castro14 cuando opina que «islamismo y neoplatonismo combinados hicieron posible la pacífica convivencia del erotismo y la religión, imposible como simultaneidad para el cristiano,15 cuya creencia no le permite abandonarse justificadamente a las delicias del amor cortés». ¿No hay ahí una nítida confusión entre la fe y las obras, el deber y el hacer? De no figurar en el párrafo el último adverbio, sólo estupefacción sentiríamos. Pero en cuanto al adverbio en cuestión, baste recordar que el Arcipreste no se siente justificado ni se justifica sin más a sí mismo. Precisamente, si se justificara plantearía menos problemas exegéticos, sólo alguno mucho más brutal pero consecuentemente sencillo para la teología moral.
Tampoco puedo encontrar deducibles cualesquiera sutilezas de psicología colectiva o Weltanschauung de los versos «más orgullo e más brío tienes que toda España y con buen servicio vencer cavalleros de España».16 ¿Sería demasiado malicioso sospechar que en Castro la construcción de la propia tesis se ha hecho con materiales distintos de los argumentos a su favor y previamente a ellos? María Rosa Lida17 llamó la atención sobre la posible dificultad de los lectores modernos, sobre todo protestantes, para entender la libertad del Arcipreste cuando pasa del reino de la frivolidad al de la decencia. Pero nada más. Ella por su parte lo que no puede es ver en ese tránsito una negación que sólo sería salvable mediante la puesta en juego de un lenguaje críptico.
Y, a propósito de esa referencia a los lectores modernos, sí conviene hacer un inciso. Decíamos que la doctrina eclesiástica cambió poco desde los días de Juan Ruiz hasta los que yo alcancé a conocer. Pero un inmovilismo integral en su aplicación al cabo de tiempos tan largos y al fin y al cabo distintos habría sido imposible. Ciertas prácticas se suavizaron o endurecieron. De manera que, por ejemplo, a un arcipreste le hubiera sido imposible en la primera mitad del siglo xx publicar un libro como el del Buen amor. Azorín, en una de sus fantasías en torno a los clásicos, haciéndoles vivir en época distinta a la suya, se inventa un autor dramático contemporáneo llamado Gabriel Téllez, que tuvo que ahorcar los hábitos para poder dedicarse a la escena. Y efectivamente, el seudónimo de Tirso de Molina no le habría bastado en nuestros días para conseguir esa libertad dentro de su orden religiosa. Pero ésta es otra cuestión, desde nuestro punto de vista más superficial.
En definitiva, es la abrumadora exigencia de sumergirnos en la realidad lo que debe guiarnos a través de la obra de Juan Ruiz.18 Cualquier alejamiento de la misma nos llevaría también lejos del autor y de su libro, eso sí, para volver a encontrarnos con nuestras propias ideas y preocupaciones. Sin que podamos nunca perder de vista la distinción entre los adoctrinamientos del Arcipreste y las confesiones del amador. Porque estas últimas no pasan de tales, sin pretender sentar una cátedra de doctrina moral paralela a la de la santa Madre Iglesia. Algo tan evidente que nos extraña no se tenga en cuenta en todo momento. Félix Lecoy19 ya insistió en no ser el Arcipreste ni un filósofo ni un moralista, sino un poeta, que seguía su inspiración allá donde le llevara, sin arredrarse de que a veces fuera contradictoria, metiéndole en vericuetos asombrosos a través de variaciones extrañas. Ahora bien, no era un filósofo ni un moralista, pero entre otros motivos también por una razón bastante, que era la de aceptar la filosofía y la moral de la Iglesia. Precisamente de la común falta de identidad entre la teoría y la práctica está hecha la vida. La santidad heroica es la excepción y no la regla, ni siquiera la minoritaria si se toma con alguna amplitud. Las mil incoherencias de la vida y los hombres son el espectáculo cotidiano a la vista, del que ni nos quejamos, ni siquiera nos sorprende. ¿Por habérnoslo contado en un libro vamos a medir con vara distinta al Arcipreste o a sus intérpretes y lectores?
El autor del Libro es un arcipreste, o sea, un clérigo de la Iglesia de su tiempo que, en una buena medida, es la de todos los tiempos.20 Ello implica la presunción de una creencia, de un espíritu corporativo y, en el orden de los principios, del acatamiento de una moral y una disciplina. En cuanto a su devoción, sobre todo mariana, están hechas de ella partes enteras de su obra. Otra dimensión es la de la conducta en la realidad visible, no siempre coincidente con la teoría que se profesa. Una conducta que, además, en un escritor puede ser no sólo la personal sino también la literaria. En nuestro pesonaje no podemos dudar de que la presunción se realizó a pesar de todo.
A propósito de su fe, es decisiva la postura21 que toma respecto de la astrología. Admite que las estrellas influyen en el estilo y el talante de los hombres nacidos bajo una constelación específica de ellas cada uno. Pero haciendo dos irreprochables salvedades teológicas. La de tratarse de un orden natural, que ha sido dispuesto y querido por Dios en su creación.22 Y consecuentemente la de estar siempre en manos de la todopoderosidad del mismo. De manera que Dios conserva siempre la posibilidad de alterarlo.23 En efecto, Dios ha ordenado el curso natural del mundo, que «non se puede estorçer». Pero él lo puede alterar sobrenaturalmente. El Arcipreste lo enuncia así, y apostilla expresamente: «segund la fe catholica yo desto só creyente». Llamando incluso la atención sobre la conveniencia de pedirle sus fieles, con oraciones y buenas obras, esa enmienda en cuanto pueda beneficiarlos.24 Ahí está pues la limitación de la ciencia astrológica, en el «poderío de Dios», capaz de mostrarse más benévolo con el hombre que el mismo orden natural: «tuelle la tribulación».
En cuanto al acatamiento de nuestro arcipreste de la disciplina eclesiástica, vista ésta como legitimación divinal de una potestad, baste la abundancia de sus invocaciones al Derecho Canónico, no quedándose en las meras teología y piedad. Notemos que los clérigos de Talavera, con cuya asamblea rebelde a los mandatos de su ordinario los manuscritos del Libro terminan, no pasan de ser unos pecadores que piden la continuación de la tolerancia para su estado irregular y nada más. No niegan estar en él. Su caso, en el futuro, no habría sido competencia de la Inquisición, por no presentar ninguna vertiente contra la fe.
La condición clerical del Arcipreste, tengo que insistir en ello, implicaba la posesión de una determinada cultura. Esa situación también la he conocido yo todavía vigente, puesto que aún duraba en los tres primeros tercios del siglo xx. Es en el último cuando la formación de los levitas católicos se ha hecho más profana, abandonando el latín y ocupando la sociología y la antropología espacios que antes de la teología eran. La diferencia con la Edad Media consistía en que entonces esa cultura era de por sí una proporción muy alta de la cultura sin más, en tanto que, a partir del Renacimiento, pasó a ser un reducto particular de una cultura más y más secularizada.25 La simbiosis del contenido religioso cristiano con la tal cultura, dada la naturaleza libraria del propio cristianismo, es la que hace precisamente de éste una religión de libro, si bien comparte la nota con el judaísmo y el islamismo.
El elemento más tipificador de esa cultura era el mantenimiento del latín como una lengua viviente de alguna manera aunque no materna, Kultursprache que se ha dicho. Yo he conocido eclesiásticos que esmaltaban su conversación ordinaria de algunas locuciones latinas con plena naturalidad. Eso era entre ellos corriente, y no sólo entre los particularmente doctos. Lo cual llegaba a síntoma de toda una mentalidad, una visión del mundo, un acuñamiento del menester y la vida.
A este propósito cuento con el recuerdo personal de un doble ejemplo decisivo. Que va de lo humorístico a lo trágico. En la década de los cincuenta, el arcipreste de Sepúlveda, don Alejandro de las Heras, era de un vitalismo desbordante, estando dotado de un físico muy parecido al de Juan Ruiz si damos crédito al retrato de su libro. En una reunión distendida en la misma plaza del pueblo, una de sus feligresas elogió su persona y su labor. A lo cual él replicó contradictoriamente con su descontento de sus fieles, que había de traducirse en otro correlativo de sí mismo, siguiendo la aseveración del profeta Isaías de deber correr el sacerdote la misma suerte que su pueblo, «sicut populus ipse sacerdos». Pues bien, en agosto de 1936, cuando en aquella tierra se estaban llevando a cabo sistemáticamente asesinatos de gentes disidentes de la ideología que había conquistado el poder, junto a Segovia, el párroco de Zamarramala se interpuso entre la banda correspondiente y los condenados, esgrimiendo la misma frase latina según la cual el sacerdote había igualmente de ser ejecutado con su pueblo, y desde luego el primero, «sicut populus ipse sacerdos». Y ese latín tuvo la misma eficacia que el de «Divinas palabras».
Volviendo a la cultura toledana de Juan Ruiz, pensemos que la liturgia era un elemento vital en la cotidianidad de un clérigo.26 Hay que recapacitar en la impronta que suponía esa cotidianidad de la lectura de los textos de la misa y el breviario. La expresión más afortunada imaginable llamaba a éste «la suegra», por mor de lo inexorable del deber de su rezo diario. La Academia la estima aragonesismo, pero yo la he encontrado en el noroeste salmantino, Galicia y Madrid. «Vivo feliz como el ciervo, saltando de risco en risco, sin suegra, sin cabildo y sin obispo», contaban había escrito estando de vacaciones un canónigo de Ciudad Rodrigo. Claro está que el deber de cumplir con la suegra regía durante las mismas, por lo cual consideramos la alusión a ella un desenfado para dar a entender todo el resto de las espléndidas liberaciones de su argumento.
El Libro de buen amor nos muestra pródigamente la inmersión de su autor en dicha liturgia y en las demás disciplinas clericales. Su mundo no es sólo el cristiano genérico, de la Biblia y algunos Padres, sino el específico católico como ya hemos mostrado. Nada más ajeno a él que la tesis protestante negadora de la legitimidad del Derecho Canónico,27 por estimar su naturaleza jurídica y de fuero externo incompatible con la naturaleza meramente espiritual y carismática de su mensaje religioso. Para el Arcipreste no cabe en cambio duda de ser su característica un lugar teológico.
En este orden de cosas, fijémonos en «la penitencia quél flaire dio a don Carnal».28 Se trata de un genuino tratado jurídico-canónico del sacramento de la penitencia, incluida expresamente y hasta con detalle la potestad de la Iglesia de perdonar los pecados y las modalidades de su ejercicio en la práctica. El Arcipreste insiste en la necesidad de que los clérigos que den la absolución tengan para ello la oportuna licencia de los ordinarios locales, y de que los pecados reservados se reserven efectivamente a las autoridades con la competencia exclusiva para reconciliarlos. Se trata del Decreto de Graciano y de las Decretales, no limitándose pues al mero Evangelio.29 ¿Será rizar el rizo imaginarnos que el Arcipreste pecador quiere asegurarse de que en su propia confesión no falte, llegado el caso, requisito alguno capaz de dejarle cualquier duda o escrúpulo, tratando consecuente y piadosamente de evitarlos igualmente a sus prójimos? Claro está que tal sugerencia puede resultar mucho más difícil de admitir a las gentes formadas en un ambiente religioso y ético distinto.
La dicha familiaridad del Arcipreste con la liturgia cotidiana y sus textos era de esperar, pues. De ahí su invocación inicial, tomada del ritual de los agonizantes u Ordo commendationis animae,30 su paráfrasis del avemaría31 y la exposición de la pasión de Cristo siguiendo las horas canónicas del oficio divino.32 En el terreno de la parodia, las mismas horas son el esquema de la «pelea» del Arcipreste con don Amor en boca de aquél,33 y también se le adscriben la goliardesca de otros textos que hacen los clérigos de Talavera,34 imitada de la Consultatio sacerdotum que atribuida a Walter Map, el arcediano de Oxford, ahora parece tener un abolengo más arraigado en una tradición bastante común.35
En cambio, en este clérigo pecador no advertimos mezcla alguna de religiosidad y erotismo,36 precisamente por lo nítidamente deslindado de una y otra esfera. Solamente podemos ver alguna vez la manifestación amorosa en circunstancias materialmente devotas, algo por lo tanto muy en la superficie. Así, la hermosa dueña a la que el Arcipreste ve cuando ella está rezando el día de San Marcos, y por supuesto en el caso de la monja requerida de amores todo el contexto de su horario cotidiano, dentro del cual resulta natural llevarle una carta a la misa de prima.37 Muy poco que ver con el sentimiento erótico que pretende invadir la esfera del amor místico, aunque se quede en una tentación, por ejemplo en el sacerdote protagonista de El Señor, de Clarín, ello en canbio anegado en La Regenta por el torrente abrumador de la sensualidad inmediata y el deseo celoso,38 parecidamente al galdosiano Tormento.39
Volviendo a la doctrina, no olvidemos el sermón inicial.40 Del que hay que notar también su comienzo sálmico latino, y otras intercalaciones textuales parejas. Hasta no hace mucho, los sermones en las iglesias católicas se iniciaban ritualmente con un lema escriturario en latín, que se repetía después del exordio, rezándose silenciosamente entre las dos partes de la pieza oratoria un avemaría, por cierto una costumbre contra la cual Erasmo escribió todo un pequeño tratado en vano.
En cuanto a la devoción del Arcipreste, no es cuestión de insistir aquí en sus loores a la Virgen, con una generosa apertura a las tradiciones amplificadoras de los datos evangélicos, tal la duplicidad de sus siete gozos. De esta manera, el autor del Libro da acogida en él tanto a la liturgia latina de los clérigos como a las expansiones en romance más al alcance también de los seglares.
Ahora bien, dando por buena la ambivalencia de Juan Ruiz entre la religiosidad y el pecado, todavía puede sorprendernos que no se arredrara de ponerlo por escrito.41 Un problema ante el cual parece que hay que inducir la condición visceral de escritor del mismo, una simbiosis esencial entre la literatura y la vida, sencillamente la necesidad de expresarse de esa manera. Es significativo que se acuerde de la condición creadora de Dios al pedirle gracia y alumbramiento para su libro de cantares.42 Y a menudo nos confiesa también, casi nos atreveríamos a decir, una cierta indisolubilidad entre la letra y la música, tanto la meramente vocal como la instrumental.43 La descripción de los instrumentos que tocan en el recibimiento a don Amor44 llega a recordarnos la de los instrumentos de la orquesta en la tienda especializada que Thomas Mann nos presenta en su novela musical Doktor Faustus. Pero no nos resulta tan sintomática como el continuo reclamo al acompañamiento musical sencillamente.
Y esa naturalidad en la expresión escrita del Arcipreste, cantarina diríamos mejor, teniendo además en cuenta que la elaboración de un libro en la Edad Media no equivalía, en cuanto a la potenciación de su contenido, a la posterior dada a los tórculos cuando llegó la imprenta, nos impone ya de entrada, al llegar el momento de enjuciar su actitud, una cierta cautela en cuanto a la hipótesis de haber algún cinismo en él. Una cautela previa a su discusión queremos decir.45
Recordemos que el amor bueno da título al libro. Parece el predilecto del autor, pues. Se habla en él además de un amor limpio que es el de Dios. Y de un loco amor que hay que evitar. Mas, cuando este loco amor se contrapone al buen amor sin más,46 ¿hemos de equiparar éste al místico? De pensar así no habría otro amor bueno que él, y ello es incompatible ni más ni menos con toda la obra. Pero hay más, el amor loco no es el amor malo sencillamente, y ahí está lo decisivo. Mal amor que también aparece en nuestro libro.
Se le llama en una ocasión pecado dañoso. Y un ejemplo que de él se nos pone es horripilante, el del ermitaño que viola y mata a una mujer. Violación que en otro lugar se considera fruto de la soberbia y no sólo de la lujuria. Lujuria a la que se dedica un epígrafe, naturalmente, identificándola con el adulterio y el «fornicio», y con el pecar con qualquier que tú veas.47 ¿No equivale ello a la falta de amor? ¿No nos pone en el camino de la perversión sexual un tanto?48 Algo más adelante nos dice que destruye el cuerpo y mata el alma.49
Así las cosas, ¿el loco amor no aludirá más bien a las espinas entre las rosas del buen amor mismo, siendo un reclamo a esa otra cautela que al amador no debe abandonar nunca, sin que sea cuestión de teorizar en torno a lo que de guerra de sexos en el propio amor se da? Ahí está, plena palestra de lo agridulce, todos los relatos «de cómo el Amor vino al Arcipreste e de la pelea que con él ovo el dicho Arcipreste», o sea «sañudo e non con vino», y «de la pelea que el Arçipreste ovo con Don Amor»,50 a saber «mal enemigo, como el lobo». Pero si París valía una misa, ¿qué no valdría don Amor?
El asentimiento a la afirmación de Aristóteles de que es el amor el que mueve al mundo se hace muy pronto en el Libro. Aristóteles no era entonces un filósofo, sino el Filósofo sin más. «Cosa es verdadera», nos dice el Arcipreste de esa su opinión, la valoración suprema del «aver juntamiento con fenbra placentera». El amor, la propensión a él, la condición enamoradiza son naturales. Y más todavía en el hombre que en el resto de los seres vivos, en cuanto él ama cuando no está en celo, en todo momento.51 Cierto que ello implica «locura», «mal seso», «sin mesura». Pero esa singularidad de la que algunos llaman la especie elegida es natural también, entra en la aseveración aristotélica admitida. No se trata pues de una de esas aberraciones de la lujuria. En definitiva, la presencia de la locura en ese adoctrinamiento hay que verla más bien como un llamamiento a no desviarse del buen amor, no a la abstención de él.52
Concretamente, la condición del autor es particularmente proclive a la tal condición amatoria. Cuando nos lo expresa hace gala de ese frescor que hace su voz tan inconfundible. «Servir dueñas» fue su sino. Y «el bien que me feçieron non lo desgradescí». Es más, se trata de algo continuo, un estado constante a lo largo de la andadura por la tierra. La costumbre, la cotidianidad es «querer sienpre tener alguna enamorada». Por eso nos ha salido ya la cuestión en la que desde hace tanto tiempo se ha indagado de la índole de autobiografía del poema.53
La exaltación de la mujer se hace en otra ocasión de una manera más genérica y expresa,54 y con la misma fluidez. La postura contraria es de villanos y torpes: «ca en muger loçana, fermosa e cortés, todo bien d'este mundo e todo plazer es».55 Pero en este sentido no debemos olvidarnos de la postura ambivalente de la Iglesia. La consideración en algunos textos patrísticos de la mujer como el receptáculo de la tentación, y la adaptación a las mentalidades sociales que no admitían la plena igualdad de derechos de la misma, no puede velarnos del todo la otra cara. Baste tener en cuenta que ninguna criatura ha sido exaltada entre los santos a una condición equiparable a la de la Virgen María.56 Y uno de los enfoques teológicos de la mariología toda no es tanto la consideración de la Virgen como la madre de Dios, sino como una nueva Eva,57 un símbolo de la redención que borra lo que de incitación al pecado en la primera mujer hubo, y consecuentemente penetra en la propia entraña de la condición femenina.58
En definitiva, el hueso difícil de roer en el Libro es el de la índole pecaminosa con arreglo a la moral rígida de la Iglesia de algo que como el amor es natural y mueve al mundo, es bueno sencillamente, apartadas sus desviaciones condenadas y precaviéndose de los recovecos de su ambivalencia. Por eso el autor se considera pecador a sí mismo, por su propia condición enamoradiza. Sin embargo, acto seguido de su confesión, casi diríamos que es cuando más cerca le sentiríamos teóricamente del cinismo, al defender que el hombre pruebe las cosas para que sepa el bien y el mal y se quede con lo mejor.59
Mas saber el bien y el mal es distinguir el pecado de la virtud, pero también adquirir una experiencia a tener en cuenta en la andadura de la vida. ¿Y acaso igualmente parar mientes en la gradación entre unos y otros pecados, de lo tolerado a lo incondicionalmente condenable más que de lo leve a lo grave? Lo que no hay es una rebelión contra los preceptos divinos y eclesiásticos. Sino que a fin de cuentas todo el Libro tiene mucho de confesión en el sentido en que el catolicismo la entiende.60 Y claro está que cuando aludimos a lo grave y lo leve no pretendemos hacer de Juan Ruiz un teólogo del casuismo moral. A principios del siglo xx, la Sagrada Congregación de Sacramentos envió unas instrucciones a los confesores a propósito de los pecados contra el sexto mandamiento. Hacía hincapié en que no hicieran preguntas llevados de la mera curiosidad. Pero se mantenían las acostumbradas en cuanto necesarias para distinguir la especie del pecado: «¿Casada o soltera? ¿Pariente suya? ¿[…]?». Aquellas normas no se publicaron en las Acta Apostolicae Sedis. El latín no se estimaba velo bastante61 para los castos oídos tanto como para las curiosidades al acecho. Juan Ruiz no las habría necesitado. En cuanto, también sentado en el confesionario, nos le podemos imaginar —acaso precisamente por pecador también mejor terapeuta de los pecados de los demás—, en posesión de la sana doctrina de los distintos amores a la hora de imponer la penitencia si era el caso. Sencillamente, nuestro Arcipreste reconoce la doctrina de la Iglesia sobre el pecado en relación con el amor. Pero de los pecados que ella define, tiene algunos por vitandos. Los demás se los confiesa.62
Claro está que la necesidad de confesar algo natural y bueno es un tanto extraña. Pero al fin y al cabo, la concepción católica del hombre y del mundo, con su doctrina del pecado original y el estado de la naturaleza caída, se sale sin más de los cauces de lo natural y racional. Y siempre queda la reserva de los pocos elegidos, los conocedores nada más que del amor místico. Fijémonos en el recibimiento de las aves a don Amor, «más alegría fazen los que son más mejores».63 Cierto que no podemos por menos de rebelarnos contra esa contradicción de que lo bueno, lo que alegra la vida, sea un mal moral. Pero al fin y al cabo siempre queda desde la óptica religiosa, y concretamente la del dogma cristiano, un recurso al misterio; es más, éste llega a su base ineludible. Pensemos en la conciliación de la todopoderosidad de Dios y la permisión no sólo del mal sino también del sufrimiento de los inocentes. En el paraíso terrenal no se daba desde luego el problema.
Leo Spitzer64 escribió que «el Arcipreste no necesitó pasaporte de ningún género para pasar del reino de la frivolidad al de la decencia, por la razón de que no había barreras que impidieran el paso de uno a otro». Y añadía, ya lo aludimos atrás: «A los lectores modernos, especialmente a los protestantes,65 puede parecer extraña tal libertad; pero esa libertad forma parte de una teología que no niega el mundo66 de las realidades».67 En cambio Wilhelm Kellermann pensó que entre las dos esferas había una tensión inconciliable.68 ¿No podríamos más bien, quedándonos en el medio, postular una compatibilidad tensa? Pero una tensión asumida en la sensibilidad ordinaria69 de aquellos creyentes70 que vivían en el mundo y no podían considerarse limpios de pecado, aunque no todos se creyeran incapacitados para tirar la primera piedra. ¿No es la confesión la que diluye la tensión? Gonzalo Sobejano71 resulta irreprochable al observar que el Arcipreste, «clérigo de profesión, poeta ajuglarado de vocación, hombre del siglo xiv y testigo español de sutiles penetraciones islámicas,72 fue sin duda un hombre preocupado por el amor y experto73 en observar lo bueno y lo malo de él, a la vez que su profesión74 le dictaba el amor ordenado hacia Dios, y su ejercicio de poeta para el vulgo le impelía a deleitar a éste con la pintura del amor desordenado». Si bien, hay que tener en cuenta sobre todo su ejercicio individual de amador, al fin y al cabo la cantera de su literatura.
Un mundo interior —luego poetizado para los demás— en el cual, sin crearse otra moral distinta de la de la Iglesia que él tenía obligación no sólo de acatar sino de predicar a los demás, sí que estaba en posesión de una jerarquía humana de valores entre las diversas maneras del amor, como ya hemos visto. Por otra parte, aun aceptando la separación irreductible de la moral católica entre el amor lícito y el pecaminoso, a ningún moralista se le ocurre equiparar en la misma censura todas las variantes de éste. Con lo cual entre lo vital y lo teológicamente moral no hay una incomunicación integral. Precisamente a lo que los moralistas propendían era a despeñarse por los vericuetos del casuismo, siendo demasiado sutiles en las distinciones, hasta minúsculas, del pecado.
Sigue a guisa de profundo lector Sobejano consignando que «el buen amor del Arcipreste no equidista del buen amor de Dios y el loco amor del mundo, sino que está sensiblemente vencido de la parte del amor loco, pero ni va ciego tras la posesión corporal ni enfila horizontes de tragedia,75 ni tiende por sí mismo a cumplir con la ley del matrimonio, sea por obediencia a la Iglesia, sea por sujeción al precepto de la multiplicación de la especie, estribando su orgullo en la práctica de un arte delicado, pero no esotérico, y consistiendo su satisfacción en la presencia, en la compañía». Aunque, más allá todavía, fijémonos en la pluralidad de etapas —lempleamos esta palabra por la sucesión temporal implicada en la sucesión de sus manifestaciones—l en la propia psique, en todas el amor presente, cada una de ellas con un matiz diverso, también merecedoras de un enjuiciamiento moral diferente en el confesionario si había a él lugar. Matices y variantes incluso dentro de cada género de amor. O sea dentro del «buen amor humano basado en la mesura y la alegría y el buen amor de Dios ordenado por la fe», ambos representados en el título del libro76, y esto es esencial,77 sin que en cambio tenga en él cabida ese otro estigmatizado que ya hemos visto, pero que no podemos léxicamente identificar en el decurso de la obra sin más con el aún ambivalente loco amor del mundo.
Por este camino, nos parece pintiparada la carencia de timideces de César Real de la Riva78 cuando al glosar las imprecaciones del Arcipreste a la muerte, con motivo de haber pasado a la otra vida la Trotaconventos, se atreve a sostener que la muerte misma, si bien demuestra que la vida es un engaño, no demuestra en cambio que sea también un engaño el amor, «sino que por el contrario demuestra su verdad, que es el impulso a la vida, a la única que existe en nosotros, por encima de la muerte, y por eso ha de llamarse buen amor».
Pasando a un terreno ejemplificatorio, pero desde luego nada frívolo, recuerdo a uno de los últimos humanistas de nuestro tiempo, el profesor salmanticense Luis Cortés Vázquez, en El libro de Zamora. Uno de sus capítulos cuenta la tensión precisamente el día de Jueves Santo entre la contención ascética del día y la excitación ante las mozas que con mantilla y peineta desfilaban en la procesión. Un profesor amigo a quien en un congreso en el mediodía germánico le enseñaron una iglesia rococó me contaba su impresión instantánea de cierto deseo de pecar para poder confesarse allí. Y sé de un clérigo enseñante de Derecho Matrimonial en una universidad pontificia de Roma, además auditor de la Rota, justificando lo descarnado de sus explicaciones de cátedra en ser la mejor manera para ahuyentar los pensamientos turbios,79 cuyo caldo de cultivo fructificaba en cambio entre los disimulos y los disfraces.80 Son todos botones de muestra de las sensibilidades y mentalidad de otros tantos ambientes católicos, incluso levíticos, indiscutiblemente identificables sin lugar a dudas con los de nuestro Arcipreste, difícil por eso de entender éste si se le trata de situar en otros, salvo en lo que ineludiblemente tengan con ellos de común, ora por lo humano ora por lo genéricamente religioso. De ahí que la atinada apelación de Sobejano a la condición clerical del autor, decisiva desde la óptica de esta ambivalencia, sea extensible también al «fiel cristiano» sin más, y sobre todo podemos testificarlo los que pasamos por ciertos colegios de religiosos entonces.
Incluso hay que tenerlo en cuenta para explicarnos el recurso a la parodia de las cosas sacras, en los casos en los que tiene lugar. Sin negar el ingrediente de la irreverencia, hay que valorar también lo que implica de penetración de las mismas en la cotidianidad; en definitiva, son las ventajas y los inconvenientes del sentimiento religioso hecho costumbre —aquí se me viene a las mientes Paz en la guerra, la novela unamuniana de la guerra carlista—, el arraigo compensando lo rutinario y la falta de entusiasmo neófito o al menos renovado. En una sociedad atea no se blasfema. Mientras que ¿acaso la costumbre de blasfemar de las gentes descristianizadas que habían arrumbado la herencia religiosa de sus mayores no era la sola huella que de ese pasado en tramonto les quedaba?81
Por este camino, más que de afirmación del cinismo del Arcipreste, es de su carencia de hipocresía de lo que parece puesto en razón hablar. Por confesarse en público, de una cierta manera, literariamente sí, pero en la plena identificación en su caso de la literatura y la vida. ¿No puede verse, en efecto, como una confesión el Libro de buen amor? Una carencia de hipocresía que desde luego hay en todo el mundo goliardesco, si bien en ciertos casos rozando por lo menos con el cinismo ya, algo que en Juan Ruiz no podemos atisbar.
Y se nos viene a las mientes un episodio de la historia eclesiástica contemporánea también relacionado con la literatura. Fue en la diócesis de París, en los años cincuenta. Murió la escritora Colette. El cardenal Feltin, a causa de haberse ella divorciado y casado después otra vez civilmente, le negó las exequias religiosas. El escritor católico Graham Greene publicó en Le Figaro Littéraire una carta abierta a dicho arzobispo disintiendo de la medida, abriéndose esa revista a una polémica que fue muy nutrida. Un lector contó que, al comprar el ejemplar en que venía la carta en cuestión, la vieja quiosquera le preguntó de mal humor: «¿Quién es este inglés que se mete con nuestro arzobispo?». Un sacerdote se mostró de acuerdo con su superior, comentando que, de haber hecho un funeral a Colette, habría sido adecuado sustituir el Dies irae por el De natura rerum de Lucrecio. Sin embargo, al margen de la medida disciplinaria visible y acatándola, él en el memento de difuntos de su misa había encomendado a Colette, diciendo al Señor que ella no había tenido ojos para verle por haber creado él mismo tan hermosos los pájaros y las flores que su mirada embelesada no había podido ir más allá. Pero lo que nos interesa es la conclusión de la respuesta del prelado. El cual, justificando su actitud en virtud de la normativa canónica en el fuero externo, para esa otra dimensión la más profunda e íntima de la conciencia a solas con el Altísimo, únicamente éste sabía dónde terminaban las culpas y empezaban los méritos. Esto es también aplicable a nuestro Arcipreste y su mundo.
Y el mejor colofón es una exhortación a fantasear en torno a esa circunstancia decisiva, de que el Libro del Arcipreste sigue abierto, no se terminó porque no podía terminarse, resultando ello incompatible con su misma concepción. Como sigue abierta esta investigación que aquí nos ha congregado, empecinado el misterio espeso que envuelve al autor y su obra. Cotejemos la parsimonia de los descubrimientos en su ámbito con tanta luz como por ejemplo se ha hecho en torno a la Celestina. Nos da dolor de corazón la falta de las treinta y dos coplas82 que relataban la conquista y la entrega de doña Endrina. Pero podemos consolarnos con la segura indulgencia del autor si se nos antoja suplirlas. Y desde luego con esa evocación de su estampa cuyo vigor llega a tanto que no nos lo podemos explicar en meros términos de preceptiva:
¡Ay, Dios! ¡Quán fermosa viene doña Endrina por la plaça!
¡Qué talle, qué donaire, qué alto cuello de garça!