Es evidente que el Homo Sapiens no es ya el último estadio de la especie humana, cronológicamente hablando. El Homo Cyberneticus ocupa ese lugar, lo que no implica necesariamente una definición de tono evolucionista, o una instancia superior. Si por lo general entendemos cibernética como la instancia histórica, social y tecnológica producida por la confluencia de la informática y la robótica, el homo cyberneticus2 agrega a ello otro hecho de no menor valor: la bioingeniería, que en este caso abarca tanto las manipulaciones genéticas como los llamados implantes biocibernéticos. La cyber-otredad ya está en funciones, y la carga semántica de esta expresión refuerza la forma híbrida de este nuevo estadio de la especie humana.3 Es decir, si el homo sapiens era naturaleza y cultura a la vez, el homo cyberneticus es tecnología en la naturaleza, al punto que se requiere una definición nueva de lo que sería lo natural y lo artificial.
La vida del Homo Cyberneticus se despliega en un doble espacio: por un lado, la realidad física de siempre, por el otro la realidad digital (la que abarca la realidad virtual y va incluso más allá de ésta). Este habitar en dos direcciones segmenta y disecciona al homo cyberneticus: la ciudad moderna de la sociedad industrial coexiste con la ciudad virtual de la sociedad postindustrial y cibernética. Ya no se trata meramente del trato con un igual, cara a cara: el igual ahora puede estar tras de una pantalla, o poseer dispositivos biocibernéticos diferentes al propio. Es decir, el igual es cada vez más un semejante, alguien que se nos parece pero al mismo tiempo se nos diferencia y aleja. Y eso que sucede a la persona sucede proporcionalmente a la comunidad: las ciudades también son dobles. Coexisten y se rozan y se tocan pero rara vez se funden una en otra. La ciudad virtual desterritorializa a la persona y a las comunidades. La velocidad de transmisión de la información va junto a la pérdida del cuerpo del sujeto, y lo absolutamente material se trastoca y adquiere una fugacidad hecha de pixeles en una pantalla o de códigos binarios en un bioimplante, de modo que con frecuencia persiste la alienación de jerarquizar el instrumento sobre el sentido, errónea apreciación hija del tecnoptimismo. Al punto que no se trata de que habitemos en ambas ciudades manipulando objetos, sino que los objetos de estas ciudades nos habitan, y de un modo sin fisuras: los objetos nos miran4, los objetos nos relacionan, los objetos nos determinan. No es la vida la que se ha cosificado sino nosotros mismos5, nuevos ciudadanos de las redes conectivas informacionales.
La serialización es la marca en el orillo en el homo cyberneticus.6 Hasta el goce hedonista, en vez de surgir como subjetivo e individual, no es sino otro producto de fábrica, línea de montaje para millones. Y cabe preguntarse si el goce hedonista no es otra ficción de lo personal, si lo verdadero aquí es que no existe lo personal. La exaltación de lo hedónico, sin dudas, pero en la cultura de lo efímero.7 El homo cyberneticus es la serie que se cree eslabón sin engarces, pero no es otra cosa que Narciso caminando junto a Tánatos.
En cuanto al tiempo el homo cyberneticus vive en la apariencia de un presente absoluto que carece de toda trascendencia, pues ya ni siquiera están presentes en él las utopías, por más benignas y redentoras que pudieran presentarse. Esto es porque no hay necesidad de utopías, no hay nada que cambiar de un modo sustantivo, lo futuro es réplica de lo presente, más de lo mismo, clonaciones perfeccionadas de lo ya existente. Adiós a las utopías, ha llegado la distopía o netopía, como lo indican reiteradamente los tecnofundamentalistas. Los cambios que se suceden y sucederán sólo son y serán ad intra. Si, de acuerdo a Ricoeur, lo que hace que algo sea lo que es, no lo determina una sustancia inmutable ni una estructura fija sino la historia que lo narra8, el homo cyberneticus no narra otra situación que aquélla que hace a él mismo: porque él es el hecho fundacional de su existencia. Antes de él sólo proto-versiones. Para hegemonizar homogeniza, lo singular es disuelto por lo universal: la tecnomatriz. Los arquetipos que instrumenta (o que lo instrumentan) también son autofundacionales.
La desbiologización y la pérdida del cuerpo del homo cyberneticus son notorias: el crecimiento del uso de los implantes biocibernéticos desplaza el cuerpo del homo sapiens como condición esencial para una presencia identitaria. Incluso, La diferenciación entre sexo y género como modos fijos va quedando atrás. Las identidades de género son tránsitos inestables y fragmentados.9 Se había considerado que los medios eran prolongaciones de los sentidos: la rueda era un nuevo pie, la ropa otra piel, el libro otro ojo, los circuitos electrónicos otros sistemas nerviosos centrales. Pero ahora estamos en una situación que no tiene antecedentes en la especie: el homo cyberneticus no utiliza máquinas fuera de sí para lograr lo que por sí mismo no alcanza: las incorpora. Miniaturiza los instrumentos y los lleva en su cuerpo.10 Si antes el homo sapiens y el homo faber modificaban el paisaje ahora el homo cyberneticus realiza una doble operación: por un lado, crea naturaleza (un producto transgénico, para citar algo próximo), y por el otro crea su propia naturaleza (un dispositivo electrónico que controla su sistema auditivo, para dar un ejemplo dulce). El cuerpo no es la simple obra de la genética sobre la que nos hemos erguido a través de cientos de siglos. El cuerpo hoy va siendo patrimonio del flujo de información cibernética. El cuerpo es carne, sí, pero a ella se le suma metal, plástico y silicio. Y esto ha recibido un nombre: las exoidentidades.11 De este modo, las fronteras de lo artificial con lo natural se van diluyendo. ¿Qué es lo natural, qué es lo artificial?, se pregunta. Nada es artificial, se responde. Y si lo es, pronto dejará de serlo. El homo cyberneticus deja atrás al hombre centro de la creación como afirmaban los pensadores medievales y también al hombre dueño de lo existente que postulaba el pensamiento ilustrado, el homo cyberneticus se convierte en el creador de naturaleza, quiere convertirse en el diseñador de su propio proceso evolutivo, busca un darwinismo dirigido.
Lo matérico es prehistoria, todo es ente en tránsito, que fluye a medida que fluye la pantalla y la máquina y el biodispositivo, porque la conciencia tiende a descorporeizarse o, más aun, tiende a un nuevo cuerpo, un cuerpo biotecnológico. Ha nacido la cyberontología, una ontología carente de sujeto trascendental ni mucho menos trascendente. El ente llamado hombre es un flujo líquido de bytes, un dato entre datos, no lee: es leído por los hipertextos de la pantalla y por los inputs de los dispositivos digitales.
Si el yo es una ficción del hipotético logos, si el yo es una sombra del lenguaje, una inferencia menor de la estructura, tal como es planteado por la postmodernidad, el homo cyberneticus no necesita de ese yo fijo y estático que viene desde los albores del pensamiento y la acción. Todo fluye: identidad, sexo, credo, raza, suelo. Todo pide otras definiciones. No se trata de una esquizofrenia múltiple sino de la identidad pluriforme y paradójicamente siempre provisoria. Es lo que no se con-forma definitivamente sino definitoriamente como tal. La presencia del chip hace desaparecer el mundo “exterior” al chip.12 Éste es uno de los trasfondos hacia el que van algunos de los que postulan el posthumanismo cibernético, o sea la nueva situación del hombre, donde se conjugan la informática, la robótica, los wetwares (organismos a la vez biológicos y robóticos, incluidos los humanos), y los wearables (aparatos que conectan todos los componentes electrónicos y digitales del entorno y de la persona), es decir, la vida artificial,13 es decir el homo cyberneticus, el último hombre en la frontera con la máquina, ya incorporada en sí mismo.
Así, la distancia que se planteó entre res extensa/cogito por un lado, y cibernética por el otro, va desapareciendo. El biochip se transforma en arjé del homo cyberneticus. Los sistemas de comunicación actuales se van convirtiendo en los órganos electrónicos de nuestra piel. Cada cuerpo conectado a todas las máquinas, donde el límite estará fijado por el alcance de nuestra clave de acceso personal. Entraremos así al llamado bodynet, cuerpo sí, pero cuerpomáquina conectado en red.14
La cyberontología nos lleva a la teología cibernética: el dios muerto de Nietzsche, el logos que instaló el pensamiento griego y ante el cual la postmodernidad se rebeló, retorna en la forma del uno/cero computacional, principio de orden lógico y amoral.15 Es una episteme en el sentido que lo aplica Foucault: conocimiento y organización de poder, la libido sciendi a la par de la libido dominandi.
Las relaciones que fundara el homo sapiens culminaron en la máquina como instrumento. Ahora, las relaciones del homo cyberneticus parten desde la máquina, pero culminan en que somos una extensión de la máquina. El yo cibernético es impersonal y acrítico. Sólo hay un ahí que fluye. Y si el arte ha girado del objeto a lo que se pone en lugar del objeto (es decir, lo virtual), el homo cyberneticus también pasa del sujeto real (esto es, el sujeto en tanto que sí mismo) al sujeto virtual (esto es, un quién móvil y fugaz).16 De hecho se socavan anteriores conceptos y situaciones tales como pertenencias de nación, o tradición a lo Gadamer: todo se fagocita una vez y otra. Las relaciones no son humanas, son sintéticas. Carecen de verdades poéticas y metafísicas.17 No hay el “otro” en el sentido de una alteridad significante. Lo autorreferencial supone un individuo que autorrefiere pero eso es otra ilusión. Un dato más de la serie. El producto es el proceso.
A esta luz no deben extrañarnos, por tanto, las terribles caracterizaciones de nuestro tiempo que postulara Heidegger, y el triple peligro por él indicado: instrumentalización de la naturaleza como mero reservorio, nihilismo ante ella, ruptura del enlace entre lo natural y lo sagrado. El olvido de que la esencia de la técnica no es la técnica misma. Se trabaja sobre la Naturaleza y no con la Naturaleza, hay im-posición.18 A Heidegger no le interesaba la técnica como herramienta, sino cómo la técnica construye la verdad de las cosas, cómo recrea al mundo y cómo a través del uso de la técnica se define la naturaleza y el ser humano. Si, como decía Ortega, la técnica busca y logra que el medio se adapte al sujeto (en este caso la naturaleza al hombre), y si, sobre todo, la técnica es la anulación de la necesidad19, hoy la situación es notoriamente distinta: ahora, en este proceso dialéctico, lo cibernético en el hombre crea nuevas necesidades que sólo pueden ser resueltas por la propia cibernética, pero de un modo radicalmente distinto, ya no se trata de que la naturaleza y el hombre se adapten uno a otro o viceversa, se trata de que la técnica se adapta a la propia técnica, la cibernética se ajusta a ella misma: el hombre es instrumento de la técnica y no al revés, rumbo a una existencia apenas como un epifenómeno de la cibernética.
Sin embargo, no es correcto responder al tecnofundamentalismo con la tecnofobia. El homo cyberneticus es un hecho planteado en una realidad histórica más vasta, en la cual se inscribe. El salto tecnológico dado por la especie se ubica entramado con otros hechos no menos fundamentales, entre los que cabe mencionar uno: la relaciones de las culturas en situaciones nunca antes sucedidas, lo que tiene carácter planetario en lo territorial, global en su dimensión social, pero heterogéneo en su realización. A todos llega en todas partes pero instancias diversas. Esto ha llevado, por ejemplo, a que M. Beuchot plantee una antropología pluralista que busque superar los males del universalismo y el particularismo, donde se acepte que los valores de cada cultura no están bajo patrones neutros que puedan medirlas a todas.20 Ricoeur adhiere a una dialéctica del reconocimiento antes que de la identidad, basado en la idea de reciprocidad.21 Hay un matiz impensando en el desarrollo cibernético, ya que si bien la tecnología cambia e iguala en su uso a la especie humana, no toda la especie humana se constituye idéntica en sus asentamientos. Más bien, pareciera constituirse en valores con frecuencia antagónicos. Uniformidad de la posibilidad tecnológica que no se ve acompañado de un pluralismo de las posiciones, y Castany Prado, por ejemplo, ve aquí la necesidad de revalorar el cosmopolitismo como actitud central.22
Es decir, si toda afirmación remite a una metafirmación y así ad infinitum (hecho liminar al encontrarse una cultura con otra), entonces, más allá de los apetitos nietzscheanos que gobiernan en las culturas, esa libido dominandi a la que se hizo referencia, ¿dónde inscribir al homo cyberneticus en la historia que circula por fuera de él? Nada nos está garantizando la continuidad de la especie, más aun al surgir las voces del posthumanismo. En este sentido, Franco Volpi sugiere un humanismo no antropocéntrico, que “se abra al crecimiento técnico-científico sin nostalgia por el originario estado de naturaleza perdido, pero que no lo subordine por otra parte al imperativo de la técnica fuera de toda regla”23. Peter Sloterdijk, sin embargo, va mucho más allá: su posthumanismo deja el teocentrismo antiguo y el humanismo antropológico de la modernidad y toma otros ejes: suplanta la diferencia natural/cultural por la natural/artificial (y aun ésta es difícil de determinar), plantea los derechos civiles de las máquinas, considera que el dominio de la escritura/lectura se ha reemplazado por lo retórico/visual, urge por nuevas definiciones del vocablo “máquina”, afirma que la relación sujeto/objeto deja paso a la relación sujeto/tecnología, y habla de un “código antropotécnico” para la selección de nuevas formas del ser humano a través de la biomanipulación: las Reglas para el parque humano. Cabe recordar aquí su ejemplo de que el corsario sabía donde acababa su cuerpo y empezaba el garfio, pero con las nuevas prótesis esa distinción se harto complica y ya no tiene sentido.24 Mientras que Donna Haraway, en lo que aquí denomino como homo cyberneticus, afirma el cyborg como una nueva instancia para lo femenino, y en su Manifiesto Cyborg habla de nuevas definiciones sexuales postgénero y de las posibilidades de reproducción no orgánicas de la especie.
Es ineludible la continuidad de la existencia del homo cyberneticus, pero ¿en qué condiciones? Ha nacido, sí, pero ¿qué es lo que adviene? Si nos preguntamos: ¿qué es el hombre?, bien podríamos contarlo como eso que va de las cuevas a Gutenberg, de Gutenberg al chip. ¿Y mañana qué?
Daniel López Salort