TÉCNICA VERSUS RACIONALIDAD: LA UTOPÍA COMO ANHELO DE LO RADICALMENTE OTRO (A propósito del cincuenta aniversario de la Dialéctica de la Ilustración)



José Manuel Panea Márquez. Universidad de Sevilla.


"Lo que podría ser de otro modo, es igualado"(1).


"La esperanza de que el horror terrenal no posea la última palabra es seguramente un deseo no científico"(2)



Resumen: Adorno y Horkheimer plantean una realidad: la razón sin reflexión; y una utopía: la razón, la ciencia y la tecnología como motores de la emancipación. La realidad es el proceso histórico de la civilización occidental, la destrucción de la razón teórica y reflexiva por la razón instrumental y estratégica. La destrucción de la subjetividad y la identificación entre vida y trabajo: la ciencia y la técnica como producción, la reducción de la racionalidad a productividad. Frente a la realidad del resultado de un proceso histórico, no hay otra salida que el anhelo. La utopía versus la técnica.



Abstract: Adorno and Horkheimer raise a fact and an utopia. On the one hand, reason without reflection, and on other hand, reason, science and technology as power of emantipation. Reality is the historical process of the western civilisation, that is to say, the destruction of the theoretical and reflexive reason by the instrumental and strategic reason. They remark the destruction of subjectivity and the identification of life and work: science and tecnology as production, and the reduction of rationality to productivity. As a result of the historical process, face to reality, there is only a solution: utopia versus technology.







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Acaban de cumplirse cincuenta años desde que Th. Adorno y Max Horkheimer publicaran un trabajo en el que sometían a juicio todo el proceso de racionalización occidental que, arrancando del mundo griego, llega hasta nuestros días. Este medio siglo que nos separa hoy de la publicación de Dialéctica de la Ilustración bien podría brindarnos la ocasión de retomar las cuestiones allí abordadas y hacer un balance sobre la oportunidad de sus diagnósticos, al objeto de comprobar si siguen manteniendo una fertilidad teórica considerable en lo que era su principal cometido, a saber, la comprensión teórica de la actualidad.



Si lanzamos una mirada al pasado y al presente, nos dirán Adorno y Horkheimer, podremos constatar un proceso en el que la razón ha ido adquiriendo rostros diversos hasta hacerse, podríamos decir nosotros, difícilmente reconocible. Desde muy antiguo, el hombre, ese ser que en el reino animal se muestra como el más desvalido de todos, ha hecho de su debilidad física su mejor aliada, desarrollando capacidades y destrezas que le han permitido sobrevivir frente a las amenazas del entorno. Es así como se pone en marcha todo un proceso de lucha por la existencia, o , por decirlo con Habermas, de reproducción material del mundo, del que no podremos prescindir mientras seamos seres naturales con necesidades materiales muy concretas. Esta lucha por la existencia nos acompaña, pues, como la sombra al cuerpo, haciéndose más visible unas veces que otras, aunque sin abandonarnos jamás. Pero en esta interacción con el entorno, la razón ha tenido siempre un papel importante. La relación del hombre con su mundo ha estado presidida por una reflexión -de un signo u otro- sobre los fines de la existencia, por un discurso legitimador que servía de marco de referencia para la acción. Por decirlo nuevamente con Habermas, la reproducción material del mundo se enmarcaba en una reproducción simbólica que podía ser cambiada o cuestionada, pero que hacía las veces de plataforma teórica para justificar la acción del hombre en el mundo(3). Pues bien, es esa reproducción simbólica del mundo como horizonte, como marco para la acción, y, en definitiva, como rectora de la praxis, lo que hoy está en peligro. Y lo está precisamente porque se ha disparado cualitativa y cuantitativamente esa lucha por la existencia que nos acompaña desde los orígenes de nuestra Historia. De manera que quizás pueda ser éste el rasgo distintivo de nuestro tiempo: hemos perdido el norte, hemos perdido el rumbo, pilotamos una nave altamente sofisticada pero nos falta saber hacia dónde queremos ir, pues como decía Kant, una razón que sabe cómo obrar pero no hacia dónde, no puede bastarse(4). Así pues, cuando la dinámica de la autoconservación, individual y sistémica, se vuelve ciega y salvaje, como de hecho ocurre en nuestros días; cuando la praxis pierde todo carácter reflexivo, la pregunta que cabe hacerse no es sino la de hasta qué punto hemos tejido un universo racional, o si más bien no habremos urdido una compleja tela de araña en la que nosotros mismos pudiéramos estar fatalmente enredados(5).



El diagnóstico frankfurtiano sobre los procesos de racionalización modernos, sobre los avances de la ciencia y la técnica apuntan a este peligro: por una parte, la pérdida de reflexividad de la praxis -individual y social-; por otra, la absolutización de esa dinámica que la reproducción material del mundo incorpora, de esa lucha por la existencia, de esa autoconservación que se ha vuelto ciega y salvaje. Así, la pérdida del carácter reflexivo de la praxis conduce a un desafío para nuestro presente: retomar las riendas de la Historia para hacerla, como diría Marx, no sólo con voluntad, sino con conciencia. Por ello, nuestro gran reto pasa por una revisión crítica de ese concepto que se ha radicalizado y sofisticado hasta extremos insospechados, a saber, el de lucha por la existencia, el de autoconservación (Selbsterhaltung).



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Los efectos que la dinámica del capitalismo incorpora no pueden medirse sólo en términos de rentabilidad económica, como si fueran los únicos que se producen o los únicos que merecieran nuestra atención. Nuestro modelo económico exige una revisión crítica -si aspira a unos mínimos de racionalidad- y no sólo en términos económicos, sino sencillamente humanos. Desde siempre, el hombre ha tenido que dar una respuesta a los problemas que sus necesidades y el entorno natural y social le han planteado. Para ello ha organizado y desarrollado dispositivos de investigación y de intervención en el mundo. La razón se desplegaba, así, bajo una doble forma teórico-reflexiva e instrumental-estratégica, orientada esta última al dominio técnico de la naturaleza. Los componentes reflexivo e instrumental de la razón han convivido durante siglos(6). Pues bien, para los autores de Dialéctica de la Ilustración los problemas que presentan un desafío mayor proceden de la escisión de estos dos momentos de la compleja razón humana, hasta el punto de que se ha producido un eclipse, o una instrumentalización de la razón, con lo que de pérdida de racionalidad ello comporta(7). Dicho con otros términos: precisamente cuando más avanzó el proceso de racionalización que arranca con los mitos en su intento de explicar, de esclarecer el mundo y la praxis; precisamente cuando la ciencia y la técnica llegan a su punto más alto -cualitativamente-, es decir, a un nivel que nadie podía sospechar, precisamente en este momento, se hace más cuestionable la racionalidad de este proceso. ¿Hasta qué punto hemos construido un mundo más racional en unos tiempos en los que el desarrollo científico-técnico ha alcanzado unos niveles difícilmente imaginables?(8) ¿Podemos decir que se han hecho realidad las esperanzas que la Aufklärung depositó en el desarrollo de aquélla? Ni que decir tiene que estas preguntas pueden incomodar a quienes se encuentren entre las filas del universo científico-técnico. Pero no es este el propósito de Adorno y Horkheimer, ni tampoco lo es -como alguien maliciosa o ingenuamente pudiera sospechar- el de proponer una vuelta ciega a la naturaleza. Nada más lejos de ello. Lo que Adorno y Horkheimer se proponen con su crítica de los procesos de racionalización modernos no es sino una revisión, una crítica en el sentido kantiano de indagación de los límites de la ciencia y de la técnica. No se trata, como a veces se ha querido ver, de creer que en la crítica frankfurtiana hay un rechazo del progreso científico-técnico; más que un rechazo de la ciencia y de la técnica en sí hay en ellos un cuestionamiento de su utilización ideológica al servicio del sistema productivo; denuncian que la ciencia y la técnica, lejos de ser una instancia crítica empeñada en la emancipación del hombre, liberándole de miedos, miserias, sufrimiento, es utilizada fundamentalmente con miras productivas. Así, al eclipsarse la dimensión crítica que en otro tiempo tuvo, el discurso científico-técnico coopera en la perpetuación de lo existente, desempeñando una función conservadora más que emancipadora de la totalidad social y del individuo. Por ello, escribirá Horkheimer, dejando traslucir su búsqueda de un significado más amplio para la razón, que "(...) la denuncia de aquello que actualmente se llama razón constituye el servicio máximo que puede prestar la razón"(9).



En los tiempos que corren, ser racional significa ser productivo, es decir, ser eficaz y verse coronado por el éxito. La vieja moral agonal, competitiva, parece la más racional en un mundo vertiginoso y dinámico, presidido por el primado de la economía(10). Poder dominar, poder diseñar estrategias de control, someter la realidad y los cursos de acción a procesos de cálculo: en ello estriba nuestra común concepción de lo racional y de lo razonable. Por la misma lógica, una vida racional será aquella que esté orientada a los negocios, a la actividad productiva desenfrenada, a la consideración del tiempo en términos de rentabilidad y eficacia. Se impone así un ritmo acelerado en todos los órdenes de la existencia: trabajo, relaciones personales, descanso: todo está urdido por la urgencia en la que hoy parece que estamos instalados; una urgencia que no es sino síntoma de la agresividad que entreteje nuestra racional y eficaz forma de entender la vida(11).



Pero en esta vertiginosa carrera hacia ninguna parte, nuestra racionalidad dominadora y productivista se cobra sus víctimas: ahí están esa naturaleza dañada, maltratada, extenuada hasta límites insospechados, al objeto de exprimir de ella la máxima rentabilidad, aunque las catástrofes ecológicas se ciernan sobre esta actuación supuestamente tan inteligente. Pero junto a esta naturaleza externa dañada también está esa otra naturaleza interna, la de todos y cada uno de nosotros, que se ve sometida, ya desde la infancia, a un implacable adiestramiento, a un desquiciado esfuerzo para lograr la mera supervivencia. El resultado de ambos procesos no puede ser sino el de, por un lado, una naturaleza en serio peligro, y el de un desquiciamiento de la subjetividad, tal y como lo constatan las estadísticas sobre enfermedades físicas y psíquicas, por otro.



Pero no son sólo la naturaleza externa o el equilibrio psicofísico los que están amenazados. También asistimos a una crisis de fines práctico-morales como consecuencia de la demanda de satisfacción de imperativos técnicos. La radicalización de la lucha por la existencia es tal que las cuestiones morales, quedan arrinconadas por la urgencia, por la velocidad que se imprime a todo curso de acción, consecuencia evidente de que se ha entronizado un imperativo por encima de todos: el de la mera autoconservación. La lucha por la existencia se ha radicalizado hasta el extremo de que cada vez hay menos lugar para la reflexión sosegada y crítica sobre los fines de la praxis. Las cuestiones prácticas sobre la buena vida, sobre lo justo y lo injusto corren el peligro de disiparse(12) y disolverse en meras cuestiones técnicas, como si todo problema fuera sólo y exclusivamente un asunto que los expertos y sólo ellos tuvieran que plantear y decidir. Pero el lenguaje de los expertos -lo sabemos desde Platón- no quiere dar paso a la deliberación colectiva, a la discusión pública, a la crítica, sino que pretende legitimarse por sí mismo, apelando a estar en posesión de una verdad difícilmente alcanzable, o reservada sólo a unos pocos. Al hacer de todo problema una cuestión técnica, abordable sólo desde un conocimiento riguroso y sofisticado, se pretende desplazar a la mayoría del foro de la discusión y del debate, o dicho de otro modo, se pretende que nada se discuta a fondo. La razón práctica, que reflexiona críticamente sobre los fines de la praxis, deja paso a la razón técnica, al pretendidamente neutral y aséptico informe técnico. Pero si las cuestiones prácticas, reflexivas, deliberativas, dejan paso a las cuestiones técnicas y al informe de los expertos(13), entonces se producen dos resultados parejos: el horizonte de la libertad individual queda cada vez más estrechamente cercado; toda tensión trágica entre ser y deber ser quedará trascendida y disuelta en la mera aceptación de lo real como lo más racional y razonable(14). Y entonces, la realidad se impone como discurso definitivo, inamovible, último. Como diría Hegel, todo lo real es racional: esta es, precisamente, la conclusión a la que se llega cuando nos dejamos seducir por las pretensiones de legitimidad tecnocrática. Retorna así la vieja creencia de Leibniz de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Pero no. Episodios de horror como las purgas stalinistas, o como los que tuvieron lugar en los campos de exterminio, donde el progreso técnico quedó a disposición de una administración de la muerte fría y calculada; pesadillas históricas de tal calibre hicieron saltar por los aires la ingenua fe en los progresos de la humanidad, cuestionando que del avance en la racionalidad técnico-científica tuviera que derivarse igualmente un progreso moral. De manera que las palabras de Kant, a saber, estamos" civilizados hasta la exageración en lo que atañe a todo tipo de cortesía social y a los buenos modales. Pero para considerarnos moralizados queda todavía mucho"(15), levantan su vuelo sobre las aún calientes cenizas del progreso, y, aguijoneándonos en el sopor de nuestra resaca, vuelven a recobrar rabiosa actualidad. De manera que la brecha está abierta, pues no sólo se produce, a todas luces, una ruptura entre dos conceptos de progreso que parecían haber estado ligados, sino que incluso las sospechas sobre la pretendida neutralidad de la ciencia y de la técnica no se han hecho esperar.



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En efecto, lo que los frankfurtianos pusieron de relieve es precisamente cómo el proyecto tecnológico no es neutral, cómo la cosa que piensa cartesiana acaba convirtiéndose en esa red que domina y extenúa al mundo, pero que, fatalmente, acaba siendo también víctima de la propia violencia que impone a cuanto le rodea. La agresividad con el entorno natural o social termina, así, siendo agresividad contra el propio hombre que es verdugo y víctima en esta desencajada y feroz lucha por la existencia(16).



Pero no es esta la única forma de violencia o imposición que padecemos en nuestro cada vez más complejo y sofisticado mundo. Hoy padecemos igualmente la violencia del concepto, la imposición del discurso técnico-científico como el único racional y razonablemente posible(17). La realidad es analizada, estudiada, clasificada bajo la red conceptual del cálculo estratégico. Y todo porque nuestra relación con el mundo es fundamentalmente una relación orientada al dominio, lo cual ha conducido a un incremento de la racionalidad orientada a este fin, y, por tanto, de la racionalidad instrumental. Sólo lo instrumentalizable es digno de ser valorado y estimado. Aquello que escapa al dominio, aquello que no se deja encerrar en la fórmula o en el informe técnico, carece de todo interés porque en definitiva muestra su ineptitud con respecto a su aplicación inmediata. Lo que no es ipso facto utilizable es apartado, marginado como inútil, como no rentable. Éste, en definitiva, es el criterio con el que acabamos midiendo la realidad y la racionalidad de las cosas. Pero lo problemático de esta dinámica instrumentalizadora de la razón y de la realidad es el carácter de normalidad que preside, cada vez más, este, al parecer, imparable proceso. Es tal la presencia de los esquemas científico-técnicos en todos los entramados de la vida social de nuestro mundo cada vez más complejo, que cualquier curso de acción, por el mero hecho de venir avalado por un planteamiento técnico, parece que tiene garantizado el título de racional. Y esto es lo problemático hoy. Nos cuesta trabajo pensar que lo racional desborde el marco de la racionalidad técnica. Por ello también, cabría afirmar, nuestras sociedades altamente tecnificadas están profundamente desmoralizadas, en el sentido de que parece que no hay alternativas viables, razonables, sensatas a la actual y frenética dinámica social. Pero como muy bien apuntaron Adorno, Horkheimer y Marcuse, el componente ideológico de nuestra actual sociedad y de su industria cultural (Kulturindustrie) no es otro que el de pretender pasar por el Único imaginable(18). Es nuestra capacidad de imaginar, de anhelar, de querer un mundo diferente la que está siendo agasajada, distorsionada, atrofiada por la industria cultural que pretende acallar toda protesta, y más aún, hacer que toda discrepancia, que toda voz discordante sea enjuiciada como ridícula y extravagante, condenada, al fin, al fracaso. El discurso del concepto, el discurso que sólo tiene un interés de dominio en su relación con el entorno natural y humano, pretende arrastrar tras de sí la legitimación moral amparándose en la pretensión de monopolizar el discurso de lo racional y de lo razonable. Mientras tanto, toda tensión trágica entre lo que actualmente somos y lo que queremos(19), toda alternativa, toda utopía, toda diferencia queda borrada del mapa, aniquilada, tachada de irracional, o, cuando menos, de ingenua. Esta es la violencia del concepto que hace de todo poder ser de otro modo, de toda utopía algo impensable, inarticulable, quijotesco, susceptible de provocar extrañeza y risa.



Pero lo que los frankfurtianos no pierden de vista es que este proceso es la consecuencia de una forma de vida concreta, de una actitud que llega a su máxima expresión en nuestras sociedades altamente tecnificadas del capitalismo tardío. La radicalización de la competencia, de la lucha por la existencia, de la autoconservación ciega y salvaje nos devuelve a ese mundo natural, a esa selva donde el hombre entra en conflicto con el hombre y donde la indiferencia ante los problemas del otro es la primera máxima si queremos salvar el pellejo, si queremos sobrevivir(20). El individualismo, el sálvese quien pueda, el conservar intacta la piel, se convierte en un imperativo dentro de un universo repleto de ciencia y tecnología, pero que no deja de ser una jungla, eso sí, muy sofisticada. La desmoralización de la sociedad, el sentimiento de impotencia y de aislamiento de los individuos es un resultado de este proceso deshumanizador. Los sujetos experimentan el peligro que se cierne sobre su mera supervivencia, y se sienten arrastrados no sólo por la urgencias cotidianas, sino también por el sentimiento derrotista de no poder hacer nada para cambiar las cosas, que acaba cobrando tintes de insatisfacción y frustración. Y mientras tanto, la vida de los hombres se estructura en torno a una categoría central, que es consecuencia lógica de esta radicalización de la autoconservación. Esta categoría que se ha hecho central en nuestras vidas es la de trabajo(21). Nuestro modelo cultural ha radicalizado tanto la lucha por la existencia que ya no se trabaja para vivir, sino que en nuestra "sociedad afiebrada", por decirlo con Platón, vivimos para trabajar, sometiéndonos a una disciplina y un stress tal, a una vertiginosidad en todo cuanto hacemos -hasta en lo más nimio-, que cuando la naturaleza interna se rebela contra esta dinámica se atreve a reconocer -a pesar de su impotencia- que esto no es vida, que el vivir se ha convertido en un sin vivir permanente. Pero como apuntaron Adorno, Horkheimer y Marcuse, lo patético de nuestro modo de entender la vida en términos de trabajo es que, después de todo, la inmensa mayoría no es feliz en él. La vida no vive, subscribirá Adorno en su Minima moralia. Se produce así un desencuentro entre el yo y la acción que nos ocupa la mayor parte de nuestro tiempo. Y bien, podríamos preguntarnos, ¿cómo es posible que la naturaleza no se rebele, cómo es posible que todo siga intacto, como si todo fuera normal? Pero no, la normalidad es una mera apariencia; como una mera apariencia es la conciencia feliz (happy consciousness)(22), la conciencia anestesiada que busca un desahogo momentáneo en la gratificación del consumo. Pero en lo más hondo de nosotros mismos puede estar incubándose, anidando, un profundo descontento, un profundo malestar, que se hace patente, por ejemplo, en las cifras de enfermedades psíquicas en aumento, aunque también en los altos índices de audiencia que alcanza el sensacionalismo banal y morboso del reality show, en el que nuestras subjetividades cansadas, naúfragos que nadan en el anodino mar del aburrimiento existencial, tendrían la posibilidad de escapar -aunque sea ficticia y fugazmente- al presentimiento sincero, y que nos costaría mirar cara a cara, de estar viviendo una vida que no vive, insubstancial, inerte. "La situación actual es domoledora -escribe Adorno-: para mantener la identidad abstracta, la desnuda supervivencia, hay que perder la identidad"(23).



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Quizás sean muchos los ejemplos que de la vida cotidiana pudieran extraerse para mostrar la oportunidad y alcance del diagnóstico frankfurtiano. Pero encontramos en el breve relato de Kafka "Un artista del trapecio"(24) un texto excelente para ilustrarlo. En su personaje central, el trapecista, quizás todos podríamos alguna vez reconocernos o, cuando menos, podríamos pensarlo como una posibilidad que planea sobre nuestra actual manera de entender la vida. Pues bien, nos cuenta Kafka cómo el artista del trapecio, que realiza su trabajo en lo más alto de las cúpulas de los grandes circos, había organizado su vida primero por afán profesional, y luego ya por la tiranía de la costumbre, de tal modo que permanecía día y noche subido al trapecio. Su manera de vivir no presentaba dificultades especiales con el resto del mundo. Era un artista extraordinario, y sólo viviendo de aquella manera podía estar siempre entrenado y conservar la extrema perfección de su arte. Más aún, nos cuenta Kafka, el trapecista se encontraba allá arriba muy bien, aunque su trato humano era muy limitado: cambiaba algún saludo con los obreros que reparaban el techo de vez en cuando, o charlaba con algún colega del trapecio, si subía a donde él siempre estaba. Pero de no ser entonces, nuestro trapecista estaba siempre solitario. Y así transcurría su vida, incordiada sólo por los inevitables viajes de un sitio para otro. " El trapecista salía para la estación -nos dice Kafka- en un automóvil de carreras que corría, a la madrugada, por las calles desiertas, con la velocidad máxima; demasiado lenta, sin embargo, para su nostalgia del trapecio"(25). En el tren ya, nuestro hombre se instalaba en la redecilla de los equipajes, supliendo así, mezquinamente, su manera de vivir. Y ya antes de llegar a destino tenía nuestro trapecista preparado su trapecio. Pero a pesar de tantas precauciones, los viajes, tan rentables para el empresario, perturbaban gravemente los nervios del trapecista. Hasta que un buen día, en uno de los trayectos en tren, nuestro hombre, replegado como soñando en su redecilla, se dirigió tímidamente al empresario, diciéndole que en lo sucesivo necesitaría para vivir no un trapecio, sino dos, y que nunca más trabajaría sobre un trapecio, pues dos trapecios son mejor que uno solo. El artista se echó a llorar, y tras muchas preguntas y palabras cariñosas del empresario, exclamó entre sollozos: "Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!"(26). Entonces, nos dice Kafka, fue muy fácil al empresario consolarle. Le prometió ya para siempre un segundo trapecio. Así pudo el empresario tranquilizar al artista. En cambio, él ya no estaba tranquilo, y a hurtadillas le espiaba. "Si semejantes pensamientos habían empezado a atormentarle -apunta Kafka, sumergiéndonos en los temores del empresario- ¿podrían ya cesar por completo? ¿No seguirían aumentando día por día? ¿No amenazarían su existencia?"(27)



Pues bien, la sospecha, la sombra de duda que siembran estos interrogantes son también una puerta para la esperanza. Nuestro trapecista es un ser solitario con una relación aproblemática con el mundo, cuya vida, por afán de perfección y por la tiranía de la costumbre, tiene lugar siempre en el trabajo. Y aparentemente no pasa nada, todo transcurre con visos de normalidad; incluso podríamos decir que precisamente porque nunca pasa nada, porque no hay sorpresas, desafíos, relaciones interpersonales más allá del trapecio, nuestro hombre vive envuelto en un estado de insípida felicidad.



Pero el trapecista, cuando ha de viajar, tiene que ir a toda velocidad hacia el tren que le llevará a su nuevo destino: tal es su nostalgia del trapecio; nostalgia que logra calmar momentáneamente en la redecilla de equipajes. Hasta que ocurrió lo inevitable: también su sistema nervioso acaba siendo vulnerable, pues aún es un hombre, y siente la falta, presiente un descontento íntimo que brota de lo más hondo. Sólo que esa experiencia de la falta, esa experiencia de incompletitud, de carencia o de frustración existencial, encuentra sólo una solución imaginable: pedir dos trapecios. Es la imaginación, el deseo quien está tan alienado, tan cosificado, tan atrofiado que es incapaz ya de soñar otro mundo posible, otro horizonte para la vida, horizonte que nuestro hombre no logra ni siquiera vislumbrar al no poder salir de esa fatal circularidad que el trapecio ha dibujado para él. En la ceguera(28) del deseo bloqueado, cosificado, del trapecista entendemos nosotros que podrían concretarse los peligros que la Escuela de Frankfurt supo detectar en sus análisis teóricos para el hombre de nuestro tiempo. Es la industria cultural, la omnipresencia y omnipotencia de los medios de comunicación que tejen y refuerzan permanentemente nuestro actual sistema de valores (la competitividad feroz, el trabajo como categoría central de la existencia, la explotación atroz de la naturaleza -dulcificada con mínimas dosis de sano ecologismo-) lo que hace de nuestras vidas un permanente ir y venir, instalados en esa redecilla de bultos o equipajes, cuando no vivimos también nosotros instalados en nuestro trapecio. Pero si el vaciamiento de la subjetividad, el atrofiamiento del deseo, de la imaginación, es el principal obstáculo para poder soñar un mundo diferente; si la nostalgia del trapecio es la gran barrera, el gran obstáculo con el que topará toda nostalgia de la utopía, esto no puede significar, decimos, a pesar de la alienación o cosificación creciente de la imaginación en nuestro mundo teledirigido, que todo esté ya perdido, que ya nada quepa esperar en tal sentido. Nuestro presente, así concluyeron sus análisis Adorno, Horkheimer y Marcuse, deja entrever esta tendencia hacia la alienación, hacia el vaciamiento total de la subjetividad, con lo que de pérdida de libertad y disolución total de la vida ello comporta. Pero junto a esta tendencia, tan desconsoladora, cabe una esperanza. Es la propia naturaleza, el sistema nervioso del trapecista, quien se percata de que ha llegado al límite, de que ha tocado fondo; en efecto, ha presentido la nada que entreteje su vida y se ha deshecho en lágrimas. Bien es cierto que no ha sido capaz de imaginar otro mundo posible fuera, más allá de la nostalgia del trapecio. Pero la zozobra, la duda, el descontento están ahí. Y la intranquilidad, el desasosiego del empresario, la sospecha de si semejantes pensamientos podrían ya cesar por completo son, según nos parece, una puerta para la esperanza. Por todo ello, a pesar de los tintes negros con los que a veces se tilda de pesimista la crítica frankfurtiana (¿acaso los diagnósticos también han de tener un happy end para no ser molestos?), pues la realidad daba para poco más en su versión colorista (pensemos en Hiroshima, Auschwitz o en los procesos stalinistas, así como en el entontecimiento colectivo promovido por la industria cultural); a pesar de la sinceridad de su diagnóstico, diríamos nosotros, nunca perdieron la esperanza frente a una realidad que por muy negra que se mostrara aún conservaba una buena dosis de ambigüedad e indeterminación(29). "Pesimistas teóricos, optimistas prácticos" gustaba a Horkheimer apostillar. El arte, en Adorno, a pesar de ser en gran medida una víctima más de la industria cultural y de esa mercantilización total que todo lo penetra(30), sigue ofreciéndonos un cauce para la reflexión, para el anhelo, para la nostalgia de la utopía, de lo radicalmente otro(31). También Marcuse contempló esta puerta aún abierta a la transformación cualitativa de la realidad(32). Pero tanto Adorno, como Horkheimer y Marcuse siguieron confiando en el poder crítico de una razón que se resiste a ser instrumentalizada, homogeneizada, fosilizada en el informe estratégico o en el mero cálculo. Por todo ello, creyeron profundamente en la intransigencia de la teoría frente a la inconsciencia y la reificación(33) e, igualmente, en la responsabilidad de intelectuales y artistas, de quienes en gran medida depende echar o no un pulso a esa nostalgia del trapecio en favor de esa otra nostalgia liberadora, emancipadora, la nostalgia de la utopía. Consecuentemente, creyeron en el anhelo de lo radicalmente otro, en el anhelo permanente de libertad y de una existencia que no se resigna a la indiferencia ni al vaciamiento del yo; apostaron, en suma, por el anhelo de un mundo en el que la ciencia y la técnica fueran puestos al servicio no del sistema productivo, sino de ideales emancipadores, capaces de hacernos avanzar en ese proyecto (no sólo inacabado, sino, en gran medida, truncado, bloqueado por la nostalgia del trapecio) que es la Ilustración, ejemplarmente definida por Kant como la salida del hombre de su minoría de edad. Y por ello, el anhelo de un mundo radicalmente otro es la primera y más esencial precondición del cambio. Por eso, cuando Habermas enfatiza la importancia de la racionalidad comunicativa, la importancia de que se alcancen acuerdos bajo condiciones no coactivas, quizás pase por alto la necesidad, apuntada por Adorno, Horkheimer y Marcuse, de trabajar para que puedan darse no sólo las condiciones objetivas, sino también las condiciones subjetivas que harán posible tal acuerdo. Por ello mismo, nos dirá Marcuse, el cambio cualitativo sólo cabrá esperarlo si previamente hemos podido experimentar la necesidad subjetiva del mismo, para, en un segundo momento, poner en marcha una transvaloración de los valores fundamental(34). Sin este factor subjetivo no cabe esperar cambio alguno. De este modo, en suscitar el anhelo de un mundo diferente y en posibilitar que el arte y el pensamiento crítico articulen lenguajes alternativos estriba gran parte del desafío que hoy tenemos planteado. En definitiva, básicamente podríamos resumir el propósito frankfurtiano, que hacemos nuestro, en la sencilla convicción de que frente a la nostalgia del trapecio es necesario poner todo nuestro empeño para que no se ahogue o anule esa otra nostalgia de la utopía, es decir, el anhelo, el inagotable deseo de que la indiferencia, el dolor, la injusticia y la estupidez no tengan la última palabra.

1. Horkheimer, Max, Adorno, Theodor W., Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos. Introducción y traducción de Juan José Sánchez, Madrid, Trotta, 1994, p. 67.

2. Horkheimer, M., "Prólogo" a Jay, M., La imaginación dialéctica. Una historia de la Escuela de Frankfurt. Madrid, Taurus, 3ª reimp., 1989, p. 9.

3. J. Habermas ha desarrollado ampliamente esta problemática en Teoría de la acción comunicativa II, cap. VIII, Madrid, Taurus, 1987.

4. Kant, I., La religión dentro de los límites de la mera razón. Madrid, Alianza ed. 2ª ed. p. 20.

5. Nos hemos ocupado de estos temas en nuestro libro Querer la utopía. Razón y autoconservación en la Escuela de Frankfurt. Sevilla, Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1996.

6. Cfr. Horkheimer, M., "Sobre el concepto de razón", en Adorno, Th. W. y Horkheimer, M., Sociológica, Madrid, Taurus, 3ª reimp., 1986, p. 201.

7. Este es el tema central de Horkheimer, M., Crítica de la razón instrumental, Buenos Aires, Sur, 2ª ed. 1973. Cfr. Cortina, A., Crítica y utopía. La Escuela de Frankfurt, Madrid, Cincel, 1ª reimp., 1986, cap. 4.

8. Para Adorno y Horkheimer el universo mítico es el universo de lo Siempre Igual, del ciclo, de la repetición. Desde esta perspectiva son elocuentes estas palabras de Dialéctica de la Ilustración: "(...) el mito es Ilustración; la Ilustración recae en mitología". Dialéctica de la Ilustración, p. 56.

9. Horkheimer, M., Crítica de la razón instrumental, p. 195.

10. Como ha escrito Horkheimer, "Con la desintegración del Yo y de su razón reflexiva, las relaciones humanas se aproximan a un límite en el que el dominio de todas las situaciones personales por las económicas y la mediatización universal de la vida en común por la mercancía, se transforma en una nueva modalidad de inmediatez". Horkheimer, M., Teoría Crítica, Barcelona, Seix Barral, 1973, p. 163.

11. Cfr. Marcuse, H., La agresividad en la sociedad industrial avanzada. Madrid, Alianza Editorial, 5ª ed. 1984.

12. Un texto ejemplar para mostrar las consecuencias de la disolución de la razón práctica en mera razón formal es el siguiente: "¿Cuáles son las consecuencias de la formalización de la razón? Nociones como las de justicia, igualdad, felicidad, tolerancia que, según dijimos, en siglos anteriores son consideradas inherentes a la razón o dependientes de ella, han perdido sus raíces espirituales. (...) ¿Quién podrá decir que alguno de estos ideales guarda un vínculo más estrecho con la verdad que su contrario? Según la filosofía del intelectual moderno promedio, existe una sola autoridad, es decir, la ciencia, concebida como clasificación de hechos y cálculo de probabilidades. La afirmación de que la justicia y la libertad son de por sí mejores que la injusticia y la opresión, no es científicamente verificable, y, por lo tanto, resulta inútil. En sí misma, suena tan desprovista de sentido como la afirmación de que el rojo es más bello que el azul o el huevo mejor que la leche". Horkheimer, M., Crítica de la razón instrumental, pp. 34-35.

13. Esta problemática ha sido desarrollada ampliamente por J. Habermas en su obra Ciencia y técnica como ideología, Madrid, Tecnos, 1984.

14. Cfr. Dialéctica de la Ilustración, pp. 198-199.

15. Kant, I., "Ideas para una historia universal en clave cosmopolita", en Ideas para una historia universal en clave cosmopolita y otros escritos sobre Filosofía de la Historia,

Madrid, Tecnos, 1987, p.17.

16. Cfr. Marcuse, H., La agresividad en la sociedad industrial avanzada, Madrid, Alianza Universidad, 5ª ed. 1984.

17. Cfr. como ejemplo de la contundente crítica adorniana a la prepotencia del concepto, "La desmitolologización del concepto" y "El infinito", en Dialéctica negativa, pp. 20-21.

18. El atrofiamiento, el bloqueo de la imaginación será un tema esencial en Marcuse. Cfr. Marcuse, H., El hombre unidimensional, Barcelona, Ariel, 1ª ed., 1984, pp. 53-54.

19. Como muy bien han apuntado Horkheimer y Adorno: "La liquidación de lo trágico confirma la liquidación del individuo". Dialéctica de la Ilustración, p. 199.

20. Esa frialdad burguesa, apunta Adorno, sin la cual Auschwitz no hubiera ocurrido. Cfr. Dialéctica negativa, p. 363. Una frialdad de la que nadie puede escapar si quiere sobrevivir(Cfr. Adorno, Th. W., Consignas, Buenos Aires, Amorrortu, 1973, p. 177) pero que es necesario combatir, disuadiendo a los hombres de golpear hacia el exterior sin reflexión sobre sí mismos: este sería el contenido esencial de una "educación después de Auschwitz". Cfr. ibíd., pp. 80-82.

21. Cfr. Marcuse, H., Eros y Civilización, Barcelona, Ariel, 1ª ed. 1984.

22. Cfr. Marcuse, H., El hombre unidimensional, p. 106.

23. Adorno, Th. W., Dialéctica negativa, p. 276.

24. Kafka, F., "Un artista del trapecio", en La metamorfosis, Madrid, Alianza, 23ª reimp., 1989, pp. 135-142.

25. Kafka, "Un artista del trapecio", p. 139.

26. Op. cit., p. 141.

27. Ibíd., pp. 141-142.

28. Cfr. Dialéctica de la Ilustración, p. 93.

29. En palabras de Wellmer, "Theodor W. supo calibrar como nadie la modernidad cultural en todas sus ambigüedades en las que se anuncian tanto posibilidades de desencadenar potenciales estéticos y comunicativos como la posibilidad de una muerte de la cultura." Wellmer, A., Sobre la dialéctica de la modernidad y postmodernidad. La crítica de la razón después de Adorno. Madrid, Visor, 1993, p. 13.

30. Sobre este particular, Cfr. Savater, F., "El arte ante la Teoría Crítica", en La filosofía tachada, recogido en La voluntad disculpada, Madrid, Taurus, 1996, pp. 205-216.

31. Sin duda alguna, este anhelo, este deseo de un mundo radicalmente otro es el hilo conductor que enlaza y da sentido unitario al pensamiento crítico de M. Horkheimer, Th. W. Adorno y H. Marcuse.

32. Cfr. Marcuse, H., Ensayos sobre política y cultura, Barcelona, Ariel, 1970, pp. 79-80.

33. Cfr. Dialéctica de la Ilustración, p. 93.

34. Cfr. "Notas para una nueva definición de la cultura", en Marcuse, H., Cultura y sociedad. Buenos Aires, Sur, 2ª ed., 1968, p. 106.