SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.19 número1MARIA PAZ SÁNCHEZ GONZÁLEZ: La extinción del derecho a la pensión compensatoriaNOTA COMPLEMENTARIA índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • En proceso de indezaciónCitado por Google
  • No hay articulos similaresSimilares en SciELO
  • En proceso de indezaciónSimilares en Google

Compartir


Revista de derecho (Valdivia)

versión On-line ISSN 0718-0950

Rev. derecho (Valdivia) v.19 n.1 Valdivia jul. 2006

http://dx.doi.org/10.4067/S0718-09502006000100015 

 

Revista de Derecho, Vol. XIX N°1, julio 2006, pp. 277-292

DOCUMENTOS

 

Seminario
“La justificación de las decisiones judiciales”
Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales
Universidad Austral de Chile
Marzo 23 de 2005

 

JUSTIFICAR DECISIONES JURÍDICAS Y JUSTIFICAR DECISIONES JUDICIALES

 

Agustín Squella Narducci *

* Doctor en Derecho. Profesor de Introducción al Derecho y de Filosofía del Derecho en la Universidad de Valparaíso. Miembro de número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile.


 

1.- Gracias, ante todo, a la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de la Universidad Austral de Chile por invitarme a participar en este encuentro sobre la justificación de las decisiones judiciales, en cuya primera parte hemos tenido el agrado de escuchar a uno de los más versados teóricos del derecho sobre la materia, Manolo Atienza, director, además, de la que en poco más de dos décadas se ha transformado en la principal de las revistas de teoría y filosofía del derecho en lengua castellana y una de las más importantes y cotizadas del mundo.

Tampoco voy a dejar de mencionar que en 1998 recibí de esta universidad el Premio “Jorge Millas Jiménez”, en momentos en que Manfred Max Neef era rector de la universidad y secretario general el actual decano de nuestra facultad anfitriona en ese seminario, Juan Andrés Varas.

2.- Si ustedes me permiten, voy a hacer, de entrada, cuestión de las palabras y aun de los títulos que se dieron a este encuentro y a una de sus partes. Estoy consciente de que cada vez que alguien anuncia que va a ser cuestión de las palabras, pareciera que, por esa vía, lo que pretende es eludir hacerse cargo de los problemas. Sin embargo, esto no es necesariamente así. Descontado que las palabras son, ellas mismas, problemas, lo cierto también es que con palabras planteamos, analizamos y –si cabe– resolvemos los problemas, a raíz de lo cual no hay que ver ninguna suerte de oposición entre palabras y problemas, ni tampoco de alternativa, como si cada vez que nos ocupamos de las palabras optáramos por no hacerlo de los problemas.

3.- Fíjense ustedes en lo siguiente: la denominación de este encuentro es “La justificación de las decisiones judiciales”, mientras que el título asignado a la primera parte del encuentro –aquella en la que nos encontramos– se titula “La naturaleza de la justificación jurídica”. Por tanto, resultar fácil advertir que el título de una de las partes del encuentro es más amplio que el del encuentro mismo, puesto que la expresión “justificación jurídica” va más allá, mucho más allá, que el solo campo de las “decisiones judiciales”.

Cualquiera se da perfectamente cuenta –y yo también– que lo que se nos pide hoy es hablar acerca de las “decisiones judiciales”, no de las decisiones jurídicas, puesto que, siendo las decisiones judiciales “jurídicas”, hay muchas decisiones jurídicas –por ejemplo, las de un órgano legislativo–, que no son decisiones judiciales.

Pero he aquí que en el título de la primera de las dos partes del encuentro se emplea la palabra “jurídica”, puesto que se habla de “La naturaleza de la justificación jurídica”, en circunstancias de que el marco superior para dicho título es el ya recordado título del encuentro mismo que nos convoca, a saber, “La justificación de las decisiones judiciales”.

Haciendo un símil de resonancias vagamente kelsenianas, aquí la norma inferior, es decir, el título dado a la parte del encuentro en que nos encontramos ahora, desborda la norma superior correspondiente, representada por el título del encuentro, puesto que –reitero– hablar de “justificación jurídica”, como hace el título de esta parte, es hablar de algo más vasto que de justificación de “decisiones judiciales”.

4.- Lo que me mueve a decir lo anterior no es mortificar a los organizadores de nuestro encuentro de hoy por vía de enrostrarles un desliz terminológico. Detenerse en lo que me he detenido sólo para mortificar sería algo poco cordial y hasta mezquino. De manera que si me he detenido en ello –más aun, partido por ello–, es simplemente para tomarlo como punto de apoyo de algo que siempre me ha llamado la atención, a saber, que, consciente o inconscientemente, casi siempre el tema del razonamiento jurídico, o de la argumentación jurídica, o de la justificación jurídica, se constriñe al razonamiento judicial, o a la argumentación judicial, o a la justificación de las sentencias por parte de los jueces.

Tome usted cualquier libro que en su título anuncie el tema del razonamiento jurídico, o de la argumentación jurídica, y con lo que se encontrará las más de las veces en su interior es con análisis y planteamientos acerca del razonamiento judicial o acerca de la argumentación que hacen los jueces cuando deciden los casos sometidos a su decisión. Pareciera, en consecuencia, que cuando hablamos de razonamiento jurídico de lo que hablamos es de razonamiento judicial, en circunstancias que todos sabemos perfectamente que el razonamiento jurídico tiene lugar también en otras sedes, no sólo en sede judicial, por ejemplo, en sede legislativa y administrativa, puesto que quienes toman decisiones normativas en esas instancias –legisladores y funcionarios de la administración– también razonan, es decir, también dan razones justificatorias en apoyo de las decisiones normativas que adoptan, en un caso las leyes, en el otro – genéricamente hablando–, los decretos.

Por otra parte, siempre me he preguntado por qué las cosas ocurren de ese modo, y mi respuesta es la siguiente: por una parte, se acepta con mayor facilidad que los jueces tienen el deber de justificar sus decisiones, especialmente en el caso de la más importante de ellas –la sentencia–, puesto que los jueces, al menos de la codificación en adelante, son vistos como autoridades normativas que, más claramente que otras, están obligadas a tomar sus decisiones en el marco de un derecho previamente dado, lo cual transforma la decisión judicial en una decisión jurídica paradigmática; segundo, en el caso de las sentencias, el razonamiento justificatorio de las mismas forma parte explícita del texto de cada una de ellas, de manera que resulta un razonamiento si se quiere muy visible, ostensible incluso, y, por tanto, susceptible de ser identificado y analizado tanto en su estructura como en su contenido; y tercero, se me ocurre pensar también que identificar a veces razonamiento jurídico con razonamiento judicial, o referirse sólo a éste cuando se anuncia que se hablará de aquél, puede responder a la convicción de que el derecho, a fin de cuentas, es aquello que los jueces reconocen y declaran como tal en sus fallos, y que lo que llamamos “derecho preexistente al caso”, o sea, derecho anterior a la decisión judicial que sigue a ese derecho, no es más que una masa normativa de gran volumen y que ofrece muchas dudas acerca de cuánto de ella, o qué parte de ella, se hará realmente efectiva al momento en que un juez la interprete y aplique a un caso dado.

5.- Está claro, pues, que razonan jurídicamente no sólo los jueces. Razonan también jurídicamente los legisladores, los funcionarios de la administración, los juristas, los abogados, los que intervienen en instancias alternativas de resolución de conflictos, y razonan jurídicamente aun los propios sujetos de derecho cada vez que, con ayuda o no de un experto, celebran actos jurídicos y contratos. En todas esas distintas sedes se produce razonamiento jurídico, es decir, razonamiento en el marco de un derecho vigente previamente dado, y –por tanto– la expresión “razonamiento jurídico” es más amplia que “razonamiento judicial”. A vía de ejemplo, al propio Manuel Atienza, aquí presente, como al querido y recordado Albert Calsamiglia, debemos contribuciones de importancia a la teoría de la legislación y, en particular, a la racionalidad en la tarea legislativa, poniendo de relieve, entre otras cosas, que la tarea legislativa no es sólo una cuestión de racionalidad moral, es decir, de proponerse ideales de excelencia, sino de conseguirlos, de donde se sigue que en dicha tarea es preciso que se observen también una racionalidad lingüística, una racionalidad lógica, una racionalidad pragmática y una racionalidad teleológica.

Pero retomando el tema de las instancias en que tiene lugar el razonamiento jurídico, hay sí un alcance que hacer, consistente en que en algunas de esas sedes el razonamiento jurídico es llevado a cabo por autoridades normativas, es decir, por quienes tienen competencia para introducir, modificar o dejar sin efecto normas del ordenamiento jurídico de que se trate, como resulta evidente en el caso de los legisladores y en el de los jueces. En otras sedes, sin embargo, el razonamiento jurídico de determinados operadores jurídicos –como acontece con juristas y con abogados– no está vinculado directamente a la producción normativa, aunque todos sabemos que el razonamiento de esos operadores ejerce influencia en el que llevan a cabo autoridades normativas que, como tales, sí tienen competencia para producir directamente normas.

6.- Con el perdón de ustedes, voy a continuar haciendo cuestión de las palabras.

Fíjense que el título acordado a esta, nuestra primera parte del encuentro, donde intervienen Atienza, Rodrigo Valenzuela y yo, es “La naturaleza de la justificación jurídica”, frase en la que me incomoda, claro está, la palabra “naturaleza”, la cual, amén de sospechosa, tiene una cantidad tal de significados, uno de los cuales –el de “esencia de algo”– me parece el más complicado de todos, también en este caso, porque la justificación jurídica, o, si se prefiere, la justificación de las decisiones judiciales, no es algo tras lo cual haya algo así como una esencia que tuviéramos que develar y hacer visible para quienes no pudieran percibirla.

Por lo mismo –y estoy seguro que esa fue la intención de quienes adoptaron dicho título–, “naturaleza” significa aquí algo menos que “esencia”, mucho menos, algo parecido más bien a “carácter” o “índole”, algo que también es posible de aprehender, aunque –considero yo– en el sentido más de concordar que de descubrir. ¿No es Gianni Vattimo el que dice que no nos ponemos de acuerdo cuando descubrimos la verdad, sino que descubrimos la verdad cuando nos ponemos de acuerdo? Es evidente que ese pensamiento vale, sobre todo, en el ámbito de la política, pero ya ven ustedes cómo no pude resistirme de citarlo aquí, donde se supone estamos haciendo algo distinto de la política, a saber: teoría, ciencia general del derecho, filosofía jurídica, o como quiera llamársele.

7.- Ahora prometo ir más al grano.

Podemos llamar “decisiones jurídicas” a aquellas de carácter normativo, es decir, a las que producen, modifican o derogan normas y otros estándares de un ordenamiento jurídico cualquiera, y que, por lo mismo, son adoptadas por quienes se hallan investidos de dicha competencia por el propio ordenamiento jurídico de que se trate.

Los jueces toman decisiones jurídicas, por cierto, pero también las toman los legisladores, los funcionarios de la administración y los mismos sujetos de derecho.

Pues bien: las decisiones jurídicas son justificables, lo cual quiere decir que se puede, y en ciertos casos, además, se debe, dar razones a favor de ellas, no cualesquiera razones, sino razones justificatorias, es decir, convincentes, lo cual quiere decir que cada vez que se justifica una decisión jurídica cualquiera, sobre todo, en el caso de los jueces, es dable esperar, que se la fundamente, que se den en su favor razones de peso, en el contexto de un derecho dado, que hagan aceptable la decisión de que se trate tanto a los ojos de quien la adopta como de cara a quienes serán afectados por ella. Es más, en el caso particular de las sentencias de los jueces, uno podría decir que las razones que se dan a su favor se encaminan a conseguir que lo fallado resulte convincente o correcto no únicamente a los ojos del juez, sino convincente o correcto, o cuando menos plausible, al examen de las partes, de sus abogados, del tribunal superior que pueda conocer de la decisión por vía de algún recurso, e, incluso, de la comunidad de operadores jurídicos y aun del público, sobre todo, cuando se trata de decisiones con efectos o al menos impacto social importantes. En otras palabras, el fallo debe resultar aceptable no sólo para quien lo da (el juez) y para quienes afecta (las partes), sino para cualquier analista interesado en él.

En el caso de las decisiones normativas del legislador –las llamadas “leyes”–, las razones pueden ser más difusas en cuanto a su identificación y, asimismo, a su credibilidad, puesto que la técnica de hacer leyes es distinta de la que conduce a hacer sentencias. Pero siempre están a la mano la exposición de motivos del proyecto de ley presentado por moción de algunos parlamentarios o por mensaje del Ejecutivo, así como las actas que dan cuenta de la discusión de un proyecto en las comisiones del Congreso y de las que registran las intervenciones de los legisladores cuando, ya en sala, proceden a votar la iniciativa. Pero las decisiones normativas de los legisladores son más políticas que las de los jueces, y no siempre las razones que se declaran son realmente las que conducen a la presentación o aprobación de un proyecto cualquiera. Y cuando digo que las decisiones de los legisladores son más políticas, quiero significar que ellos, sujetos, desde luego, al marco del derecho dado previamente por la correspondiente Constitución, están más preocupados del derecho que debe ser establecido en la sociedad, mientras que los jueces están más preocupados de atender al derecho que es, para, a partir de él, tomar sus decisiones normativas.

Tengo un buen ejemplo de lo anterior, sin ir más lejos, en el Decreto con Fuerza de Ley que creó la universidad donde trabajo, la Universidad de Valparaíso, puesto que como uno de los fundamentos dados por el Ejecutivo de la época al momento de presentar el proyecto que transformaba en universidad autónoma lo que hasta entonces había sido sólo una sede regional de la Universidad de Chile, consistió en que las propias autoridades de la Universidad de Chile habían solicitado la transformación de esa sede en universidad, lo cual era enteramente inexacto. Tal solicitud no había existido nunca, y la decisión gubernamental que entonces se adoptó, la cual se tomó también en el caso de las demás sedes regionales con que contaba la Universidad de Chile, respondió a razones de seguridad nacional, por cierto, que no confesadas, que veían en una universidad nacional como la U. de Chile, con sedes a lo largo de todo el país, un peligroso foco de crítica académica o de insurrección estudiantil difícil de controlar si se extendía a lo largo de todo el territorio. Pero, claro, estamos hablando del gobierno militar, donde el poder ejecutivo estaba en manos de una sola persona y el legislativo en manos de otras cuatro que eran subordinadas de aquélla.

8.- Pero vamos a la cuestión de la naturaleza de la justificación jurídica y, más concretamente, al carácter o índole de la justificación de las decisiones judiciales.

Los jueces deciden, cómo no. Deciden a cada instante, es decir, cada vez que adoptan alguna resolución concerniente al caso o asunto del cual conocen. Y pocas cosas pueden fatigar más que decidir constantemente, sobre todo, cuando tales decisiones no tienen que ver con la elección de una u otra lectura que los académicos damos a nuestros alumnos, sino decidir sobre la vida, la libertad, el honor, la propiedad de las personas, los derechos de éstas. Por eso es que siempre digo a mis alumnos de la Academia Judicial de Chile que se preparen para decidir, porque lo estarán haciendo a cada rato, constantemente, y que, por lo mismo, se preparen para justificar sus decisiones, en especial, tratándose de la sentencia, y no meramente para imponerlas o para explicarlas. Si decidir fatiga, decidir teniendo que dar fundamento a lo que se decide fatiga aún más.

Sí, un juez puede meramente imponer una decisión: “Vistos, se confirma”. También puede explicar una decisión: “Visto lo dispuesto en el artículo x de la ley y, se confirma”. Pero lo que deben hacer es más que eso, aunque nunca tanto como para llegar a probar sus decisiones como verdaderas, puesto que de decisiones normativas no cabe hablar ni de “verdad” ni de “falsedad”, sino de validez, eficacia, corrección, cosas así, más no, como dije de verdad o falsedad. Lo que los jueces deben hacer es justificar sus decisiones, en el sentido antes explicado de este último verbo, o sea, dar razones en el sentido fuerte del término, de manera que lo que él resuelve pueda ser tenido como correcto.

¿Correcto desde el punto de vista de qué? Desde el punto de vista del derecho preexistente que regula la materia sometida a conocimiento y decisión del juez, puesto que un juez se encuentra vinculado a ese derecho, aunque siempre deba interpretarlo para aplicarlo a la situación de que conoce. En caso contrario, si el juez no reconociera su vinculación al derecho preexistente y la consiguiente obligatoriedad que tiene en orden a aplicarlo, se esfumaría quizás si el valor más propio del derecho, a saber, la seguridad jurídica. Como he oído decir a Manuel Atienza, en tal sentido la exigencia de justificación en el caso de la decisión judicial es una garantía contra la corrupción y contra la ignorancia, es decir, contra la estupidez y contra la maldad.

Ahora bien, tal derecho preexistente al caso constituye un dato objetivo que vincula al juez, pero todos sabemos que el derecho sólo es aplicable a un caso dado cualquiera, merced a la interpretación que de él hace el juzgador mediante un proceso no enteramente subjetivo, por cierto, pero que no es para nada inmune a las preferencias del propio juzgador, como muy bien describieron en su momento autores como Kelsen o Ross cuando, a propósito de la así llamada función jurisdiccional, procuraron explicar no cómo esta debería ser llevada a cabo por los jueces, sino cómo ella es llevada a cabo en el hecho, efectivamente, concluyendo que en dicho proceso se combinan tanto elementos cognitivos como volitivos, conciencia jurídica formal y conciencia jurídica material.

Así las cosas, y sin pretender otra cosa que dejar establecida mi opinión sobre un punto archidiscutido por la teoría jurídica, demandar de los jueces que justifiquen sus decisiones –en los términos antes señalados– no significa pedirles que descubran y declaren la única solución correcta que el respectivo caso admita. Las más de las veces la única solución correcta es sólo una ilusión, una de las tantas de las que solemos vivir los juristas. La ambigüedad y vaguedad del material normativo y otros estándares que maneja un juez frente a un caso dado, la presencia de antinomias, la existencia de lagunas, así como las distintas combinaciones que todo ello admite con las premisas fácticas del caso, que también son susceptibles de interpretación, trae consigo que la tarea del juez se parezca más –al menos en mi opinión– al modo como la describió Kelsen, esto es, como la elección de una alternativa entre las varias que puedan caber en un marco normativo en el que concurren distintas fuentes, todas las cuales tienen, además, las complejidades que acaba de señalar. Todo lo más que podría aceptarse, en consecuencia, es que la así llamada “única respuesta correcta” es únicamente una idea regulativa, tal como ha puesto de relieve Robert Alexy, es decir, que todo juez debería esforzarse a la hora de justificar su fallo como si lo que resuelve fuera la única respuesta correcta. Porque una cosa es procurar presentar una respuesta como la única correcta, con la finalidad de reforzar su aceptabilidad, y otra muy distinta es creer que siempre hay una sola respuesta correcta.

Tampoco transforma en razonamiento moral al razonamiento judicial el hecho de que el juez encuentre en el derecho preexistente al caso premisas normativas u otros estándares que le remitan a criterios o referencias de carácter moral, a los que es preciso dar un contenido y tomar en cuenta al momento de fallar. El juez, además del marco formal, que señala quién y cómo debe fallar, tiene siempre un marco material que respetar, esto es, ciertos límites de contenido, de manera que no es ninguna novedad que para decidir acerca de la validez de la norma particular que él establece haya que efectuar un examen no sólo de su origen o pedigree, sino también de su contenido. Como todos sabemos, esto último es lo que permite que cuando la norma inferior establecida por el juez vulnere los límites de contenido que pueda haberle fijado la o las correspondientes normas superiores, lo que se puede afirmar de aquella norma inferior es que ella es anulable por medio de los recursos del caso.

Todavía más: el marco material dentro del cual el juez lleva a cabo su trabajo puede incluir principios y valores morales positivados por el propio derecho en virtud de actos deliberados de autoridades normativas de tipo jurídico, pero si tales valores y principios obligan a otras autoridades normativas, también de tipo jurídico –en este caso al juez–, no es por su carácter moral, sino por haber sido incorporadas al derecho y formar parte de este.

Sin embargo, otra cosa es la que parecería ocurrir cuando, fijado el marco de posibles interpretaciones de una norma, el juez acabe inclinándose por aquella que esté de acuerdo con sus propias preferencias morales. Con todo, me parece que este paso final del juez no priva de su carácter jurídico al razonamiento previo que le condujo a establecer dicho marco con estricto apego al derecho preexistente al caso.

9.- Si un juez da razones en favor de lo que decide, y si da tales razones para justificar su decisión, o sea, para otorgar aceptabilidad a lo que decide, aceptabilidad –se entiende– a la luz de un derecho válido preexistente al caso, estamos entonces en presencia de un razonamiento que él lleva a cabo, es decir, de una operación intelectual que infiere una conclusión a partir de las premisas normativas de que le provee ese derecho y de las premisas fácticas del caso de que se trate. Justificar significa aquí, además, que la conclusión a que llega el juez en la parte decisoria de su fallo proviene de las premisas fácticas y normativas que ha identificado como tales, y, asimismo, que las propias premisas se encuentran bien determinadas.

Más concretamente aun, estamos en presencia de un razonamiento práctico, que es aquel, como sabemos, que tiene por propósito obtener y ofrecer no la demostración de algo, como es el caso del razonamiento teórico, sino la justificación de alguna decisión que adoptemos, de una acción que emprendamos, o de una preferencia que hagamos nuestra. Además de una razón teórica, que hace posible el razonamiento del mismo nombre, contamos con una razón práctica, esto es, con una capacidad de discurrir y argumentar en torno a la corrección de comportamientos, decisiones, opciones y preferencias, un razonamiento práctico que consiste tanto en la acción como en el efecto de poner en marcha esa capacidad.

En mi parecer, sin embargo, el carácter práctico del razonamiento judicial no hace de este un razonamiento moral, porque no todo razonamiento práctico es razonamiento moral. El razonamiento judicial de carácter práctico que llevan a cabo los jueces es razonamiento jurídico, no moral, puesto que se desenvuelve con sujeción a un derecho dado y no a una moral preexistente dada, sin que resulte necesario explicar aquí que derecho y moral son órdenes normativos diferentes. El mismo ejemplo de razonamiento práctico dado por Aristóteles no se relaciona propiamente con la moral sino, cosa curiosa, con la alimentación de las personas. Dice él: “Los alimentos secos convienen a todo ser humano; este es un alimento seco y yo soy humano; este alimento me conviene”.

Lo que quiero decir, simplemente, es que si derecho y moral son órdenes normativos distintos, razonar en el contexto de un derecho dado no es lo mismo que hacerlo en el de una moral también dada, por mucho que en ambos casos –el del razonamiento en contextos de derecho y en contextos de moral– estemos en presencia de un razonamiento práctico.

Es efectivo, por otra parte, que el derecho acoge conceptos o estándares de índole moral, los cuales, por hallarse positivados en el respectivo derecho, y no por ser morales, obligan al legislador, a los jueces, al gobierno y a los órganos de la administración. Es cierto, asimismo, que conceptos y estándares de ese tipo son interpretados, desarrollados y aplicados en las decisiones normativas que competen a cada uno de esos ámbitos. Sin embargo, que en la justificación de decisiones judiciales puedan y aun deban aplicarse a veces ciertos principios morales –lo cual es bien patente cuando el propio derecho preexistente al caso remite al juez a directivas o conceptos de ese tipo–, no trae consigo que dicha justificación implique siempre ni necesariamente el uso de normas y principios morales. De este modo, el razonamiento jurídico, y en particular el de índole judicial, no son refractarios y ni siquiera ajenos al razonamiento moral en un caso dado, pero aquél goza de autonomía frente a éste, como el derecho la tiene también respecto de la moral.

Cuando las normas jurídicas –las de una constitución o las de una ley, por ejemplo– se remiten a la moral, quiere decir que en tales casos razonar de acuerdo al derecho es más que razonar sobre el derecho. Es razonar también sobre moral, pero porque así lo ha dispuesto el derecho y es preciso que el juez se mantenga vinculado a éste. Sin embargo, ese hecho, valiéndonos de un ejemplo de nuestro amigo Fernando Atria, “no es suficiente para sostener la tesis de que el razonamiento jurídico es razonamiento moral, así como el hecho de que algunas veces los ingenieros deban tomar en cuenta consideraciones estéticas no hace del razonamiento ingenieril razonamiento estético”.

En otras palabras –ahora de Claudio Oliva–, “la distinción entre derecho y moral –y yo agregaría entre razonamiento jurídico y razonamiento moral– no “resulta impugnada por una concepción de la actividad judicial que reconoce abiertamente la intervención de consideraciones morales en las decisiones de los jueces”. En otras palabras, los razonamientos morales que llevan a cabo los jueces se despliegan en el marco de un derecho dado y, a la vez, se hallan limitados por ese mismo marco. Esta es una de las “restricciones” del razonamiento judicial –como las llama Paul Ricoeur–, las cuales, según sus propias palabras, “abren un abismo entre el discurso práctico general y el discurso judicial”. Tales restricciones, si hemos remencionarlas aquí, las que también podrían ser presentadas como características o particularidades del razonamiento judicial son las siguientes: la discusión se desarrolla en un recinto institucional propio y bien delimitado, a saber, tribunales y cortes; en ese recinto no todas las preguntas están abiertas, sino sólo aquellas que conciernen al respectivo proceso; en el proceso los papeles se distribuyen en forma desigual; la deliberación por parte del juez se sujeta a reglas procesales previamente codificadas; la deliberación sucede en un tiempo limitado, es decir, no puede prolongarse indefinidamente; y, por último, la discusión en sede judicial no termina comúnmente por un acuerdo, y tampoco lo que se busca es un acuerdo, de modo que el papel del juzgador es zanjar la cuestión controvertida.

10.- Voy a hacer mi último punto en esta exposición, aludiendo a una propiedad de todo razonamiento práctico, sea este jurídico o moral, o jurídico con componentes morales que el derecho ha positivado previamente, cual es la de que si bien la conclusión está comprendida en las premisas (si los alimentos secos convienen a la salud de los hombres; si las almendras son un alimento seco y yo soy hombre; entonces debo comer almendras), lo cierto es que el respectivo sujeto tanto puede como no puede actuar conforme a la conclusión que hubiere obtenido. Es decir, del hecho que la conclusión pueda ser inferida a partir de las premisas no se sigue necesariamente que se proceda de la forma que la conclusión señala. Aquí interviene la libertad, y bien puedo decidir no comer las almendras, y sustituirlas por un buen trozo de carne asada. En un razonamiento práctico la conclusión queda en cierto modo abierta, mas no en cuanto a su pertinencia, sino en cuanto a que sea finalmente aceptada como base de una decisión. Aquí, deducir ayuda a decidir, pero deducir no es decidir. Como tampoco decidir es pura y simplemente deducir. En otras palabras, que la deducción sea importante en el derecho no significa, por ejemplo, que el razonamiento judicial sea pura y simple inferencia deductiva, salvo, claro está, en los así llamados casos fáciles o rutinarios.

Como afirma García Amado, “se asume de modo cada vez más pacífico que el razonamiento jurídico decisorio tiene una estructura deductiva, o que así debe ser si se pretende racionalidad, y que tal cosa no quiere en absoluto decir que el juez no haga más que deducciones”, sin perjuicio de que a veces, como señala el propio García Amado, el derecho preexistente al caso provea apenas de “bocetos” de la regulación más efectiva que de los casos o conflictos particulares llevan a cabo los jueces. Por su parte, y refiriéndose a un libro de John Wisdom, Neil MacCormick nos recuerda que el razonamiento jurídico no puede ser catalogado ni como deductivo ni como inductivo, en el sentido ordinario de esos dos términos, puesto que se trata de un razonamiento sui generis. Dice MacCormick que Wisdom “apuntó al hecho de que el razonamiento jurídico no es como una cadena de razonamiento matemático, donde cada paso se sigue del precedente y donde cualquier error a cualquier nivel vicia lo que sigue. Más bien, el razonamiento jurídico es un asunto de pesar y considerar todos los factores que variadamente cooperan a favor de una conclusión determinada, y balancearlos con los factores que apoyan la conclusión contraria. Al final, se llega a la conclusión sobre un balance de razones antes que por inferencias desde premisas a conclusiones. Estas razones a favor de una conclusión son mutuamente independientes, ofreciendo cada una un conjunto de fundamentos para ella, de modo que un error en una de ellas no deja a la conclusión sin apoyo. Esas razones son, en la vívida frase de John Wisdom, “como las patas de una silla, no como los eslabones de una cadena”.

Así las cosas, y continuando con el símil de Wisdom, los jueces serían constructores de sillas, no de cadenas, y los pasos equivocados que puedan dar en el proceso de construirlas no obsta a que la silla quede finalmente en pie y lista para su uso, aunque pueda haber quedado algo coja. Entonces, tendríamos que mirar los fallos de los jueces como un experto observa la silla que va a comprar: con mucho detenimiento, mirando aquí y allá, agachándonos un poco para ver mejor sus patas, que son, a fin de cuentas, las que sostienen su superficie. Aunque lo más probable es que la mayoría de las sentencias se parezcan las más de las veces a una silla coja que a una fabricada a la perfección.

“Pesar”, “considerar”, “balancear”: me quedo con esas expresiones de la cita precedente de MacCormick. Tal es lo que hace un juez. Pesar en cuanto dar peso a sus fallos y hacer a estos dignos de aprecio. Pero pesar también como examinar o considerar el caso con suficiente atención y prudencia antes de hacer juicio sobre él y de argumentar este juicio Recuerdo, para terminar, que Ihering, en “La lucha por el derecho”, nos recuerda que no por nada la labor judicial se suele representar por una mujer que sostiene a la vez una espada y una balanza. La balanza sirve para pesar precisamente el derecho, en tanto la espada es necesaria para hacerlo efectivo. La balanza sin la espada sería un derecho inerme, desarmado, incapaz de imponerse. Y la espada sin la balanza sería la fuerza ciega y bruta del que está en posición de dar un golpe sin poder explicar ni menos justificar por qué lo hace.

 

LA NATURALEZA DE LA ARGUMENTACIÓN JURÍDICA

Rodrigo Valenzuela Cori *

* Abogado, Licenciado en Matemáticas, Estudios de Lógica y Metodología de la Ciencia, Profesor de Derecho en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, Santiago de Chile.


 

Nos hemos reunido a conversar acerca de la naturaleza de la argumentación jurídica. Los invito a que, en esta oportunidad, dejemos de lado la abstracción regalona que cada uno de nosotros seguramente tiene acerca de lo que es o debiera ser la argumentación jurídica canónica, y hagamos algo intelectualmente más modesto y prudente: salgamos al mundo a mirar. Salgamos a mirar para qué argumenta jurídicamente el abogado, sea como asesor, como litigante o como juez.

Miremos para qué argumenta, porque el abogado no argumenta por argumentar. Argumenta para lograr algo. Dicho de otro modo, la argumentación es una herramienta.

Y sucede que, para comprender la naturaleza de una herramienta, es indispensable saber primero para qué se usa esa herramienta. Si un marciano que ha llegado a investigar la Tierra encuentra en el suelo esa herramienta de metal que nosotros llamamos “cuchara”, poco podrá comprender de ella si no sabe cosas tales como que los terrícolas tenemos brazos, manos y boca de un cierto tamaño, que tomamos líquido y que usamos esa herramienta para hacerlo sin mojarnos. Pero una vez que tenga ese conocimiento sobre para qué usamos las cucharas, ahí entonces podrá comprender, por ejemplo, el hecho que este extraño instrumento tenga un receptáculo cóncavo, que no esté hecho de esponja, que el mango no tenga dos metros de largo e incluso estará en condiciones de hacer una evaluación crítica del ejemplar de cuchara que tiene delante señalando cómo podría ser aún más efectivo para lograr la finalidad que él ahora conoce.

Si queremos comprender y evaluar la herramienta que es la argumentación jurídica, entonces miremos primero para qué argumenta el abogado.

Miremos a nuestro derredor. ¿Para qué argumenta el abogado? Quiero destacar tres cosas que se ven allá afuera.

Lo primero que vemos es que el abogado no argumenta para teorizar acerca de lo que es inferible en un sistema, sino que argumenta para dar determinada solución aquí y ahora a un problema. Sea que como asesor aconseje, que como litigante defienda o que como juez falle, en el centro de sus preocupaciones está el problema concreto de alguien a ser resuelto. Así como del médico no se espera una lección de anatomía, sino que se pase el dolor por el cual lo visitamos, y del ingeniero no se espera una charla sobre mecánica de suelos, sino el puente que resolverá el problema de circulación, del abogado no se espera una clase de teoría de las obligaciones, sino el lanzamiento del arrendatario que estaba destruyendo la propiedad. El abogado no argumenta para satisfacer tales o cuales exigencias teóricas de la academia, sino para ayudar a quien le ha pedido consejo, defensa o justicia ante un problema.

Lo segundo que quiero destacar en este breve recorrido por la ciudad es que, cualquiera sea la solución que el abogado dé al problema que enfrenta, esa solución siempre consiste en que determinados terceros actúen de cierta manera. El asesor no fue exitoso en ayudar a quien le pidió consejo si le entregó informes con un sesudo análisis de la legislación aplicable, pero después en ventanilla al cliente le dijeron que no se puede hacer lo que él pretende. No fue exitoso, porque su argumentación no logró de los terceros con quien necesitaba interactuar su cliente la acción que constituía la solución que él quiso dar al problema. El litigante no fue exitoso en ayudar a quien le pidió defensa, si presentó en juicio alegaciones del rigor digno de un texto de lógica deóntica, pero el defendido terminó en la horca. No fue exitoso, porque su argumentación no logró del juez, ministros de corte y otros terceros pertinentes la acción que constituía la solución que quiso dar al problema. El juez no fue exitoso en ayudar a quien le pidió justicia si en los considerandos de su sentencia vertió su visión y más profunda convicción de lo que era justo para este caso, pero un tribunal superior revirtió la decisión, o bien, las partes o la comunidad no vieron que la decisión encarnara principios y valores que compartimos, sino capricho y arbitrariedad con el consiguiente descrédito de la institución o daño para la paz social.1 No fue exitoso, porque su argumentación no logró del tribunal superior, de las partes o de la comunidad pertinente acuerdo sobre la razonabilidad de la solución que quiso dar al problema.

El abogado, entonces, argumenta para lograr el acuerdo de determinados terceros cuya acción constituye la solución que él busca dar al problema concreto para el cual se le ha pedido ayuda.

Lo tercero que quisiera destacar en nuestro ejercicio de reconocimiento de los alrededores es que aquellos terceros cuyo acuerdo busca el abogado con su argumentación, son personas a quienes –al igual que al lector y al que escribe– les importan las consecuencias morales y políticas de sus decisiones. Almorcé la semana pasada con un juez tributario, quien me decía que uno de los desafíos que enfrentaba con frecuencia era cómo evitar aplicar a pequeños contribuyentes ciertas sanciones legales que procedían conforme a la letra de la ley, pero que, por su magnitud, dejarían sin capital de trabajo y, por tanto, sin medios de subsistencia al modesto afectado. En la misma línea de anécdotas de esa semana, notemos cómo en los alegatos ante la Corte Suprema en la apelación del desafuero de Pinochet por el caso de la muerte del general Prats, los abogados de ambas partes estimaron pertinente hacerse cargo de la noticia aparecida en prensa el día anterior acerca del centenar de cuentas bancarias que alguna vez tuvo en el exterior la familia Pinochet. ¡Recordemos que para este paseo les he pedido dejar guardadas en la universidad sus abstracciones favoritas como, por ejemplo, aquellas sobre la separación entre moral, política y derecho! Les he pedido dejarlas atrás para que no nos impidan ver lo que allá afuera hay que ver, ya que es para ese mundo que estamos viendo y no para las aulas de la academia que ha sido desarrollada la herramienta argumentativa del abogado.

De más está decir que si el abogado argumenta para lograr el acuerdo de determinados terceros cuyo acuerdo está condicionado por percepciones morales y políticas sobre del caso, el abogado no puede sino hacerse cargo de dichas percepciones morales y políticas en su argumentación, de manera explícita o implícita, según sean las circunstancias y su particular estrategia.

Veamos dónde estamos. El abogado no argumenta por argumentar, sino para lograr otra cosa, lo que equivale a decir que la argumentación jurídica es una herramienta y, por tanto, comprenderla y criticarla requiere primero saber para qué se la quiere. Como estamos hablando de una práctica social milenaria y extendida, y no de un artefacto que las personas en esta sala de conferencias pudiéramos diseñar a nuestro capricho con pretensión de operatividad en el mundo, los he invitado a que dejemos atrás por un rato nuestras particulares predilecciones y salgamos a mirar para qué se quiere esta herramienta allá afuera. Lo que hemos visto en nuestro breve recorrido se puede sintetizar como sigue. En términos amplios el abogado, sea en su rol de asesor, de litigante o de juez, argumenta para cumplir con su compromiso profesional de ayudar a quien pide consejo, defensa o justicia ante un problema concreto. Lo anterior se traduce en que el abogado argumenta para dar determinada solución a un problema concreto de alguien; argumenta para lograr el acuerdo de determinadas terceras personas cuya acción constituye dicha solución al problema; argumenta para hacerse cargo, entre otras cosas, de las inquietudes morales o políticas a las que dichas terceras personas condicionan su acuerdo.

Bien. Ahora estamos en condiciones de responder preguntas acerca de la naturaleza de la argumentación jurídica. Volvamos entonces a nuestras aulas y esbozaré respuestas a tres preguntas tradicionales, más que nada con el propósito de ilustrar el efecto de haber salido al mundo antes de abocarnos al tema.

¿Qué sentido tiene la pregunta por la respuesta correcta?

Si el abogado argumenta para que se dé determinada solución a un problema concreto, entonces la pregunta que importa respecto de las bondades de su discurso es la pregunta por sus consecuencias ante ese problema concreto, no por su derivabilidad desde tal o cual sistema. Si el juez elabora un discurso para que se haga efectiva su visión de lo justo para el caso, esto es, si el juez elabora una herramienta con esa finalidad o, por usar una imagen, si el juez elabora un martillo para clavar ciertos clavos, la pregunta que importa no es si el martillo fue elaborado conforme a tales o cuales especificaciones teóricas, sino si sirvió o no para clavar los clavos para lo cual fue elaborado. Dicho de otro modo, si alguien se acerca a un abogado en busca de consejo, defensa o justicia, lo que está en juego es demasiado importante para que el abogado se dedique a jugar un juego donde lo que importe sea la pulcritud lógica con que se jugó.

Contrario a lo que a veces piensan quienes malentienden lo que es el acercamiento pragmático a un problema, la pregunta por las consecuencias es una pregunta por todas las consecuencias. Es así como el lector seguramente conoce sentencias en que, por ejemplo, la decisión ha sido motivada, entre otras cosas, por las consecuencias que el tribunal ha visualizado para la economía nacional o para la estabilidad institucional. Pues bien, entre las consecuencias que siempre importan al auditorio cuyo acuerdo el abogado corteja, se incluye que el argumento no se perciba como caprichosamente alejado de la ley. Por eso nunca veremos a un abogado invitar a su auditorio a prescindir de los textos legales pertinentes para resolver un problema, sino que lo veremos previamente invitar a su auditorio a entender de cierta nueva manera los hechos y los textos legales pertinentes para resolver el problema. De este modo, dado ese nuevo entendimiento de los hechos y los textos, la argumentación no se percibe ya como caprichosamente alejada de la ley. Esta invitación a entender de nueva manera los textos y los hechos tiene, en cada caso, límites. Pero entonces, podría rebatírseme lo que he planteado anteriormente, aduciéndose que, a todas luces, el abogado no argumenta solamente para lograr el acuerdo de determinado auditorio cuya acción podría constituir la solución buscada para el problema, sino que argumenta, además, de manera de mantenerse dentro de ciertos cauces inferenciales preestablecidos. Pero no es así. Es ese determinado auditorio –y no los dioses– quien debe aceptar que no ha habido un alejamiento caprichoso de los textos legales. Dicho de otro modo, sigue siendo el caso que el abogado argumenta para lograr el acuerdo de un determinado auditorio y que, a ese efecto, obviamente debe hacerse cargo de todo aquello a lo cual dicho auditorio pudiera condicionar su acuerdo. Y sucede que, entre aquellas consideraciones que condicionan el acuerdo de cada auditorio se encuentran no sólo sus percepciones morales y políticas, como antes habíamos señalado, sino, además, su entendimiento de lo que constituye o no constituye un alejamiento inaceptable de la ley. El abogado argumenta para modificar ese entendimiento.

De este modo, el sentido tradicional de la respuesta correcta como aquella inferible dentro de un sistema conforme a reglas anteriores a la argumentación, se transforma en entender la respuesta correcta como aquella de la cual resultan ciertas consecuencias posteriores a la argumentación y entre las cuales se encuentra la aceptación que el auditorio dé para ese caso a determinado alejamiento de lo que es una lectura corriente de la ley o de los hechos. La pregunta por la respuesta correcta, entonces, es la pregunta por las consecuencias de la argumentación.

¿Qué papel tienen la moral y la política en la argumentación jurídica?

Como ya he destacado anteriormente, si el abogado argumenta para que determinados terceros contribuyan con su acción a dar cierta solución a un problema concreto, entonces necesita tomar en cuenta en su argumentación todo aquello que puede mover a su auditorio a la acción. Y como la observación del mundo nos muestra que el auditorio del abogado está siempre compuesto por personas para quienes ¡afortunadamente! las consecuencias morales y políticas de una decisión son importantes, el abogado no puede dejar de hacerse cargo de dichas consideraciones morales y políticas pertinentes para su auditorio. Es así como, en el caso de la argumentación del juez, tales consideraciones morales o políticas a menudo aparecen en los considerandos de los fallos, a veces implícitamente, a veces explícitamente, según sean las características del asunto específico y la consiguiente estrategia del argumentador.

¿Qué papel tiene la lógica en la reconstrucción o análisis de la argumentación jurídica?

Es indiscutible que toda argumentación contiene cadenas inferenciales que pueden analizarse o reconstruirse como derivaciones lógicas a partir de cierto entendimiento de los hechos y cierto entendimiento de la ley. Pero rara vez se puede reducir la argumentación completa a una o varias cadenas de inferencia lógica y, probablemente, nunca se puede reducir así una sentencia interesante.

Esto es así, porque el abogado argumenta para lograr el acuerdo de un determinado auditorio, haciéndose cargo de percepciones morales y políticas pertenecientes al terreno de los fines inconmensurables, donde las distancias entre posiciones contrapuestas no se acortan con fundamentos y puentes lógicos, sino con la atracción del sentido. Sin necesidad de fundamento explícito ni cadenas deductivas, la argumentación del abogado logra que el auditorio reconozca que la solución propuesta para el caso encarna principios y valores que al auditorio importan, además de incorporarse coherentemente a su entendimiento global de cómo las cosas son y debieran ser. Los instrumentos discursivos con que el abogado logra así dar sentido (no fundamento) a la solución que propone son la narración de los hechos, el uso de la tradición (incluyendo el uso especial a dar en el caso a los textos legales) y el vocabulario, imágenes, composición y estilo de su discurso. Esto es, poética, hermenéutica y retórica.

Luego, la reconstrucción de una argumentación jurídica para fines de análisis debe incluir, sin duda, las cadenas de inferencia lógica, pero debe identificar y destacar separadamente, además, aquellos puntos de apoyo que aparecen sin lógica ni fundamento, pero plenos de esa autoridad autosuficiente que da la narración dirigida de los hechos, el uso intencionado de la tradición y, en general, un discurso adaptado al auditorio concreto cuyo acuerdo se busca. Esos puntos del discurso, carentes de lógica o fundamento, no son debilidades de la argumentación, sino que son su mayor fortaleza. Sin ellos la solución buscada no habría sido alcanzable, porque el auditorio cuya acción constituye esa solución no habría sido persuadido. Esos puntos del discurso constituyen el suelo sobre el cual después construye la lógica. Y ese suelo no está dado, en algún sentido metafísico, sino que es construido retóricamente por la propia argumentación que después se apoya en él para desarrollar su lógica.

Las respuestas recién esbozadas a tres preguntas tradicionales sugieren cómo el camino que hemos seguido da cierta marca distintiva a la comprensión de la argumentación jurídica. Por una parte, este camino nos ofrece una explicación de la realidad tal cual se la observa, como sería de esperar de una reflexión hecha con la mirada puesta sobre las prácticas sociales. En seguida, tal explicación de la práctica constituye inevitablemente un instrumento efectivo para actuar en el mundo de la argumentación, aunque con ciertos énfasis y desarrollos que no han sido materia de esta presentación. Finalmente, contrario a lo que a veces se me ha objetado (aunque nada de esto elaboraremos hoy), el paso desde una visión dogmática a una visión pragmática de la argumentación no significa pasar de una postura crítica a una postura acrítica ante el fenómeno, sino que significa más bien pasar de la crítica lógica de la argumentación a la crítica retórica de la misma. La diferencia es importante. La crítica lógica ocurre entre cuatro paredes, con la mirada puesta sobre el texto, para satisfacer el rigor técnico de los especialistas. La crítica retórica ocurre en la calle, con la mirada puesta en cómo el texto interviene el mundo, para evaluar, por ejemplo, si nuestras prácticas discursivas forjan comunidad haciéndose cargo de lo que todos los afectados consideran estar en juego en cada caso; o si con la riqueza de su análisis van contribuyendo a una comprensión más fina de nuestras tradiciones; o si son oportunas en renovar dichas tradiciones, como a menudo lo exigen para mejor convivencia los cambios en el entorno; o cómo ha incidido en la decisión quiénes fueron las partes, o lo que las partes representan o los debates públicos del momento. Así como la crítica lógica es filosóficamente más rigurosa, la crítica retórica es políticamente más productiva.

NOTAS

1 Un hecho reciente que destaca lo importante y operante que puede ser que los tribunales superiores logren para sus decisiones la aceptación de la comunidad es que, al hacerse público en diciembre recién pasado el informe de la Comisión sobre Tortura y Prisión Política, la Corte Suprema haya estimado necesario formular en tribunal pleno una declaración pública para explicar a la ciudadanía sus decisiones de hace más de treinta años. Es probable (y deseable) que el asunto no haya terminado ahí.

 

 

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons