Buscar//InicioNúmero ActualArtículosDocumentosAgendaPostgradoQuienes SomosContactoLinks//
--------------------------
Revista Observaciones Filosóficas


Revista Observaciones Filosóficas

Categorías
Antropología Filosófica | Filosofía Contemporánea | Lógica y Filosofía de la Ciencia | Estética y Teoría del Arte
Literatura y Lingüística Aplicada | Ética y Filosofía Política

Artículos Relacionados


enviar Imprimir

art of articleTransmodernidad; La globalización como totalidad transmoderna

Dra. Rosa María Rodríguez Magda  - Universidad de Valencia
Resumen
El concepto de “transmodernidad” fue puesto en circulación por mí en el libro: La sonrisa de Saturno. Hacia una teoría transmoderna1. Si bien en el volumen se recopilan textos y conferencias, que apuntan su gestación en los años anteriores. Y digo “puesto en circulación”, pues ¿quién es dueño de las palabras?, sólo puedo afirmar que no lo tomé de nadie, que no conozco utilización sistemática de él anterior a que yo lo convirtiera en eje de mi reflexión y que, posteriormente, a pesar de su aparición esporádica en ciertos contextos, no tengo constancia de una elaboración que pretenda otorgarle la dimensión teórica de que yo deseo dotarlo.

Palabras clave
Transmodernidad,  simulacro,   postmodernidad,    hiperrealidad, fragmentario, culturas híbridas y postpolítica

Introducción

El concepto de “transmodernidad” fue puesto en circulación por mí en el libro: La sonrisa de Saturno. Hacia una teoría transmoderna1. Si bien en el volumen se recopilan textos y conferencias, que apuntan su gestación en los años anteriores. Y digo “puesto en circulación”, pues ¿quién es dueño de las palabras?, sólo puedo afirmar que no lo tomé de nadie, que no conozco utilización sistemática de él anterior a que yo lo convirtiera en eje de mi reflexión y que, posteriormente, a pesar de su aparición esporádica en ciertos contextos, no tengo constancia de una elaboración que pretenda otorgarle la dimensión teórica de que yo deseo dotarlo.

En 1987, estando en casa de Jean Baudrillard, y en medio de una larga conversación 2, se hizo patente la insuficiencia del término “postmodernismo” cuya adscripción él rechazaba. Efectivamente, para mí, la realidad descrita por él en conceptos como “transexuel” o “transpolitique”, remitía a una configuración gnoseológica diferente, que, unida a nociones como simulacro o hiperrealidad, nos hablaba de un adelgazamiento de lo real, de una relación distinta con el mundo, que iba más allá de sus obras para representar algo así como l’esprit du temps. Él no lo había pensado, pero le sugerí que quizás la época en la que nos hallábamos podría muy bien recibir el nombre de “Transmodernidad”. Le pregunté si esta denominación le podría parecer menos ajena. De una forma irónica y simpática me dijo que si éramos pocos podría aceptar encontrarse allí, ¡siempre que nos alejáramos de la multitud postmoderna!

Tras esta conversación, seguí dándole vueltas al término, pues más que un simple hallazgo momentáneo me parecía que podía captar toda una serie de transformaciones de nuestro presente conceptual y vivencial que la denominación post oscurecía.

El capítulo VI de mi Sonrisa de Saturno lleva por título “El porvenir de la teoría: la transmodernidad” y en él, tras analizar las características de la Modernidad y de la Transmodernidad, comienzo a perfilar los lineamientos del nuevo concepto. Como allí escribía:

“ La Transmodernidad prolonga, continúa y transciende la Modernidad, es el retorno de algunas de sus líneas e ideas, acaso las más ingenuas, pero también las más universales. El hegelianismo, el socialismo utópico, el marxismo, las filosofías de la sospecha, las escuelas críticas... nos mostraron esta ingenuidad; tras la crisis de esas tendencias, volvemos la vista atrás, al proyecto ilustrado, como marco general y más holgado donde elegir nuestro presente. Pero es un retorno, distanciado, irónico, que acepta su ficción útil. La Transmodernidad es el retorno, la copia, la pervivencia de una Modernidad débil, rebajada, ligth. La zona contemporánea transitada por todas las tendencias, los recuerdos, las posibilidades; transcendente y aparencial a la vez, voluntariamente sincrética en su “multicronía”. La Transmodernidad es una ficción: nuestra realidad, la copia que suplanta al modelo, un eclecticismo canallesco y angélico a la vez. La Transmodernidad es lo postmoderno sin su inocente rupturismo, la galería museística de la razón, para no olvidar la historia, que ha fenecido, para no concluir en el bárbaro asilvestramiento cibernético o mass-mediático; es proponer los valores como frenos o como fábulas, pero no olvidar, porque somos sabios, porque nuestro pasado lo ha sido. La Transmodernidad retoma y recupera las vanguardias, las copia y las vende, es cierto, pero a la vez recuerda que el arte ha tenido -tiene- un efecto de denuncia y experimentalismo, que no todo vale; anula la distancia entre el elitismo y la cultura de masas, y descubre sus sendos rostros cruzados. La Transmodernidad es imagen, serie, barroco de fuga y autorreferencia, catástrofe, bucle, reiteración fractal e inane; entropía de lo obeso, inflación amoratada de datos; estética de lo repleto y de su desaparición, entrópica, fatal. Su clave no es el post, la ruptura, sino la transubstanciación vasocomunicada de los paradigmas. Son los mundos que se penetran y se resuelven en pompas de jabón o como imágenes en una pantalla. La Transmodernidad no es un deseo o una meta, simplemente está, como una situación estratégica, compleja y aleatoria no elegible; no es buena ni mala, benéfica o insoportable... y es todo eso juntamente... Es el abandono de la representación, es el reino de la simulación, de la simulación que se sabe real”. 3

Ya desde el comienzo, mi puesta en circulación del término pretendía ser un punto de arranque para vertebrar una teoría que, siendo rabiosamente última, abriera caminos frente a las corrientes post que estaban embarrancando en un callejón sin salida, fascinadas por una utilización excesivamente literaturizante de sus términos, encallando en un eclecticismo y relativismo socialmente inane y gnoseológicamente nihilista. Para ello había apuntado una serie de propuestas teóricas en el mismo libro que vengo citando:

-Uso regulativo, formal, de ciertos valores e ideas.

-Deliberación y elección de las reglas de juego para las diversas prácticas. Revisión. Multiplicidad de juegos de lenguaje.

-Asunción del compromiso ontológico de una determinada opción momentánea.

-Ejercicio crítico “débil”, no desenmascarador ontológicamente, sino de pragmática autonomía y salubridad.

.-Apropiación del dinamismo, fragmentariedad... postmodernos. El uso regulativo de ciertas ideas otorga objetividad y normalización; la revisión constante intentaría paliar su instrumentalización.

-Ideal democrático ilustrado para la sociedad; retorno del individuo a la vida privada.

-Escepticismo, ironía, distanciamiento: reasunción “ligera”, rebajada, de los criterios de fundamentación; legitimación a posteriori, por los resultados. 4

Como muy bien nos mostrara Kant, para actuar y para pensar, no es necesario el conocimiento nouménico de los fundamentos, pero éstos hay que suponerlos como ideales regulativos. Se trataba de dar un paso más, si bien para él no eran comprobables empíricamente, pero en cierto sentido si absolutamente reales, el reto en la actualidad consistía en reconocer su necesidad lógica en una ausencia metafísica más radical; los precisamos como condiciones de consistencia epistemológica, pero ello sólo supone un requerimiento de nuestro procedimiento intelectivo, en modo alguno del mundo real. Asumir esa ausencia intrínseca, no resta efectividad al proceso. El fundamento no se hallará en el conocimiento metafísico de la verdad, sino en el pacto gnoseológico de los sujetos que consensúan una racionalidad que les permita interpretar la realidad y transformarla. Así, el acuerdo, tras el supuesto fictivo e hipotético de cierta universalidad, asume la multiplicidad de juegos de lenguaje, por lo cual establece determinadas reglas de juego intrínsecas a las prácticas seleccionadas. Por tanto, una acción, si desea ser inteligible, compartible y efectiva, deberá proponer de forma hipotética, temporal y revisable ciertas aserciones, que serán aceptadas por los sujetos cual si fueran reales mientras dure el cometido. Por ejemplo, cualquier ejercicio democrático supone el acuerdo normativo y con voluntad universalizable de los ideales regulativos de racionalidad compartida, justicia, igualdad, representación, libertad... etc., lo cual no implica su fundamentación sustancial, sino su aceptación formal pactada, ejerciendo el ralwsiano velo de ignorancia sobre los contenidos fuertes de creencia, que en su solidez, imposibilitarían el consenso. Bien cierto que nunca se es “formal” impunemente, cualquier esquema conceptual conlleva subyacentemente una ontología, debemos ser conscientes del compromiso ontológico que asumimos, y por ello no perder de vista que se trata de una opción momentánea, revisable, y constantemente sometida a la autocrítica. Se trata de establecer un camino intermedio entre el esencialismo y el mero uso instrumental de la razón. Esta especie de pragmatismo irónico (en el sentido rortyano), no desea, al alejarse de la metafísica, caer en el posibilismo mendaz, sino obtener los mejores resultados, asumiendo el carácter hipotético y tentativo de nuestro pensamiento. Epistemológicamente es lo máximo que nos podemos permitir, pero en el logro de resultados no debemos aceptar limitaciones. Debemos aspirar a que nuestra intelección y transformación del mundo, en el terreno teórico, científico, tecnológico, social, ético, estético... sea tal como si no dispusiéramos sólo de metodologías instrumentales sino de la sabiduría total que los antiguos filósofos anhelaron.

Tal era, en líneas generales, la postulación primera, que posteriormente fui desarrollando en una serie de conferencias: “Transmodernidad, neotribalismo y postpolítica”, “Femenino transmoderno”, “La teorización del género en España: Ilustración, diferencia y transmodernidad”..., recogidas en mi libro: El modelo Frankenstein.De la diferencia a la cultura post. Madrid, Tecnos, 1997.

“La Transmodernidad, como etapa abierta y designación de nuestro presente, intenta, más allá de una denominación aleatoria, recoger en su mismo concepto la herencia de los retos abiertos de la Modernidad tras la quiebra del proyecto ilustrado. No renunciar hoy a la Teoría, a la Historia, a la Justicia social, y a la autonomía del Sujeto, asumiendo las críticas postmodernas, significa delimitar un horizonte posible de reflexión que escape del nihilismo, sin comprometerse con proyectos caducos pero sin olvidarlos. Aceptar el pragmatismo como base no implica negar que la acción humana se guía por ideales regulativos que fundamentan la racionalidad argumentativa, si bien estos ideales regulativos, que tras la modernidad renunciaron a basarse en la teología o la metafísica, no pueden tampoco hoy, tras las críticas postmodernos, legitimarse en el proyecto ilustrado. Hemos debilitado su pujanza gnoseológica, pero en modo alguno, y de ahí la noción de pragmatismo, su necesidad lógica y social. Tales ideales regulativos representan simulacros operativos legitimados en la teleología de la perfectibilidad racional, que la crítica y el consenso renuevan incesantemente, unos valores de carácter público no universales pero universalizables, que encuentran su esfera no en la intuición, el sentido común o la tradición, sino en el esfuerzo teórico por crear paradigmas conceptuales que posibiliten el incremento del bienestar social e individual. Hablamos, pues, de transformación social, de transcendencia de la mera gestión práctica, de transacciones argumentativas, de líneas de cuestionamiento que atraviesan, transformándose y transformando, el indagar racional.”5

El presente libro continúa y completa esta reflexión, aportando ya lo que considero una caracterización más acabada.

Evidentemente, un nuevo término compuesto por la adhesión de un prefijo a un concepto como “Modernidad”, que define un paradigma, aparece espontáneamente en diversas disciplinas y tendencias, (aún cuando no tengo constancia de que haya sido utilizado, antes de que yo lo acuñara en 1989, como nueva configuración teórica, con una fundamentación estructurada, más allá de un mero uso azaroso y puntual). A pesar de esto último, considero interesante, indagar en qué ámbitos ha surgido su utilización y con qué sentidos. Todo ello, y precisamente por el desconocimiento mutuo de sus propaladores, evidencia una consciencia de la crisis moderna, la insuficiencia de las propuestas postmodernas y la necesidad de un nuevo pensamiento superador, que, subterráneamente marca coincidencias y divergencias.

En una agradable charla con Enrique Miret Magdalena, al exponerle yo mis planteamientos, me comentó que años atrás, en una conferencia utilizó el término como denominación de una nueva fase sintética que habría de llegar, aunque en sus obras posteriores no siguió desarrollándolo. También el hispanista estonio Jüri Talvet lo ha utilizado en el ámbito de la crítica literaria, para aludir a la producción poética actual que busca una apertura frente al canon postmoderno establecido, excesivamente agotado en elementos como la distancia, la ironía, el juego...

Amén de estas y otras coincidencias dispersas son tres los autores o ámbitos, de los que tenga conocimiento, que han intentado desarrollar el concepto con una mayor carga teórica.

El primero de ellos, el pensador mexicano Enrique Dussel utiliza el concepto en el marco teórico emanado de la teología de la liberación y la reflexión sobre la identidad latinoamericana. Para Dussel 6 la Modernidad es un concepto hegemónico basado en el dominio y la exclusión del Otro: la periferia, los indígenas, el pueblo, las mujeres, los pobres... la filosofía de la liberación pretendería ejercer una razón utópica desde el respeto a las particularidades. La ana-dialéctica representa una interpelación de la modernidad desde su afuera. Como define Eduardo Mendieta, refiriéndose a Dussel, “La transmodernidad y la poscolonialidad funcionan como medios de localización y hallazgo de nosotros mismos; son instrumentos de autonominación que revelan las diversas formas en que nuestra propia territorialización nos ha llevado a la desterritorialización de los demás. Ambos, la transmodernidad y la poscolonialidad, son intentos de pensar el cristianismo, la modernidad y la postmodernidad desde una óptica marginal de manera tal que las dimensiones espaciales y temporales puedan ser contempladas simultáneamente”.7En este sentido se entenderían por teorías transmodernas todas aquellas que, procedentes del tercer mundo, reclaman un lugar propio frente a la modernidad occidental. Existe pues para Dussel un talante crítico, cristiano, de defensa de los excluidos, aunado a la percepción de una necesaria incorporación de la voz del otro, que pretende cohesionar en su uso de la noción de transmodernidad. Esta emergencia de los estudios subalternos, de la epistemología fronteriza protagoniza la reflexión del postcolonianismo latinoamericano, que se manifiesta también en denominaciones como razón post/imperial/occidental/colonial (W.D. Mignolo) o la noción de Culturas híbridas de N. García Canclini.

Un ámbito donde ha comenzado a oírse de forma puntual la noción de “transmodernidad” es en encuentros internacionales e institucionales ligados al diálogo intercultural, la filosofía del derecho y la cultura de la paz.

La Célula de Prospectiva de la Comunidad Europea, organizó en Bruselas, en 1998, en colaboración con la World Academy of Arts and Sciences, un seminario con el título “Gouvernance et Civilisations”, Marc Luyckx coordinó el debate utilizando el término que nos ocupa, como lo ha hecho en otros contextos. La hipótesis punto de partida de los trabajos era la siguiente: “ Occidente se halla en plena transición entre modernidad y transmodernidad, mientras que una parte importante del resto de la humanidad ve el mundo a través de una visión agraria y premoderna”. La modernidad se caracteriza por la separación entre la religión y la política, mientras que en la premodernidad prevalece el sentimiento de la sacralidad. La transmodernidad se postularía como síntesis de ambas posturas, suprimiendo la separación entre la religión y la política, intentando frenar su intolerancia mutua, de forma que se posibilitara “un retorno sin complejos a las raíces culturales y religiosas propias, abandonando cualquier pretensión de cultura dominante”. La transmodernidad, así, daría cuenta de la existencia simultánea de tendencias modernas y premodernas, ayudando a frenar el rechazo de ciertos países, principalmente islámicos, a la visión occidental de modernización, identificada muchas veces con racionalidad económica de mercado y pérdida de valores, intentando hacer coexistir el progreso con la diferencia cultural. Se trataría pues de recuperar para occidente cierto talante espiritual y profundizar en el dialogo intercultural y la tolerancia.

Este aspecto de diálogo entre occidente y el Islam ha sido también resaltado por Ziauddin Sardar en su artículo “Islam and the West in a Transmodern World” (www.islamonline.net). Y dentro de la antropología del derecho se ha utilizado el sustantivo transmodernidad como diálogo y apertura a experiencias culturales diferentes por los profesores franceses Etienne Le Roy o Christoph Eberhard.

Ya en un sentido diferente, cabe señalar, no obstante, que la dimensión de apertura espiritual promueve en algunos foros ciertas concomitancias hacia la integración de la complejidad con derivas New Age; aunque a partir de Ken Wilber en sentido estricto sólo podemos hablar de psicología transpersonal, el prefijo “trans” abre el camino a propuestas metapolíticas, adualistas, transegóicas, de pensamiento multidimensional y sistémico.

Otro espacio totalmente ajeno donde curiosamente ha aparecido el termino es el de la arquitectura. Así, por ejemplo el Austrian Cultural Forum de Nueva York programó en 2002 la exposición: “TransModernity. Austrian Architects” como muestra de las nuevas tendencias. Y arquitecto es también el mayor impulsor del término en esta disciplina. Marcos Novak codirigió con Paul Virilio entre 1998 y 2000 la Fondation Transarchitectures de Paris. La transarquitectura pretende ser la arquitectura líquida del nuevo espacio virtual, algorítmica, interactiva, cibernética e inestable. Propuesta transdisciplinar estética afín a la estereo-realidad definida por Virilio, donde la tecnología transforma la matriz de la realidad introduciéndonos en lo transreal, efectiva configuración transmoderna.

De los tres usos reseñados del término, es sin duda con Novak con quien encuentro más concomitancias, pues se adentra, desde su disciplina artística, en la percepción y recreación del mundo cibernético y virtual que caracteriza nuestro presente. No obstante, y a pesar de la dispersión y falta de conocimiento mutuo de quienes de forma espontánea comienzan a emplear el calificativo transmoderno, quiero resaltar en primer lugar la sintonía que circula por entre la tremenda diferencia de posturas. Existe una denuncia de la crisis del modelo moderno, y así mismo, una conciencia de la necesidad de abrir, a partir de él, un nuevo horizonte, una apuesta activa alejada de toda cultura exhausta y sin salida, de todo eclecticismo escéptico. Lo post era fin de siècle, lo trans es nuevo milenio. Se constata la confluencia de corrientes, la coexistencia de diversos grados de desarrollo cultural y social: premoderno, moderno, postmoderno, el carácter transnacional y postradicional de nuestro presente, se requiere un multifocalismo, y en todos los casos una voluntad de futuro. Hasta aquí las semejanzas.

Pero ¿tiene algo que ver el paradigma transmoderno que yo propongo con lo más arriba reseñado? Ciertamente muy poco.

Estoy radicalmente en contra de entender lo trans como prefijo milagroso. La Transmodernidad no es la panacea de todas las contradicciones, y caeríamos en la impostura intelectual si, guiados por la magia del nombre, pretendiéramos fabricar la transmodernidad de los pobres, la transmodernidad de los bárbaros, la transmodernidad de los iluminados. Buscar la cuadratura del círculo en clave de un pensamiento fuerte multicultural es prolongar la lógica de la modernidad, sin comprender que nos hallamos ya muy lejos de ella. Pensar con la nueva lógica es deshacernos de una vez por todas de las antiguas falsas ilusiones.

Que partimos de una situación compleja es un hecho. El modelo transmoderno en su forma más descriptiva y cínica no pretende resolver nada, es el nuevo paradigma del primer mundo, globalizado, vacío, sofisticado, higt tech. Otra cosa es que a partir de él intentemos aguzar las estrategias para no quedar atrapados en su vorágine, construir con sus propios mecanismos las líneas de fuga y supervivencia. Pero ello es algo bien distinto de pretender “angelizar” al excluido o al fundamentalista, vendiendo como anheladas síntesis lo que no son sino beatíficas “buenas intenciones” de la mano de la teología de la liberación, el mesianismo New Age o la jerga políticamente correcta de los organismos internacionales. La transmodernidad no es una ONG para el tercer mundo, y es bueno que ellos lo sepan cuanto antes, igual que nosotros deberíamos comprender lucidamente que no es tampoco la nueva utopía tecnológica y feliz. Es el lugar donde estamos, el lugar precisamente donde no están los excluidos. Con ello tendremos que bregar todos.

Así que volvamos al análisis atento de este paradigma en el que nos movemos como pequeñas células fotoeléctricas.

La palabra “transmodernidad” sugiere implícitamente una serie de sentidos connotados por su prefijo. “Trans” es transformación, dinamismo, atravesamiento de algo en un medio diferente; ese algo que va “a través de”, no se estanca, sino que parece alcanzar un estadio posterior, conlleva por lo tanto la noción de transcendencia. Así pues, desarrollemos cada uno de los sentidos apuntados.

   1. 1.Transformación. Nos remite a un dinamismo sustancial, más allá del estatismo de las esencias o de la combinatoria atomística, nos induce a pensar en un estado inestable, gaseoso, cuántico. No hay una óptica privilegiada, sino un constante trasiego de flujos, modelo complejo en el que cada punto interactúa con otro, sin que las nociones de tiempo y espacio otorguen más que instantáneas conceptuales, estructuras interpretativas en proceso. Coexistencia de planos, conglomerados mutantes que, apenas se establecen, modifican su configuración. Los modelos actuales de la física subatómica, la mecánica cuántica o la nanotecnología asumen perfectamente este dinamismo trans que se conforma como una nueva ontología difusa. En cuanto paradigma social lo trans nos habla de la coexistencia de tendencias heterogéneas, la pervivencia de secuencias temporales multicrónicas, de la ruptura de la historia como proceso unitario, distorsión de los agentes sociales clásicos, circulando los individuos en múltiples y contradictorias actuaciones e identidades de incidencia diversa en el cambio social. Histórica y socialmente nos hallamos pues en una multicronía. El pluralismo, la complejidad y la hibridación serían sus características.

   2. 2.Transcendencia. Todo estado inestable causa ansiedad, suscita un anhelo de resolución. Por otro lado, aquello que atraviesa lo que hay, va más allá de ello. La secularización de la razón, y posteriormente su debilitamiento, ha generado una cierta urgencia por salir del relativismo, buscar una nueva síntesis, unidad y totalidad, entiéndase esto en el sentido de retornar a un pensamiento fuerte o el de retomar la religiosidad y la ligazón con lo sagrado. Por todo ello no es infrecuente que aparezca el prefijo trans con este afán de totalidad y transcendencia.

No obstante, como he expuesto en múltiples ocasiones, el paradigma transmoderno, describe una situación compleja, cuya centralidad no remite al Fundamento, sino al vacío, la ausencia, el simulacro. La crisis de la Modernidad ha evidenciado esta fractura en los Grandes Relatos totalizantes, construir la transmodernidad es asumir ese hueco esencial en su talante más generador y libre.

La ausencia viene siendo constantemente referida desde los discursos críticos con la Modernidad. La ausencia de absoluto religioso ejemplificada en la muerte de Dios nietzscheana, la carencia de un proyecto de emancipación manifestada en el fin de la historia, o de forma más directa todo el intento de deconstrución de la metafísica de la presencia realizada por Derrida.

Siguiendo a Heidegger, Derrida identifica la metafísica occidental con la intelección del ser como presencia. El logocentrismo supondrá el predominio de la phoné sobre la escritura, del lado de la primera se hallarán el fundamento, el origen, la verdad como desvelamiento del sentido; todo un ámbito donde los conceptos claves de la metafísica se entienden como presencia: eidos, sustancia, tiempo, espacio, subjetividad, consciencia... una ontoteología subyacente que, desde la filosofía griega y Platón se prolonga en el racionalismo, el empirismo, Kant o el idealismo hegeliano. Subvertir esto implica ponerse de lado del elemento opuesto de la estructura binaria, así la escritura demarca el espacio de la ausencia, ausencia de origen y de destinatario, el significado pues como espaciamiento entre los significantes, como juego de interpretación, donde los signos interactúan sin la verdad presente, como diferencia, emergencia de materialidad y diseminación. Pero este análisis de la ausencia, a mi modo de ver, privilegia en exceso la metáfora lingüística como fundamento gnoseológico y metafísico, el recurso a los márgenes de la filosofía parece demasiado poético para enfrentar una verdadera reformulación de la teoría.

No se trata de encallar en el nihilismo, ni de aceptar un escepticismo ecléctico, ni mucho menos de abandonar la exigencia racional, sino de construir en torno al concepto eje de la ausencia como radicalidad ontológica, una nueva configuración de los saberes, y con ello pretendo, no continuar las líneas tratadas por los autores arriba mencionados, sino presentar una nueva intelección del concepto, dimensionando su intelección más profunda. Así la Transmodernidad como nuevo paradigma presenta un modelo global de comprensión de nuestro presente, aportando aperturas de desarrollo a todos los niveles, sin falsas clausuras gnoseológicas o vivenciales.

-Nivel gnoseológico

Tras los nombres no están los objetos. La realidad material se adelgaza como referente. Un hiperrealismo proliferante genera sentidos. Es el idealismo semántico en su fase virtual, porque los objetos no necesitan ser reales para existir. Un mundo en red, de pantallas conectadas, ha sustituido a la realidad por la imagen digitalizada. Y lo verdaderamente real se encuentra ya no en los paquetes de átomos, sino en los paquetes de bits. Pensar en la verdad como una adecuación entre los conceptos y las cosas resulta un anacronismo. Tras la proliferación de sentidos, la ausencia, ello no es una falta, sino la condición misma de un cosmos virtual.

-Nivel metafísico

La era postmetafísica no representa la aurora de ningún nuevo positivismo, pues la asunción de su crítica erosiona así mismo todo ingenuismo cientificista. La ausencia de esencia como fundamento antifundamentante. El ser como proceso, un ser-haciéndose-y-nunca-concluso. Frente al to tí en einai que alumbró la noción de esencia indagando lo que el ser es en sí, atendamos a la definición bíblica que Yahvé da de sí mismo: ”Yo soy el que seré”. Sin ningún intento de otorgar un sentido divino, dentro de la más estricta inmanencia – hablamos del mundo y del individuo- también aquí, “el ser es lo que será”, aquello que haga de sí mismo, transformándose, buscándose para ser, al albur del azar o de la voluntad. El ser es un encuentro trabajado, el resultado de su determinación por escapar de la nada, frágil configuración momentánea y cumplida antes de la extinción.

-Nivel ético político

La carencia de un pensamiento fuerte no nos aboca a la inoperancia social. La base de la ética es la autonomía, la capacidad libre de otorgarse unas normas, luego un exceso de verdad nos conduce a la heteronomía, transforma la autonomía moral en obediencia. No todas las morales han pretendido ser universales, el trabajo personal de la exigencia se halla más allá del acuerdo. Si la estética parece abandonar el arte para convertirse en el reto teológico por excelencia, bien podemos ser divinos en cuanto humanos y convertir la moral en una estética de la existencia.

Por otro lado, la ausencia como locus del poder, esa cúspide vacía de la pirámide social, donde ya no se encuentra el soberano, es precisamente la garantía del orden democrático, hueco susceptible de ser ocupado transitoriamente por el representante legítimo de los ciudadanos, revocable por la simple voluntad de éstos. El acuerdo público, y un comedido silencio sobre las creencias irrenunciables de los individuos, son las condiciones del pacto social. El consenso se rige por consideraciones prácticas, el mero uso formal y regulativo del ideal de justicia, igualdad o respeto de los derechos humanos, no resta efectividad a la exigencia social de su cumplimiento, por ello ni siquiera un pensamiento débil debilita la política. Podemos ser transmodernos sin ser cómplices de la inanidad.

-Nivel subjetivo

La ausencia como carencia de nódulo esencial en los individuos nos priva ciertamente de alma inmortal, pero nos otorga la libertad de nuestra realización, más allá del determinismo sobrenatural, biológico o psicológico. Nos convertimos así en sujetos estratégicos, que evalúan la construcción de sus diversas identidades, sujetos performativos que vamos configurando nuestros rasgos propios a través de nuestras actuaciones, de la puesta en escena de nuestras relaciones y deseos. El yo pues al final de un proceso, ése mismo del ser–haciéndose-y-nunca-concluso. La biotecnología pugna por transformarnos más allá de la naturaleza, nuestra calidad de constructos culturales nos aleja del determinismo.

-Nivel sacro

La ausencia originaria nos revela al universo como artificio óntico. El vértigo del vacío nos devuelve a la situación de desamparo en la que el ser humano necesita desgarradamente la creencia en un Ser Supremo. La ausencia de sentido, la nada como horizonte, la pequeñez en la infinitud, son las experiencias radicales a las que, circularmente, el fin de las Grandes Narrativas nos aboca. La transcendencia inmanente que propongo no es una vuelta a lo sagrado como raíz esencialista y sentido verdadero recobrado, sino como sacralidad estética que asume el misterio de la ausencia. Para ello el individuo necesita retomar el origen ancestral de sus mitos, recrear la ritualidad, en la que él, oficiante, es a la vez que creador, depositario del secreto de la ausencia.

-Nivel estético

Si la sacralidad es una estética, el arte no puede sino recomponer el trayecto de su extinción. La crisis de la modernidad dinamizó el momento penúltimo de las vanguardias, la poética postmoderna se agota en la ironía de la cita. El arte sale de los museos, el artista se convierte en su propio objeto artístico, la obra se transforma en acción, lo material en virtual. Propalar las formas de este vacío parece hoy la única salida. Asumir las metáforas y las posibilidades trans en su forma híbrida y contaminada, mutante y cibernética, puede aportar rutas aún no del todo exploradas. Pero eso sí, superemos el momento actual de la obra mínima y el discurso exuberante, lo irrelevante no podrá nunca ser legitimado por la palabrería que pretendió hace mucho ser rupturista y hoy simplemente está pasada de moda. Cuando los artistas crean, los filósofos piensan el mundo según sus creaciones; cuando los artistas hablan repiten la vulgata caduca que ningún filósofo osa ya enunciar. Si la creatividad no es posible, no lo digamos más, simplemente quememos todos los discursos en el fuego sagrado de la ausencia. Será hermoso.

Las páginas que a continuación siguen desarrollan de manera interrelacionada, descriptiva, partiendo a veces de temáticas centradas, otras con un estilo más fragmentario, todos estos apartados. Así el nivel gnoseológico y metafísico queda plasmado en los capítulos I,II, VI y IX, el nivel ético político en II,III,IV yV, el nivel subjetivo en VII,VIII,IX y X, el nivel sacro en XI y el nivel estético en VII y XII. No se trata de una exposición sistemática y cerrada, sino de un pensamiento abierto, un modelo estructural dinámico que permite dar razón e ir encuadrando posteriores derivaciones, tanto mías cuanto de quienes, quizás sin saberlo, enmarcan sus reflexiones en el presente entramado conceptual que nos constituye.

He aquí al transmodernidad, pues, dispuesta a su desentrañamiento.

Capítulo I: La globalización como totalidad transmoderna.

Pensar el mundo es hacerlo con categorías filosóficas. Y quizás haya sido la dialéctica hegeliana el método que mayor pretensión ha tenido de totalización racional. Enfrentarnos a lo “global” nos retrotrae a este épica del sentido que ciertamente parecía algo olvidada en estos últimos tiempos de malbaratamiento y dispersión.

¿Es posible aún hablar de una gran teoría (gran relato)? ¿El dinamismo de lo social sigue respondiendo a una dialéctica mas allá de los finales de partida anunciados?

Las postrimerías del siglo XX nos dejaron en una especie de impasse gnoseológico. Se habló de pensamiento postmetafísico y, con ello, la filosofía parecía inexorablemente ceder su puesto a disciplinas más positivas: la sociología, la economía, la geopolítica incluso. Pero esa misma imposibilidad de Absoluto manchaba de provisionalidad los saberes, otorgándoles un carácter hipotético, pragmático, posibilitista. El relativismo cultural ahogó la universalidad de los principios, y las grandes construcciones teóricas se configuraron únicamente como modelos de comprensión, cuya certidumbre, amén de contingente, era principalmente poética: lógica borrosa, teoría de las catástrofes, física de cuerdas, fractales y agujeros negros impregnando por doquier de finitud situada nuestras pretensiones teóricas.

La pasada centuria cumplimentó la estética del asesinato sin estridencia, la orgía displicente de la extenuación. Cada vez más, el mundo dejó de ser un factum, un conjunto de hechos, para convertirse en un fictum, un adherido de simulacros. Primero, se consumó el crimen de las esencias, ese transfondo noúmenico con que la antigua metafísica pretendía dar urdimbre subterránea a los fenómenos. Más tarde, la materialidad empírica fue adelgazando su consistencia hasta convertirse en un mero constructo ilusorio de nuestros modelos teóricos. Posteriormente, fue la Teoría misma, quien, aislada en sí misma y sin paradigmas contundentes, emergió como un heterogéneo haz de micrologías. Con esta triple crisis de la fundamentación –metafísica, empírica y teórica–, las nociones más arraigadas se convirtieron en meros consensos estratégicos. Tras la muerte de Dios y del Ser, a manera de epidemia silenciosa, un extinguirse desfallecido completó la plaga exterminadora: la Realidad, el Sujeto, la Historia... mostraban boqueantes los estertores de la agonía. El pensamiento se convirtió en un desalentado deambular entre espectros. Inusitada experiencia de lo fantasmático que, sin embargo, rehuía cualquier tinte de tragedia. Una afiebrada apoteosis de lo carnavalesco, una alegría dichosa de lo efímero tornó festivo este baile de muertos. Cual si de cuerpos gloriosos se tratara, felices al fin de deshacernos de la podredumbre de la carne, nos aprestamos a ser imágenes de nosotros mismos, entes aproximativos en un decorado virtual.

Delirio de la extinción, amable irrelevancia, feliz sustitución de las catedrales por las grandes superficies.

Pero veamos más de cerca algunas de las referencias y momentos mencionados.

Rápida revisitación hegeliana

Para Hegel, el Entendimiento es la forma característica del pensamiento deductivo, ejercicio analítico apropiado para las ciencias y la vida práctica, postulador de axiomas y reglas, que atomizan y desecan conceptualmente el fluir de los acontecimientos. Constituye tan sólo el primer momento del pensamiento filosófico, que ha de ser superado por un segundo: la Dialéctica, autodesplazamiento de las determinaciones finitas del primero. La Dialéctica conforma un trasiego de abstracciones contradictorias y complementarias, un fluir de nociones interdependientes, que en su dinamismo refleja el propio movimiento de la realidad. Todo cuanto existe se transforma en su contrario, es transitorio y mutable. Más allá del principio de tercio excluso de la lógica formal, no sólo A y no A es posible, sino que esta misma contradicción en el seno de los hechos se convierte en su primordial fuerza motriz. Un mundo contradictorio no es lo impensable, sino su más profunda realidad. Habremos, pues, de forzar nuestra lógica de forma que lo real sea también pensable; ello configura la función de la Dialéctica, un momento a su vez del pensar filosófico superado por la Razón, aquella que revelará la armonía subyacente –o supracente– a la contradicción, de una forma activa, englobando los opuestos en nuevas unidades. La etapa racional o especulativa de la filosofía representa “un regreso pensante a la impensada racionalidad del pensamiento y del habla ordinarios que antes había sido disuelta por la acción del Entendimiento”. Un ansia de Totalidad lograda, cumplimiento y enlace con una primera experiencia intuitiva, que no anula en un continuo homogéneo las contradicciones, pues las engloba, haciéndolas médula y tuétano de su unidad superior. Movimiento triádico que parte de un todo inmediato para fracturarlo, percibir posteriormente su miriádico estallido dinámico y elevarlo finalmente a una nueva y rica estabilidad. Tesis, Antítesis y Síntesis anuncian incansablemente el devenir del Espíritu, del Conocimiento Absoluto. La verdad es, definitivamente, el Todo; su forma de manifestarse, la Wissenschaft o Ciencia Sistemática; su tarea, “la realización del universal mediante la superación de pensamientos fijos y definidos”. El “Idealismo” de la Razón muestra la gesta de la comprensión y el dominio del mundo a través del Conocimiento Absoluto, cumple la reconciliación entre conciencia y autoconciencia. La historia ha recorrido fragmentariamente una serie de momentos, reunidos posteriormente en el Espíritu Absoluto. Así, “el Espíritu pensante de la Historia Universal, en la medida en que se despoja de esas limitaciones de los particulares Espíritus Nacionales y su propia mundanidad, capta su propia universalidad concreta y se eleva al conocimiento del Espíritu Absoluto, como la verdad eterna en la que la Razón cognitiva es libre para sí misma, mientras que necesidad, naturaleza e historia meramente son los ministros de su revelación y los vasallos de su honor”8.

La Modernidad como discurso global

He creído conveniente retomar estos breves trazos del pensamiento hegeliano para recordar cuan lejos nos hallamos de su romántica epopeya y, sin embargo, pienso demostrar, cuan olvidadizamente envueltos en retóricas totalizantes.

Don Jorge Guillermo Federico tenía algo de visionario y, cual Napoleón de los conceptos, tuvo su Waterloo de olvido. La Modernidad se construyó con las piedras de la Ilustración y la argamasa de la industrialización, postergando las pompas del Sturm und Drang; pero no deja de tener, con mirada retrospectiva, un cierto talante sistemático, aquel que otorga la creencia en Valores Universales y una fe casi incontestable en los bastiones del Sujeto, la Razón, la Historia o el Progreso.

El proyecto de la Modernidad ha sido datado por Habermas en el esfuerzo ilustrado por desarrollar desde la razón las esferas de la ciencia, la moralidad y el arte, separadas de los ámbitos de la metafísica y la religión. Si ello se plantea en el terreno de la teoría, la concreción material conlleva un proceso de modernización: revolución industrial, avances científicos, crecimiento demográfico, desarrollo de la tecnología, expansión de los mercados, capitalismo... que diseña un eje imparable caracterizado por el primado del dinamismo y la innovación. La Modernidad representa una mirada puesta en el futuro; es en él, y no en la imitación del pasado, donde el individuo piensa encontrar la realización de sus expectativas más o menos utópicas; lo nuevo atrae como rechazo y superación permanente, de ahí el espíritu vanguardista que anima la modernidad estética. Estos dos aspectos, fundamentos teóricos y desarrollo material, tienen, sin embargo, una desigual solidez; mientras el segundo parece constante, asumiendo las nuevas formas (sociedad postindustrial, nuevas tecnologías de la información...), el primero ha sido fuertemente criticado. Como Albrecht Wellmer resalta: “la modernidad, desde un punto de vista técnico y económico, está hecha de una madera tan dura que el jugar con su fin se convierte fácilmente en un juego de niños; en cambio, su sustancia político-moral, sus tradiciones democráticas y liberales, son tan frágiles, que el jugar con su fin se convierte en jugar con fuego. El transgredir la modernidad, en el sentido de una recaída en la barbarie, es hoy una posibilidad real”9.

La Modernidad, más allá de la heterogeneidad de sus contenidos, se percibe a la manera de un conjunto coherente de racionalidad y progreso ético-social, cuyo debilitamiento es sentido por muchos en forma de verdadera amenaza. Un paradigma donde, por así decirlo, todo ocupa el lugar adecuado. El conocimiento responde a un modelo objetivo y científico, validado por la experiencia y el progresivo dominio de la naturaleza, consolidado en un desarrollo de la técnica. Ello confluye en una superior emancipación del individuo y en el logro de mayores cotas de libertad y justicia social como horizonte paulatinamente alcanzable. Es esta Utopía la que cohesiona un modelo, cuya quiebra, desde su propio punto de vista, no puede sino conducir a la barbarie.

La quiebra de la postmodernidad

La Modernidad se ancla, por tanto, en la posibilidad y legitimidad de los discursos globales. La crisis postmoderna atentará precisamente contra esta posibilidad y legitimidad.

Lyotard denunció el fin des Grands Récits (modelo ilustrado, hegelianismo, marxismo, cristianismo...). La historia deja de entenderse cual un progreso lineal encaminado a la emancipación. Según ello entraríamos, en palabras de Arnold Gehlen, en la época de la post-historia. La razón universal habría revelado su manipuladora faz de racionalidad instrumental (Escuela de Francfort) y su utopía se habría mostrado como una efectiva jaula de hierro (Weber).

El fin del paradigma unitario abría la puerta a múltiples micrologías, discursos contextualizados, que ofrecían un panorama heterogéneo y disperso. Fragmento, polisemia, diferencia, exceso, hibridez... fueron conceptos preferidos para caracterizar esta situación. El descrédito de la innovación hizo abandonar el talante vanguardista, el futuro dejó de ser el referente y el pasado se convirtió en un almacén de imágenes, estilos e ideas para reutilizar. Pastiche, hipertexto, cultura de la copia, en suma, y del simulacro.

Sin embargo, es hora de analizar no sólo la quiebra de la postmodernidad, en el sentido de la ruptura que supuso con respecto a la fase anterior, sino la propia quiebra de ésta, es decir, su crisis.

Toda innovación cultural, en cuanto rompe con el discurso hegemónico, tiene un efecto crítico y revulsivo. La realidad se nos aparece de otra manera y nos urge a pensar con otros conceptos, forjarlos incluso, poner nombre a lo que aún no lo tiene. Es la labor de los pioneros intelectuales. Después, toda una legión de obrerillos apuntalará la construcción, perfilará sus aristas y reproducirá el modelo hasta la saciedad. Es la fase de la escolástica anquilosada, que, por sabida y estereotipada, torna caduca la construcción conceptual. Ya no nos encontramos ante la incertidumbre del pionero que se adentra en tierras ignotas y avanza inseguro el pie, sin saber si la consistencia del suelo soportará la audacia de su escalada, sino ante la plana certeza del papagayo repitiendo lugares comunes como si fueran axiomas, y que aun cuando parezca hablar igual que el pionero, completa justamente la labor contraria: frente al avance por territorios inexplorados, el anclaje en lo Mismo, un cerrar ojos y oídos a una realidad dinámica que estalla por los cuatro costados en un traje ya demasiado estrecho.

¿Podemos en los albores del siglo XXI seguir repitiendo sin pestañeo los conceptos post que fueron rupturistas hace más de veinte años?

Uno de los pilares del pensamiento post lo constituía, como ya hemos subrayado, la afirmación de la imposibilidad de los Grandes Relatos, de una nueva totalidad teórica. No obstante, desde una década a esta parte, un concepto estrella emerge por doquier.

La fragmentación y la multiplicidad de que daba cuenta la Postmodernidad parecían de forma irreversible condenadas a las fuerzas centrífugas y, sin embargo, los fragmentos dispersos han sido puestos en contacto, “englobados”, gracias a la revolución virtual de la sociedad de la información, posibilitando un nuevo Gran Relato: La Globalización.

Las Grandes metanarrativas de la Modernidad eran fruto de un esfuerzo teórico, de una voluntad de sistema, pertenecían al ámbito del conocimiento. La globalización, en cambio, es un resultado a posteriori de una revolución tecnológica, efecto práctico de una voluntad de interconectividad, y pertenece al ámbito de la información.

A la sociedad industrial correspondía la cultura moderna, a la sociedad postindustrial la cultura postmoderna, a una sociedad globalizada responde un tipo de cultura que, desde hace tiempo, vengo llamando transmoderna.

Modernidad, Postmodernidad, Transmodernidad sería la tríada dialéctica que, más o menos hegelianamente, completaría un proceso de tesis, antítesis y síntesis.

Globalización

El fenómeno de la globalización no puede reducirse hoy al mero inicio del “sistema mundial capitalista” que algunos (Wallerstein) remontarían al siglo XV con el surgimiento del capitalismo. Tras el llamado fin de la política o fin de lo social, nos hallamos ante una nueva intersección de ambos sectores mas allá del paradigma de los Estados nacionales.

De cara a una buena caracterización, parece pertinente la diferenciación que Ulrich Beck10 realiza entre globalismo, globalidad y globalización. Por globalismo entiende “la concepción según la cual el mercado mundial desaloja o sustituye al quehacer político; es decir, la ideología del dominio del mercado mundial o la ideología del liberalismo”11. La noción de globalidad apuntaría a la constatación de estar viviendo en una “sociedad mundial” donde no existen espacios cerrados. Dicha globalidad se pretende irreversible precisamente porque responde a profundos procesos, aunque no todos al mismo nivel, de globalización económica, política, social, cultural, ecológica... Así, globalización aglutina, responde y da nombre a todos aquellos “procesos en virtud de los cuales los Estados nacionales soberanos se entremezclan e imbrican mediante actores transnacionales y sus respectivas probabilidades de poder, orientaciones, identidades y entramados varios”12.

Todo ello configura un horizonte no ciertamente nuevo, pero sí cada vez estructurado de manera más coherente y consolidada, que apuntaría las siguientes líneas generales: mercado global, cultura globalizada, desarrollo constante de las tecnologías de la comunicación, sociedad de la información, política mundial postinternacional y policéntrica, implicación global de los conflictos bélicos, transculturales, los atentados ecológicos y el problema de la pobreza. Esta constante presencia de flujos y conectividad constituye un naciente proceso de totalidad, cuyo modelo no es jerárquico o piramidal, sino reticular, desorganizado, sin centro hegemónico. Si la consolidación del Estado nacional dirigió el impulso moderno, y la sociedad postindustrial representó un fluido esfuerzo por dotar de sentido a los organismos internacionales, intentando ampliar el modelo político moderno de un renovado y plural contrato social, la globalización muestra las limitaciones del modelo estrictamente político, incorporando los recientes actores financieros, movimientos no gubernamentales, mediáticos.. .sin que resulte siquiera pensable o deseable la idea de un gobierno mundial, aun fundado en vagos principios democráticos o de respeto a normas compartidas como los Derechos Humanos.

Son estas declaraciones formales, así la citada de los derechos humanos, las que hoy ostentan una marca paradójica. Por un lado, se mantienen como huecos paradigmas de un espíritu ilustrado ya caduco; por otro, se pretenden ideales regulativos para un nuevo cosmopolitismo republicano o elemento movilizador light de organizaciones no gubernamentales que parecen, blandamente, haber tomado el relevo de la otrora clase obrera revolucionaria. En cualquier caso, su universalismo, más allá de los Estados nacionales, y por el mismo debilitamiento de éstos, encuentra también menguadas las atribuciones de los órganos supervisores de su observancia.

Lo Glocal (R. Robertson), esto es, la preponderancia de los niveles globales y locales en detrimento de los espacios territoriales tradicionales, diseña una nueva geopolítica, donde el espacio en el que medró la construcción de la Modernidad parece despojado de su protagonismo histórico y de la urdimbre afianzadora de todo un modelo político, ético, social e identitario. El fin del “dominio estatal del espacio” (Agnew y Corbridge) nos sumerge en un “espacio de flujos” (Castells), que acaba definitivamente con el paradigma moderno.

La teoría política y ética se nos aparece rezagada, enarbolando conceptos acartonados e inadecuados, en un vano intento por racionalizar fenómenos que no caben en unas hechuras diseñadas para un mundo distinto del actual. Nuestro pensamiento, como nuestra realidad social, debe convertirse en “transfronterizo”, fluido, reticular e inestable. Un pensamiento de riesgo para pensar la sociedad de riesgo mundial. Después de lo nacional, lo postnacional y, posteriormente a ello, lo transnacional. Trans es el prefijo que debe guiar la nueva razón digital en una realidad virtual y fluctuante.

Esta “política mundial policéntrica” según de Rosenau13 es caracterizada, en lectura de Beck14, por la aparición de:

- Organizaciones transnacionales (del Banco Mundial a las multinacionales, de las ONGs a la mafia...).

- Problemas transnacionales (crisis monetarias, cambio climático, las drogas, el SIDA, los conflictos étnicos...)

- Eventos transnacionales (guerras, competiciones deportivas, cultura de masas, movilizaciones solidarias...)

- Comunidades transnacionales (basadas en la religión, estilos de vida generacionales, respuestas ecológicas, identidades raciales...)

- Estructuras transnacionales (laborales, culturales, financieras...)

Transmodernidad

La globalización muestra cómo lo que realmente pasa ocurre en muchos lugares a la vez, y no cual mero eco o reverberación. Es la interconexión misma quien produce esa simultaneidad. Lo local se convierte en translocal.

La posibilidad de acciones en tiempo real crea una suerte de eternidad laplaciana, no estática sino dinámica, la permanencia de la celeridad. La realidad es constante transformación. Las circunstancias concretas se transcienden, forman parte de un conjunto interconectado, que globalmente se reajusta sin cesar. Finalmente, el Todo no nos remite a una instancia religiosa o supranatural, tampoco al reino noúmenico de la metafísica o de la Lógica Absoluta. Lo transcendente estaba más allá y más acá de la realidad empírica, ahora se ha convertido en la propia realidad empírica hiperrealizada: la transcedencia virtual.

La cultura ya no es la matriz universal que atenúa las diferencias, pero tampoco la expresión de un Volkgeist. La sociedad postmoderna, vía la crítica postcolonial, pretendió acabar con ese vilipendiado universalismo de “hombres blancos muertos o viejos” en favor del multiculturalismo; frente a ello, la sociedad de la información globalizada nos ofrece un efectivo panorama no post ni multi, sino transcultural, a modo de síntesis dialéctica, pues incluye en su seno tanto el impulso cosmopolita cuanto las presencias locales más exiguas.

Denominamos a la sociedad de la información “sociedad del conocimiento”, y ello implica un sutil desplazamiento epistemológico. Conocer ha sido, durante centurias, desvelar, penetrar –no en vano la verdad se entendió platónicamente como aletheia. Debíamos prescindir de la apariencia para llegar a la esencia, ir más allá de los fenómenos para descubrir lo nouménico, encontrar la cifra, la lógica que subyacía a los acontecimientos, la fórmula que nos posibilitara el adecuado proceso inductivo-deductivo. Pues bien, ahora el criterio de corrección del conocimiento ya no lo prescribe la adequatio (intellectus ad rem) sino la transmisibilidad. Ésta es la sociedad del conocimiento porque se configura y transforma en función de la cantidad de conocimiento que transmite. Lo no transfererible no cuenta. Todos, en la medida en que seamos proveedores de software, consigamos reciclarlo, utilizarlo, difundirlo, aplicarlo, estaremos en situación de ocupar el puesto líder de los aventajados. Ser interactivos es dominar los códigos de la transmisibilidad; triunfar, obtener réditos de ello. Si en la sociedad industrial la plusvalía la generaba la fuerza de trabajo, en la sociedad digital el valor añadido lo configura el input de transmisibilidad.

Estamos en la era de las transformaciones, los compartimentos estancos dejan de tener sentido, todo funciona en tanto está interconectado, trabaja en equipo o es capaz de reformularse según nuevas demandas o aplicaciones. La sociedad industrial promovió la fabricación en serie y el consumo masificado como criterio de rentabilidad, hoy los productos base deben poder adaptarse a la demanda individualizada, sea en el mobiliario de diseño, la programación informática o en la televisión por cable. Y no sólo los productos manufacturados: la propia naturaleza se convierte en algo maleable a través del diseño, los transgénicos se alzan a la vez en esperanza y amenaza. E incluso el cuerpo promueve una simbiosis entre la biología y la máquina: chips, implantes, reproducción asistida, clonación, adheridos tecnológicos que prolongan nuestra sensorialidad desde el móvil al ordenador de pulsera. El modelo cyborg dibuja la metáfora de una corporalidad transhumana, mutante, de la misma manera que la transexualidad ha dislocado y abierto toda un posibilidad combinatoria de géneros, deseos e identidades, más allá del par masculino/femenino.

Jean Baudrillard ha descrito magistralmente toda esta escenografía de lo trans. Según su percepción “todos somos transexuales, en tanto el cuerpo sexuado está abocado hoy a una suerte de destino artificial”15. Lo social se convierte en su propia puesta en escena mediática: “estamos en la transpolítica, es decir en el grado cero de lo político, que es también el de su reproducción y de su simulación indefinida”16. La semiurgia de las cosas a través de la publicidad, los media y las imágenes comportaría una transestética, vértigo ecléctico de las formas. “El sistema funciona menos por la plusvalía de la mercancía que por la plusvalía estética del signo”17.

Si la glasnost (transparencia) marcó la caída de la perestroika, el deshielo del régimen soviético y el fin de la política de bloques, esa misma metáfora de transparencia ejemplifica hoy un mundo que desea ser imagen, instantánea presencia en la pantalla, holograma translúcido y transferible.

Un mundo transaccional cuyo modelo de legitimación no es la autoridad, sino el contrato, la negociación para el ámbito político, financiero o social, criterio que avala tanto el talante democrático cuanto el dinamismo económico.

No se trata de un mero juego de palabras, de la aleatoria frecuencia de un prefijo sin mayores consecuencias. Su apabullante presencia en aquellos calificativos con los que pretendemos describir nuestro presente es el aviso de una diferente configuración epistemológica, de una serie de desplazamientos epistémicos generadores de un nuevo paradigma. Nos empeñamos en pensar política y éticamente con nociones modernas, repetimos cultural y estéticamente los tópicos postmodernos, reflexionamos sobre la globalización con la perplejidad de este ir y venir entre ambos paradigmas fenecidos. La realidad es ya otra, urge un pensamiento transmoderno, es necesario, si queremos comprender lo que está ocurriendo, pensar la Globalización con el paradigma de la Transmodernidad.

La Transmodernidad se nos aparece síntesis dialéctica de la tesis moderna y la antítesis postmoderna, bien cierto que al modo light, híbrido y virtual propio de los tiempos. Irónicamente, frente a las pretensiones hegelianas, no como un acrecentamiento del Absoluto, sino constituyendo su vaciamiento omnipresente; no como verdadera realidad, sino virtualidad real; abandona la estructura piramidal y arborescente del Sistema, para adoptar el modelo reticular de la excrecencia replicante. Obviamente, la globalidad no es el Espíritu, ni el pensamiento único la Razón Absoluta, pero precisamente la síntesis, para serlo, debía recoger a la vez la positividad moderna y el vacío postmoderno, el anhelo de unidad del primero y la fragmentación del segundo. Henos aquí en una totalización suma de contingencias, que olvida el Fundamento y la Definición, convirtiéndose en cristalografía proliferante.

Quizás una enumeración de las características de los tres momentos pueda clarificarnos el proceso, aunque ello necesariamente implique una simplificación y una parcelación de un continuum mucho más complejo. 


MODERNIDAD

POSTMODERNIDAD

TRANSMODERNIDAD

Realidad

Simulacro

Virtualidad

Presencia

Ausencia

Telepresencia

Homogeneidad

Heterogeneidad

Diversidad

Centramiento

Dispersión

Red

Temporalidad

Fin de la historia

Instantaneidad

Razón

Deconstrucción

Pensamiento único

Conocimiento

Antifundamentalismo escéptico

Información

Nacional

Postnacional

Transnacional

Global

Local

Glocal

Imperialismo

Postcolonialismo

Cosmopolitismo transétnico

Cultura

Multicultura

Transcultura

Fin

Juego

Estrategia

Jerarquía

Anarquía

Caos integrado

Innovación

Seguridad

Sociedad de riesgo

Economía industrial

Economía postindustrial

Nueva economía

Territorio

Extraterritorialidad

Ubícuo transfronterizo

Ciudad

Barrios periféricos

Megaciudad

Pueblo/clase

Individuo

Chat

Actividad

Agotamiento

Conectividad estática

Público

Privado

Obscenidad de la intimidad

Esfuerzo

Hedonismo

Individualismo solidario

Espíritu

Cuerpo

Cyborg

Átomo

Cuanto

Bit

Sexo

Erotismo

Cibersexo

Masculino

Femenino

Transexual

Alta cultura

Cultura de masas

Cultura de masas personalizada

Vanguardia

Postvanguardia

Transvanguardia

Oralidad

Escritura

Pantalla

Obra

Texto

Hipertexto

Narrativo

Visual

Multimedia

Cine

Televisión

Ordenador

Prensa

Mass-media

Internet

Galaxia Gutenberg

Galaxia McLuhan

Galaxia Microsoft

Progreso/futuro

Revival pasado

Final Fantasy

Si observamos las tres columnas, en la primera predominan los principios bien definidos que tienden a la cohesión, la unidad, la afirmación, a un pensamiento fuerte. La segunda se ordena generalmente como antítesis: disgregación, multiplicidad, negación, pensamiento débil. La tercera suele mantener el ímpetu definidor de la primera pero despojado de su fundamento: al incorporar su negación, resuelve el tercer momento en una especie de clausura especular.

Veamos un poco más detenidamente las tríadas.

La Modernidad tenía el patrimonio de la realidad, aspiraba a su transformación. La semiosfera, nutriente del pensamiento postmoderno, lo transforma todo en lenguajes; el significante, alejado del referente, halla su significado en el reino del sentido, de la construcción eidética, por ello no es de extrañar que, en vez de realidades, encuentre simulacros. Sin embargo, ese camino hacia la desaparición sufre un giro inesperado en la visión transmoderna. Lo real y lo irreal ya no son opuestos, al aparecer un nuevo concepto de realidad, aquella no ligada a lo material sin por ello convertirse en ficción. La realidad y la existencia ya no son sinónimas: hay una realidad que no deja de “ser” por el hecho de “no existir” y que no se conforma con el mero status de simulacro, es la verdadera realidad: lo virtual.

La noción de presencia se modifica, por tanto, con este proceso. El sujeto moderno es un sujeto actuante que incide en los acontecimientos por su implicación física en ellos, ya sea en la transformación material de las mercancías, en el transporte, en los viajes, en las guerras, etc. La invención del telégrafo, del teléfono... prepara los primeros ensayos de acción a distancia. La sociedad postmoderna se halla sumergida en toda una serie de medios, pero la separación entre emisor y receptor mantiene la dilación espacio temporal, el receptor se encuentra abrumado frente a una serie de artilugios y un bombardeo de mensajes, la comunicación pierde la cercanía de los hechos; de esta manera, el individuo se siente pasivo receptáculo de procesos sobre los que no puede influir. Con la posibilidad tecnológica de la interacción, se rompe esta pasividad, esa sensación de ausencia. En la sociedad transmoderna, el sujeto recibe información y actúa sobre ella, puede incidir en tiempo real sobre lo que está ocurriendo, ya sea para comunicarse por e-mail, participar en un trabajo en grupo, realizar operaciones financieras o manifestar su opinión en directo en un programa televisivo. Está realmente en lo que ocurre a kilómetros de distancia gracias a una efectiva telepresencia.

El discurso moderno buscaba el primado de Lo Mismo, esto es, basculaba en torno al eje de la identidad y la definición, tanto en el terreno de las naciones, cuanto en el de la cultura o la ciencia. Conocer era, aún desde la innovación, integrar lo ajeno en lo propio, cuyo criterio de valencia lo constituía la homogeneidad. Con la crítica post emerge el primado de Lo Otro, los discursos anti-sistema, los márgenes, todo lo falsamente subsumido en una homogeneidad indiferenciada: los grupos raciales, las culturas minoritarias, las mujeres, los homosexuales; el azar, en suma, o lo inclasificable, la heterogeneidad como denuncia y apertura. Pero era una heterogeneidad que parecía dispersa, irreconciliable, cargada por ello de un potencial negativo, ensimismada en su propia consolidación miriádica. Actualmente, vía las nuevas tecnologías de la información, los grupos minoritarios ocupan la red, a veces con una actividad y presencia superior a la de ciertos segmentos tradicionales de la cultura, desde el agit-prop, las movilizaciones internacionales a la elaboración de fondos documentales o de difusión. Por otro lado, los esfuerzos y denuncias de la etapa anterior han creado una suerte de normalidad y asimilación, aun cuando sea en el gueto de los estudios especializados, las minorías estatalmente subvencionadas, la reivindicación de derechos civiles específicos o el exotismo comercializado. No hay, pues, abismo o denegación, sino más bien una especie de tolerancia desafecta, nominal aceptación en orden a lo políticamente correcto, pero que en casos concretos comienza a ser un avance de posiciones. Hoy, esta forma de apoyo a la biodiversidad cultural constituye, amén de un enunciado más o menos programático, una real visibilidad accesible.

Podemos encontrar las tendencias mencionadas en el imaginario estructural con que se ha pensado cada etapa. Hegel definía Sistema frente al mero Agregat y, por supuesto, toda su obra va encaminada a lograr ese Todo sistemático. Deleuze opuso rizoma a la estructura en árbol, optando por el primero. Vemos aquí la ruptura entre un pensamiento que tiende al centro, al orden, al tronco común origen de las sucesivas derivaciones y otro que apuesta por la dispersión en sentido liberador. Todo lo post pugnó por hacer estallar ese centro neurálgico en series, fragmentos, trazos, universo gnoseológico en expansión que no rehuyó lo caótico y conceptualizó el equilibrio como entropía aniquilante. Dicha dispersión encuentra sin embargo ahora una metáfora por medio de la cual las fuerzas irremisiblemente centrífugas se enlazan entre sí, de forma dinámica, en un incensante entrecruzarse de conexiones. No hay centro ni sistema ordenado, pero de alguna manera la Red otorga coherencia inestable, imagen global sin traicionar u oponerse al dinamismo de la dispersión.

La Modernidad se halla indisolublemente unida a la noción de tiempo por su propio talante de innovación y progreso, una temporalidad histórica que, ilustradamente, busca un acrecentamiento hacia lo mejor o hegelianamente el cumplimiento del Espíritu Absoluto. La industrialización, el maquinismo, las revoluciones, las utopías sociales... pretenden realizar un avance histórico progresivo. Es este optimismo el que comienza a tambalearse con la crisis de los Grandes Relatos de emancipación; parece como si no hubiera ya utopía esperándonos en el futuro, y se denuncia el rostro mortífero que éstas han tenido en sus intentos de plasmación práctica. El desmoronamiento del socialismo real nos presenta la sociedad de mercado como única alternativa sucediéndose a sí misma. Se apaga el optimismo y el carácter épico, es el momento de la famosa andanada de Fukuyama celebrando el fin de la historia. Pero, más que el acabamiento de los tiempos, la actual coyuntura tecnológica nos sorprende con el salto epistémico de su cumplimiento. El tiempo no es ya decurso, proyección o esperanza: se acelera de forma desorbitada, se condensa y se realiza, es el logro de la instantaneidad. Todo ocurre ya, delante de nosotros y a la vez, vertiginosamente, a la velocidad de la fibra óptica. El mundo transmoderno no es un mundo en progreso, ni fuera de la historia, es un mundo instantáneo, donde el tiempo adquiere la celeridad estática de un presente eternamente actualizado. El antes y el después, la cadena causal de los hechos o su sincronía, quedan también alterados, pues la prioridad de los acontecimientos viene dada por la celeridad de su transmisión, así las noticias menos importantes o de lugares peor conectados llegarán más tarde o ni siquiera llegarán, por lo que en ese caso no existen. Lo considerado menos relevante será percibido como consecuencia, y circunstancias distantes en el tiempo, sin son presentadas conjuntamente, conformarán un todo coetáneo.

La Razón era por excelencia la protagonista del espíritu ilustrado. Más allá de matizaciones terminológicas, nos estamos refiriendo a ese impulso de explicar el mundo y a la confianza en su posibilidad, cuya consecución progresiva alumbrará un consiguiente mejoramiento, social y ético. Pero el siglo veinte fue una centuria plagada de sospechas y autocrítica, que debilitó este pensamiento fuerte, jubiloso. Si tras ella, al fin, únicamente se evidenciaba una voluntad de poder, una manipulación ideológica u oscuras pulsiones inconscientes, sólo nos cabía ejecitarnos en la lucidez de su deconstrucción, derruir ese logocentrismo dominador que había tramado un complot oneroso, oculto en la parafernalia de las grandes palabras: Verdad, Justicia, Moral... Desvelar ese nominalismo mendaz y quedarnos con los signos, en un pensamiento postmetafísico, a medio camino entre la nostalgia y la euforia de la diseminación. Las síntesis no son necesariamente benéficas, a veces comportan lo más rechazable de los momentos anteriores o el retorno nebuloso de su confusión. Sin ser celebrado por nadie, el llamado pensamiento único se nos presenta con toda la pretensión de la necesidad sin alternativa de la razón ilustrada y el tufillo instrumental de los discursos pragmáticos. No obstante, repudiado o arrogante, ostenta ese consenso alimentado por el declive de las teorías alternativas, interlingua política de organismo internacional o financiero. Hay que aguzar mucho el matiz para encontrar la diferencia entre las diversas opciones ideológicas.

Si a la Razón le corresponde el ideal del conocimiento, a su crítica le acompaña un antifundamentalismo escéptico. Las últimas décadas han medrado en el relativismo, contextualismo, culturalismo... La ironía ha sido el arma para detener el retorno de los fastos, y también el instrumento para componer, desde la reiteración distanciada, una nueva estética. Pero todo ello no podíamos dejar de decírnoslo, difundirlo, con grandes aspavientos y forzando la máquina de todos los recursos tecnológicos a nuestro alcance. Esta furia del mensaje, esta compulsión comunicativa, se ha ido encontrando, casi sin esperarlo, con medios cada vez más sofisticados, configurando una especie de noosfera digital, la sociedad de la información, en la que todo –los hechos, los negocios y nosotros mismos– se reduce a paquetes de datos transferibles. La información no requiere de fundamentos metafísicos, su legitimidad no reside en una causa previa, sino en su propio funcionamiento operativo. Un paso más y la síntesis quedará realizada: llamemos a este hervidero de flujos comunicativos “sociedad del conocimiento” y habremos resuelto de un plumazo todos los problemas de más de veinte siglos de metafísica. De la academia a la empresa, de la sustancia al hardware, del monje en la biblioteca al management man.

La Modernidad representó la consolidación de los Estados nacionales como dominio territorial y definición de las identidades colectivas; todas las prácticas sociales (cultura, lengua, economía, historia, autoimagen...) remiten a una homogeneidad interna, controlada estatalmente. Esta soberanía va siendo poco a poco debilitada en favor de un mayor predominio de las relaciones internacionales que, cada vez más, dejan de ser el mero escenario de la diplomacia, las alianzas políticas y el comercio dirigidos por los Estados nacionales, para adquirir un predominio propio, dando lugar a una política postnacional y postinternacional, regida de forma creciente por las organizaciones internacionales, movimientos sociales y empresas transnacionales. Lo transnacional no es una mera negación post, sino recientísima configuración en la que los actores nacionales se ven sobredimensionados y superados, como he apuntado más atrás, por organizaciones, problemas, eventos, comunidades y estructuras transnacionales.

Al Estado moderno le corresponde un imaginario global simple, esto es, un anhelo universalista en cuanto a su cultura, y una vocación imperialista en cuanto a su expansión política: busca consolidar su territorio y proyectarse más allá de él. Este imaginario global simple fue duramente criticado por el pensamiento postmoderno. La momentánea atracción de lo local queda asumida en este conjunto envolvente que incluye lo específico, lo Glocal.

El postcolonialismo es algo más que el acceso a la independencia de los países antes colonizados, representa una crisis de legitimidad de todo expansionismo que intenta aunar la vocación inversora, la explotación de países dependientes y la modernización de éstos a través de una cultura supuestamente no marcada. Denuncia política, económica y cultural que, no obstante, se realiza en un mundo donde ya no se pueden recuperar las identidades nacionales estancas, pues los flujos de población han producido un mestizaje tanto en los países colonizadores como en los colonizados, generándose a la vez comunidades transétnicas en el seno de territorios delimitados y comunidades étnicas transterritoriales. La transmodernidad recupera así el ideal moderno del cosmopolitismo, pero no por una universalidad limpia de las diferencias específicas como imaginara el espíritu ilustrado, sino precisamente al diseminar estas diferencias más allá de su ubicación tradicional, generando una cumplida síntesis, un cosmopolitismo transétnico.

La Cultura no se pretende ya crisol de valores universales desentrañados, ni Volkgeist esplendente. Sin embargo, el llamado multiculturalismo se convierte también en una fase transitoria, aquella en la que los países desarrollados observan cómo han perdido la pureza de sus culturas nacionales y, entre el rechazo y el fervor de lo políticamente correcto, constatan, no sin tensiones, la configuración heterogéneamente agrupada de su población. Un paso más y ese efecto centrípeto de cohesión de minorías nacionales en el seno de los Estados vuelve a sufrir el efecto de una redifusión interconectada. Lo étnico no es el ámbito de estudio de la antropología moderna, pero tampoco el lugar de las reivindicaciones de las minorías. El mercado asume y potencia las diferencias en un real “bazar de las culturas”, las identidades locales se desarraigan a la vez que adquieren una difusión insospechada gracias a su mercantilización, la esencia se convierte en diseño, se consumen productos como estilos de vida o gastronomía: cenamos en un restaurante libanés, compramos un futón japonés, decoramos las paredes con motivos africanos, escuchamos música celta o vemos todos las películas rodadas en Hollywood. Aquí y allá, fragmentos de culturas se recombinan en revoltijo híbrido. No se trata de multicultura, sino de transcultura.

La Modernidad era el reino de los fines, proyecto, futuro, meta, realización, horizonte de riqueza y emancipación, utopía del progreso y del cumplimiento. Tras su crisis, pensamos el saber como juegos del lenguaje, la vida también como un juego desde cierto yupismo hedonista. Una cierta infantilización nos introdujo en un ludismo sin transcendencia y, es más, en esta azarosa combinatoria sin futuro se proyectaban las heterotopías liberadoras. Se juega a la bolsa igual que se juega a la guerra (la guerra del Golfo ejemplificó esta suspensión de la realidad entendida a la manera de un videojuego). La unión de ese talante combinatorio con la consecución de logros situados se llama estrategia. Buscamos la efectividad sin la grandilocuencia, las esferas de control sin la legitimación del poder. Sujetos estratégicos, ya no deseamos ser un yo transcendental, ni una mera máscara, sino construcción de identidades múltiples y operativas. No ya la paz perpetua en el horizonte, sino el equilibrio inestable calculado, la turbulencia bajo dominio. Más allá de la jerarquía, para la que no encontramos divina legitimación, y más allá de la anarquía de cuya festiva ingenuidad nos distanciamos, el Caos integrado representa nuestro desideratum.

La innovación fue, lo he reiterado, el impulso modernizador por excelencia. Esa confianza algo ingenua en los avances científicos y tecnológicos tuvo su piedra de toque en el hongo nuclear de Hiroshima. A partir de ese momento, los Estados pensaron, de forma tajante, que debían supervisar la investigación –la suya y la de los demás– y establecer pactos para frenar un mundo desbocado, poseedor de la capacidad de autodestruirse. La resaca de la modernización postuló ideales de seguridad: nada, ni el delirio científico, ni los ideales revolucionarios, debía conturbar un mundo que se requería estable para poder ser trivial. Hoy, sin embargo, el concepto de “sociedad de riesgo” nos habla de un nuevo paradigma global y emotivo. Riesgo en el sentido positivo de que únicamente la audacia empresarial puede generar riqueza, modelos innovadores no derivables de la reiteración, y en el que la promoción profesional se iguala no a la cualificación inicial, sino a la capacidad de adaptación a nuevas metodologías y a la generación de nuevas aplicaciones. Pero también riesgo como la percepción de un peligro ecológico global, de una proyección constante de los desarrollos últimos de situaciones complejas presentes, políticas, industriales, de explotación de recursos o estratégicas.

La revolución industrial marcó el comienzo de la era moderna: la maquinización, la producción en serie, la especialización de la mano de obra, la expansión del capital y la organización sindical de un gran contingente de trabajadores, el éxodo de las zonas rurales a las urbes, la ruptura de las formas de vida comunitarias tradicionales, etc. La sociedad postindustrial pretendía caracterizar un avanzado nivel de productividad, de acumulación de riqueza, un dinamismo interno que distorsionaba las nociones de clases sociales, la separación entre lo público y lo privado, las formas del saber y su difusión, el predominio del sector terciario sobre el secundario, la generalización de la sociedad de consumo y nuevos espacios de conflictividad social. El actual paradigma tecnológico, basado en las tecnologías de la información, subsume la lógica industrial, incorporando la información y el conocimiento a las áreas de producción y de circulación del capital. Nace así la nueva economía, informacional y global, en definición de Manuel Castell: “economía cuyos componentes nucleares tienen la capacidad institucional, organizativa y tecnológica de funcionar como una unidad en tiempo real, o en un tiempo establecido, a escala planetaria”18. Efectiva globalización financiera, con la desregulación de mercados y liberalización de transacciones, apoyada en las telecomunicaciones avanzadas y al albur de los movimientos especulativos de flujos financieros.

Todo ello nos sitúa más allá de las determinaciones modernas de ciudad y territorio. Si la ocupación yuppie de los barrios periféricos y, en el extremo económico opuesto, la hipertrofia de la ciudad dormitorio, marcaron una reordenación urbana, la noción de extraterritorialidad generó metáforas culturales positivas. Pero la sociedad globalizada no se rige ya por el par centro-periferia, sino por una red de megaciudades conectadas que nos habla en todo caso de lo ubicuo transfronterizo.

Los cambios descritos afectan también indudablemente a las relaciones sociales, conformando un nuevo tipo de vida, de vernos, de sentirnos, de comunicarnos, un horizonte emotivo en el que reconocemos la cotidianeidad y fabulamos lo extraordinario. Los agentes sociales que construyeron la modernidad emanaban del individuo, pero creían en lo grupal, el pueblo, la clase, la ciudadanía... articulaban formas de integrar un proyecto político deseable. La postmodernidad tendió una sombra escéptica sobre la fe en el progreso o las posibilidades revolucionarias. Emerge así el individuo, pero esta vez retrepado en lo privado, en un hedonismo doméstico, alejado del fervor de lo público y de la épica del esfuerzo como clave ética. Actualmente, contemplamos un desplazamiento: ese egotismo de hace apenas una década, ahondando en sí mismo, genera novedosas formas de interacción con lo social. Vemos surgir una forma de aislamiento conectado. Los sujetos aislados establecen frente a la pantalla del ordenador toda una red de comunicaciones personales, eróticas, por aficiones e incluso como estrategias de movilización virtual. El chat ha sustituido en gran medida los mecanismos de agrupación tradicionales, manteniendo la privacidad del individualismo, pero incorporando modos de interacción social de una expansión hasta hace poco inimaginable. No se trata de la actividad moderna, ni del agotamiento postmoderno, sino de la conectividad estática transmoderna. Es esta configuración del yo a través de la pantalla la que otorga una visibilidad abrumadora y a la vez resguardada. Protegidos en esta distancia e instantaneidad, lo personal se convierte en espectáculo, desde los programas televisivos al estilo de Gran Hermano a las imágenes íntimas colgadas en la red. Se trata de una obscenidad de la intimidad que busca, al convertirse en imagen de sí misma difundida, recuperar la realidad, pues ésta reside, más que en los hechos, en su representación. El rechazo a las formas habituales de acción política y partitocracia vehicula el individualismo hacia maneras diversas de incidir éticamente sobre los acontecimientos; nace así un individualismo solidario, que se considera implicado por las cuestiones ecológicas, de la pobreza, las catástrofes naturales o las consecuencias bélicas.

También el ámbito de la fisicidad se ha transformado. La realidad material, su concreción última, átomo, masa, fuerza, espacio, tiempo... eran conceptos que ordenaban el universo newtoniano. La teoría de la relatividad, la mecánica cuántica, vinieron a subvertirlos, ondas, cuerdas, incertidumbre, líneas gravitacionales, temporalización del espacio... toda una lógica borrosa que devolvía la física casi al ámbito de la metafísica. La sociedad digital abandona el terreno de la especulación, sintetiza la efectividad y lo etéreo. Lo real ya no será la circulación de agregados de átomos (objetos), sino la circulación de paquetes de bits, cuantos de información, enviados en tiempo real. El espacio no es el locus de las transformaciones, ni el supuesto temporalizado y multiplicado en n dimensiones: se torna irrelevante, deja de existir, cuando el límite nunca alcanzado, la velocidad de la luz, se convierte en la instantaneidad cotidiana.

El espíritu, alma, razón, sujetivo, objetivo, absoluto, escenificó las gestas modernas, aunque progresivamente debilitado por el materialismo cientificista se convirtió en metáfora de sí mismo como impulso dinámico y racionalidad compartida. Tras ello, nos quedó el cuerpo, fragmentado, gozoso, libidinal, subversión moral, carne abismada. Hoy, el mero residuo orgánico parece un lastre primitivo, la mente juega a su transformación, lo convierte en experimento de ingeniería genética, lo expande con prótesis tecnológicas. Todos somos mutantes conectados a la red, cyborgs que proclaman la era del postcuerpo, de lo transhumano.

De la misma manera, el sexo, normalizado, reproductor, arma de sometimiento o liberación política, dejó paso al erotismo, que disgregaba con los artificios de la seducción los géneros y los estereotipos. La amenaza del SIDA abrió nuevos espacios asépticos. Pensamos la carne con la misma prevención de una amenaza bíblica, de ahí la perversión visual, profiláctica, del cibersexo.

La modernidad cumplimentó también el imaginario masculino. Para los varones, era el espacio público y la representación política, mientras las mujeres quedaban relegadas a ser los ángeles del hogar. La crisis de los discursos fuertes afectó igualmente a la lógica patriarcal. Se habló entonces, junto con la incorporación de la mujer a las esferas públicas, de una feminización de la cultura, por más discutible que ello fuera. Pero en la época de la tecnología cyber la mujer connota excesivamente el reino de la naturaleza. Es, por así decir, demasiado carnal. El diseño reformula lo natural, la biología se convierte en una rama de la ingeniería, no deseamos que la anatomía determine ninguna de nuestra preelecciones, por ello el icono de la artificiosidad queda hoy ejemplificado en lo transexual.

La cibercultura comporta así mismo transformaciones frente a los dos momentos anteriores que venimos analizando. La alta cultura respondía a criterios jerárquicos y elitistas, la progresiva extensión de la educación a las clases más desfavorecidas fue generando una contracultura popular altamente politizada, el marxismo contribuyó en gran medida a mostrar la manipulación ideológica de los discursos y también a forzar la accesibilidad al saber, pero fue la sociedad postindustrial quien comenzó a necesitar una cultura para el consumo de masas; los intelectuales, como es sabido, se dividieron entre su demonización y su defensa. Si la alta cultura tenía un acceso restringido y la cultura de masas pretendía rentabilizar su consumo exponencial, deberemos esperar al abaratamiento tecnológico de los medios de difusión para que la extensión pueda también contemplar la adecuación al consumidor. Cultura de masas, pero personalizada, a la carta, televisión por cable, revistas especializadas según preferencias raciales, profesionales, de orientación sexual, incorporación al mercado de lo exótico y lo marginal. Standarización abierta que permite la incorporación de las diferencias.

No se requiere, por tanto, la innovación rupturista del tipo de las vanguardias. Con todo, me parece conveniente secuenciar los momentos de la post y transvanguardia, para resguardar un primer paso de rechazo, agotamiento, kitsch, cultura de la copia, crítica de la noción de obra de arte, de la función del museo, ironía destructiva y un segundo estadio, el actual, de ironía reconstructiva, pastiche, hibridación, intertextualidad, transgénero... en el que el net-art y, en general, las nuevas posibilidades tecnológicas retoman poco a poco dinámicas de innovación y ruptura, propias de las antiguas vanguardias. Trans, otra vez, vuelve a ser nuestro prefijo.

La oralidad, la obra, lo narrativo, fueron sustituidos en la cultura postmoderna por una valoración de la escritura, el texto y lo visual. La sociedad trans vuelve a efectuar una síntesis que fusiona hacia delante, incluyendo ambos aspectos cualitativamente trascendidos. La pantalla subsume la oralidad y la escritura, se convierte cada vez en más interactiva en tiempo real y a la vez genera una ciberalfabetización: no es tanto a través de imágenes, sino por medio de textos, como se actualiza la interacción. Pero es una textualidad no referida al autor, a la vocación de sistema, aunque tampoco constituye un mero canto a una combinatoria de significantes ajena a la intención de los sujetos; éstos cortan, pegan, envían, inciden en las series discursivas, de manera que es su propia intencionalidad múltiple e inconexa quien genera un maelström proliferante.

Un mismo proceso secuencia los medios (cine, televisión, ordenador...). Internet será la síntesis de la antigua prensa escrita y los medios de comunicación de masas en una gradación que, según las etapas demarcadas, obedecería sucesivamente a la Galaxia Gutenberg, la Galaxia McLuhan y, finalmente, la Galaxia Microsoft. Volvemos así a la incertidumbre de una vista puesta en el futuro, una expectación futurista cansada del cansancio de los revivals, plagada de héroes cósmicos, amenazas de exterminio y épicas gloriosas, mutantes posthumanos disfrazados de ejecutivos transnacionales, una Final Fantasy para la cual, cada día, inventamos los conceptos, deseosos de transcender las limitaciones, angustiados y delirantes porque todo va demasiado deprisa, y los fragmentos atroces de las miserias que permanecen salpican de sangre un universo falsamente glasofonado, los bits circulan como metralla y aún no hemos resuelto la dimensión humana de la justicia.

La globalización es el todo envolvente, cumplimiento caótico y dinámico del imperativo dialéctico, nuevo paradigma que he apostado por llamar Transmodernidad.

Por debajo de ello, el reto de pensar, la urgencia de actuar, siguen pendientes.





Dra. Rosa María Rodríguez Magda

Escritora, filósofa, crítico literario. Licenciada en Filosofía y Ciencias de la Educación, Doctora cum laude en filosofía y Premio Extraordinario de Doctorado por la Universidad de Valencia. Profesora invitada y/o colaboradora en las siguientes Universidades: Université de Paris VIII- Vincennes à Saint-Denis,Université Paris VII, Université de Paris-Dauphine,Instituto de Filosofia del Consejo Superior de Investigaciones Científicas,Institut de Creativitat i Investigacions Estètiques, Universitat de València (Facultades de Filosofía y de Económicas), Universitat Jaume I de Castellón, Universidad Complutense de Madrid . Ha sido hasta marzo de 1997 Presidenta de la Asociación Valenciana de Críticos Literarios. Actualmente es Directora cultural de la Fundación Valencia Tercer Milenio- UNESCO y Miembro del Consell Valenciá de Cultura. Es Directora del Aula de Pensamiento y de la revista Debats (Institución Alfonso el Magnánimo. Diputación de Valencia).Directora de las colecciones "Estudis", "Minor", "Luces de la ciudad", "Escritores valencianos" y "Encontres", del Ayuntamiento de Valencia.

Ha obtenido , entre otros, el Premio Ciudad de Valencia. Juan Gil Albert de Ensayo 1996,con su libro :El modelo Frankenstein.. Y el Premio de la Crítica Valenciana 1999 en la modalidad en "Ensayo y otros géneros" por su libro : Foucault y la genealogía de los sexos. Entre sus libros destacamos:Discurso/Poder. Madrid..EDE col. Teoría y práctica, 1984 (Ensayo), La seducción de la diferencia. Valencia,ed. Victor Orenga. 1987. (Ensayo), .En alguna casa junto al mar. Valencia Ed. Victor Orenga.1987.(Narrativa), .La sonrisa de Saturno. Hacia una teoría transmoderna. Barcelona, Ed. Anthropos,1989.(Ensayo), Tríptico. Madrid, ed. Endymion,1992. (Narrativa), Femenino fin de siglo. La seducción de la diferencia (reedición corregida y aumentada de : La seducción de la diferencia). Barcelona, ed. Anthropos. 1994. Las palabras perdidas.Madrid. Huerga & Fierro . 1997 (Aforismos), El modelo Frankenstein (Premio Ciudad de Valencia. Juan Gil Albert de Ensayo 1996) Madrid.ed. Tecnos, Diciembre 1997, Y de las pavesas surgió el frío . Valencia. Ed. Palmart. 1998. ( Aforismos), Foucault y la genealogía de los sexos. Barcelona, ed. Anthropos.1999. Como editora: Mujeres en la Historia del Pensamiento. VVAA.. Barcelona, ed. Anthropos.1997, Y después del postmodernismo ¿qué?. Rosa Mª Rodríguez Magda, Mª Carmen Africa Vidal (eds.). Barcelona, Anthropos.1998, El sentido de la libertad. Amelia Varcárcel y Rosa Mª Rodríguez Magda (eds.) Edicions Alfons el Magnànim. Valencia. 2000

1 editado por la editorial Anthropos de Barcelona en 1989
2 parte de aquella conversación apareció posteriormente en la revista Claves de la razón práctica, nº 18, Diciembre de 1991.
3 Pag. 141,142
4 Pag. 139
5 “Tansmodernidad, neotribalismo y postpolítica” en El modelo Frankenstein, pag. 18.
6 Postmodernidad y transmodernidad, Puebla, Universidad Iberoamericana, 1999.
7 “Modernidad, posmodernidad y poscolonialidad: una búsqueda esperanzadora del tiempo” en Teorías sin disciplina (latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate)Edición de Santiago Castro-Gomez y Eduardo Mendieta, Mexico, Miguel Angel Porrúa, 1998.
8 Filosofía del Espíritu, parágrafo 552.
9 WELLMER, Albrecht, Finales de partida: la modernidad irreconciliable, Ciudad de Valencia-Madrid, Universitat de València-Cátedra,1996, pp. 35-36.
10 ¿Qué es la globalizacción?, Barcelona, Paidós, 1998.
11 Op.cit., p. 27.
12 Op.cit., p. 29.
13 Turbulence in World Politics, Brighton, 1990.
14 Op.cit., p. 63.
15 La Transparence del Mal, París, Galilée, 1990, p.28.
16 Idem, p. 19.
17 Idem, p. 25.
18 La era de la información. Vol.1. La sociedad digital, Madrid, Alianza, 2000, p. 137.
Revista Observaciones Filosóficas - Nº 4 / 2007


Director: | Revista Observaciones Filosóficas © 2005 -